rituales

El cuerpo como documento. El ritual de la muerte en tiempos de coronavirus.

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Sorprendente fue el pensamiento que tuvo Jack Fuchs una vez rescatado del nazismo. Con menos de 30 kilos, yaciendo en una cama de hospital con sábanas limpias, almohadas, rodeado de médicos y enfermeras se escuchó pensar: “ahora me puedo morir”. Cuando después de la ordalía que había pasado volvía a tener la posibilidad de vivir, lo que se le vino a la cabeza fue que se podía morir. Esta aparente contradicción revela que recién entonces morir lo volvía a inscribir en el reino de lo humano. El otro morir, el del campo de exterminio, era un morir animal, el de un puro cuerpo, arrancado del linaje familiar y cultural, anónimo, ausente. Los rituales de la muerte son una de las cosas que nos diferencian del resto de los mamíferos. 

¿Cómo enfrentamos los vivos la muerte de los que queremos? ¿Cómo aceptar que ya no están? ¿Cómo procesar el hecho de que no los veremos más, no les contaremos ni nos contarán, no nos acompañarán en nuestros logros y en nuestras decepciones? 

No tenemos la representación mental del no, de la nada, del vacío, del nunca. Pensar es lo opuesto a la nada, es siempre algo. ¿Como pensar la ausencia si llevamos incorporados a nuestros muertos más cercanos que nos hablan desde adentro de nosotros? Es tan inasible la muerte que los primeros tiempos esperamos que vuelvan a llamar o a aparecerse como hacían antes, como si se hubieran ido de viaje y pudieran volver en cualquier momento. 

Para que el proceso de duelo empiece por donde tiene que empezar, hace falta tener la evidencia de que la muerte efectivamente sucedió. Solo el cuerpo muerto nos la da. Los que tenemos un desaparecido en nuestra familia sabemos de qué modo la ausencia del cuerpo afecta nuestra convicción de que esté muerto. Si ya es difícil hacerse a la idea de la muerte de alguien en condiciones normales, al no tener la evidencia positiva de que ocurrió, nuestro cerebro se resiste a creerlo. Un muerto sin cuerpo que lo documente, no está del todo muerto. Tampoco está del todo vivo. Es como un fantasma, un aparecido, un des-aparecido. Nunca lo vimos muerto, siempre esperamos que vuelva.

Los protocolos de seguridad y protección en esta epidemia nos excluyen del ritual de la muerte. Una vez internado, el enfermo es aislado y su familia le es mutilada, nunca más se ven. Si llega a morir nadie tiene acceso al sitio donde está, su cuerpo se queda aislado y sellado dentro de una bolsa sin que nadie de la familia lo haya visto. ¿Cómo reinventar el ritual del entierro cuando no se tiene la certeza de que en el cajón yace quien se supone que yace? Al dolor de la muerte, a la imposibilidad de hacer un velatorio que permita procesar los primeros momentos del shock de la pérdida, se suma el hecho de no tener la evidencia de que tal muerte fue porque nunca se vio el cuerpo. Ver para creer.

Recuerdo una escena de Kadish, film de Bernardo Kononovich, en la que un descendiente de un judío asesinado en el Holocausto, pide en el Museo del Holocausto de Yad Vashem, en Jerusalém, la hoja de testimonio que indica que su antepasado murió. Cuando se lo entregan pide permiso para salir al pasillo y llevarse el papel. Le preguntan para qué y dice “porque ésta es la única evidencia de que murió, con este documento puedo decir Kadish” la plegaria judía que solo se puede decir si hay un cuerpo. 

Tomando esa idea, tal vez un sucedáneo del cuerpo pudiera ser la fotocopia del certificado de defunción. Así, en el momento del entierro, sea del cuerpo herméticamente embolsado o de la caja con las cenizas, se puede agregar una fotocopia de ese certificado como evidencia material. Sin el cuerpo documentando la identidad, el documento en papel lo será. 

La noción de la muerte es elusiva, inconcebible. ¿Cómo aceptarla sin haber tenido la evidencia de que sucedió? Para comenzar a transitar el proceso de duelo, es preciso tener la certeza de que el enterrado o quemado que no se pudo ver es quien se supone que es. Ello no atenuará el dolor y la tristeza pero hará posible que se transite el proceso natural del duelo y  que el flujo de la vida continúe.

Publicado en Infobae el 4 de junio de 2020

Twiteado por Alfredo Leuco el 11 de junio de 2020

Publicado en Le doy mi palabra el 11 de junio de 2020

Sin cuerpo no hay rituales

captura-de-pantalla-2010-08-31-a-las-141432.pngCuando falta un cuerpo, se rompen los rituales que inscriben esa muerte en la cadena de lo humano. ¿Cómo duelar al ser querido perdido sin la evidencia de su muerte? El Holocausto,  los diferentes genocidios o politicidios, como nuestra pasada Dictadura Militar, han producido un tendal de muertos sin sepultura: los que ya no están, pero que no están ni vivos ni muertos. En palabras de aquel infausto general de triste memoria: son desaparecidos, no tienen entidad, seres disueltos y esfumados entre noche y niebla, exiliados del ritual humano de la muerte.

La muerte nos sume en el misterio y la sinrazón absolutos. Desde el comienzo mismo de la historia todas las culturas han generado rituales funerarios que permiten abordar ese momento tan doloroso. Lo incomprensible y siniestro de la muerte puede así ser aceptado emocionalmente y traducirse en representación mental. En nuestra sociedad, el velorio, el relato del momento de la muerte y su causa, los recuerdos compartidos, el entierro o la  cremación, los rezos, el llanto, el consuelo coral, van tejiendo un entramado social de recuperación de sentido que permite la lenta acomodación a la nueva vida sin el que ya no está. Los deudos se apoyan unos a otros, comparten la pena y puede inscribir el suceso de la muerte en la historia familiar. En el ritual el fallecido es nombrado y recordado, desde su historia y estirpe, en su red de amigos y parientes, con sus particulares sueños, esperanzas, logros y frustraciones y adquiere una nueva entidad jurídica. Merced al ritual la vida del ser querido perdido se vuelve relato y el relato permitirá el ejercicio de aceptación y más tarde el de recordación en el sitio y la fecha instituidos para su memoria.

Sin cuerpo no hay rituales, el duelo no puede empezar, los familiares no pueden acceder a los recursos y dispositivos provistos por la cultura. Sin la constatación de la muerte, no hay un cuerpo que hable de quien ese cuerpo fue, queda un hueco con aullidos ininteligibles e inhumanos; es un vacío obturador que impide la construcción de un relato. Sin ritual tampoco se instituye un lugar y una fecha. El muerto queda exiliado en un limbo siniestro, sin entidad ni representación social y humana alguna. La necesidad de ritualización es tan poderosa que algunos familiares de desaparecidos y de víctimas del Holocausto, han inventado actos de representación para incluir esta ausencia en su trama familiar. Placas individuales o colectivas, espacios de memoria y recordación, fotos, libros, ceremonias, dispositivos paliativos, parches que malcierran el dolor y que mantienen abierta la espera de la aparición del cuerpo que permita empezar, y por fin cerrar, el proceso de duelo que hasta entonces quedará inconcluso. A ello debemos sumar que sin el cuerpo, el dolor se potencia con una cruel incertidumbre que se vuelve pensamiento torturante: ¿habrá muerto? ¿cómo convencerse de ello sin haber visto el cuerpo? El muerto sin entidad, el desaparecido genera esa atroz y fantasmática expectativa de una aparición posible, mezcla de perversidad y esperanza. Hay padres de desaparecidos que aún hoy se sobresaltan toda vez que suena el teléfono esperando oír la voz del hijo que nunca pudieron enterrar.

Kadish” film de Bernardo Kononovich (2009), muestra a un hombre que sostiene un documento donde figura el nombre de un familiar asesinado en la Shoá y, como si fuera aquel cuerpo, dice kadish (la plegaria judía que se pronuncia en el momento del entierro). El padre católico Patrick Desbois, creó en 2004 Yahad in Unum, un proyecto para desenterrar las fosas comunes en la actual Ucrania, donde yacen el millón y medio de judíos asesinados por los Grupos Especiales nazis. Los restos que encuentra, mediante el análisis de sus ADN, podrán alguna vez ser restituidos a sus familiares y tener así una sepultura humana.

Personalmente siempre espero que mi hermano Zenus, a quien nunca conocí, alguna vez aparezca. Mis padres lo entregaron en Polonia en 1942 a una familia cristiana con la esperanza de que sobreviviera al  nazismo. Terminada la guerra, lo fueron a buscar y les dijeron que había muerto de tifus pero que no “recordaban” lo que habían hecho con el cuerpo. Sin ese cuerpo, ¿cómo convencerse que murió? Para mis padres antes, para mí ahora, Zenus no tiene “entidad”, no está ni vivo ni muerto, no lo puedo llorar ni tampoco esperar. Puedo dar fe personalmente del peso y la presencia que tiene este muerto sin sepultura en mi vida, una especie de fantasma que mantiene abierta de manera cruel la eterna expectativa de que alguna vez podría aparecer.

Diana Wang

Presidenta de Generaciones de la Shoá en Argentina