No me lo hace a mí

No somos el centro del mundo. El mundo puede funcionar lo más bien sin nosotros. ¿Es que acaso somos el centro de algo? De nuestros hijos cuando son chicos tal vez. Pero, ¿somos el centro del mundo de nuestra pareja? Por ahí al principio, cuando nos enamoramos y nos mirábamos los ojos en los ojos, pero después de vivir juntos un tiempo nos fue necesario mirar otras cosas. No somos el centro de su mundo. La consecuencia es que “no me lo hace a mí”.

“¡Claro que me lo hace a mí! Todo lo que hace me lo hace a mí. Me grita en lugar de hablar. Se queda en silencio en lugar de decir qué le pasa. No me presta atención en lugar de mirarme. Se duerme en lugar de quedarse conmigo. No le importa lo que me pasa en lugar de tenerme presente. Se lo pasa armando programas para salir en lugar de tener ganas de que nos quedemos tranquilos en casa. O su egoísmo es fatal, no quiere salir, no le importa que yo lo necesite. Todo me lo hace a mí”. 

Porque creo que soy el centro de su mundo, o casi todo su mundo, todo lo que hace me lo hace a mí.

Es cierto que lo que haga o no haga me afecta y a veces me hiere, pero eso no quiere decir que me lo haga a mí a propósito, que quiera lastimarme.

Si se enferma y tiene fiebre ¿también me lo hace a mí? Si tiene problemas económicos y le cubre la irritación ¿también me lo hace a mí? Si tiene que atender a sus padres ancianos ¿también me lo hace a mí? Nada de eso, obviamente, me está dirigido a mi. Son cosas que pasan, afuera de la pareja. Repercuten en la pareja, claro que sí, pero no me lo hace a mí. 

Son cosas que pasan, que uno no elige. Uno no elige su infancia ni como fue educado, uno no elige sus características personales ni sus padres ni su signo del zodíaco. 

Aunque creamos que somos animales racionales, actuamos según nuestra emoción y la mayoría de las cosas las hacemos como nos salen, sin querer, no a propósito ni destinadas a nadie en particular. 

Quien llora ante la  frustración no llora para hacerle sentir mal al otro, es su forma de descargar lo que siente. Quien se irrita cuando no comprende algo o cuando la presión le abruma, se irrita porque no sabe responder de otra manera, es lo que le sale naturalmente, no se lo está haciendo a nadie. Está quien se encierra en el silencio o en la tristeza, está quien necesita descargarse con un grito o un portazo, está quien necesita hablar y está quien huye cuando se siente mal. 

Esto no quiere decir que nos guste lo que haga ese otro cuando hace algo que nos molesta, pero es muy diferente cuando lo recibimos como que es independiente de nosotros, cuando no me lo hace a mí. Su fiebre no me la hace a mi. Su grito no me lo hace a mí. Su silencio no me lo hace a mi. Pensado así no nos sentiremos atacados, nos protege de eso y evita que respondamos contraatacando. 

Porque si contraataco entonces sí me lo va a hacer a mi. 

Si pienso y siento “no me lo hace a mi” no le pongo el pecho a las balas, me hago a un costado, no empollo ni dejo crecer la bronca, no agiganto la avalancha ni me pongo los guantes de box. 

Así que ya sabés, cuando tu pareja haga algo que te moleste, respirá hondo, contá hasta diez, y decite por lo bajo “no me lo hace a mi”, vas a ver cómo lo que pintaba pelea se deshace como ese terrón de azúcar derretido en el café y lo amargo se vuelve un poco más dulce. 

Almejas y Cascabeles, radio

Una oyente me escribió diciendo que se lo pasaba esperando que su marido un día, la sorprenda con algo, la invite a salir, a comer afuera, a lo que sea… y nunca pasaba. “La rutina me está matando” me dijo, “estoy desanimada, sin entusiasmo ni ganas, pienso seriamente si no es que se terminó el amor, si no es el momento de separarme”.

Si me está oyendo, le digo a ella y a tantos como ella, que antes de pensar en el fin del amor, se pregunte cómo siente y expresa el amor cada uno según como sea cada uno. Por ejemplo, ¿qué tal si son una pareja de almeja y cascabel?

Las almejas prefieren la soledad y el silencio, son poco comunicativos, reservados. Huyen de los encuentros sociales y si no tienen más remedio que ir, se quedan cerca de la puerta lo más lejos posible del ruido. No necesitan cambiar sus rutinas, están cómodos y seguros en lo conocido. Si tu pareja es una almeja, está a gusto en su burbuja interior, lejos de las miradas. Son tranquilos y solitarios, no necesitan más que lo que tienen. 

A los cascabeles les encanta el ruido, comunicarse, necesitan estar con gente, ver y hacer cosas diferentes. Van con alegría a fiestas y reuniones, se apagan en la soledad y el silencio y se encienden con los cambios y las sorpresas que los estimulan y divierten. Si sos una almeja y tu pareja es un cascabel lo que te pide no es para incomodarte, es porque lo necesita. 

Dos almejas pueden convivir bien. No invaden espacios ni exigen nada al otro. Entienden la necesidad de acomodarse en la propia burbuja y no se sienten excluidos ni abandonados ni no queridos. 

Dos cascabeles juntos son más divertidos pero tienen que aprender a congeniar porque pueden chocar en esta necesidad constante de novedad que puede llevar a que se pisen y se atropellen. 

Si vivís con una almeja, como podría sucederle a la oyente que me escribió,  no esperes ni exijas ni presiones, no te enojes si no habla o si prefiere no acompañarte al cumpleaños de tu prima, evita exponerse demasiado a ese exterior que le es amenazante,  No es que no te quiere o que no le importás es que vive los cambios como amenazas. No te lo hace a vos. Es así.  

Si vivís con un cascabel no esperes ni le exijas ni presiones, no te enojes porque sea ruidoso y necesite estar con gente, conversar, ser el centro de la acción. No lo hace porque busca otras cosas, porque ya no te quiere, ni por molestarte ni irritarte. No te lo hace a vos. Es así.

Cada uno es como es y hace lo que puede. A los cascabeles les cuesta almejear, tal vez hasta les angustie. A las almejas les cuesta cascabelear, tal vez hasta les angustie. No es que no quieren, es que no están cómodos, no les sale y cada uno expresa su amor a su modo. 

Una de las claves para vivir en paz es saber cómo es uno y cómo es el otro y no pedirse cosas imposibles ni esperarlas del otro. Uno es como es, tiene lo que tiene y puede lo que puede. 

Volviendo a la oyente desanimada… No esperes que tu almeja te invite a algo. Hacelo vos pero invitalo tranqui y despacito para que vaya levantando la persiana que le tapa la oreja y te pueda escuchar. Acercate a su burbuja solitaria, acurrucate a su lado un ratito y recién después de un silencio tranquilizador, decile, sin urgencia ni presión, amorosamente “ya sé que preferís quedarte en casa pero necesito salir a comer afuera esta noche, ¿vamos? ¿lo harías por mí?”. Hacé la prueba, vas a ver que funciona y si tenés ganas después contame como te fue. 

Puentes que esperan ser construidos

Ilustación Daniel Roldán

Amigos que dejaron de hablarse, familiares que dejaron de reunirse, conocidos que dejaron de interactuar, a muchos de nosotros nos está pasando lo mismo. Unos y otros nos acusamos de obcecación y estupidez, de falta de ética y de dignidad, de ignorancia y ceguera. Para uno el otro es derechoso. Para el otro el uno es populista. Unos y otros se dicen ¿cómo es posible que piense así? Y llueven las imprecaciones y los insultos de uno y otro lado y esgrimimos argumentaciones que lejos de ser puentes no hunden más y más en el barro de la incomprensión. 

Perdí el contacto fácil y confiado con varias personas queridas que hoy me ven como enemiga. No encuentro la manera de lograr que el amor que nos unía siga fluyendo. Vivimos en una constante irritación atravesados por posiciones en las que nos atrincheramos un poco por convicción y otro poco por autodefensa. Leemos y escuchamos a los que confirman lo que pensamos, nos juntamos con los que dicen lo mismo que nosotros y no podemos evitar ver al otro como la cara del mal. 

Sé que la gran mayoría, de uno y otro lado, quiere que las cosas vayan bien, que el país renazca, que desaparezcan la pobreza, la inflación y el desánimo. También sé que hay los que, de uno y otro lado, estimulan las reacciones hostiles, son intolerantes y  viven las diferencias como una guerra. 

Mis padres sobrevivieron al nazismo en aquella Polonia regada con sangre judía. Sé que esto no es igual, que nadie quiere matar a nadie, pero la enemistad reinante nos hace vivir el constante peligro de estar caminando sobre terreno minado, midiendo nuestras palabras, mirando a uno y otro lado atentos al desprecio, a la descalificación y al ataque. 

Hago mías las ideas de Guadalupe Nogués, autora de “Pensar con otros”, cuando señala que conversar con los que piensan igual conduce a extremar y homogeneizar nuestras ideas, que cuando nuestra posición se vuelve parte de nuestra identidad, cualquier oposición nos resulta insoportable y no hay argumentación que la modifique porque atenta contra nuestra persona no contra nuestras ideas. Se confunde opinar algo con ser algo. Los únicos caminos que parecemos tomar, la pelea o el silencio, conducen al distanciamiento y al desgarro. Nogués propone tres pasos para construir un puente que achique la distancia. Uno, encontrar un piso común. Dos, dejar de ver al otro como un representante del mal. Y tres, en lugar de oponerse y discutir, tomar la decisión de escuchar. Habla de recomponer un diálogo respetuoso entre dos buenas personas que disienten. No es forzoso pelear si el disenso sucede sobre un piso común. 

Nadie quiere la guerra ni la desdicha ni la injusticia, ahí está el piso común que nos puede permitir recuperar esos amores que hemos perdido. Eso que sabemos que nos une, el volver a mirarnos con ojos de amigos para reencontrar a aquella persona con la que tanto tiempo estuvimos bien y, fundamentalmente, escuchar de verdad y aceptar nuestras diferencias. Son modos de construir puentes que nos acerquen. No es fácil pero tampoco imposible.

Vivimos este alejamiento de quienes amábamos y con quienes nos sentíamos bien como una dolorosa fractura, un desgarro emocional.  Añoro volver a sonreír con esos amores de mi vida que tanto me faltan, recuperar el placer del abrazo franco y transparente disfrutando de una puesta de sol pacífica, amorosa y relajada porque, aunque pensamos diferente, seguimos siendo quienes siempre fuimos el uno para el otro. 

Publicado en Clarin


Papás, un nuevo modelo

Se viene el día del padre y voy a hablar de los papás, de los de antes y de los de ahora. Los que somos más grandes tenemos el modelo del papá proveedor, el que salía a trabajar, llegaba cansado a casa mientras su señora le tenía la comida lista. La pobre había tenido que lidiar todo el día con la casa, con los chicos y si no había plata suficiente, inventando maneras de que no faltara nada. El papá no siempre llegaba de buen humor o con paciencia. Claro, venía cansado. La mamá, también cansada, lo esperaba con ganas de contarle lo que había pasado, hablar con un adulto y sentirse menos sola. Pero el papá no venía con ganas de hablar. Es que los papás de antes hablaban poco, no estaban entrenados en contar qué sentían, en pedir ayuda cuando les hacía falta, había que ocultar esos signos de debilidad, de poca hombría.

¡Cómo cambió todo! El feminismo, esta ola imparable que navegamos las mujeres, cambió todo, tanto para las mujeres como para los hombres. Hoy no son pocas las casas en las que el sostén principal viene del trabajo de la mujer. Los más jóvenes, criados en esta nueva cultura, muchos de ellos psicoanalizados, están aprendiendo a hablar, a ponerse en contacto con sus sentimientos y emociones, a preparar la comida, a cambiar pañales, a ir a las reuniones de padres o al pediatra con los chicos. La igualdad, al menos en el aporte de dinero y en las tareas relativas a la familia, se está acercando y todos estamos aprendiendo a movernos en estas nuevas coreografías.

A los hombres les resulta particularmente difícil porque no es el modelo que aprendieron, pero no quieren ser un papá distante que solo trabaja, no quieren perderse la crianza de los hijos, escuché que algunos hasta lamentan no poder amamantar a sus chicos. El nuevo papá está creciendo y a los que somos mas grandes nos sorprende y nos encanta. Al menos a mi me encanta ver a mis hijos disfrutando de ser padres, haciéndolo con placer. Los veo y pienso en mi papá que se lo perdió, que vivió encerrado en el molde del macho viril al que no se le debía escapar ni una lágrima, ni un suspiro, que debía ser fuerte y aguantarse lo que viniera. Los papás de hoy, no todos por cierto, pero cada vez son más, se animan a ser sensibles, a emocionarse, a contarle el cuentito de las buenas noches a sus chicos, a quedarse con ellos cuando la mamá sale con sus amigas. Los papás de hoy tienen la libertad también de salir con sus amigos, al menos una noche en la semana, la familia ya no es el único lugar en el que pueden socializar fuera del trabajo. 

Para estos papás que miran los programas de cocina y aprenden tips y datos que después vuelcan en una rica comida, que sostienen emocionalmente a su esposa y la reemplazan cuando ella no da más, que hasta se ofrecen a hacerlo sin que se lo pidan, a esos papá les digo chapeau y me alegro de que finalmente puedan disfrutar de ese regalo que nos da la vida que es la crianza de los hijos, que tiene momentos pesados, que es cansador, que no siempre es divertido, pero la masa que se amasa con las propias manos se hace propia, los momentos con los chicos, con las tareas de la casa, con todo eso que antes les estaba prohibido, les hace sentir que el reino del hogar también es el suyo. Felicidades para esos papás. Y para los que están aprendiendo estos nuevos pasos, paciencia, buena onda que la proximidad con sus hijos y su casa es una inversión de amor para el futuro.

Las buenas palabras

El viernes pasado hablé de las malas palabras, nunca/siempre, todo/nada y así, ésas que cuando se dicen ponen al otro en guardia y transforman la conversación en un enfrentamiento. Me llamó mi hermano y me sugirió que hablara también de las buenas palabras. Es lo que voy a hacer ahora.

Las buenas palabras son las que te dan la mano, las que te abren una sonrisa, son las llaves que hacen la vida mejor, las que te dicen, aunque no lo digan, “me gusta estar con vos”. y ¡cuánta falta nos hace que nos digan eso, ¿no?! Las conocemos todas y qué poco las usamos. 

Son por favor, gracias, disculpas, buen día, hasta mañana, ¡qué bueno tal cosa!, me gustó mucho tal otra, ¿estás bien?, ¿cómo te fue?, te extraño. Son palabras invitantes, que crean comunidad y la pareja es, o debería ser, una comunidad. Una comunidad de dos en el que cada uno se sienta incluido, aceptado, querido, necesitado. No nace sola, una comunidad se construye diariamente. Se trata de hacer lo mismo que hicimos durante el noviazgo o en los primeros tiempos, eso que nos seducía, nos enamoraba, nos hacía sentir que éramos mirados con cariño, con aceptación. Y muchas veces la convivencia, la rutina, la diaria, el lidiar con el service del lavarropas, con los horarios de los chicos, con el trabajo, nos va quitando aquellos cuidados que teníamos al principio, la cortesía, las buenas maneras y nos achanchamos.

Vivir en pareja se hace difícil cuando dejamos de ser educados y amables y vemos al otro como un mueble más. El otro sigue siendo un otro, quiere ser visto, considerado, aceptado y querido. Igual que nosotros. Mantener las buenas maneras en la mesa, vestirse con cuidado para que nuestra presencia le sea agradable, mostrar interés por su vida o sus emociones, todo eso construye comunidad, construye confianza y da seguridad. Como dije en otra columna, la seguridad de que no hay amenazas de ser echados de la cueva protectora. 

“Por favor, gracias, disculpas, buen día, hasta mañana, ¡qué bueno tal cosa!, me gustó mucho tal otra, ¿estás bien?, ¿cómo te fue?, te extraño” se dicen con gesto amable, informan que uno ve lo que estuvo bien, que uno lo reconoce y eso alienta al otro, le hace sentir bien. Crear comunidad con nuestra pareja, ser un equipo, una sociedad amistosa, nos hace bien a nosotros mismos. 

La pasión dura poco, el fuego se entibia y quedan el rescoldo y las brasas que tenemos que mantener vivas. 

Unirse no es el final de la historia como nos cuentan los cuentos. Unirse es el comienzo de un camino cuya mayor dificultad es dejar de ver al otro como otro y tratarlo como si fuera una parte de nosotros, como si fuera un brazo. A un brazo no le decís gracias ni por favor ni nada. Es tuyo, no hace falta. Pero el otro con el que uno vive no es parte de uno aunque la convivencia a veces nos lo haga creer. Tampoco es un mueble. El otro necesita del gracias y del por favor y de disculpas, buen día, hasta mañana, ¡qué bueno tal cosa!, me gustó mucho tal otra, ¿estás bien?, ¿cómo te fue?, te extraño.

Así como hay que tomar líquido para evitar la peligrosa deshidratación, acordémonos de decir alguna de estas buenas palabras para que la pareja no se seque ni se marchite, que haya la humedad necesaria para revivir y mantenerla fresca y lozana.


Las malas palabras

Columna número 14 de Vivir en pareja columna en Le doy mi palabra conducido por Alfredo Leuco en radio Mitre. 3 de junio de 2022

Hoy voy a hablar de las malas palabras. No te asustes Alfredo, no diré ni caca, ni pis, ni moco ni pedo. Voy a hablar de esas palabras que son tan pero tan malas que tienen la virtud de cerrar la oreja de nuestra pareja, son como llaves al revés, llaves que cierran y que hacen difícil seguir hablando. Vienen en pareja, son siempre/nunca, todo/nada, sano/enfermo, normal/anormal, una contraria a la otra pero cualquiera tiene la capacidad de enardecer. 

Nunca te acordás de mí. Lo que hacés es enfermo. No colaborás en nada. No sos normal. Siempre me estás criticando. Todo lo que vivimos está mal. Ver tan seguido a tu madre es anormal. Lo que yo hago es sano mientras que lo que hacés vos… 

Repito estas malas, malísimas palabras: siempre/nunca, todo/nada, sano/enfermo, normal/anormal.

En medio de una conversación o de una discusión o de un intercambio de ideas para tomar alguna decisión, se nos cuelan estas palabras que enarbolamos enfáticamente, nos apoyamos en ellas como si tuviéramos la verdad revelada que comprueba de manera objetiva e irrefutable lo que creemos y lo que pensamos, lo que es así.

¿Es que hay algo que pasa siempre o que no pasa nunca? ¿No será más cierto decir que pasa muchas veces o que rara vez pasa? Si decimos siempre o nunca es probable que al otro se le ocurra alguna vez en que no haya sido así y ahí la conversación cambia de rumbo y en lugar de hablar de lo que se debería hablar el siempre o nunca son tomados como esa exageración que te descalifica y te deja pagando.

Igual con todo o nada, sano o enfermo, normal o anormal. Todas palabras definitivas, pruebas irrefutables que nos hacen sentir seguros de lo que decimos y con las que , al mismo tiempo, que estamos probando de manera objetiva la incapacidad, la maldad o la incompetencia de nuestro otro. 

Son palabras que cierran la conversación porque lo ponen al otro en el lugar del que siempre hace todo mal. Y ¿a quién le gusta ser puesto en un lugar así? Pensá ¿Qué sentís cuando te ponen en ese lugar? y además cuando decís todo, ¿de verdad es todo? ¿Cuando decís nada, de verdad es nada? Lo mismo con sano/enfermo, siempre/nunca. Ya sé que lo decís para enfatizar, para mostrar cuánto te duele algo, habla tu desesperación o tu enojo, pero las cosas rara vez son tan absolutas. Estuve a punto de decir nunca pero sé que si quiero que me escuches, lo debo decir con más cuidado y en lugar de decir nunca dije rara vez.

 Las malas palabras parecen garantizar autoridad pero embarran tanto la cancha que el otro termina sin escuchar lo que tenías que decir. Las repito para que no las olvides. Deci sin pedir perdón caca, pis, moco y pedo pero borrá de tu vocabulario, en especial cuando conversás con tu pareja, los siempre/nunca, todo/nada, sano/enfermo, normal/anormal. Son palabras que arrinconan, no dejan una salida caballerosa y a veces hasta ofenden. Cambiá de llave, usá una que abra no una que cierre. 

Mamíferos y neandertales.

¿Qué es esa reacción explosiva, ese grito con el que a veces te responden? ¿Qué es ese llanto, esa angustia, ese miedo que a veces te inunda? ¿Que son esas emociones que nos hacen responder así? ¿De dónde vienen? ¿Es odio? ¿Es maldad? ¿Es intolerancia? Puede ser cualquiera de esas cosas pero probablemente lo que las dispara sea la amenaza de exclusión que tiene toda conducta violenta que si tuviera un subtítulo diría: No te aguanto, no te quiero ver más, no te quiero. Lo que es insoportable debido a dos cosas.

Una es que somos mamíferos y la otra que tenemos el mismo sistema nervioso central que los neandertales, los de la época de las cavernas. 

Somos gregarios y sociales como todo mamífero, necesitamos del grupo porque no podemos sobrevivir solos.  

Tenemos la misma estructura cerebral que los neandertales, las mismas hormonas, los mismos conectores neuronales, las mismas respuestas defensivas ante el peligro. 

Para nuestro sistema nervioso seguimos en la cueva protectora y nuestra vida depende del grupo. La cueva nos da reparo, calor y seguridad. La cueva nos asegura que tendremos alimentación suficiente, que estaremos al reparo de las inclemencias del tiempo y de los depredadores, que nuestros hijos llegarán a adultos. No podríamos sobrevivir si nos echaran de la cueva, necesitamos de los demás, no podríamos sobrevivir solos. Necesitamos asegurarnos de que somos aceptados por eso, si nos rechazan, para nuestro cerebro nos echaron de la cueva y quedaremos a la intemperie. 

Hoy la cueva es nuestra familia, nuestro trabajo, nuestros amigos y necesitamos asegurarnos de que seguiremos allí por eso vivimos sedientos de aprobación y reconocimiento.

La crítica, la ira, cualquier ataque, son señales que son amenazas para nuestro cerebro que dispara las reacciones defensivas. El grito, la furia en la mirada, el gesto violento, el golpe, disparan torrentes de adrenalina y de cortisol, la hormona de la angustia, y volvemos a ser neandertales primitivos aterrados ante la idea de ser excluidos y echados de la cueva. Nuestra conducta no es racional sino primaria y emocional, igual que en los comienzos de los tiempos humanos. Si alguien de nuestra cueva, en especial nuestra pareja, nos ataca, es una amenaza de muerte. El destierro era el supremo castigo en la Grecia antigua, peor que la prisión, así, para nuestro cerebro, quedar afuera, ser excluidos, desterrados, echados, nos despierta aquella angustia inscripta en nuestras neuronas. 

Tené presente entonces que cada vez que criticás o atacás, sea con palabras o actitudes, se dispara en el otro esa temida amenaza y responde el mamífero y el neandertal, se defiende, reacciona y contraataca. No lo hace por malo sino porque está aterrado. La amenaza de exclusión derrumba la lógica, un cerebro inundado de adrenalina y cortisol es pura reacción, pura desesperación y ante la amenaza de ser excluidos somos mamífero y neandertales. 

Lo digo para que lo tengamos presente en cada discusión, para que no sea entendida como amenaza de exclusión ni peligro del abandono. No estoy de acuerdo pero seguimos juntos. Así de simple, dando confianza y seguridad de que seguiremos al amparo de la cueva protectora, calentitos y libres de todo mal.

Barriletes y estacas

Uno de los motivos de tantos desencuentros es que esperamos que el otro no sea como es. Después del flash y del incendio de la pasión y el enamoramiento, en la convivencia empezamos a ver al otro con nuevos ojos. Hay cosas que nos molestan, hay conductas que esperamos y que nunca llegan, nos frustramos, nos quejamos, nos enojamos, no nos sentimos queridos. La cosa es bien simple: cada uno es como es. 

Hay gente que nace barrilete y gente que nace estaca. Digo “nace” porque son características que no cambian. 

Los barriletes vienen en diferentes colores, formas y tamaños pero todos aman volar, hacer dibujos en el aire, sentirse libres, sin presiones. Son divertidos, creativos, imaginativos, siempre listos para jugar inventado cosas nuevas. También son inconstantes, impredecibles,  no del todo confiables porque pueden cambiar de opinión muy rápido y pueden olvidarse de compromisos y responsabilidades. Pero son tan lindos.

Los que nacen estacas odian volar, están firmemente clavados en la tierra, derechitos, prolijos y ordenados, son estructurados, excelentes planificadores y observadores. Tienen todo en su lugar, son previsibles y absolutamente confiables. Si una estaca dice que se va a ocupar, se ocupa. Si una estaca dice que tal cosa pasó tal día a tal hora, ponele la firma de que fue así. Claro, son un poco aburridas siempre atentas a mantener todo bajo control.

Barriletes y estacas podrían hacer una buenísima pareja. El barrilete volando libre a su aire mientras su estaca lo mira desde tierra y disfruta de esos dibujos que su barrilete hace en el cielo. La estaca mantiene el fuego encendido, las cosas necesarias a mano lo que tranquiliza al barrilete que cuando se cansa de volar sabe que tiene donde volver y que todo estará donde tiene que estar.

Hay dos secretos. Uno es el piolín que une al barrilete con la estaca, que tiene que tener el largo justo para que el barrilete pueda volar y la estaca no se sienta abandonada. Y el otro es que se vean como complementarios y que no intenten cambiarse. Un barrilete no puede comportarse como una estaca, no se lo pidas, no puede. Una estaca no puede comportarse como un barrilete, no se lo pidas, no puede.

Una familia regida por una pareja de estaca y barrilete tiene lo mejor de los dos mundos siempre y cuando cada uno acepte al otro y pueda ver la maravilla de la compensación en la que viven. Cada uno tiene lo que le falta al otro y si en vez de esperar que cambie nos proponemos dejarnos ser, que el barrilete sea y que la estaca sea, que uno vuele y ponga colores en el cielo y el otro planifique y ordene. Y si sos barrilete mirá con cariño a tu estaca que mantiene todo en su lugar para cuando te canses de volar. Y vos estaca perdonale sus olvidos y distracciones  y disfrutá de su vuelo colorido. Y a los dos, ¡siempre atentos al piolin!

La frontera del humor

El Señorr Carlos Reusser, abogado, Doctorr en derecho y Profesorr en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, tuiteó el pasado 18 de mayo: “Encontré a mi hija con una expresión entre cómica y afligida. Me dijo que había inventado un chiste, pero que no se atrevía a decirlo. Tras mucho tira y afloja, accedió a contármelo: -Un chico judío me pidió mi número. –Le dije que en esta época usábamos nombres.”

La hija del Profesorr Reusser tiene las cosas más claras que su padrre. Una vez que se le ocurrió el dudoso chiste, se lo comunicó “entre cómica y afligida” y agregó, con bastante sensatez, que no se atrevía a decirlo. No se atrevía porque sabía que había algo allí que no estaba bien. Lo hizo luego de la insistencia de su padre que, sin dudas ni miramiento alguno, lo publicó en un tuit.

Son dos los protagonistas de este hecho. La hija y el padrre.

La hija, cuya edad desconocemos, obviamente sabe qué fue el Holocausto, "judío" y "nombre" en lugar de número son menciones harto elocuentes. Me llama la atención sin embargo que la respuesta del chiste sea en primera persona, como si quien respondiera fuera también judío, con lo cual no sería ella misma, pero tal vez el padrre no lo transcribió fielmente. Lo cierto es que la hija no debe haber sido como quien me contó hace mucho que un compañero en la primaria le había preguntado “¿Sabés por qué los alemanes entierran a los judíos con el culo para afuera?” y que la respuesta “para estacionar sus bicicletas” no la había entendido, no veía cuál era el chiste porque no sabía nada sobre el Holocausto ni sobre judíos, que recién advirtió años más tarde su mal gusto y la enormidad que implicaba. La hija sabía que la comicidad de su invención era más que dudosa.

Pero el padrre, el padrre es otra cosa. Doctorr en Derecho el hombrre. Profesorr el hombrre. Padrre de familia el hombrre. ¡Mamita querida! Y tuiteó el mal chiste de su hija así, suelto de cuerpo, sin contexto ni consideración ni reflexión que indicara su posición al respecto. ¿Qué enseñará este hombrre en sus clases? ¿Qué rama o aspecto del derecho lo tendrá como doctorr? ¿Será como tantos Profesorres enseñoreados en la década del treinta en Alemania que disfrutaron de los puestos dejados vacantes por los judíos echados de sus cátedras?

Además de su dudosa ideología se muestra ignorante del mundo cibernético. Tuitear algo es hacerlo público y hacerlo de este modo, sin prólogo ni comentario es decir “estoy de acuerdo” y “qué ingeniosa es mi hija”. con lo cual establece de algún modo su posición respecto del tema, posición que no parece temer haber hecho pública ni anticipar que pueda traerle algún problema en su ejercicio profesional o catedrático. Además, ¿habrá sabido su hija que su padrre lo haría público? ¿Le habrá dado permiso? ¿El Profesorr se lo habrá pedido?

Hacer chistes sobre jabones y cremaciones, sobre duchas que emanan veneno, sobre narices que denuncian pecados, son de mal gusto, ofensivos y no tienen gracia alguna. Al menos para quien entienda lo que subyace, la denigración, el antisemitismo y la demonización de los judíos. El chiste le da un tinte de trivialización, hasta viste de aceptación el horror de lo sucedido, le confiere una pátina de legitimidad. Y ése es su verdadero horror.

Podría argumentarse que los chistes se valen en gran medida del prejuicio y de la incorrección política y que sus límites no siempre son nítidos. Es cierto. Pero hay espacios que siguen estando vedados para el humor porque tocan tanto dolor, tanta iniquidad, tanta vergüenza que resultan indigeribles e intolerables. El maltrato y abuso infantil, las violaciones, el abandono de los viejos, el hambre, la trata de personas, los asesinatos tanto individuales como en contextos genocidas no son solubles ni pueden ser aligerados en modo alguno. Duelen demasiado. Imposible reírse de esas cosas. Imposible para mí. Pareciera que no lo es para otros.