vejez

Estupidez o sabiduría. Participación en Haciendo Pie.

En la Once Diez. Jorge Sigal y Santiago Kovadloff

En la Once Diez. Jorge Sigal y Santiago Kovadloff

Luego de la lectura de este texto de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), mi comentario:

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¡Qué interesante pensar esta reflexión desde la perspectiva del tiempo! No sé qué edad tendría Ribeyro cuando lo escribió pero si viviera hoy tendría 92 años. Habla de la cuarentena, referido a las cuatro décadas, no a la cuarentena de la pandemia por supuesto. Increíble como el paso del tiempo ha cambiado los tiempos. Asociar la edad de cuarenta años como punto de inflexión suena fuera de lugar porque todo lo que describe parece haberse corrido por lo menos veinte años hoy. 

Pero sea a los cuarenta o a los sesenta, hay un momento en la vida en el que podemos sentirnos como si todo estuviera deslucido, opacado y hubiéramos perdido el sentido, el para qué estoy vivo. Son momentos que llamo “descansos en la escalera”. Uno va subiendo, peldaño a peldaño y mientras sube está ocupado en subir, poner bien el pie para el peldaño siguiente y de pronto llega a un descanso, se detiene, recupera el aire y se pregunta ¿qué estoy haciendo aquí? ¿A dónde iré ahora? ¿sigo subiendo? ¿para qué?

Y dice Ribeyro que es momento de elegir entre la sabiduría y la estupidez. ¿què serán para él la estupidez y la sabiduría? Ya no lo tenemos para preguntarle y estaría bueno que cada uno lo pensara para sí…. y ya que tengo este espacio voy a contar qué es para mí.

Empiezo por estupidez. Imagino a alguien parado en el descanso de la escalera sorprendido por haber envejecido, como si no hubiera estado en sus cálculos, como si hubiera creído que el paso del tiempo era una abstracción o números en el almanaque y se frustra y desanima al darse cuenta de que el paso del tiempo es bien concreto y que es uno mismo el que ha sido pasado por el tiempo. Es parte de la estupidez humana eso de creer que algunas cosas no nos pasarán nunca, que solo les pasan a los demás. Lo estamos viendo en la gente que hoy no se cuida, que anda sin tapabocas y sin mantener distancias. Igual pasa con la vejez cuando se la vive estúpidamente. Si uno se cree eterno e inalterable cuando ya no puede no darse cuenta de que el cuerpo no es el mismo, que la energía y la fuerza no son las mismas, que uno ha cambiado, la sorpresa llega como un cachetazo traicionero porque uno no se lo esperaba. Es como no esperar el trueno después del relámpago. Una total y soberana estupidez. 

La estupidez se justifica un poco porque no es placentero descubrir que uno no es ya como era. Yo también, y no creo ser la única, me paro frente al espejo y me estiro los costados de la cara tratando de recuperar aquella lozanía que en su momento no disfruté pero que ahora extraño tanto. Veo mis arrugas y alguna flaccidez, me doy cuenta de que el aire me queda más corto y que el descanso me llama más seguido y más temprano. Esto es así, no lo elegí. Lo que sí puedo elegir es qué hago con eso. Lo estúpido sería ponerlo en el centro del escenario, con un lamento eterno, y la queja antipática de creer y decirme que todo terminó, que ya nada tiene sentido, y dejar que me cubra una bruma oscura y desanimarme porque nunca más veré brillar el sol. Lo nos pasa, nos pasa. No está en nuestras manos. Lo que está en nuestras manos es qué hacemos con esto que nos pasa.

En el otro extremo, y para decirlo en fácil, para mí la sabiduría es no pedirle peras al olmo. El olmo da un fruto que se llama sámara (nada que ver con samaritano), y por más que me enoje, me angustie o me desanime, por más que le hable o le proteste hasta el cansancio, el olmo caprichoso e insensible a mis súplicas insistirá en dar lo que tiene y puede, sámaras. ¿Quiero peras? busco un peral, ¿no hay perales, solo hay un olmo? lo sabio es sentarme a su sombra, tomar un manojo de sámaras y ver qué puedo hacer con ellas porque la vida me enseñó que por más que les discuta y les de razones, las sámaras no se transformarán en peras. 

Creo que la cita del texto de Ribeyro habla de envejecer, tal vez de su propio envejecimiento, tema tan ninguneado, casi tabú, que por suerte está empezando a ser hablado. La palabra envejecer está asociada con deterioro, muerte, con terminar, con oscuridad, enfermedad y final. Y ya no es tanto así. Me encantaría que pudiéramos pensarnos con el verbo edar,  traducción literal del inglés to age, sin la connotación negativa del verbo envejecer. Edar señala el paso del tiempo sin atributo ni valoración, es un término descriptivo,  ni bueno ni malo. Espero que vayamos migrando de la idea negativa de envejecer a la idea más alentadora de edar. 

Estamos viviendo un momento totalmente inédito. Nunca antes en la historia humana hubo tantas familias con 5 generaciones. ¿Cuántos bisabuelos conocíamos  hace apenas 50 años? ¿Cuántos conocemos ahora? Yo conozco decenas y no solo vivos, sino activos, lúcidos y vitales. Es que cada vez hay más viejos en el mundo, cada vez hay más viejos que siguen trabajando, creando, pensando y levantándose todos los días con ganas porque tienen cosas que hacer, porque su vida mantuvo el sentido, porque tomaron aire en el descanso de la escalera y siguieron subiendo, más despacio, claro, pero con los ojos bien abiertos y la piel porosa. Por eso, como yo misma estoy cursando la octava década, preciso hacer de necesidad virtud y voy a contar cuáles son, para mi, los beneficios de haber envejecido. 

Lo más importante es que me hace posible poner en otra escala las cosas que son de vida o muerte. Estar vacunado y cuidarse lo es en este tiempo de pandemia, pero todas aquellas expectativas desmedidas que tenía cuando creía que iba a ser eterna, se fueron achicando y la edad me abre una esperanza más realista de lo que puedo conseguir y, por ende, me frustro menos, sufro menos. Creo que la edad, cuando no se ha elegido la estupidez, nos ayuda a tener expectativas más realistas y posibles. Y si le respondo a Ribeyro que dijo que ya no hay aventura, tal vez haya sido un momento de bajón el suyo cuando la dijo, porque la aventura sigue existiendo, no es privativa de la juventud. Definida de otra manera, claro. Tal vez no sea una aventura vertiginosa, un ponerse a prueba en desafíos constantes, un tirarse a piletas sin medir bien la profundidad del agua, es una aventura más medida, mejor peinada y lubricada. Las ganas no desaparecen, se reconfiguran y se van adaptando a la capacidad diferente. La aventura puede estar en encontrar esos nuevos gustos y sabores, esos climas, esas actividades que uno fue aprendiendo a disfrutar y darles un ritmo renovado, más relajado, menos tenso, incluso sorprendentemente creativo. La aventura de tener en la mano ese puñado de sámaras posible y sorprenderse de que no solo eran las peras lo que podían darnos placer y alegría. 

La estupidez es una estación terminal, a la sabiduría no se llega nunca, se camina hacia ella. La estupidez te enreda los pies y no te deja caminar. La sabiduría te impulsa hacia adelante a un constante descubrir de para qué sirven las dichosas sámaras y qué puedo hacer con ellas. Pensarlo así nos permite vivir con más paz que cuando nos sentíamos obligados a hacer y a ser lo imposible para merecer y justificar nuestro lugar en el mundo. 

Atención que no estoy haciendo un elogio del envejecimiento. ¡Para nada! Me encantaría volver a tener el cuerpo y la capacidad física de mi juventud pero si pudiera elegir no querría perder una gota de lo que aprendí con los años. No quiero volver a ser la que se exigía y esforzaba por ganar no sé qué carrera ilusoria que me agotaba y no siempre terminaba bien. Claro, me encantaría recuperar la lozanía perdida pero sin perder ni una gota de lo que aprendí y conquisté. 

Y me quedo con eso, con la nueva convicción de que son pocas las cosas de vida o muerte, lo que es una idea muy  liberadora porque sí hay cosas de vida y de muerte, son las cosas que tienen que ver con la vida y la muerte. Las otras no. 

Tal vez dejar atrás la estupidez sea algo tan simple como dejar de remar en contra del río, bajar los remos, mirar el paisaje, esperar a que se aquieten las aguas y ver para dónde va la corriente y entonces sí, tomar los remos, respirar hondo y darle para adelante.


La menopausia y después

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Tengo 75 años. Hace 18 que se me retiró la menstruación. Estoy viviendo la nueva vejez. O la longevidad, es decir la larga vida, como la leche y el puré de tomates. En este mundo de centennials y millenials, soy del grupo de los perennials, los que nos resistimos a ser categorizados en los viejos estereotipos que identifican la jubilación. Tengo la suerte que no tienen muchos compañeros etarios de no tener miedo de ser dejada al margen. Sigo activa, sigo inmersa en grupos de trabajo, sigo interactuando con gente de diversas edades y alimentándome con lo que los más jóvenes crean e inventan. Sé que no sucede lo mismo con otros viejos como yo que se sienten invisibles, como que no están, como que ya no importan, como que lo único que les espera es la hora de morir. Los viejos estamos viendo que no se encuentra la manera en que se nos pueda llamar. A mi no me gusta ninguna, ni adulta mayor, ni tercera edad, ni senior, ni geronte, ni anciana ni clase pasiva dado que de pasiva no tengo nada, y menos que menos, abuelita. No soy la única. Como dice Inés Castro Almeyra hay una buena cantidad de perennials como yo que trabajan, hacen deporte, estudian, participan en voluntariados, cuidan a otros, fundan empresas. 

Como Zigmunt Bauman, ese sociólogo polaco que emigró a Inglaterra donde terminó sus días en el 2017. Es famoso por los variados best sellers que publicó relativos a la modernidad y al consumismo. A él se le debe la definición de “liquido”, amor líquido, miedo líquido, vida líquida, en los que dió cuenta del cambio en la densidad y la estabilidad de lo que estamos viviendo, con la analogía de lo líquido nos sumergió en este nuevo estado de cosas que en muchos sentidos nos sume en la incertidumbre. Resulta que este hombre que era profesor de sociología en la universidad de Leeds, comenzó a escribir a sus 70 años, cuando se retiró de la docencia. Escribió estos esclarecedores libros en los últimos 15 años de su vida. Cuando era viejo pero finalmente tuvo tiempo de escribir. 

No quiero hacer un elogio idealizado del envejecimiento. En muchos sentidos es una porquería. Sentir que no se tienen las mismas fuerzas, la misma energía, el mismo equilibrio, la misma digestión, la misma velocidad de reacción, son lesiones no siempre fáciles de asumir. Todas las mañanas, al levantarme de la cama, debo hacerlo de a poco y lentamente, igual que cuando me pongo de pie. Es como si mi cuerpo se hubiera olvidado de cómo era estar parado sobre el piso y responder a la ley de gravedad y cada día debiera aprenderlo nuevamente. Eso no me pasaba antes. Vivía en la inocente ausencia de mi cuerpo que estaba en respetuoso silencio. Ahora me habla, me interpela, me exige cuidados que antes ni sabía que existían. 

Pero tengo una ventaja de la que más de una vez me aprovecho porque desafío a la mirada de los demás. Si quiero que e digan “¡qué bien que estás!” me agrego unos años y veo la mirada admirativa que enciende mi narcisismo. 

La otra cosa que fui consiguiendo, casi inadvertidamente, es el más excelso y placentero chupahuevismo. Cada vez me importa menos lo que antes me importaba tanto. Las críticas, las miradas judicativas, las opiniones, son cada vez más cosas de los demás, no me tocan y me hacen sentirme con una ligereza liberadora, como si la pesada mochila de querer agradar no estuviera más.

Para mí la menopausia fue un recontrato con la vida. Terminado el período de la procreación y la crianza, tuve delante un nuevo horizonte con caminos nuevos que me deleité en recorrer. Curiosamente, igual que Bauman, mi vida se expandió de un modo que me sigue sorprendiendo. 

Y no solo me pasa a mi. 

Conocíamos ese período que llamábamos la crisis de la mitad de la vida que sucedía entre los 40 y 45 años y determinaba cambios radicales en como seguía la vida. Hoy, con el aumento de la expectativa de vida y los vertiginosos cambios que vivimos, esas etapas se multiplicaron. Se piensa que hay crisis similares cada 20 años y que en cada crisis tenemos la oportunidad de hacer un nuevo contrato. 

Nada es fijo, nada es estable, nada está predeterminado y seguro. En los estudios que vamos conociendo se anticipa que los que se podrán adaptar a los cambios laborales, tecnológicos y sociales, son los que tendrán mayor capacidad de adaptación y recontratación. Quien se atiene a los modelos tradicionales en busca de aquella certidumbre perdida, quedará afuera del flujo vibrante y vital que nos ofrece el mundo en este momento. Y no me refiero a la pandemia que nos tiene tan en jaque, estoy pensando fuera de ella, cuando pase, cuando las cosas se reacomoden y veamos cómo se sigue, qué sigue, que ya no. Nuestra capacidad de adaptarnos a lo que se viene será crucial para que nos sintamos bien y para que nuestro diario vivir siga teniendo sentido.

Hay nuevos caminos que deben ser dibujados y que esperarán nuestros pasos tanto en la construcción como en su trayecto. Más que nunca debemos estar atentos a lo que pasa a nuestro alrededor y a lo que nos dicta nuestro propio interior. No es momento de estar distraídos ni de tolerar ni de dejarse vencer.

Pero que no se me entienda mal. Ni el mundo ni la vejez son rosa y con violines de fondo. Hay nuevas dificultades, nuevos desafíos que exigen la valentía de encontrar nuevos modelos.

Es la primera vez en la historia de la humanidad que hay tantas familias con cinco generaciones. Se ha extendido tanto nuestra expectativa de vida que urge que le demos más vida a la vida. Si tenemos la suerte de estar sanos, tenemos algo que nos faltaba en nuestra juventud: experiencia. En muchas situaciones, especialmente en lo que atañe a la interacción humana, tenemos el diario del lunes y si hemos aprendido de lo que vivido sabremos unas cuantas cosas que pueden ser de gran utilidad, tanto para nosotros como para los demás.

En la pareja, y no solo para los mayores como yo, estamos viviendo toda una revolución con la aparición de nuevos modelos de convivencia o de constitución de las parejas.

Seguimos sufriendo las consecuencias de la instalación en nuestras expectativas del modelo del amor romántico. Un modelo ideal y tan imposible de concretar como el cuerpo de las barbies. Sobra y falta por todos lados. Nunca nadie podrá tener las piernas así de largas alejadas de toda proporción posible. Igual como el ideal del amor romántico. El romanticismo surgido en el siglo XIX, ese amor incondicional, perfecto y eterno, terminaba en la adultez temprana, uno de los amantes o ambos, moría alrededor de los 30. Romeo y Julieta en su adolescencia. Eran historias breves, de amores infatuados y apasionados que por su brevedad no tenían asperezas y encima con la muerte temprana se transformaban en perfectos. Pero una vez comidas las perdices, hay que seguir viviendo. No es “se casaron y fueron felices” sino “se casaron y empezó otra vida”.

¿Cómo es vivir juntos durante décadas en el contexto de un mundo que nos interpela y desafía cada vez con algo inédito? Si encima, como bien sabemos, después de años de convivencia todo matrimonio se transforma en incesto. Nos creímos lo de la espontaneidad y la naturalidad de las reacciones como garantía de una relación sana y transparente. Y resulta que también acá nos tenemos que cuidar, no poder hacer o decir cualquier cosa. Tenemos que adaptarnos y desarrollar y sostener nuestra inteligencia emocional, porque, y acá les voy a regalar un secreto milenario, el amor no lo puede todo. Al amor hay que ponerle un tutor, sostenerlo y dejar que florezca. ¿Cómo? Conociendo las necesidades propias, no salteándolas con la esperanza de que “ya va a cambiar” sino aprender a reconocerlas y a hacer lo posible porque sean satisfechas. Pero no es tan fácil porque al mismo tiempo, si queremos que sean satisfechas, es preciso conocer al otro que supuestamente nos las satisfará. Para no pedirle peras al olmo. Si queremos peras, pues a los perales. Los olmos solo dan sámaras que no sé si se comen, pero no son peras. Si el otro no puede, no tiene o no sabe, por más que nos enojemos, nos quejemos, reclamemos y acusemos, no recibiremos lo que necesitamos. Entonces, además de estar atento a las propias necesidades, la segunda condición para que el amor no se deshaga es conocer al otro según sus características y posibilidades. 

Hay varias otras cosas a considerar pero dejemos solo estas dos que si las podemos aplicar resultarán en un incremento notable de la paz. Repito, conocer las necesidades propias y las posibilidades del otro.

A veces no coinciden y es entonces cuando aparece la alternativa de elegir un nuevo modelo de vida. O bien la separación lisa y llana, lo más cariñosa posible, porque será para el bien de los dos o de todos si hay hijos. Pero estoy viendo muchas parejas que no se quieren separar como pareja pero que quieren tener un poco de paz y están atreviéndose a nuevos modelos. Dicen: Nos queremos, nos gustamos como personas, coincidimos en muchas cosas, nos fuimos haciendo juntos a lo largo de la vida pero vivir juntos es un infierno.

Y aparecen los nuevos modelos: no compartir la cama, no compartir el dormitorio, no compartir la vivienda, no compartir la misma ciudad o hasta no compartir país. Las alternativas son infinitas y deben ser elegidas a medida, como la ropa buena, que te calza bien, que te disimula lo que no está bien y te enriquece lo que te gusta, ropa en la cual reina la comodidad, sin costuras que piquen ni molestia alguna. 

Voy a contar un modelo insólito, totalmente a medida que encontró una pareja que conocí. 

Mabel y Ricardo, casados hacía 23 años, coincidían en muchas cosas, se complementaban y enriquecían personal y profesionalmente. Decidieron no tener hijos, solos estaban bien. Bueno, casi todo el tiempo, salvo cuando se trincaban en esas peleas que terminaban en batallas campales agotadoras y desgastantes.

Hicieron todo tipo de terapias y nada impedía los estallidos, esas explosiones dañinas que los herían muchísimo a los dos.

Pero un día descubrieron el punto de quiebre, el momento cuando empezaban. Se trataba siempre de algún gasto. Desde una cosa nimia como la compra de papa blanca en lugar de papa negra hasta la reserva de un hotel en un sitio de vacaciones eran disparadores de una escalada de violencia. Veamos cómo sería con la compra de las papas por ejemplo.

- ¿Papa blanca compraste?

- Sí, ¿por?

- No es la temporada, hay que comprar la negra que, además, está mucho más barata

- Mejor la blanca aunque sea más cara porque ….

y ahí comenzaban las argumentaciones. Se ponían en guardia, iban subiendo de tono mientras cada uno extremaba su posición y trataba de destruir al otro primero con argumentos, después con descalificaciones y por último con ataques directos que los dejaban exhaustos, doloridos y descorazonados.

Fue una revelación el día en que se percataron de que las peleas comenzaban por cómo se había decidido algún gasto. Estallaron en una carcajada y ahí mismo diseñaron la solución: partición total de las economías, cada uno tomaría sus propias decisiones sin que el otro tuviera derecho alguno a opinar.

Las consecuencias fueron que separaron las cuentas de banco, los ahorros y todas y cada una de las decisiones. Las vacaciones, las compras cotidianas y las fuera de programa, los objetos de la casa, las salidas, los regalos, todo, absolutamente todo quedaría partido para evitar opiniones, discusiones y argumentaciones. El baño no fue problema, sí lo fue la cocina.  ¿Cómo resolverlo? Mabel y Ricardo, eran muy inteligentes y estaban entrenados en pensar afuera de los esquemas habituales. Eran honestos consigo mismos, se querían y elegían como pareja y, sobretodo, eran valientes. 

La solución fue insólita y simple: comprar otra heladera. A partir de entonces, y de esto ya hace más de 25 años, desaparecieron las peleas porque su fuente se había anulado. No se trataba solo de dinero, se trataba de quien evaluaba y tomaba las decisiones respecto del dinero. Si se quiere un tema de poder o de rivalidad o como se lo quiera llamar, pero el hecho es que la solución encontrada les permitió recuperar la paz.

Era raro y divertido cómo vivían. Cada uno hacía sus compras de alimentos. Cada uno organizaba y planificaba su menú. Cada uno cocinaba lo que le apetecía del modo en que le gustaba, con el aceite que quería y en la cantidad que se le cantara. Ninguno le imponía al otro tal o cual decisión, en ningún orden. Si Ricardo tenía pensado comer una tarta de zapallitos esa noche podía invitar a Mabel, si es que ella quería, a compartirlo. Aunque comían en la misma mesa, lo hacían de modo independiente. Y el juego de invitarse les resultaba estimulante y fresco, cada uno sentía que no debía someterse al otro y que era libre de aceptarlo o no, que no había conflicto ni ofensa si no lo hacía. 

Igual con todo lo demás. Si Mabel quería comprar un abono de ópera en el Colón le preguntaba a Ricardo si él también querría; podía decirle que sí o que no, dependiendo de su estado de cuentas y de sus ganas. En todos los órdenes de la vida, esta estructura fue para ellos la salvación de su vida juntos.

Este es solo un ejemplo de una solución a medida que satisface perfectamente las necesidades y requerimientos de estas dos personas. Coincido en que es algo extremo, tanto que a mi no me funcionaría porque no soy Mabel ni mi marido es Ricardo.

Cada pareja está compuesta por diferentes personas y desarrolla situaciones particulares, no se puede generalizar. Pero la idea es animarse a buscar esa solución a medida, con la misma libertad, honestidad y valentía de Mabel y Ricardo con su admirable grado de aceptación de sí mismos y del otro y su consecuente renuncia creativa a querer cambiarlo. 

¿Cómo empiezan nuestras discusiones? ¿Cuál es el pretexto que dispara todo? Si lo encontramos y si lo miramos con atención y respeto, si no nos enroscamos en pretender cambiar al que “hace todo mal” -nunca nosotros, por supuesto-, si nos vemos como somos de verdad y si queremos seguir conviviendo, la solución está ahí, incluso puede ser tan obvia o ridícula como lo de comprar una segunda heladera.

Este es un ejemplo de nuevo modelo de relación que da una idea de la infinidad de alternativas posibles.

Agradezco el haberme escuchado y espero que algunas de estas cosas hagan sentido en sus vidas. Hablo de valentía y chupahuevismo para llegar a viejo y ser el viejo que a uno se le cante ser y también para vivir en pareja en el modelo de pareja que a ambos les venga mejor. 

Nadie sabe si vivirá los próximos 5 minutos. No perdamos el tiempo, ese tiempo tan precioso, en buscar lo imposible, seamos vivos y atengámonos a lo posible. 

Cierro con el comienzo de bellísimo poema de José Saramago sobre la vejez. 

¿Que cuantos años tengo? ¡qué importa eso! tengo la edad que quiero y siento, la edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso, hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso o a lo desconocido. Pues tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos. 

Gracias.

Diana’s anatomy

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Mi cuerpo fue cambiando con el paso del tiempo. Empezó a tener cosas y partes que antes no tenía.

Como hasta los sesenta tenía aparato digestivo, es decir, estómago, intestino delgado, intestino grueso, boca y ano. Una vez por mes tenía ovarios y útero y mis tetas eran las protagonistas anuales a la hora de la mamografía. A veces tenía dientes, hígado y, cuando me agitaba, tenía corazón y pulmones. Eso era todo. 

Aunque no. Dado que hago gimnasia sobre el teclado de la computadora cuando escribo debo confesar que ya tenía falanges, falanginas y falangetas, aunque nunca me dieron motivo de queja ni llamaron mi atención.

Pero después de los sesenta, empezaron los milagros, las novedades y las sorpresas. Hay 206 huesos en el cuerpo de un humano adulto. Los voy empezando a conocer a todos.

Un día sentí un adormecimiento en algunos dedos de la mano. Consulté y luego de una radiografía, me entero que tengo vértebras cervicales y que se achicaron o no sé qué y el nervio que pasa por ahí y llega a los dedos a veces se comprime. Tenía columna vertebral, claro que tenía, pero como siempre había estado en silencio me había olvidado de ella.|

De pronto el maxilar me empezó a hablar sin que lo hubiera llamado. Me entero por mi dentista que tenía retracción ósea y que debía hacerme transplantes para mantener mi dentadura. El taladro horadando mi maxilar fue un grito desgarrador con el que no contaba. 

Y fueron apareciendo, sin solución de continuidad -eso, sin solución aunque parece que continúa- diferentes huesos de los que no tenía idea. Un tirón en un hombro y se hicieron presentes la clavícula y el húmero. Me empezaron a doler los pies, fasciitis me dijeron y ahí estaban el tarso y el metatarso. Una progresiva dificultad al ponerme de pie cuando estaba sentada en asientos bajos y la pelvis y el fémur me saludaron con salvas y platillos. Algo me empezó a pasar en las rodillas y ahí hicieron su aparición el triunvirato formado por la tibia, la rótula y el fémur que no quisieron pasar desapercibidos. 

Pero no  fue todo. Además de los huesos hicieron su debut algunos músculos, tendones y nervios. El psoas y los gemelos, el nervio plantar, ciático, el tendón de aquiles, el líquido sinovial ¿líquido sinovial? ¿tenía esa cosa también?

No contento con eso, mi cuerpo siguió su seminario intensivo de anatomía e hicieron su aparición rutilante esas partes desconocidas de mi corazón, aurículas y ventrículos,  válvulas, venas y arterias, y encima el músculo cardíaco había perdido elasticidad, ya no bombeaba como antes.

Cursando mi octava década, este año cumplo los 75, veré qué nuevas lecciones de anatomía me esperan en esta gesta cotidiana que es vivir. Tenemos 206 huesos, 639 músculos, de los nervios mejor no hablemos porque andan de a pares y de a uno y recorren todo el cuerpo así que ya habrá oportunidad de que alguno se haga oír. Y encima están las articulaciones, el W40 que se nos va evaporando y que en cada movimiento hace sonar una alarma. 

Como dice el viejo dicho, si después de los 60 no te duele nada, es que estás muerto.

Fuera de toda lógica: la vida te da sorpresas

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Horacio, como tanta gente, siempre creyó que había un orden natural de las cosas, una cierta lógica que regía los acontecimientos y las vidas de todos. Nació en la década del 30 del siglo pasado en Mar del Plata, donde sigue viviendo hasta el día de hoy. Se casó con Matilde, su amor de la adolescencia, que lo acompañó hasta su muerte, hace doce años. No habían tenido hijos, y en su larga enfermedad Horacio estuvo siempre a su lado, dispuesto a cuanto hiciera falta.

Ya viudo y cursando sus setenta, los días y las noches se le fueron haciendo más y más pesados. Mucho más las noches, cuando en su casa lo esperaban solo tristeza y añoranza.

Su única distracción era la mesa de truco de los jueves y la comida con sus amigos en el bar del club. Unos tres años después de perder a Matilde, cambió la concesión y la tomó Agustina, una tucumana de treinta años, con la cara picada de viruela, grandes ojos marrones y una eterna sonrisa en sus labios. Atendía a los socios del club con simpatía y calidez, se la veía a gusto, atenta y sonriente.

Horacio no se animaba a invitarla a salir. Temía que la diferencia de edad la espantara, que pensara que era un viejo verde y se burlara de él. Pero cuando se animó, la respuesta de Agustina fue no solo de aceptación, sino de cariño, como si lo estuviera esperando.

Sola y con una triste historia de vida, recibió con emoción y alegría a este viudo tan necesitado de compañía y conversación. A poco de salir y viendo que el dinero apenas si le alcanzaba para pagar el alquiler, Horacio la invitó a compartir su casa, que, con su presencia, recuperó la luz. Nuevas cortinas, la cena lista a su regreso, música y, fundamentalmente, alguien con quien hablar, alguien que lo hacía sentir bien otra vez. "Matilde estaría contenta", pensaba Horacio.

Empezaron sus achaques, médicos, remedios y Agustina lo acompañaba, le recordaba las horas en que debía tomar cada cosa, fue mucho más que un apoyo y una compañía. Agradecido por sus atenciones y no teniendo parientes cercanos, decidió poner la casa, su única posesión, a su nombre y compartir la cuenta de banco para que cuando él se fuera ella tuviera un techo y un colchoncito financiero. Cuarenta años mayor, le pareció que era un gesto lógico.

Pero "la vida te da sorpresas", como dice Rubén Blades. Y vaya si la vida sorprendió a Horacio. Agustina, a los 34 años, falleció repentinamente, víctima de un ACV. Y, tras cartón, apareció una hermana, su única heredera legal, y comenzó la sucesión.

La pena de Horacio se transformó en desesperación porque ahora se quedó sin dinero y sin casa. Vive desde entonces alojado en lo de uno de sus compañeros de truco, sostenido por una vaquita que hacen, mensual y amorosamente, todos los compañeros del club. Estos amigos de siempre no permitieron que la sorpresa venciera a Horacio. Son ellos quienes barajan el mazo gastado de donde hacen salir los anchos ganadores que a Horacio le dan aliento y apoyo para seguir de pie en la vida.

Publicado en el suplemento Sábado de La Nación. 7 de julio 2018