coronavirus

¡Harta de estar harta!

El hartazgo tiene dos acepciones. En una, se está harto cuando uno se siente satisfecho, pleno, sin necesidades, completo. En otra, uno está harto cuando está cansado, empachado, superado: cuando no aguanta más. 

Harto ya de estar harto, ya me cansé / de preguntar al mundo por qué y por qué / La rosa de los vientos me ha de ayudar / Y desde ahora vais a verme vagabundear / Entre el cielo y el mar. / Vagabundear

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¡Qué invitante el elogio al vagabundeo de Serrat! ¡Vagabundear! ¡Dejarse salir sin destino prefijado, ir al garete siguiendo los vientos del deseo, el cielo y el mar! ¿Te acordás de cuando lo podíamos hacer? Antes, los destinos estaban limitados a quienes tenían el dinero para poder hacerlo. Hoy, ni el dinero te presta las alas de aquella libertad. Nos hemos igualado, todos. El virus no discrimina ni pregunta quién sos, si sos bueno o malo, blanco o negro, homo o hétero, populista o liberal. Viene, se enseñorea en el reino de nuestra biología y se ríe de aquellas cosas que creíamos que nos diferenciaban y que nos hacían creer que éramos mejores o peores que otros. Pero mal de muchos, ya sabemos... 

¿De qué estoy harta? No es solo de la limitación del vagabundeo. Estoy harta de la inundación constante de noticias e informaciones, contradictorias, cambiantes, sensacionalistas, engañosas. Estoy harta de que no se hable de otra cosa. Estoy harta de las infografías, de los pronósticos, de las expectativas de tratamientos que no llegan, de la perentoriedad de una amenaza que nos tiene amordazados. Estoy harta de celebrar que estoy viva, que mi marido lo esté así como mis hijos, nietos y amigos queridos, como si estar vivos se hubiera vuelto lo único que podemos esperar de la vida. Obviamente si estás en el umbral y de un lado está la vida y del otro la muerte, la vida es ese milagro a celebrar. Pero está siendo una vida en sordina, estática y pasiva, que sale de la incertidumbre conocida para caer en otra más incierta aún que nos impele a protegernos para que, de manera dramática y urgente, nos mantengamos vivos. Al mismo tiempo me digo que no aparece a la vista otra manera de seguir, que debo ser más tolerante y paciente, que más se sufrió en la guerra (mis padres sobrevivieron escondidos en un altillo casi dos años durante el Holocausto), que al menos yo no estoy tan mal, tengo un techo que me protege de la lluvia y el frío, agua corriente y baño, mi marido se la banca con dignidad y bonhomía y mi perro no entiende de cuarentenas ni sufre por ello, todo lo contrario, porque nos tiene a su lado todo el tiempo y es todo lo que le hace falta. Son privilegios que tengo la suerte de tener y es una parte buena de este período porque me pone delante lo que daba por dado, casi que no veía y que hoy agradezco tanto.

Entiendo que el aislamiento está destinado a nuestra preservación y cuidado, no abogo por romperlo de manera irresponsable, hablar de mi hartazgo es tan solo un desahogo. Quiero volver a mi rutina habitual. Quiero volver a enojarme porque el tráfico está imposible. Quiero volver a sentarme con amigos en un café, solo a pasar el tiempo sin tener que hablar de algo en particular. Creo que ya sé que no volveremos a compartir el mate, que ese ritual tan rioplatense, tan de confianza y de proximidad, tendrá que ser cambiado por otro en el que cada uno chupará de su propia bombilla. Ya sé que esto dibujará un nuevo límite en nuestras interacciones pero quiero volver a la rutina de lo que era. Estoy harta de no saber qué día es, de que domingo y jueves sean palabras sin sentido, que calzarse haya quedado en el olvido y que la ropa de la cintura para abajo no deba ser elegida con el mismo cuidado que la que cubre el torso.

Y por si esto fuera poco, la dimensión temporal me resulta enloquecedora porque está tergiversada de un modo insólito: el tiempo detenido de agua estancada, coexiste con el tiempo vertiginoso, fugaz e inasible. No sé si algo que pasó fue esta mañana o hace dos meses, cuando digo “el otro día” puede corresponder a cualquier momento entre ayer y mediados de marzo cuando todo empezó. Por un lado es un eterno domingo sin diferencias entre un día y otro y de pronto y al mismo tiempo ya cambió el mes y estamos en junio. Winter is coming. Miro hacia atrás sorprendida, como si hubiera estado dormida en una caja de cristal, en un sueño sin sueños y el tiempo hubiera pasado sin que yo estuviera allí y para más inri como se dice en España, sigue sin venir el príncipe que me despertará con un beso de amor.

Sé que soy una privilegiada. Que aunque el dinero no es freno al contagio y todos podemos ser alcanzados por el virus,  si tenés dinero te podés cuidar mejor, disponés de espacios para aislarte, abrís una canilla y hay agua corriente para lavarte las manos, podés comprar el alcohol para desinfectarte y si te contagiás te recibirán en los mejores sitios para curarte. Por eso tantas víctimas mortales provienen de donde reina la carencia, la injusticia social y la iniquidad. 

Aunque el virus nos puede atacar a todos, algunos tenemos más posibilidades de contrarrestarlo que otros. Es con impotencia y culpa que escribo esto porque me digo que ante tanta injusticia no tengo derecho a estar harta. Pero lo estoy y me hace bien aliviarme y gritarlo a los cuatro vientos:  ¡ESTOY HARTA! ¡HARTA DE ESTAR HARTA!

El cuerpo como documento. El ritual de la muerte en tiempos de coronavirus.

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Sorprendente fue el pensamiento que tuvo Jack Fuchs una vez rescatado del nazismo. Con menos de 30 kilos, yaciendo en una cama de hospital con sábanas limpias, almohadas, rodeado de médicos y enfermeras se escuchó pensar: “ahora me puedo morir”. Cuando después de la ordalía que había pasado volvía a tener la posibilidad de vivir, lo que se le vino a la cabeza fue que se podía morir. Esta aparente contradicción revela que recién entonces morir lo volvía a inscribir en el reino de lo humano. El otro morir, el del campo de exterminio, era un morir animal, el de un puro cuerpo, arrancado del linaje familiar y cultural, anónimo, ausente. Los rituales de la muerte son una de las cosas que nos diferencian del resto de los mamíferos. 

¿Cómo enfrentamos los vivos la muerte de los que queremos? ¿Cómo aceptar que ya no están? ¿Cómo procesar el hecho de que no los veremos más, no les contaremos ni nos contarán, no nos acompañarán en nuestros logros y en nuestras decepciones? 

No tenemos la representación mental del no, de la nada, del vacío, del nunca. Pensar es lo opuesto a la nada, es siempre algo. ¿Como pensar la ausencia si llevamos incorporados a nuestros muertos más cercanos que nos hablan desde adentro de nosotros? Es tan inasible la muerte que los primeros tiempos esperamos que vuelvan a llamar o a aparecerse como hacían antes, como si se hubieran ido de viaje y pudieran volver en cualquier momento. 

Para que el proceso de duelo empiece por donde tiene que empezar, hace falta tener la evidencia de que la muerte efectivamente sucedió. Solo el cuerpo muerto nos la da. Los que tenemos un desaparecido en nuestra familia sabemos de qué modo la ausencia del cuerpo afecta nuestra convicción de que esté muerto. Si ya es difícil hacerse a la idea de la muerte de alguien en condiciones normales, al no tener la evidencia positiva de que ocurrió, nuestro cerebro se resiste a creerlo. Un muerto sin cuerpo que lo documente, no está del todo muerto. Tampoco está del todo vivo. Es como un fantasma, un aparecido, un des-aparecido. Nunca lo vimos muerto, siempre esperamos que vuelva.

Los protocolos de seguridad y protección en esta epidemia nos excluyen del ritual de la muerte. Una vez internado, el enfermo es aislado y su familia le es mutilada, nunca más se ven. Si llega a morir nadie tiene acceso al sitio donde está, su cuerpo se queda aislado y sellado dentro de una bolsa sin que nadie de la familia lo haya visto. ¿Cómo reinventar el ritual del entierro cuando no se tiene la certeza de que en el cajón yace quien se supone que yace? Al dolor de la muerte, a la imposibilidad de hacer un velatorio que permita procesar los primeros momentos del shock de la pérdida, se suma el hecho de no tener la evidencia de que tal muerte fue porque nunca se vio el cuerpo. Ver para creer.

Recuerdo una escena de Kadish, film de Bernardo Kononovich, en la que un descendiente de un judío asesinado en el Holocausto, pide en el Museo del Holocausto de Yad Vashem, en Jerusalém, la hoja de testimonio que indica que su antepasado murió. Cuando se lo entregan pide permiso para salir al pasillo y llevarse el papel. Le preguntan para qué y dice “porque ésta es la única evidencia de que murió, con este documento puedo decir Kadish” la plegaria judía que solo se puede decir si hay un cuerpo. 

Tomando esa idea, tal vez un sucedáneo del cuerpo pudiera ser la fotocopia del certificado de defunción. Así, en el momento del entierro, sea del cuerpo herméticamente embolsado o de la caja con las cenizas, se puede agregar una fotocopia de ese certificado como evidencia material. Sin el cuerpo documentando la identidad, el documento en papel lo será. 

La noción de la muerte es elusiva, inconcebible. ¿Cómo aceptarla sin haber tenido la evidencia de que sucedió? Para comenzar a transitar el proceso de duelo, es preciso tener la certeza de que el enterrado o quemado que no se pudo ver es quien se supone que es. Ello no atenuará el dolor y la tristeza pero hará posible que se transite el proceso natural del duelo y  que el flujo de la vida continúe.

Publicado en Infobae el 4 de junio de 2020

Twiteado por Alfredo Leuco el 11 de junio de 2020

Publicado en Le doy mi palabra el 11 de junio de 2020