Otras cosas

El cuerpo como documento. El ritual de la muerte en tiempos de coronavirus.

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Sorprendente fue el pensamiento que tuvo Jack Fuchs una vez rescatado del nazismo. Con menos de 30 kilos, yaciendo en una cama de hospital con sábanas limpias, almohadas, rodeado de médicos y enfermeras se escuchó pensar: “ahora me puedo morir”. Cuando después de la ordalía que había pasado volvía a tener la posibilidad de vivir, lo que se le vino a la cabeza fue que se podía morir. Esta aparente contradicción revela que recién entonces morir lo volvía a inscribir en el reino de lo humano. El otro morir, el del campo de exterminio, era un morir animal, el de un puro cuerpo, arrancado del linaje familiar y cultural, anónimo, ausente. Los rituales de la muerte son una de las cosas que nos diferencian del resto de los mamíferos. 

¿Cómo enfrentamos los vivos la muerte de los que queremos? ¿Cómo aceptar que ya no están? ¿Cómo procesar el hecho de que no los veremos más, no les contaremos ni nos contarán, no nos acompañarán en nuestros logros y en nuestras decepciones? 

No tenemos la representación mental del no, de la nada, del vacío, del nunca. Pensar es lo opuesto a la nada, es siempre algo. ¿Como pensar la ausencia si llevamos incorporados a nuestros muertos más cercanos que nos hablan desde adentro de nosotros? Es tan inasible la muerte que los primeros tiempos esperamos que vuelvan a llamar o a aparecerse como hacían antes, como si se hubieran ido de viaje y pudieran volver en cualquier momento. 

Para que el proceso de duelo empiece por donde tiene que empezar, hace falta tener la evidencia de que la muerte efectivamente sucedió. Solo el cuerpo muerto nos la da. Los que tenemos un desaparecido en nuestra familia sabemos de qué modo la ausencia del cuerpo afecta nuestra convicción de que esté muerto. Si ya es difícil hacerse a la idea de la muerte de alguien en condiciones normales, al no tener la evidencia positiva de que ocurrió, nuestro cerebro se resiste a creerlo. Un muerto sin cuerpo que lo documente, no está del todo muerto. Tampoco está del todo vivo. Es como un fantasma, un aparecido, un des-aparecido. Nunca lo vimos muerto, siempre esperamos que vuelva.

Los protocolos de seguridad y protección en esta epidemia nos excluyen del ritual de la muerte. Una vez internado, el enfermo es aislado y su familia le es mutilada, nunca más se ven. Si llega a morir nadie tiene acceso al sitio donde está, su cuerpo se queda aislado y sellado dentro de una bolsa sin que nadie de la familia lo haya visto. ¿Cómo reinventar el ritual del entierro cuando no se tiene la certeza de que en el cajón yace quien se supone que yace? Al dolor de la muerte, a la imposibilidad de hacer un velatorio que permita procesar los primeros momentos del shock de la pérdida, se suma el hecho de no tener la evidencia de que tal muerte fue porque nunca se vio el cuerpo. Ver para creer.

Recuerdo una escena de Kadish, film de Bernardo Kononovich, en la que un descendiente de un judío asesinado en el Holocausto, pide en el Museo del Holocausto de Yad Vashem, en Jerusalém, la hoja de testimonio que indica que su antepasado murió. Cuando se lo entregan pide permiso para salir al pasillo y llevarse el papel. Le preguntan para qué y dice “porque ésta es la única evidencia de que murió, con este documento puedo decir Kadish” la plegaria judía que solo se puede decir si hay un cuerpo. 

Tomando esa idea, tal vez un sucedáneo del cuerpo pudiera ser la fotocopia del certificado de defunción. Así, en el momento del entierro, sea del cuerpo herméticamente embolsado o de la caja con las cenizas, se puede agregar una fotocopia de ese certificado como evidencia material. Sin el cuerpo documentando la identidad, el documento en papel lo será. 

La noción de la muerte es elusiva, inconcebible. ¿Cómo aceptarla sin haber tenido la evidencia de que sucedió? Para comenzar a transitar el proceso de duelo, es preciso tener la certeza de que el enterrado o quemado que no se pudo ver es quien se supone que es. Ello no atenuará el dolor y la tristeza pero hará posible que se transite el proceso natural del duelo y  que el flujo de la vida continúe.

Publicado en Infobae el 4 de junio de 2020

Twiteado por Alfredo Leuco el 11 de junio de 2020

Publicado en Le doy mi palabra el 11 de junio de 2020

De las historietas a la historia

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Las historietas, como llamábamos a los cómics, fueron parte de mi infancia y de buena parte de mi vida. Las “revistas mejicanas” como Superman y La Pequeña Lulú; Rico Tipo y su inolvidable “el otro yo del Dr Merengue”, Pelopincho y Cachirula, Peanuts. Las novelas de Intervalo y los policiales de El Tony, D’Artagnan; Tía Vicenta, Fierro, Patoruzito, El Eternauta… Sé que me olvido de muchas y vienen a mi memoria las tiras de Mafalda, Clemente, Mendieta, Isidoro Pereyra, Diógenes y el linyera. Siguen nuevas tiras que publican los diarios, algunas cómicos otras provocadoras o críticas, filosóficas o poéticas, con una mención especial para “Maus” del gran Spiegelman y “El Camino a Auschwitz” de Gorodischer.

Dibujos con historias y personajes en encuadres clásicos: un cuadrado y adentro las figuras y los globitos con los parlamentos. Hoy gran parte del escenario de las viñetas es el nuestro, hoy somos un poco personajes de historieta. Gracias a la tecnología saltamos del papel a la pantalla y nos encontramos, nos vemos y dialogamos dentro de un escenario parecido al de los cómics.

Guardados en nuestras casas a salvo del virus todopoderoso, pegajoso y malévolo, nos relacionamos con los demás enmarcados en un cuadrado prolijo y alineado, grande en la computadora o chiquito en el celular. Adentro del encuadre fijo solo hay alto y ancho, nada de profundidad. Nuestro cuerpo y el de los demás tiene ahora dos dimensiones, es la voz producida por una imagen chata e intocable. Sentados ante el dispositivo de turno aparecemos amputados de la cintura para abajo, solo torso y cabeza, una especie de hemiplejia instrumental o ausencia fraguada. Atentos a lo que se ve atrás no vaya a ser que se revele algo que no queremos que se sepa, una puesta en escena cuidada que se ha vuelto nuestra nueva tarjeta de presentación. 

Las caras miran fijo y luego del tiempo limitado en que la atención está prendida, se van vaciando las miradas y quedan espectros que hacen como que miran forzándose a parecer atentos, receptivos y disimulando que ya basta, que me quiero levantar, desperezarme, no estar siendo mirado ni hacer que miro con interés todo el tiempo, quiero poder volver a poner la cara que tengo cuando no debo cuidarme del escrutinio de todos esos ojos que me ven y vaya uno a saber qué están pensando cuando me miran. Todo esto requiere un esfuerzo suplementario para nuestro pobre cerebro que tiene que aprender a procesar estos nuevos inputs con los que no contaba. Termina siendo agotador al final del día.

Los ángulos que enmarcan esta estructura son inflexibles, de 90 grados que no se estiran ni redondean, estamos uno al lado del otro pero todos igualmente encerrados cada uno en su cubículo cueva. Parecemos estar bien cerca, pero en realidad no. Parecemos estar conectados el ojo en el ojo, pero en realidad no. Sin embargo vemos, vemos hasta lo que no queremos que se vea. 

Lo peor es lo que uno ve de uno mismo. Verse estático, verse hablar, callar, gesticular, es un verse al que uno no estaba acostumbrado. Vivíamos sin vernos eso que los demás nos veían. Vivíamos en la inconsciencia de lo que nuestros mínimos gestos decían. Vivíamos creyéndonos más jóvenes, más lindos, más tersos, un tanto ideales. Solíamos sorprendernos cuando no nos reconocíamos en fotos, grabaciones o en filmaciones. Ahora estamos delante de nosotros mismos, y el realismo y la irrealidad conviven contradictoriamente en este verse y saberse cómo es uno mientras está siendo. Porque era un alivio no verse mientras uno vivía preso de la mirada de los demás pero libre de la propia. Uno podía soñar, poner a volar la imaginación, dibujarse otras líneas y pintarse de nuevos colores. Ya no más. 

Eso que hay dentro del cuadrado, sentadito, firme y mirando derechito y fijo, somos nosotros ahora.

“¡Vista al frente!” nos decían en la primaria, seguía con “¡tomar distancia!” y estirábamos un brazo hacia adelante y la fila se iba alargando para atrás a medida que el resto hacía lo mismo. Ahora estamos a distancia pero no nos vemos las espaldas porque en la pantalla solo salimos en primer plano y de frente. Adyacentes uno al lado del otro, no tenemos como alejarnos cuando, en realidad, estamos tan lejos. Lejos y cerca están queriendo decir otras cosas. 

Nuestras caras son una parte importante de quienes somos pero ni de lejos alcanzan a ser quienes somos. Extraño aquello que se llamaba clima, energía, piel, presencia, el cuidado de respetar la distancia en la que cada uno se siente cómodo, lo que permite el encuentro y lo hace amable. Esto que estamos haciendo, y bienvenido sea dadas las circunstancias, se parece a un encuentro, se le parece bastante, pero no lo es del todo. 

Cuando estoy de viaje y chateo por algún medio electrónico con mi marido, él acerca su celular a nuestro perro y le hablo, le digo las mismas cosas que le digo siempre y en el mismo tono pero él no reacciona, en la pantalla no me reconoce ni me ve, es como si no me oyera, como si yo no estuviera ahí. Y tiene razón. No estoy. No me puede oler, no le llegan los ecos físicos de mi presencia ni las moléculas de aire que se mueven cuando uno habla. 

Está bueno el no tener que desplazarnos para las reuniones que no precisan que estemos personalmente. Pero después de esta cuarentena (que ya está siendo una sesentena o vaya uno a saber qué número resultará al final), la presencia real tendrá un nuevo protagonismo hoy revalorizado en lo que tiene de único e irreemplazable. Los encuentros vía internet vinieron para quedarse y cuando esto termine recuperaremos con felicidad renovada los encuentros personales que aprendimos a extrañar tanto. 

Las historietas que nos alojan hoy serán la historia algún día, cuando sean la memoria y el relato de esto que nos tocó vivir en el comienzo de la segunda década del siglo XXI amén.  

Dibujo hecho por una niña de 6 años ilustrando su juego con sus juguetes favoritos como si fuera una reunión de zoom. Enviado por Meli Furman.

Dibujo hecho por una niña de 6 años ilustrando su juego con sus juguetes favoritos como si fuera una reunión de zoom. Enviado por Meli Furman.


publicado en Infobae el 10 de junio de 2020

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El regalo para el Día de la Madre.


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Era sábado. Sí, estoy casi segura de que era sábado. Cualquier otro día de la semana no habría sido posible porque teníamos escuela. Tiene que haber sido un sábado.

El tercer domingo de octubre caía ese año, 1957, el día 21. Seguramente lo hicimos el sábado 13 para que estuviera listo una semana más tarde, para el día de la madre.

La radio lo pasaba una y otra vez promocionando el nuevo disco de Luis Aguilé. Nos había encantado:

Hay una mujer 

que la vida da 

por ver en nosotros 

la felicidad. 

Eres tú mamá, 

reina del amor. 

Por eso mamá te canto. 

Por eso mamá te quiero. 

Por eso mamá te entrego mi corazón.

La primera idea fue comprar el disco. Yo había ahorrado durante varios meses para tener el dinero suficiente. Me alcanzaba. Pero tuve una idea mejor. ¿Qué tal si se lo grabábamos, mi hermanito y yo? ¿Es que era posible grabar un disco? Y me puse a averiguar en aquellos tiempos sin internet. Lo encontré en una revista en lo de Alicia, la vecina de al lado. Tenía berretín de cantante de tango y no se perdía ni un número de El Alma que Canta. Fue allí que encontré el aviso de un estudio de grabación.:“Sea original: grabe su propio disco”. Anoté el teléfono y llamé para saber cuánto costaba y cómo era que había que hacer. Una voz cansada y carrasposa me dijo el precio (¡me alcanzaba y hasta me sobraba un poco!) y que había que pedir turno. Le dije que tenía que ser un sábado, “a ver” respondió, “puede ser el sábado 13 a las 11 de la mañana”. La dirección estaba en el aviso, era Corrientes al 1600, subsuelo, oficina 24. Quedamos así.

En la radio pasaban la canción a menudo pero no alcanzaba a anotar la letra. Entonces nos fuimos con mi hermanito a la casa de discos que estaba en la calle Segurola, lo pedimos y lo llevamos al box. En aquellos años si te querías comprar un disco, ibas a la casa de música, lo pedías y te permitían escucharlo para que estuvieras seguro de que era ése el que querías comprar. Eran los discos de pasta de 78 revoluciones por minuto. Uno entraba en el box que tenía un plato donde poner el disco y unos auriculares enchufados para poder oír sin molestar a nadie. Entramos con mi hermanito y compartiendo el auricular lo escuchamos quinientas veces. Yo tenía un anotador con un lápiz que me permitió sacar bien la letra. Salimos del box, devolvimos el disco y dijimos que volveríamos con la plata para comprarlo, lo que no era verdad pero me daba mucha vergüenza decirle al dueño que solo habíamos ido para escucharlo bien y sacar la letra. 

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Teníamos 4 días para ensayar. Lo habíamos practicado hasta el agotamiento, ambos éramos afinados y nos la sabíamos de memoria y hasta yo había hecho un arreglo y cantaba en una parte del estribillo con una segunda voz. Yo tenía doce años. Mi hermanito seis. 

Queríamos que fuera una sorpresa, entonces aquel sábado nos levantamos como siempre, desayunamos, nos vestimos y salimos a jugar a la calle, como hacíamos siempre. Pero en realidad íbamos hacia nuestra mayor aventura y teníamos que hacerlo sin despertar ninguna sospecha en mamá. Estábamos excitados, contentos, entusiasmados y no sé cómo hicimos para disimularlo. Pero evidentemente lo conseguimos. Papá había salido, como hacía siempre los sábados a la mañana, momento en el que visitaba a sus clientes de las grandes mueblerías a las que entregaba los pedidos. Mamá estaba ocupada en cosas de la casa y debe haber sentido un alivio al ver que salíamos a jugar y que la dejábamos hacer lo que tenía que hacer sin molestar. 

Yo había averiguado cómo llegar hasta la dirección que me habían dado. Vivíamos en Floresta y toda nuestra vida transcurría en esas calles, yo no tenía costumbre de moverme más lejos, el “centro” para mí era un universo extraño y misterioso que veía solo en las películas cuando íbamos al cine. “Es fácil”, me dijo Armando que vivía enfrente y estaba haciendo el servicio militar en la policía. “Te tomás el 106 en la esquina, te bajás en la estación Malabia que es donde termina el recorrido y ahí te tomás el subte que está al lado de la parada y vas hasta la estación Callao, tenés que contar 6 estaciones, de ahí son solo dos cuadras”. Hicimos eso. Salimos de casa juntitos y nos fuimos a la esquina. Vivíamos en la calle Remedios de Escalada de San Martín casi Mercedes, calle por la que circulaba el colectivo. No tuvimos que esperar mucho y nos subimos. La mano de mi hermanito en mi mano, confiado y yo, la más grande, sintiéndome responsable y casi adulta a su lado. Durante el trayecto imaginaba la cara de mamá al recibir el regalo el día de la madre, su alegría, su emoción… y la sorpresa de papá cuyo sueño de ser cantante y actor debió sepultarse bajo la necesidad de trabajar en la carpintería para darnos de comer. 

Tal como había dicho Armando, nos bajamos cuando el 106 llegó a Malabia cuando vimos que hasta el chofer se había bajado y ahí nomás vimos la boca del subte. Bajamos, busqué como pagar y esperamos en el andén que llegara. Había poca gente así que nos pudimos sentar. La sexta estación era Callao, tal cual había dicho Armando. Nos bajamos y ahí me asusté porque había varias salidas y al subir la escalera no sabía donde estábamos ni para dónde tomar. Le pregunté a una señora que nos acompañó solo a cruzar Callao porque estábamos del lado correcto de Corrientes. 

Caminamos las dos cuadras, la mano en la mano, corajudos aventureros en la “calle que nunca duerme” como decían en la radio. Me sentía una especie de heroína valiente y arriesgada con la Jo de mujercitas, mi ídola total y absoluta. Llegamos al número que tenía. Entramos al pasillo de edificio y vimos una escalera con una flecha que decía “subsuelo” apuntando para abajo. Seguimos la indicación y llegamos a otro pasillo oscuro, húmedo, con olor a encierro, a moho y a pis de gato. La oficina 24 estaba al final. No sabía qué hora era, pero como habíamos salido a las 10 seguro que no se nos había hecho tarde. Golpeé la puerta y escuché aquella voz cascada, la misma del teléfono, con un “pase”. El olor a cigarrillo nos atacó ni bien entramos y vimos, sentado tras un escritorio, al dueño de la voz, fumando. Se sorprendió cuando nos vio. “Tenemos turno para grabar un disco a las 11” le dije. Miró en un cuaderno y me preguntó el nombre sin terminar de creer que le había dado un turno a esos dos chicos. Mis doce años eran todavía infantiles, flaquita, parecía un poco menor y  mi hermanito de seis, con sus pantalones cortos y su mirada celeste, lo debe haber desarmado. “¿Qué quieren grabar?” nos preguntó. Le conté que era una sorpresa para nuestra mamá para el día de la madre. “¿Sin acompañamiento, sin guitarra, sin nada?” se dijo casi a sí mismo… “sí, solo nosotros” le dije. “¿Tenés la plata?”, le pagué lo que me había dicho, se puso de pie, abrió una puerta y nos invitó a entrar. Era otra habitación que tenía una ventana que daba a un cubículo en donde un muchacho con cara de aburrido estaba leyendo una revista de historietas apoyada sobre un escritorio o algo así con un tablero con muchos botones encima. En el medio del cuarto había un micrófono colgando del techo y el hombre de la voz cascada dijo: “cuando quieran” y se fue. Mi corazón latía desbocado pero la cara tranquila de mi hermanito me calmó. De pronto escuchamos la voz del muchacho que estaba tras la ventana que nos preguntó si estábamos listos. Le dije que sí. Entonces dijo “cuando baje la mano empiezan a cantar”. Eso hicimos. Pusimos ahí todo lo que habíamos ensayado, cantamos sonriendo y emocionados porque anticipábamos el momento de darle el disco a mamá. Fue glorioso, inolvidable, eterno aunque terminó demasiado pronto. “Listo” dijo el muchacho, “esperen un poco que quiero ver si salió bien”. Y ahí nomás nos hizo escuchar lo que habíamos cantado. Era como escuchar la radio, nuestras voces salían de otra parte, era mágico, era increíble, era maravilloso. Teníamos una alegría que no nos cabía en la cara. 

“Perfecto” dijo, “el miércoles estará listo”. “¿No lo podemos llevar ahora?” pregunté. “No, hay que hacer el disco” nos dijo con lo que borroneó un poco nuestra alegría. 

Volvimos a la oficina y el hombre tras el escritorio nos dio un comprobante con el que podíamos retirar el disco.

Salimos, subimos la escalera hacia la calle Corrientes. Ya no era la misma, llovía, la gente caminaba apurada cubriéndose como podía. Esperamos un poco para evitar mojarnos pero al final tuvimos que salir porque teníamos que volver antes de que mamá se diera cuenta de que no estábamos. Corrimos hasta Callao, tomamos el subte, nos bajamos en Malabia y luego de esperar un poco en la parada nos subimos al 106. Todo bajo la lluvia. Cuando bajamos, seguía lloviendo y empapados y un poco asustados entramos en casa. Los gritos de mamá cuando nos vio me siguen doliendo. “¿Qué pasó? ¿Dónde estaban? ¡Dios mío! ¡están mojadísimos! ¿Qué hicieron?”. Papá de pie mirando sin comprender. “¡Los buscamos por todas partes” ¿No vieron que empezó a llover? ¿Dónde se habían metido”. Asustados y culpables, le explicamos, le expliqué, lo que habíamos hecho. Y nada. No hubo razón que calmara a mamá y a papá. Estaban enojadísimos y fueron crueles “¡qué regalo ni qué regalo!” gritaba mamá, “¿a dónde fueron? hace una hora que los estamos buscando...creímos que… pensamos que….¿cómo hicieron una cosa así? ¿dónde está tu cabeza?” dirigido a mí, claro. Llorando volví a decir que estaba todo bien, que no nos habíamos perdido, que solo queríamos hacerle una sorpresa, que no sabíamos que iba a llover, que perdón, que no queríamos asustarlos…. y nada, ni mamá ni papá se tranquilizaron, afuera llovía pero adentro la tormenta era peor. Queriendo dar una prueba de lo que habíamos hecho saqué el papel que nos habían dado para retirar el disco y mamá lo hizo añicos, lo rompió, lo destrozó, lo trituró y lo tiró con furia y después envolvió a mi hermanito en una toalla, lo abrazó, lo besó, le cambió la ropa. Me pusieron en penitencia, me castigaron, me dijeron que era cruel, mala, desconsiderada, egoísta, que no había pensado en mi hermanito que era asmático y se podía enfermar, que lo había puesto en peligro. ¿Yo poner en peligro a mi hermanito? ¡Jamás! Odié a mis padres, odié a mi mamá que solo derramaba su enojo y no apreciaba mi intención de hacerle un regalo. Quería huir, dejarlos, no me querían, estarían mejor sin mi, lo único que veían era a mi hermanito, yo no les importaba, no entendían ni apreciaban ni les importaba lo que había hecho, que peor aún, que les parecía mal y que me acusaban de ello. 

El disco nunca fue retirado. No intenté mencionarlo siquiera. Ya no me importaba. Evidentemente tampoco a mis padres. Nunca más se habló de eso. Nunca más. 

Guardé este recuerdo en el baúl de las arañas pollito, las serpientes venenosas y los monstruos malévolos y mortales, mi propia caja de Pandora. Y pasados los años, cada tanto se abre y deja salir algo que pinchaba, que dolía, que olía mal y al verlo con otros ojos milagrosamente se vuelve inofensivo.  

Imagino hoy aquella mañana de sábado en la que, al  comenzar a llover mamá nos empezó a buscar en la calle. Debe haber tocado el timbre en todas las casas vecinas y al no encontrarnos ¿cuáles habrán sido las imágenes terroríficas que deben haberla inundado? Y cuando llegó papá, ¿cómo habrá sido el diálogo desesperado entre ellos?. ¿Cómo habrán sido aquellos largos minutos, tal vez casi una hora, cuando creyeron que nos habían perdido? ¿Llamaron a la policía? ¿Cómo fue esa espera loca y angustiada? Ya habían perdido un hijo, durante la Shoá, su primer hijo, su amado y eternamente extrañado Zenus, ¿otra vez la vida los había castigado con lo mismo?

Vuelvo a mis doce años ingenuos y, ciertamente, desconsiderados. No había pensado en todo eso. Ni se me había ocurrido. En mi mundo infantil la intención era suficiente, no había pensado en mamá y en papá, en lastimarlos, en que algo podía no salir como pensaba. Creía que íbamos a poder ir y volver sin que nadie lo advirtiera, ¿cómo imaginar que llovería? Hoy entiendo aquel momento en el que aparecimos empapados y ateridos, el alivio de la angustia y al mismo tiempo la necesidad de descarga ante el terror sufrido y repetido. Claro que lo entiendo y daría lo que no tengo por volver el reloj atrás y no haberlos asustado tanto. 

Nunca lo hablé con mamá. Recuerdo que lo tuve presente en sus últimos días, cuando la acompañaba al lado de su cama y la entretenía con anécdotas e historias que hicieran más llevadera su internación. Pero no le hablé de eso porque temía que aquella herida volviera a abrirse y sangrara sin parar y volviera a lastimarla. 

¿Qué habrá pasado con ese disco de pasta de 78 revoluciones por minuto en el que dos chicos le cantaban su amor a su madre? ¿El hombre de la voz cascada lo habrá guardado? ¿Estará tal vez en alguna caja junto a otros discos que nadie había retirado, en algún estante ignoto de un ropero viejo? ¿Alguien habrá escuchado alguna vez aquellas voces y se habrá preguntado qué pasó, por qué ese disco estaba ahí?

El recuerdo volvió a mí esta madrugada insomne, con nostalgia, con pena, pero después de tantos años, con ternura. 

Mi hermanito y yo hoy somos grandes, tenemos hijos, nietos, arrugas, canas, mucho pasado. Tal vez no fue ésa no fue la única vez que hicimos daño sin haberlo querido  tal vez apoyados en cierta omnipotencia imaginaria o en esa ceguera que a veces tenemos cuando avanzamos con entusiasmo en pos de algo que deseamos muy fuerte. Y debemos procesar una y otra vez aquello que hicimos sin intención de dañar pero habiendo dañado. 

Y perdonarnos. 

Perdonarnos por fin.

Cansancio, cuarentena, pantallas y entuertos.

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En estos tiempos de encierro y aislamiento, el acceso a internet es una herramienta de trabajo y conexión y también un escape mágico. Se volvió, para todos, tan vital como el aire que respiramos. Y más aún porque no nos amenaza con contagio alguno.

Pero las conferencias y clases, las reuniones tanto de grupos de trabajo como de amigos o familiares, resultan sumamente cansadoras. No sé si a todos les pasa lo mismo, pero a mí me agotan. Dos horas sentada frente a la pantalla de la computadora o del celular, quieta, atenta y focalizada en lo que se ve y se oye, me dejan de cama y con los ojos desorbitados.

Algunos sugieren que es el efecto que produce la imagen plana, la bidimensionalidad de las pantallas, que la ausencia de la dimensión de profundidad que a uno le permite medir la distancia exige más atención y un trabajo perceptivo suplementario. 

Los tuertos, los que ven con un solo ojo, reconstruyen en su cerebro la dimensión que les falta para poder moverse y relacionarse con los objetos sin equivocar la distancia. Es lo mismo que estamos forzados a hacer nosotros en nuestras interacciones bidimensionales: miramos, oímos, prestamos atención y al mismo tiempo intentamos medir en todo momento esa distancia imposible de medir porque estamos en lugares diferentes. La pantalla no nos da la información que nuestro cerebro requiere para tener el registro de las ubicaciones mutuas tan esencial para la interacción humana y la convivencia. Tal vez sea un resabio neurológico defensivo que en la antigüedad, gracias a la visión estereoscópica, permitía medir la distancia ante el eventual ataque de algún predador, que era vital entonces (y también hoy).

Nos falta una información esencial ante las pantallas, es como si estuviéramos tuertos, como si viéramos con un solo ojo, chato, solo en plano. Tal vez por eso ese cansancio abrumador...

Tuerto y entuerto tienen el mismo origen etimológico. Vienen de tortus, torcido.

En singular, entuerto quiere decir ofensa, agravio, insulto. En plural, los entuertos son las contracciones bruscas y dolorosas del útero en el puerperio, los cuarenta días posteriores al parto. 

¿Cuarenta días?

¡Cuarenta días! 

¡Oh! !Qué coincidencia! 

Publicada en Clarin, 26 de julio 2020

Publicado en El Diario de Leuco, 27 de julio 2020

Una libertad inesperada

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¿Qué vas a ser cuando seas grande? nos preguntaban en nuestra infancia y adolescencia. “Qué vas a ser” era que vas a hacer, en qué te vas a ocupar, cómo justificarás tu lugar en el mundo.
Y está viniendo el coronavirus (todavía no estalló acá el pico tan temido pero nos vamos acercando día a día) y mi lugar en el mundo se puso en cuestión.
La pregunta que me hacían en la infancia me encuentra grande. Hoy soy grande. No solo eso sino que integro la población de riesgo. Tengo 74 años y una insuficiencia cardíaca. Así que solo espero no haberme contagiado y, en caso de que sí, que la gripe curse lo más benévola posible.
Mientras tanto estoy en cuarentena. Junto a mi marido, también grande, también con una condición física de riesgo. Veo con admiración y desconcierto cómo otra gente parece desarrollar una actividad insólita. Lo veo en mis contacto online, claro. Proyectan, planean, inventan, entusiasmados y enfervorecidos. ¡Qué maravilla! A mi no se me cae una idea. No me dan ganas de nada. Leo novelas policiales. Miro series que me distraen. Hago solitarios. Limpio, lavo, cocino, acomodo. Atiendo a todo lo que veo en las redes sociales, facebook, twitter, whatsapp, instagram, lo que me lleva mucho tiempo. Y lo agradezco. Hablo por teléfono, hago la siesta todos los días.
Pero nada creativo. Nada.
Y lo peor, o lo mejor, porque de eso se trata este texto, es que no me da culpa ninguna. No me siento obligada a hacer absolutamente nada lo que me disculpa ante lo que normalmente me estaría acusando y criticando. La vida activa que seguí toda mi vida, los compromisos, las agendas con las citas y los encuentros, los proyectos a planificar y realizar, los trámites, las gestiones, convencer a los descreídos, limar asperezas de los que siempre encuentran lo que está mal, no tener que aceptar a los que cortan un pelo en cuatro, no hacer reformulaciones positivas en una reunión de equipo para mantener el clima amable, no poner el despertador para levantarme a una determinada hora porque TENGO que ir a alguna parte, no tener pendientes ni check lists para tildar diariamente… Resulta que este encierro, esta abstracción de lo regular, normal y habitual, son nuevos límites que dibujan un espacio interior renovado, un nuevo permiso que nunca me había dado. Había que hacer, había que estar, había que cumplir, había que justificar mi lugar en el mundo.
Debido a mi edad ya me había dejado de importar lo que los demás pensaran de mí. Incluso ya podía hacer como hacía mi mamá que entre lo que pensaba y decía los filtros se le iban haciendo más y más porosos. Sumado a todo eso, y gracias al aislamiento físico mandatorio, estoy ganando una nueva libertad: la de no estar obligada a hacer nada que no tenga ganas de hacer, la opción a elegir se limitó tanto que ya no tengo que elegir ni decidir ni salir al mundo a justificar mi presencia.
No sé si nos alcanzará el dinero que tenemos.
No sé cómo saldremos de esto si es que salimos ni cómo la pasaremos si nos enfermamos.
Es decir, no sé si saldré viva de todo esto.
Mientras, tomo sorprendida este cachetazo de la realidad que termina siendo, por el momento, un acceso a una libertad inesperada.

8 de marzo, no fue por el incendio.

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Todos los 8 de marzo los medios nos inundan con la información de que ese día recuerda un desdichado incendio en una fábrica textil de Nueva York en el que murieron más de 100 mujeres. Aunque el hecho sucedió en 1911 (en el que también murieron algunos hombres), no fue la causa de que se instituyera esa fecha. La fecha fue propuesta por Clara Zetkin, militante alemana feminista y comunista en el Congreso de la mujer trabajadora socialista de Copenhague en 1910, un año antes del incendio.

¿Por qué esa fecha? Por dos razones. Una porque un 8 de marzo pero de 1857, hubo en Nueva York  una protesta de mujeres trabajadoras reprimida por la policía que mató a 120 mujeres. Otro 8 de marzo pero de 1908 diez mil mujeres marcharon por Nueva York en reclamo del derecho al voto, el cambio en las condiciones laborales, la reducción de la jornada que llegaba a las 12 horas por día y la homologación del salario al de los hombres. 

Dos años después, en 1910, fue el congreso que instituyó la fecha. Y un año más tarde, no un 8 sino un 25 de marzo de 1911, fue el famoso incendio.

¿Por qué la tergiversación de la historia? 

¿por qué todos repiten como loros la historia del incendio sin chequear debidamente?

¿Por qué la invisibilización de Clara Zetkin? 

¿Por mujer? 

¿por comunista? 

¿por judía?

Diana’s anatomy

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Mi cuerpo fue cambiando con el paso del tiempo. Empezó a tener cosas y partes que antes no tenía.

Como hasta los sesenta tenía aparato digestivo, es decir, estómago, intestino delgado, intestino grueso, boca y ano. Una vez por mes tenía ovarios y útero y mis tetas eran las protagonistas anuales a la hora de la mamografía. A veces tenía dientes, hígado y, cuando me agitaba, tenía corazón y pulmones. Eso era todo. 

Aunque no. Dado que hago gimnasia sobre el teclado de la computadora cuando escribo debo confesar que ya tenía falanges, falanginas y falangetas, aunque nunca me dieron motivo de queja ni llamaron mi atención.

Pero después de los sesenta, empezaron los milagros, las novedades y las sorpresas. Hay 206 huesos en el cuerpo de un humano adulto. Los voy empezando a conocer a todos.

Un día sentí un adormecimiento en algunos dedos de la mano. Consulté y luego de una radiografía, me entero que tengo vértebras cervicales y que se achicaron o no sé qué y el nervio que pasa por ahí y llega a los dedos a veces se comprime. Tenía columna vertebral, claro que tenía, pero como siempre había estado en silencio me había olvidado de ella.|

De pronto el maxilar me empezó a hablar sin que lo hubiera llamado. Me entero por mi dentista que tenía retracción ósea y que debía hacerme transplantes para mantener mi dentadura. El taladro horadando mi maxilar fue un grito desgarrador con el que no contaba. 

Y fueron apareciendo, sin solución de continuidad -eso, sin solución aunque parece que continúa- diferentes huesos de los que no tenía idea. Un tirón en un hombro y se hicieron presentes la clavícula y el húmero. Me empezaron a doler los pies, fasciitis me dijeron y ahí estaban el tarso y el metatarso. Una progresiva dificultad al ponerme de pie cuando estaba sentada en asientos bajos y la pelvis y el fémur me saludaron con salvas y platillos. Algo me empezó a pasar en las rodillas y ahí hicieron su aparición el triunvirato formado por la tibia, la rótula y el fémur que no quisieron pasar desapercibidos. 

Pero no  fue todo. Además de los huesos hicieron su debut algunos músculos, tendones y nervios. El psoas y los gemelos, el nervio plantar, ciático, el tendón de aquiles, el líquido sinovial ¿líquido sinovial? ¿tenía esa cosa también?

No contento con eso, mi cuerpo siguió su seminario intensivo de anatomía e hicieron su aparición rutilante esas partes desconocidas de mi corazón, aurículas y ventrículos,  válvulas, venas y arterias, y encima el músculo cardíaco había perdido elasticidad, ya no bombeaba como antes.

Cursando mi octava década, este año cumplo los 75, veré qué nuevas lecciones de anatomía me esperan en esta gesta cotidiana que es vivir. Tenemos 206 huesos, 639 músculos, de los nervios mejor no hablemos porque andan de a pares y de a uno y recorren todo el cuerpo así que ya habrá oportunidad de que alguno se haga oír. Y encima están las articulaciones, el W40 que se nos va evaporando y que en cada movimiento hace sonar una alarma. 

Como dice el viejo dicho, si después de los 60 no te duele nada, es que estás muerto.

Rugby y Shoá.

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Violencia, patota, sed de pertenencia, identidad compartida, sentimiento de superioridad, vivencia de privilegio, todas son características del mundo del rugby. Dice Lalo Zanoni, ex jugador, con proverbial valentía:

“Es una cultura dominada totalmente por el alcohol en exceso, las trompadas, el “mano a mano” cómo método de validación y triunfo, las peleas grupales (“la general”) como medición de fuerza frente a otros grupos, camadas o clubes rivales. O incluso frente a otras tribus, clase social o religiones distintas: gays, judíos, grasas y “negros villeros”. Porque en el ambiente del rugby, que ya se sabe es bastante conservador, también hay homofobia, xenofobia, machismo y discriminación”. 

“...el mensaje era que si no peleabas eras un cagón. Si no “saltabas” por tus amigos eras un cagón. Lo mismo para el que elegía no tomar. Había que tener mucha personalidad para bancarse ser señalado por no tomar o no pelear.”

Y no puedo evitar asociarlo con el sentimiento de tantos alemanes durante el nazismo que incorporaron el adoctrinamiento nazi de un modo que volvieron a sentirse parte de un colectivo todopoderoso, reivindicador y con derecho a todo. La pertenencia a ese colectivo nacional fue el eje que nos permite comprender cómo tantos alemanes se dejaron seducir contraviniendo su cultura, su religiosidad y su moralidad. Cuando nos preguntamos “¿cómo fue posible?” no siempre tenemos presente que la gente común, el pueblo, lo hizo posible. Como cada uno de los jugadores del tercer tiempo. Había que responder al ideal pregonado, ser duro, ser cruel, no admitir ninguna digresión, no permitirse ningún titubeo a la hora de obedecer. El riesgo, como bien dice Zanoni, era ser excluído, dejar de pertenecer, ser un paria. Dice Zanoni: 

“Como en su momento le tocó al mundo del rock con su Cromañón. Hoy, Fernando Baez es el Cromañon del rugby”. 

¿Qué necesitará la Humanidad para revertir este tipo de procesos? ¿Por qué no podemos encontrarle la vuelta? ¿Qué de la educación no estamos viendo? 

Son preguntas que me atormentan en estas vísperas de un nuevo aniversario del choque del Mundo con el horror de Auschwitz. Un horror que nos sigue horrorizando y frente al que todavía no encontramos la salida.

Con las mejores intenciones

Presentación del libro “Sí, estoy viva” con la vida de Sofía Noëlly Ordynanc. Museo del Holocausto, 24 de octubre de 2019.

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La historia de Noëlly nos invita a reflexionar sobre el lugar de los padres, la memoria, la identidad y la culpa. El título de su libro, “¡Sí, estoy viva!” es una potente reafirmación de alguien que no solo sobrevivió a la Shoá, alguien que sobrevivió a lo que siguió después de la Shoá. 

Los que vivimos una vida normal tenemos una sola mamá. Noëlly tuvo tres.

La mamá uno, Adèle Ordynanc, su mamá biológica, que previendo lo que estaba por suceder la entregó a sus tres años confiando en que sería cuidada y salvada.

La mamá dos, Anna Eloy, la mamá de Georgette y Julia, pero principalmente Georgette, con quienes estuvo hasta sus 9 años.

Y la mamá tres, Adela Fernández, con la que vivió hasta casarse con Buye.

No le fue fácil a Noëlly integrar, organizar y ubicarse en estos tres escenarios tan diversos y complejos, los nombres, los apellidos, las historias, los linajes. ¿Quién era? ¿De dónde era? ¿A qué grupo pertenecía? ¿Era judía? ¿Judía sefaradí o judía ashkenazí.

De su mamá uno no tiene memoria. No recuerda los años vividos con sus padres, con Salomon y Adèle, ni el nacimiento de Marcel ni el momento de la desgarradora despedida. ¿Cómo habrá sido ese momento para su madre? Durante la Shoá hubo una forma diferente de ejercicio del amor, había que renunciar a la posesión y al control, entregar a los hijos para asegurar su salvación, sin garantía alguna, sin tener la posibilidad de saber qué pasó o cómo fue, desprenderse del bebé o del chiquito que uno parió, acunó, dió de mamar, cuidó en sus enfermedades, acompañó en su maduración y adquisición de nuevas habilidades… El amor de estos padres supera al amor mismo. Es un amor desprendido, generoso y valiente. Sin recuerdos de sus padres, nunca olvidaré el día en que Noëlly recuperó sus fotografías y pudo ponerles imagen a esos nombres, su cara resplandeciente mostrando el increíble tesoro que había recuperado, conocer las caras de su mamá y de su papá.

De su mamá dos en casa de los Eloy en Achet, tiene la memoria feliz de años de juegos, mimos y tibieza. Por lo que nos cuenta Georgette, Ana y Georges, sus padres, tenían adoración por esa chiquita recibida con la misión de protegerla, alimentarla y salvarla. Y lo hicieron con alegría. Todo el pueblo sabía que era judía y hasta lo respetó el cura que, cuando Noëlly quiso hacer la comunión consideró que debían respetar su identidad. Su intención fue la mejor pero terminó siendo desgarradora para Noëlly.

Terminada la guerra, las instituciones judías fueron al rescate de los muchos niños que habían sido entregados a familias católicas para reintegrarlos a sus padres si es que hubieran sobrevivido, a sus familiares o a una familia judía que los quisiera recibir, para asegurar que volvieran a la vida judía luego del intento nazi del exterminio total. Era urgente recuperar a estos niños y devolverles sus nombres, historias y linajes. La decisión del cura de Achet señaló a Noëlly como uno de esos niños a ser rescatados. Fue una situación dolorosa, cruel e injusta pero eran años de caos y desesperación. Noëlly fue arrancada de la casa de los Eloy sin preparación alguna, sin informarle nada, sin que supiera o pudiera entender qué estaba pasando, dónde la llevaban, con quién, para qué. 

Fue arrancada de su familia de origen por los nazis, los malos y luego fue arrancada de su familia salvadora por los buenos. ¡Que complicado para procesar a los 9 años!

Se puede hacer daño con las mejores intenciones. En este caso se debe al contexto histórico porque en aquellos años los niños no tenían la entidad que tienen hoy, no eran vistos como sujetos con derecho a explicaciones ni argumentaciones, eran solo adultos chiquitos que debían ser alimentados y protegidos. Si las instituciones que fueron al rescate y los Fernández hubieran sido asesorados como lo son hoy las familias que transitan la restitución de los niños apropiados por la Dictadura Militar, tal vez la historia habría sido otra y Noëlly no habría debido esperar tanto tiempo para sonreír.

Pero no fue así. Noëlly perdió a sus amados Eloy y en el trayecto hacia ese lugar ignoto y lejano que era Buenos Aires, descubrió que se llamaba Sofía y que tenía un hermano, Marcel, del que no guardaba memoria alguna. Llegaron a Buenos Aires y fueron recibidos con amor y dedicación por Roland y Adela Fernández. Coincidencias misteriosas, Adela, su mamá tres se llamaba igual que su mamá uno, Adèle.

La familia tres, era de muy buen pasar y les dió buenas escuelas, ropa delicada, cuidados y atenciones por doquier. Como sefaradíes estaban muy alejados de la comunidad ashkenazí y sabían poco o nada de lo sucedido en la Shoá, no era un tema relevante ni sabían cómo encararlo. Probablemente creyeran que el bienestar que les daban iba a ser suficiente para compensar sus pérdidas y devolverles la felicidad perdida. Pero otra vez el diablo metió la cola porque alguien, no sabemos quien, aconsejó que se cortara el contacto de Noëlly con los Eloy a quienes extrañaba en francés. El nuevo lugar, el nuevo idioma y la ausencia de información fueron un segundo desgarro que ensombrecía tanto su vida que le hacía imposible disfrutar de los beneficios de la nueva familia. 

Las cosas no fueron fáciles para los Fernández dado que Marcel por otra parte tenía una alteración neurológica que determinó preocupaciones inesperadas. 

Habían rescatado a estos chicos generosa y amorosamente y, a pesar de todos sus esfuerzos y dedicación, les era muy difícil apaciguar las almas de Noëlly y de Marcel.

¿Qué nos pasa a los padres cuando vemos que nuestros hijos no son todo lo felices que esperamos? ¿Cómo viven nuestros hijos nuestra conducta hacia ellos? El abandono vivido por Noëlly de su mamá uno no fue por falta de amor sino por amarla muchísimo. Los que la sacaron de la familia dos, buscaban que fuera restituida a la vida judía que le había sido robada. Su mamá tres la cuidó, protegió y alimentó y fue obediente a los consejos que recibía creyendo que ello garantizaría su felicidad. 

Noëlly nos hace pensar en los grises de la conducta humana porque podemos ocasionar penas intentando hacer bien las cosas. 

Muchas veces las mejores intenciones no resultan en las mejores conductas. Pero como Noëlly nos demuestra con su libro y su presencia hoy, la historia siempre puede reescribirse. Se puede hacer porque uno decide qué hacer con lo que pasó. El pasado no es un destino fatal, podemos reconstruir los datos de nuestra vida, sumar personajes y situaciones, comprender contextos y dibujar la vida que cada uno de nosotros quiere vivir.  

Jonathan Karszenbaum, Magali Faerverguer, Alejandro Gorenstein, Noëlly Ordynanc, Aida Ender, Diana Wang y Jonatan Epsztejn.

Jonathan Karszenbaum, Magali Faerverguer, Alejandro Gorenstein, Noëlly Ordynanc, Aida Ender, Diana Wang y Jonatan Epsztejn.

¡Qué hermoso sería que Adèle y Salomon Ordynanc, Ana, Georges, Georgette y Julia Eloy y Adela y Roland Fernández, las tres familias de Noëlly, pudieran verla hoy, con sus hijas y nietos, sus familiares y amigos, resplandeciente, agradecida, finalmente feliz y sonriendo a la vida!