acusaciones

No me lo hace a mí

No somos el centro del mundo. El mundo puede funcionar lo más bien sin nosotros. ¿Es que acaso somos el centro de algo? De nuestros hijos cuando son chicos tal vez. Pero, ¿somos el centro del mundo de nuestra pareja? Por ahí al principio, cuando nos enamoramos y nos mirábamos los ojos en los ojos, pero después de vivir juntos un tiempo nos fue necesario mirar otras cosas. No somos el centro de su mundo. La consecuencia es que “no me lo hace a mí”.

“¡Claro que me lo hace a mí! Todo lo que hace me lo hace a mí. Me grita en lugar de hablar. Se queda en silencio en lugar de decir qué le pasa. No me presta atención en lugar de mirarme. Se duerme en lugar de quedarse conmigo. No le importa lo que me pasa en lugar de tenerme presente. Se lo pasa armando programas para salir en lugar de tener ganas de que nos quedemos tranquilos en casa. O su egoísmo es fatal, no quiere salir, no le importa que yo lo necesite. Todo me lo hace a mí”. 

Porque creo que soy el centro de su mundo, o casi todo su mundo, todo lo que hace me lo hace a mí.

Es cierto que lo que haga o no haga me afecta y a veces me hiere, pero eso no quiere decir que me lo haga a mí a propósito, que quiera lastimarme.

Si se enferma y tiene fiebre ¿también me lo hace a mí? Si tiene problemas económicos y le cubre la irritación ¿también me lo hace a mí? Si tiene que atender a sus padres ancianos ¿también me lo hace a mí? Nada de eso, obviamente, me está dirigido a mi. Son cosas que pasan, afuera de la pareja. Repercuten en la pareja, claro que sí, pero no me lo hace a mí. 

Son cosas que pasan, que uno no elige. Uno no elige su infancia ni como fue educado, uno no elige sus características personales ni sus padres ni su signo del zodíaco. 

Aunque creamos que somos animales racionales, actuamos según nuestra emoción y la mayoría de las cosas las hacemos como nos salen, sin querer, no a propósito ni destinadas a nadie en particular. 

Quien llora ante la  frustración no llora para hacerle sentir mal al otro, es su forma de descargar lo que siente. Quien se irrita cuando no comprende algo o cuando la presión le abruma, se irrita porque no sabe responder de otra manera, es lo que le sale naturalmente, no se lo está haciendo a nadie. Está quien se encierra en el silencio o en la tristeza, está quien necesita descargarse con un grito o un portazo, está quien necesita hablar y está quien huye cuando se siente mal. 

Esto no quiere decir que nos guste lo que haga ese otro cuando hace algo que nos molesta, pero es muy diferente cuando lo recibimos como que es independiente de nosotros, cuando no me lo hace a mí. Su fiebre no me la hace a mi. Su grito no me lo hace a mí. Su silencio no me lo hace a mi. Pensado así no nos sentiremos atacados, nos protege de eso y evita que respondamos contraatacando. 

Porque si contraataco entonces sí me lo va a hacer a mi. 

Si pienso y siento “no me lo hace a mi” no le pongo el pecho a las balas, me hago a un costado, no empollo ni dejo crecer la bronca, no agiganto la avalancha ni me pongo los guantes de box. 

Así que ya sabés, cuando tu pareja haga algo que te moleste, respirá hondo, contá hasta diez, y decite por lo bajo “no me lo hace a mi”, vas a ver cómo lo que pintaba pelea se deshace como ese terrón de azúcar derretido en el café y lo amargo se vuelve un poco más dulce. 

La culpa la tiene el otro

En las consultas que recibo, cada miembro de la pareja me pide que cambie al otro. ¿Por qué? Porque la culpa de lo que pasa siempre la tiene el otro. 

¡Que si habla, que si calla, que si se ríe mucho, que si no se ríe nunca, que si le gusta salir, que si solo quiere estar en casa…!

Hace todo mal.

Tiene toda la culpa porque nosotros hacemos todo bien, somos los normales y sanos, los que siempre damos mientras que el otro que nos pone obstáculos, nos discute, no nos deja construir ese mundo perfecto que solo nosotros sabemos cómo es. Hacemos todo bien y si algo llega a salir mal, no es culpa nuestra sino de ese otro egoísta y malévolo que insiste en hacer las cosas a manera, equivocada por supuesto. 

Y si me creo que es el otro el que hace todo mal, me enojo, pongo mala cara, me quejo y acuso. Y eso es el principio,  porque al otro le pasa igual, también cree que la culpa la tenemos nosotros, que hace todo bien pero nosotros nos empeñamos en hacer lo que se nos canta, en no le hacerle caso, encaprichados en seguir haciendo lo que evidentemente, para el otro, hacemos mal. Y se enoja, nos mira con mala cara y nos acusa de ser los culpables. O sea, piensa igual que nosotros, cada uno creyéndose inocente y viendo al otro como el culpable de todo lo que está mal. 

Obviamente ambos somos los responsables y ponemos en la olla de la desdicha nuestra cuota de expectativas imposibles y de desilusión. Pasa porque nos olvidamos de que cada uno es como es. Y, agrego yo por si no lo habían pensado,  que la gente no cambia. Uno es como es desde el primer día hasta el último. El movedizo lo será toda su vida, el silencioso y el charlatán, el distraído y solitario, el enojón y el sociable, siempre seremos así. Y cada uno ve como egoísta al otro porque insiste en seguir siendo como es, como si el ser como es y no como queremos que sea,  implica que no le importamos y que no nos quiere. 

Uno es como es y cree que su manera de ser es la única y la normal. Pero, somos diferentes, el otro es como es y también cree que la suya es la única y normal manera de ser.Y cada uno espera que suceda el milagro. que el otro deje de resistirse a nuestros deseos y sea como “tiene que ser” que es como queremos nosotros que sea. 

Y no. No sucederá. Dejémos de esperarlo. 

El otro tiene otro cuerpo,  otra historia, otra forma de ser, otras capacidades y necesidades. ¿Dónde quedó lo que nos enamoró, lo que te hacía bien? 

Tu otro no es perfecto. Y te digo un secreto: Tampoco vos lo sos. En un mundo de imperfectos, todos tan sedientos de felicidad, esperar lo imposible solo logra irritarte y enojarte porque lo imposible no sucederá. Esperando lo imposible dejas de ver lo posible, lo que está, lo que siempre estuvo pero que dejaste de ver por eso por esperar lo imposible. Tenés dos ojos. En lugar de mirar con el ojo de ver lo que no está, elegí mirar con el ojo bueno porque quizás lo que te enamoró un día sigue ahí. De vos depende encontrarlo. 

No soy yo, sos vos.

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Todos “sabemos” que en la pareja, la culpa siempre la tiene el otro

¿La culpa de qué? Pues de nuestra infelicidad, del descenso de nuestra autoestima, de nuestra frustración porque nuestras necesidades no son satisfechas, de la falta de erotismo, en resumen, de todo y de cualquier cosa que nos haga sufrir. Nunca pensamos que tal vez sea una consecuencia de alguna conducta o característica propia que aleja al otro o que no le invita a acercarse y darnos eso que nos hace falta. No solo no pensamos eso sino que además estamos convencidos de que no hace eso que no hace porque no quiere, que si quisiera lo haría y santas pascuas. Pero en su maligna inmersión profunda y perversa en contra de uno, no quiere darnos eso que SABE que necesitamos, que nos hace bien. Porque estamos convencidos de que lo sabe y que no quiere. Como decíamos cuando éramos chicos (al menos así se decía cuando yo era chica) lo hace “al propósito”.

A la hora de la frustración no se nos pasa por la cabeza que pueda tratarse, simplemente, de que el otro sea como es, que no sepa o no pueda o no se anime o no advierta que estamos necesitando algo, que no lo haga por hacernos daño sino porque es lo que le sale naturalmente. Como decíamos de chicos, “sin querer”.

Oigo lo que tal vez me quiera decir quien lea esto: “A mi también hay cosas que no me salen naturalmente pero las hago porque sé que le gustan o lo necesita ¿por qué tengo que esforzarme solo yo, por qué no le sale alguna vez hacer algo que yo necesito?”.

Seguramente ese otro que tanto te priva está haciendo las cosas que a su juicio y según sus posibilidades son las que cree que necesitás. Eso si se lo preguntáramos, claro. Ante el reclamo puede decir que es injusto porque no siente que nada de lo que haga sea valorado ni apreciado, que solo recibe quejas y acusaciones como si fuera el malo de la película, que no espera agradecimiento pero algún reconocimiento alguna vez. 

Ambos se sienten no vistos por el otro o solo vistos en sus faltas y vuelve a generarse la espiral de demanda, acusación, frustración y enojo.

Por eso, antes de caer en las arenas movedizas de la ira en las que cuanto más uno patalea más se hunde y se aleja de la orilla firme y salvadora te invito a que dejes el lugar habitual de la confrontación salgas a dar una vuelta y tomes aire y te preguntes, sin la presencia de ese otro que ves tan malvado, si puede forzarse a alguien a no ser quién es.

En casi todas las consultas que recibo, cada uno viene con la agenda secreta de que cambie al otro. Que consiga, entre otras cosas y por arte de magia 

… que hable más / que hable menos / que adivine mis necesidades / que deje de indicarme siempre lo que hay que hacer / que no se duerma mirando la tele / que se despierte más temprano o que duerma hasta más tarde / que regenere el erotismo perdido / que quiera sexo todo el tiempo / que programe salidas todo el tiempo / que no quiera salir tanto / que inmiscuya a familiares o amigos en decisiones y/o desacuerdos / que no quiera salir con amigos /  que solo quiera salir con amigos / que derroche el dinero o que lo racione con avaricia ...

Cada uno espera recibir lo que necesita y culpa al otro de maldad si no lo da. Nadie advierte qué de su conducta puede haber conducido a que el otro no responda satisfactoriamente. Incluso las más de las veces no lo hemos pedido, esperamos que suceda mágicamente y cuando no pasa, nos quejamos, reclamamos, acusamos. Parecemos creer que somos claros, que nos lo merecemos, que no hace falta pedirlo porque “el otro SABE”. ¿Sabe? ¿de verdad creés que sabe? ¿alguna vez se lo pediste directa, clara y amablemente o te lo pasás esperando que lea tu mente, que te adivine? Por otra parte ¿tenés la seguridad de saber qué es lo que tu otro espera y necesita de vos? El juego de jugar a las adivinanzas es una puerta abierta a la frustración, el enojo y la desdicha. Solemos ser muy torpes en nuestras interacciones con los que más queremos y como estamos tan cerca nos construimos la ilusión de una comunión en la que no hace falta explicar ni pedir. 

Además de la elemental conducta de pedir, también conviene considerar las características propias y las del otro, los estilos y cualidades innatos que no dependen de la voluntad,  que hacen que uno sea quien es y que sea igual a sí mismo siempre. En suma, que “no me lo hace a mí”. Las más de las veces, eso que te hace daño no fue hecho a propósito de dañarte sino probablemente es lo mejor que pudo hacer dado quien es, el momento y las circunstancias. 

La pretensión de cambiar al otro es imposible. Cada uno es como es y es muy poco lo que se puede modificar de esas características personales. Pero a veces ese poquito puede hacer un mundo de diferencia. En este caso la invitación a pensar en las propias pretensiones y en cuánto se compatibilizan con las posibilidades reales del otro, cuánto de nuestra frustración estriba en que no sabemos pedir o en que no respetamos quien es el otro y le estamos pidiendo peras al olmo. 

El olmo no da peras, no por su innata maldad o porque no quiere sino porque no puede. El olmo da un fruto que se llama sámara, es un fruto seco con alas que favorece la dispersión de las semillas. No sé si la palabra samaritano tiene origen en este fruto, pero sé que quiere decir humanitario, benévolo. El olmo no da peras pero dá un fruto benévolo. ¿Cuántas frutos como éste de tu otro estás dejando de ver? ¿Se podrán hacer sámaras al borgoña como las peras o habrá que encontrar e inventar recetas para hacer las sámaras? ¿cuántos frutos alados de tu otro, cuántas de sus semillas fértiles y prometedoras te son invisibles porque solo esperás peras? Y encima seguro que a tu otro le pasa lo mismo, también espera solo peras de vos y tampoco alcanza a ver las buenas semillas que dispersan tus alas y que siembran la tierra con promesas que pueden florecer y dar alegría.

Publicado en LN el 14 de agosto de 2019

Caty, encontró algo de paz

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Caty no podía consigo. Todo le afectaba de manera mayúscula. Sus hijos saliendo de la adolescencia, sus alumnos de francés, su marido compañero y cariñoso, incluso sus padres y un grupo de amigos fieles, con todos esos tesoros no se sentía feliz. Sin serios problemas de salud ni premuras económicas, todo estaba bien pero la cubría constantemente una nube oscura que, a veces, hasta la hacía difícil respirar.

Luego de años de terapias de diferentes colores, tenía  colgadas en el living varias cabezas de terapeutas que no habían logrado aliviar ese eterno zumbido emocional agotador.

Era selectiva y perfeccionista,  muy “picky” como se dice en inglés.

Con sus emociones siempre a flor de piel todo le afectaba mucho. Cuando algo la hacía feliz, no había persona más feliz. Y cuando algo le dolía, no había en el mundo dolor más grande sufrido por nadie. Porosa a los demás, su fina empatía la hacía receptora ideal de confidencias. Pero la otra cara de esa misma delicada percepción de gestos y miradas, alusiones y climas, determinaba que bastara poco para que alguien le resultara molesto o incómodo.

Por su finísima sensibilidad para olores y sabores, paladeaba los vinos mejor que un sommelier cinco estrellas y combinaba los ingredientes en sus platos mejor que un chef egresado de Le Cordon Bleu de París. Cuando invitaba a su casa, su mesa era un dechado de buen gusto y distinción. Conocía tan bien a sus familiares y amigos que cada uno recibía aquello que más le gustaba, preparado de manera exquisita, amorosa y delicada.

Tan extrema sensibilidad se le volvía en contra con algunos sabores. Aborrecía el dulce de leche, las nueces, las berenjenas y el pepino, el ajo y el hinojo, el tomate cocido y la zanahoria cruda, la remolacha y la lechuga, los fritos no aparecían en su menú y las carnes, tanto las rojas como las blancas, debían estar en su punto justo, ni demasiado secas ni demasiado jugosas. No tomaba leche ni mate y la única bebida que toleraba era la limonada aderezada con una hojita de menta.

Le irritaban las aglomeraciones y la algarabía, las fiestas concurridas, las colas, los medios de transporte públicos, las esperas. Ir de compras era una tortura porque se probaba decenas de cosas y siempre encontraba “eso” que no estaba bien. Demasiado verde o poco azul. Muy apretado o demasiado suelto. Tan a la moda que parecía oveja masificada o tan demodé que se veía vieja antigualla.

Caty, inteligente y generosa, no era fácil. Su marido decía que era de alto mantenimiento. No le gustaba que la vieran quisquillosa, susceptible, exagerada o, como se dice hoy, intensa, pero no podía remediar ser como era. Habría dado todo y mucho más por ser fácil, llevadera, por no estar tan atenta a que si las cosas eran así o asá, por no tomarse todo tan personal y tan a pecho. Cuando ya no se aguantaba ser como Mafalda a la que le dolía el mundo, se recluía huyendo de sí misma y de la mirada acusadora de los demás.

Todo cambió cuando leyó sobre los PAS, las “Personas Altamente Sensibles” cuya condición sensorial y emocional está exacerbada de un modo extremo. Dejó de verse como caprichosa, demandante o egoísta puesto que los PAS nacen PAS, no lo eligen ni lo pueden cambiar. Aunque no tenga fundamento científico, para Caty fue un alivio emocional pensarse como parte de ese colectivo imaginario. Pensó “se non è vero è ben trovato” porque le sirvió para dejar de pelearse y decidirse a convivir consigo misma, hasta para tomarse en poco en broma y encontrar algo de paz.

publicado 3 de noviembre 2018, La Nación suplemento Sábado