Amigos que dejaron de hablarse, familiares que dejaron de reunirse, conocidos que dejaron de interactuar, a muchos de nosotros nos está pasando lo mismo. Unos y otros nos acusamos de obcecación y estupidez, de falta de ética y de dignidad, de ignorancia y ceguera. Para uno el otro es derechoso. Para el otro el uno es populista. Unos y otros se dicen ¿cómo es posible que piense así? Y llueven las imprecaciones y los insultos de uno y otro lado y esgrimimos argumentaciones que lejos de ser puentes no hunden más y más en el barro de la incomprensión.
Perdí el contacto fácil y confiado con varias personas queridas que hoy me ven como enemiga. No encuentro la manera de lograr que el amor que nos unía siga fluyendo. Vivimos en una constante irritación atravesados por posiciones en las que nos atrincheramos un poco por convicción y otro poco por autodefensa. Leemos y escuchamos a los que confirman lo que pensamos, nos juntamos con los que dicen lo mismo que nosotros y no podemos evitar ver al otro como la cara del mal.
Sé que la gran mayoría, de uno y otro lado, quiere que las cosas vayan bien, que el país renazca, que desaparezcan la pobreza, la inflación y el desánimo. También sé que hay los que, de uno y otro lado, estimulan las reacciones hostiles, son intolerantes y viven las diferencias como una guerra.
Mis padres sobrevivieron al nazismo en aquella Polonia regada con sangre judía. Sé que esto no es igual, que nadie quiere matar a nadie, pero la enemistad reinante nos hace vivir el constante peligro de estar caminando sobre terreno minado, midiendo nuestras palabras, mirando a uno y otro lado atentos al desprecio, a la descalificación y al ataque.
Hago mías las ideas de Guadalupe Nogués, autora de “Pensar con otros”, cuando señala que conversar con los que piensan igual conduce a extremar y homogeneizar nuestras ideas, que cuando nuestra posición se vuelve parte de nuestra identidad, cualquier oposición nos resulta insoportable y no hay argumentación que la modifique porque atenta contra nuestra persona no contra nuestras ideas. Se confunde opinar algo con ser algo. Los únicos caminos que parecemos tomar, la pelea o el silencio, conducen al distanciamiento y al desgarro. Nogués propone tres pasos para construir un puente que achique la distancia. Uno, encontrar un piso común. Dos, dejar de ver al otro como un representante del mal. Y tres, en lugar de oponerse y discutir, tomar la decisión de escuchar. Habla de recomponer un diálogo respetuoso entre dos buenas personas que disienten. No es forzoso pelear si el disenso sucede sobre un piso común.
Nadie quiere la guerra ni la desdicha ni la injusticia, ahí está el piso común que nos puede permitir recuperar esos amores que hemos perdido. Eso que sabemos que nos une, el volver a mirarnos con ojos de amigos para reencontrar a aquella persona con la que tanto tiempo estuvimos bien y, fundamentalmente, escuchar de verdad y aceptar nuestras diferencias. Son modos de construir puentes que nos acerquen. No es fácil pero tampoco imposible.
Vivimos este alejamiento de quienes amábamos y con quienes nos sentíamos bien como una dolorosa fractura, un desgarro emocional. Añoro volver a sonreír con esos amores de mi vida que tanto me faltan, recuperar el placer del abrazo franco y transparente disfrutando de una puesta de sol pacífica, amorosa y relajada porque, aunque pensamos diferente, seguimos siendo quienes siempre fuimos el uno para el otro.
Publicado en Clarin