Decía Gabriel García Marquez que cuando viajaba en avión su alma demoraba varios días más en regresar. Nuestro cuerpo está diseñado para el viaje en carro, al paso o al trote de un caballo siguiendo el ritmo de nuestra respiración. El tren, el automóvil, el avión imponen una velocidad que nuestro cuerpo se resiste en reconocer y aceptar. El jet lag, ese tiempo que necesitamos para volver en nosotros, mide ese proceso de adaptación que nuestra modernidad nos impone.
Aunque soy techno friendly y disfruto de cada avance que nos regala la tecnología, confieso que, ya superada la sorpresa del télex (sí, fui operadora de télex en mi primer trabajo) y el fax, me siguen resultando milagrosos el teléfono inalámbrico y las aplicaciones y dispositivos que nos abren internet y ahora la inteligencia artificial generativa. Aunque lo entiendo, mi cuerpo no lo entiende del todo. Tiempo y distancia van alejándose cada vez más de lo que era en mi infancia y en la infancia de la humanidad. La pandemia aceleró el proceso de esta vida online que no es igual que la presencial, pero también funciona aunque demanda ese plus de acomodación que, por no encontrar otra manera de entenderlo, nuestro cuerpo está aprendiendo a ejercitar.
Las computadoras, los teléfonos inteligentes, los ebooks, las aspiradoras autodirigidas, los robots en la industria y en la medicina, los sensores y cámaras que nos rodean por doquier, están siendo un contexto de vida, como si la realidad nos estuviera hablando en otro idioma. El idioma en que nos hemos hecho y que venimos hablando durante miles de años es el idioma presencial, visual y personal, de interacción in situ, de simultaneidad y contacto y los desarrollos tecnológicos han instalado este otro idioma en el que tiempo y distancia no son determinantes, no es preciso estar para estar, no es preciso compartir un espacio para interactuar, se puede estar y no estar si uno así lo quiere y al mismo tiempo todo lo que uno haga, diga y produzca queda guardado en la nube por toda la eternidad (casi cuántico). El lenguaje presencial es evanescente, no tiene garantías ni puede ser guardado de manera fiel. De ahí los laberintos de la memoria, las distintas versiones de un hecho, la literatura, los recuerdos, las interpretaciones, los doble sentidos, las metáforas, la poesía. El nuevo idioma tiende más a lo literal, a lo chato, a lo conclusivo, definitivo, a lo que no cambia, a lo que no hace falta interpretar porque es lo que es, está ahí y siempre estará, igual a sí mismo, lo dicho quedará así como se dijo, lo hecho quedará así como fue. “Todo queda guardado en la memoria”, en la memoria celestial de la nube. Todo, absolutamente todo. Podemos revisar y revisitar todo nuestro pasado en un click, todo el pasado guardado en la nube, claro, el otro, el exclusivamente humano seguirá su camino de incertidumbres y relecturas, como siempre fue.
Viví hace unos días una experiencia conmovedora que me llevó a estas reflexiones. Sara Rus, Z’L, sobreviviente de la Shoá y Madre de Plaza de Mayo Línea Fundadora luego de la desaparición de su hijo Daniel, la querida Sarenka ya no está entre nosotros. Falleció a los 97 años, el pasado enero de 2024, lloramos su pérdida y añoramos su gesto amable, su mirada atenta, sus palabras conciliadoras, su gesto delicado. Toda vez que daba testimonio de su experiencia como sobreviviente de la Shoá primero y como madre huérfana de uno de sus hijos en manos de la dictadura después, dejaba una caricia bienhechora en todos los oyentes. Lo que para otros podría haber sido un regodeo con la victimización, para ella era una oportunidad para hablar de lo que estaba bien. Ella misma estaba todo bien. Y cuando murió eso que generaba su presencia parecía haberse ido con ella. Pero la tecnología vino en nuestro auxilio.
Poco antes del deterioro que sufrió en los últimos años, su voz, su persona y sus palabras fueron registradas por un dispositivo que permite el testimonio interactivo con un programa de inteligencia artificial que ya está en acción en el Museo del Holocausto. Verla y oírla, frente a mi, en tamaño real, como si la tuviera de verdad sentada, ahí nomás, respondiendo a todas las preguntas con ese parpadeo que le era tan característico, ese gesto que hacía con la lengua al humedecerse los labios, los movimientos de las manos enfatizando una frase, y su voz, mamita querida, ¡su voz!, ¡era ella! ¡es ella!
Pero ¡¿ES ELLA?! Sí, claro, obviamente, es ella, ella lo registró, son sus palabras, es su voz, pero en serio, ¿es ella? ¿Dónde está? ¿No era que se murió? ¡Maravilla de maravilla!. La tenemos ahí, en ese dispositivo/caja, viva, vibrante, respondiendo, sonriendo, siendo igual a sí misma. Para siempre. ¿Para siempre? ¿¡PARA SIEMPRE!? ¿Cómo es eso?
Das Umheimliche lo llama Freud, lo que no es familiar, lo que nos es ajeno, lo ominoso, lo siniestro, la “inquietante extrañeza” como lo llama Julia Kristeva. Y ante lo siniestro, esa otra dimensión, nos encontramos perdidos, desconcertados. Así me sentí al volver a ver a Sara meses después de su muerte, como un fantasma que no solo vuelve a la vida sino que vivirá congelada en esa cosa, las palabras que dijo cuando lo grabó quedarán guardadas por toda la eternidad y serán repetidas una y otra vez de la misma maner. Por fin se hizo realidad la ilusión de que la muerte ha sido superada y la eternidad comienza a instalarse como destino posible. ¿Por fin?
¿Cómo definir la vida sin contar con la muerte? Yuval Harari decía en “De animales a dioses” que en pocas décadas podremos elegir no morir por una enfermedad, frenar el proceso de envejecimiento, cambiar o postergar nuestra muerte. La inmortalidad es un anhelo universal, la derrota definitiva del paso del tiempo. Tal vez de ahí deriven las teorías de la eternidad del alma, de la disociación entre cuerpo y alma, los fantasmas, esos muertos que se resisten a morir y nos acosan, la reencarnación y el karma, todos intentos desesperados de conquistar la eternidad.
Freud formuló claramente que no podemos tener una representación mental de la muerte. Pensar la nada es imposible porque si se piensa ya es algo, no se puede pensar el vacío, la ausencia.
Simone de Beauvoir, preocupada como todos nosotros por la muerte que le da sentido a la existencia relató en “Todos los hombres son mortales” la historia del conde Raymond Fosca que se vuelve inmortal en el siglo XIII y vive año tras año hasta llegar al siglo XX luego de haber perdido uno a uno a todos sus seres queridos, sus sucesivos contemporáneos sin haber podido encontrar un sentido a su vida que seguiría y seguiría y seguiría, termina internado en un neuropsiquiátrico en donde el sinsentido es el sentido.
Unos años antes Jorge Luis Borges publicó “El inmortal”, un relato con distintos relatores y capas de lectura en el que los seres inmortales son los trogloditas que han perdido la palabra, sin sorpresas ni novedades porque los inmortales han vivido todo y lo volverán a vivir, sin sentido ni trascendencia en laberintos cansados y descascotados en los que no hay dónde ni por qué.
¿Qué sentido tiene mi vida si, a pesar de querer vivir por siempre, no moriré? Desde que nacemos lo que irremediablemente nos espera es la muerte. Es un milagro y al mismo tiempo es siniestro, es un fin no deseado y al mismo tiempo lo que da sentido a toda nuestra trayectoria.
Ver a Sara guardada en esa especie de cápsula como si estuviera allí pero sabiendo que no está, aunque no, está, está ahí, si la veo, la oigo, contesta lo que le pregunto…. claro que si le pregunto algo parecido me volverá a contestar lo mismo, el mismo gesto, las mismas palabras, el mismo tono, la misma intención. No conseguiré cambiar algo que dice, no conseguiré conmoverla ni repreguntarle sobre algún detalle o confirmar una suposición, tendré que conformarme con lo que registró en vida. Me cuesta integrarlo a mis códigos de vida. Ya había otro testimonio funcionando con el mismo dispositivo, el de Lea Novera, pero, como ella está viva, no produjo en mí el hondo impacto que el de Sarenka, que ya no está.
El Museo del Holocausto cuenta con esta fantástica herramienta educativa y de transmisión de modo que mañana, pasado mañana y el día después de pasado mañana, cualquiera podrá sentarse frente a ella y preguntarle cosas y ella responderá y quien la vea y oiga solo esa vez tendrá la sensación de la presencia, de que está ahí, de que murió pero no murió.
Gracias a este dispositivo milagroso la historia seguirá siendo contada en primera persona y, aunque no fuera lo que se pretendiera, la eternidad existe.
Pero para los que siguen vivos.
No para el que se muere.
Por suerte.