Otras cosas

¿Por qué voy al templo?

“Mañana voy a ir al templo, a izkor” (1) dije como al pasar. Mi querido amigo Luis, abrió grandes los ojos, levantó la ceja derecha y emitió un “bueh….” despectivo. Me lastimó. 

No dijimos nada. No hacía falta. 

Entendí su gesto de sorpresa y desilusión como el haber descubierto un aspecto que contradecía, según sus ideas, lo que creía que yo era. ¿Yo, la racional, la alejada de las prácticas religiosas, la apegada a los datos científicos ¡yendo a un templo!?

Mi mamá, hija de un talmudista, añoraba el respeto a las festividades judías que había vivido en su infancia. Mi papá, por el contrario, receloso del establishment religioso, sin ser comunista creía que la religión era el opio de los pueblos. Parte del pacto de convivencia entre ellos era el alejamiento de toda práctica religiosa en casa. Sólo se alteraba entre Rosh Hashaná y Iom Kipur. Unos días antes mamá mandaba imprimir los shone toives (2) que enviaba a toda su gente. El día de Iom Kipur no comía. La noche anterior encendía una vela que duraba muchas horas “para recordar a los muertos” decía. En la tarde se vestía muy elegante y salía, seria y silenciosa, rumbo al templo, “a rezar por los muertos” respondía a mi mirada interrogativa. Desde su muerte, empecé a ir al templo ese día, a rezar por ella. O, al menos, así fue las primeras veces porque a medida que me iba familiarizando con las plegarias, los rituales, comencé a ver, y fundamentalmente a sentir, otras cosas. Hay algo hondamente conmovedor en esa congregación que sostiene un libro en la mano para seguir las plegarias, que escucha las prédicas y entona las mismas canciones. No sé bien qué es. Entro, saludo a éste y a aquél, me abrazo con este otro, busco un lugar libre, me siento, tomo el majzor (3) en mis manos, pregunto por qué página van, lo abro, busco el párrafo, lo leo rápido para entender y poder seguir luego la transliteración del hebreo. O, al menos, creo que lo entiendo. Nunca se sabe. Ya no me acuerdo de mi mamá. Volverá a tenerla cerca cuando llegue el momento del izkor, pero antes de eso y después es otra cosa. 

¿Qué es esa hermanación misteriosa que genera el ritual compartido? ¿Cómo es que ese silencio me abraza y me recibe con tal calidez y comodidad? Por momentos me conmuevo hasta las lágrimas y no me contengo, total, nadie me mira, ni tampoco me pregunto qué estoy haciendo allí, qué me pasa, por qué me pasa lo que me pasa. Me dejo ir y todo mi cuerpo se ablanda, bajan los hombros, se aflojan las manos, se entreabre la boca y soy solo aire que entra y sale. Y me siento bien. 

Casi todo lo que se dice en las plegarias y en las reflexiones empieza con el “baruj atá adonai eloheinu melej haolam” (4). Escucho la frase centenares de veces en esa tarde. ¿Por qué repetirlo una y otra vez? ¿Por qué esta insistencia de gota de agua que cae y cae y no deja de caer? Como una letanía, como un mantra, como una melodía que por conocida nos acuna y ahí estoy, la atea, la descreída, la escéptica, no solo sentadita en el templo con el libro de plegarias en la mano sino repitiendo el baruj atá adonai eloheinu melej haolam toda vez que el coro a mi alrededor me invita a decirlo y siento que soy una multitud. ¿Qué estoy diciendo? ¡¿que creo en Dios?! ¿Yo que miro las trascendencias espirituales y astrales como fantasías imaginarias que vienen en socorro de esa necesidad humana de sabernos parte de algo más allá de nosotros y que nos pretenden explicar los misterios de la vida? 

“Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, de lo que indica tu pobre filosofía” dice Hamlet (5) y apareció en mi vida, viniendo en mi socorro, mi querida y admirada amiga Diana Sperling. Comencé a asistir a sus clases sobre Torá para darle algún sentido a eso que me estaba pasando. Y lo encontré. Su particular lectura me permitió conciliar ambos mundos, el de la racionalidad y el que me parecía irracional, opiante, falso. Con enorme sorpresa y placer, aprendí que, para ella, la Torá no es un texto religioso sino un texto legal. Un texto con una larga historia en su escritura y que se ocupa de legislar lo que posibilita la convivencia humana. Las historias, lejos de la literalidad con la que se suelen leer, no pretenden ser descripciones de lo efectivamente sucedido sino que son puestas en escena literarias que muestran lo humano que debe ser ajustado para que podamos vivir en paz. La fragilidad, la vulnerabilidad, las grandezas y las flaquezas, las emociones y los prejuicios, los amores y los odios, las envidias y los celos, el orden y los cuidados, los padres y los hijos, la continuidad de las generaciones, la vida y la muerte, en fin, todo lo que nos une como especie y que debemos aprender a regular. En todo ese concierto de relatos y personajes, la figura de Dios (HaShem, Adonai, el tetragrama YHVH y otras denominaciones) es La Ley, así, con mayúsculas. La Ley a la que debemos someternos todos por igual para poder vivir con reglas y pactos claro, no hacer daño, llegar a viejos y morir en paz. 

Shemá Israel Adonai eloheinu, Adonai ejad” (6) es otra frase que se dice una y otra vez en el templo en la tarde de Iom Kipur. Siempre creí que era una declaración de la fe monoteísta pero ahora, con esta lectura que me regala Diana S. y de la que me apropio, es una declaración de respeto a La Ley: ¡Escucha ser humano, La Ley es única, La Ley es una sola! Sentada en el templo en Iom Kipur reviso mis culpas y me propongo hacer todo lo que hay que hacer para enmendarlas. 

Sentada en el templo en Iom Kipur me dejo tocar por las sombras de quienes me acompañan, me sumerjo en el silencio ritual y repito cuando puedo algunas palabras. Digo, ahora con conciencia y determinación, que La Ley de la convivencia humana es una sola y que para honrarla debo bajar la cabeza y someterme a ella. Ley que es mucho más que los supuestos diez mandamientos conocidos y que están bajo su paraguas.

No es oscurantismo ni delirio. No es irracionalidad ni esoterismo. No lo es, al menos para mí. No iría si lo fuera. Tampoco es solo mi mamá, mi papá, mi hermanito perdido, mis queridos amigos que ya no están, los asesinados en la Shoá y en otros hechos genocidas, tampoco es solo eso. Es mucho más grande y me gusta estar ahí, en medio de eso más grande, esa especie de coro desafinado cantando al unísono de gente que, sabiéndolo o  no, también dice que vivimos bajo el imperio de La Ley y que es nuestro deber y nuestra obligación aceptarlo, rendirle homenaje y cumplirlo.

Por eso voy al templo en izkor.

Por eso.

(1) Plegaria de recordación

(2) Tarjetas de felicitación por el año nuevo judío.

(3) Libro de plegarias y reflexiones para los días de Rosh Hashaná y Iom Kipur en hebreo (con trasliteración) y en castellano

 (4) Bendito seas nuestro Señor el único rey del universo.

 (5) Shakespeare, Acto 1 escena 5

 (6) Escucha Pueblo, el Señor es único, el Señor es uno.

Las culpas y el perdón*

Imagen generada en Wall-E

Recuerdo con espanto el día en que mi hijo mayor, recién casado me llamó diciendo: “ma, me hicieron una biopsia, tengo un  melanoma maligno, en tres días me operan”. 

¡Melanoma! para mí era sinónimo de muerte. Mi hijo de poco más de 20 años se iba a morir. Y la culpa era mía. Era la madre y las madres somos las culpables de todo. O así se decía en el siglo pasado. El autismo era consecuencia de una madre distante. La homosexualidad se debía a que la madre había excluido al padre. La esquizofrenia, el asma, todo lo que no se sabía de dónde venía era psicosomático y, por supuesto, culpa de la madre.  

El melanoma de mi hijo fue extirpado hace más de 30 años y está muy bien. Pero en aquel momento yo creía que estaba a punto de quedar huérfana de mi hijo mayor (¿cómo llamar al estado en que queda un progenitor cuando muere un hijo? no existe la palabra… algunos proponen el término huérfilo pero la RAE no lo aprobó todavía). Atormentada por la culpa, me exigí recordar todo lo que yo le había hecho a lo largo de su vida y escribir una lista con cada uno de los episodios que me avergonzaban, cuando lo había retado, cuando estaba irritada y le había hablado mal, cuando había olvidado algo suyo, cuando dejé de considerar sus preferencias, cuando lo castigué por alguna insignificancia un día en que estaba cansada y con la mecha corta, en fin, todo lo que recordaba, tanto lo que me parecía grande como también chico. Todo. 

No existía ni el whatsapp ni el email, recién empezaban las computadoras, no me animaba a hacerlo por teléfono  así que lo mandé por fax con un prólogo en el que le pedía comentarios sobre cada una de las cosas de las que me acusaba para poder pedirle perdón. Esa noche me llamó por teléfono y me preguntó si estaba psicótica, si me estaba pasando algo, dijo que leyó la larga lista y que no entendía nada, que no se acordaba de nada de lo que yo decía, que parecía que le estaba hablando de otra persona o de otra realidad. Mi sorpresa fue mayúscula. Todos esos años me había estado acusando de cosas que para él no habían existido o que no había registrado de modo tan pesado como lo había hecho yo. 

Pero la sorpresa continuó porque a renglón seguido me preguntó si yo quería saber de qué cosas él me había acusado toda la vida. ¡Claro! le respondí y me dijo que iba a hacer su propia lista y que cuando estuviera me la mandaría, también vía fax. Unos días después llegó. Y fue un flash. Todo lo que él recordaba que yo le había hecho no tenía ningún resabio en mi memoria, no me acordaba de a b s o l u t a m e n t e nada. ¿Cuándo fue que lo reté y lo humillé ante un amigo porque comía papas fritas directamente del paquete? ¿Cuándo fue que hablé con su maestra porque lo había retado injustamente y él se sintió avergonzado? ¿Cuándo había pasado todo lo que para él había sido importante y que no había dejado ninguna huella en mi?

Tuve que pensar en la culpa de otra manera, porque parecían haber dos culpas diferentes, una imaginaria y otra real. El daño hecho por la culpa imaginaria es también imaginario, uno se acusa de cosas que no fueron registradas del mismo modo por el otro. Nos torturamos por cosas que creemos haber hecho pero que el otro no recibió de la misma manera. 

Con la culpa real, la que es producto de un daño que lastimó al otro, aprendí a distinguir la que se hizo sin querer de la hecha a propósito. 

El daño real y la culpa real consecuente afecta a ambas personas. Pero el daño imaginario solo afecta a uno mismo, y nos auto acusamos y mortificamos con la idea de haber herido a alguien. Esa culpa tiñe la relación de prevenciones, nos pone en alerta ante cualquier reacción o respuesta del otro y leemos cualquier cosa como una evidencia del mal que le hemos hecho. Como con el melanoma de mi hijo que yo creía y temía haber producido. 

El daño real sigue otro camino porque afecta al otro. No es solo la narrativa que nos decimos. Efectivamente hicimos algo que le dañó. 

Sin embargo no es lo mismo si fue sin querer que si fue queriendo. El daño sin querer sucede cuando nos dejamos llevar por algún torrente emocional que nos impidió evaluar bien lo que hacíamos o decíamos. También dañamos sin querer cuando no prestamos la debida atención al otro, a quién es, en qué está o qué cosas podrían hacerle daño, herimos sin querer cuando presos de nuestras emociones no consideramos al otro y le largamos algo sin haber evaluado antes si podría hacerle mal. No queremos hacerle mal, no somos culpables de eso, pero sí de no haberlo considerado, ésa es nuestra culpa real.

Cuando el daño que hacemos es a propósito, la culpa es la consecuencia lógica y sin atenuantes y es buena, hace posible la convivencia. Porque solo si nos sentimos culpables podremos enmendar lo hecho y pedir perdón.

¿Qué estamos haciendo hoy acá si no pedir perdón? Un perdón ritualizado, colectivo que nos hace comunidad y que nos enseña a convivir. 

En su libro “Los límites del perdón” Simon Wiesenthal cuenta que  estando en Mauthausen, fue llamado a ir al hospital donde Karl,  un miembro de las SS, muy enfermo, quería que un judío lo perdonara, antes de morir. Wiesenthal le dijo que él no tenía ese derecho, que solo las víctimas podían perdonarlo pero que ya no podían porque las habían asesinado. 

A diferencia de otros pedidos de perdón, el judío que recordamos y honramos hoy acá, no es el simple “perdoname” o la plegaria a Dios. Es un proceso que consta de cinco pasos.  

Uno. Es el más difícil porque se trata de asumir el daño hecho. Sea sin querer o sea a propósito. El efecto en el otro es igual, la herida es la misma, no es un atenuante. Todos los asesinos y perpetradores, tanto el ladrón de celulares como el genocida más atroz, justifican lo que hacen con algún argumento que jamás es “soy malo”, “me gusta herir”, “someter a otro me otorga poder”. Siempre la razón es que obedecí una orden, la sociedad me expulsó, me abandonaron al nacer. Nos resulta muy difícil reconocer y asumir que uno lastimó. No soportamos la idea de sentir que somos malas personas y siempre encontramos una justificación para lo que hacemos, una justificación que nos exculpa. 
Asumir lo hecho es preciso reconocerlo ante la persona dañada. Si fue sin querer, como es la mayor parte de las conductas dañinas que hacemos, está bueno hacérselo saber. “Te lastimé cuando dije o hice tal o cual cosa. No me di cuenta en ese momento pero en cuanto lo vi me sentí muy mal porque no quiero hacerte algo así.” O, si fue a propósito, podría ser “Te lastimé cuando dije o hice tal o cual cosa. El enojo me cubrió de tal manera que solo quería atacarte sin pensar en lo que hacía o decía. Estuve muy mal porque no quiero hacerte una cosa así”. 

Tres. Luego de reconocerlo, empatizar. Expresar el dolor que uno siente al ver el daño que le hizo al otro, el dolor al ver su sufrimiento, el malestar que uno causó. Lo que lo hace tan difícil es asumir que es uno el responsable. Pero es un paso imprescindible, un puente tendido entre uno que hizo el daño y el otro que lo recibió. Recién después de haberlo reconocido, de haberlo dicho y de haber empatizado se puede pedir perdón.

Cuatro. “Se que estuve mal y lo lamento mucho, lejos de mi querer lastimarte, me arrepiento de lo que hice, te pido perdón, te pido que tomes mi arrepentimiento y no me guardes rencor porque aprendí de esto y haré lo posible porque no se vuelva a repetir”. Los judíos hemos aprendido, como bien lo decía Wiesenthal, que el único que nos puede perdonar es la persona a la que hemos dañado. No es a Dios a quien hay que pedirlo, por eso un asesino no tiene perdón porque su víctima ya no le puede perdonar. El asesinato es definitivo e imperdonable. 

Pero eso aún no basta. Lo asumo, lo digo, empatizo y pido perdón. Pero falta el quinto paso.

Cinco. Compensar el daño. Compensarlo de manera concreta, con alguna acción que revele y exprese que mi arrepentimiento es de verdad, que no es una frase hipócrita o acomodaticia que digo para terminar con la cosa, sino que de verdad me arrepiento. La conducta compensatoria es lo que legitima el pedido de perdón, lo que lo hace significativo y le da el peso de la verdad.

Los cinco pasos del perdón son: reconocer el daño, asumir lo hecho, expresarlo a quien hemos dañado, pedirle perdón y compensarlo.

Luego, el perdón ya no está en nuestras manos sino en las del otro que nos lo puede dar o no. Y también tendremos que aprender a vivir con eso. Y, según nos dice la tradición judía, si no nos perdona debemos insistir dos veces más. A la tercera nuestra culpa queda eximida y pasa a los hombros de quien nos niega el perdón.

Aprovecho para decir que, como la vida es una fuente de sorpresas, aprendí que no tenemos garantías ni siquiera sobre nuestros próximos 5 minutos. Ninguno de nosotros sabe cuanto tiempo seguirá vivo o si alguna cosa inesperada torcerá nuestro camino. No lo sabemos. Vivimos como si fuéramos eternos, como si supiéramos a cada paso cuál será el siguiente, pero es una ilusión. Los que han vivido accidentes, muertes, o hechos insospechados saben de a qué me refiero. Por eso, como no tenemos ninguna garantía, no dejemos pasar el momento de pedirle perdón a quienes hayamos dañado, si no lo hacemos hoy tal vez ya no tendremos la oportunidad de hacerlo mañana. Pero además de haber lastimado, queriendo o sin querer, también amamos. Digámoslo hoy mismo, porque no sabemos si mañana nuestro ser amado lo podrá escuchar o si nosotros estaremos vivos para decírselo. 

La vida es ahora. 

No la dejemos escapar. 

Carpe Diem.

Shaná Tová ve Gmar Jatimá Tová.

  • En el día de Iom Kipur, dicho ante la comunidad de Pardés.

PS. Sigue la historia. Mi hijo, luego de leer el texto, dijo no recordar ese intercambio de “acusaciones”. Entré en la duda y me puse a buscar y encontré su texto. No era un fax, sino una carta postal. No era en forma de listado de bullets sino redactado en párrafos. Respondía a una carta mía, tampoco había sido un fax. Lo conté tantas veces que estaba convencida de que era así como lo “recordaba”. Lo bueno es que el contenido de la carta de mi hijo coincide, esto sí, con mi memoria. 26/9/23

Fingir demencia

Tal vez no todos sepan que la frase “fingir demencia” está colonizando el habla popular. Lo anticipó Camila Ramírez en TikTok diciendo que “somos la generación de fingir demencia, el país se está prendiendo fuego y vas a un boliche y está lleno … es un delirio, pero como la plata no alcanza para nada, disfrutemos”. 

La frase se instaló en muchas conversaciones especialmente entre los jóvenes. “¿No te gusta algo? ¡fingí demencia! hacé como que no pasó”. Economistas y politólogos lo aplican a conductas y hechos difíciles de digerir tanto de gobernantes como de oposición. “Fingir demencia” les cabe a todos. 

Hacerse el loco no es nuevo, es un recurso conocido para evadir a la justicia bajo el disfraz  de la inocencia. “Yo no fui”, “no sé”, “no estaba en mis cabales”. Con el permiso de Fontanarrosa, fingir demencia es hacerse el boludo.

Pareciera que pasaron de moda las cancelaciones y el lenguaje inclusivo y hace su entrada triunfal esta apología del “mechu”, de taparse el sol con las manos. 

¿Por qué se instaló? ¿Cuál es el beneficio de fingir demencia? ¿Qué dice de nosotros? Hacer como que no pasa lo que pasa ¿acaso nos protege, nos alienta, nos consuela? 

Ciertamente las cosas no nos están siendo propicias en casi ningún aspecto. Aunque siempre hay quien medra en el caos y sigue de pie, para muchos la realidad está siendo descoyunturante, descalabrante y malsana. El otrora granero del mundo no puede dar de comer y se hipoteca el futuro de los chicos. Nuestra escuela pública, de la que tan orgullosos siempre estuvimos, no consigue que los alumnos entiendan lo que leen. Nuestra excelencia universitaria no impide que el siguiente paso de los egresados sea Ezeiza.  

¿No es loco todo eso? ¿Qué hicimos para terminar así?  ¿Habrá alguna esperanza de que se recupere el sentido y vuelva a reinar la cordura? 

Viendo el contexto, tienen alguna razón los que aconsejan fingir demencia. El piso del país previsible enloqueció y ya no nos sostiene erguidos, bajo nuestros pies hay incertidumbre, confusión, locura. ¿Tal vez mantenerse cuerdo en esta realidad loca solo puede lograrse fingiéndose demente? ¿Eso piensan los jóvenes? Impotentes y descorazonados, parecieran decir que todo está tan mal que es mejor hacer como que no pasa nada y si hay manteca sigamos tirándola al techo como hacían los nenes “bien” de nuestra rancia aristocracia. 

Hay locos que locos son. Hay locos que locos hacen a los que locos no son. Y hay locos que locos se hacen para pasarla mejor. Fingir demencia parece ocurrente y cool pero revela una cara autodestructiva. Lo dicen con una sonrisa triste y burlona, pero con la cola entre las piernas, resignados, riéndose de sí mismos al tiempo que se dan por vencidos, se declaran incapaces de hacer nada y se entregan, voluntaria y alegremente, a las manos del otro. 

Al fingir demencia se acepta alegremente renunciar a actuar, a tomar decisiones, se pierde entidad, el triste destino del loco.

La demencia, fingida o real, ata las manos y lleva, bien lo sabemos, a situaciones desastrosas y sin salida. Sí, vivimos en una realidad demente, pero adaptarse y enloquecer lejos de ser un chiste es resignarse y someterse a la locura circundante. ¡No chicos! no juguemos a la demencia, resistamos el sin sentido, no abandonemos la cordura. Solo la cordura (del latin cor-cordis, corazón), permitirá que nos adueñemos de nuestro destino para que se abra, tímida pero alentadoramente, la puerta por donde se pueda colar la esperanza y no haga falta fingir nada. 

Publicado en Clarin.

Cuando solo se trata de (sobre)vivir

Tenía que hacer un trámite que me llevaría pocos minutos. “Esperame acá que ya vengo” le dije a mi marido. El sitio tenía pintado el cordón de amarillo. No me hizo caso y fue a la vuelta donde pudo estacionar. Fastidiada porque al final la cosa llevó más tiempo que el previsto le dije “vos no habrías sobrevivido en el holocausto”. Aunque su conducta fue cívicamente irreprochable me salió del alma esa especie de reproche que enseguida sentí totalmente fuera de lugar. Soy hija de sobrevivientes de la Shoá y aprendí por tanta historia escuchada que a veces atenerse a las reglas no asegura la supervivencia. Irene, una querida sobreviviente que ya no está entre nosotros, contaba que cuando sus hijos era chicos y no querían probar alguna comida ella les decía “vos no sobrevivirías al holocausto” y que cuando sus hijos veían a otros chicos que se encaprichaban con una u otra cosa le preguntaban burlonamente “ma ¿éste sobreviviría?”. 

Me pregunto cómo sobrevivir en un estado de cosas en las que las reglas son elásticas, las normas se subvierten, las expectativas son inciertas, el futuro es sombrío. No es, claro está, como vivir en una situación genocida, pero hay algo que se le parece en cuanto al desconcierto acerca de qué respetar y qué se puede alterar un poco. ¿Cuánto vale el dólar? ¿Qué es el dólar? ¿Cuál es el que hay que tomar como real? ¿Cuánto vale mi plata? ¿Qué puedo solventar hoy? ¿Es lo mismo que podré mañana? ¿Y pasado mañana? ¿Ese policía que me pide documentos es el mismo que se asocia con el narco? ¿Los números de desempleo, de pobreza, de inflación cómo se miden? ¿Cómo no sentirse un completo tarado cuando cada moratoria nos cachetea con el mensaje de que habría sido mejor no pagar? ¿Qué nos espera con la marea de chicos que salen de la escuela sin entender lo que leen? ¿Qué será de los niños que están hoy subalimentados? ¿Cómo no sentir que estamos parados sobre un piso resbaladizo, sin asideros ciertos, teniendo que sostenernos como podemos y con el constante terror de deslizarnos y caer en un pozo sin fin? 

Creo que es en todo este contexto en el que nos fuimos adecuando como la rana en el agua progresivamente caliente que uno se siente pataleando sin agua, escarbando en tierra seca, ateniéndose a normas con la desesperación de quien insiste en sentir que al menos uno hace las cosas como se debe, que uno honra el pacto básico de convivencia y respeto por el prójimo. Es lo que hizo mi marido al buscar donde estacionar y no hacerme caso a mi que quería, también yo, estirar la regla un poquito para que me fuera beneficiosa. 

Cuando el contexto es tan fuerte, uno debe recurrir a más fuerza para no dejarse vencer. Y aunque infringir las reglas sea una regla universal, respetarlas. Aunque esté aceptado que el soborno abre puertas oxidadas, no ofrecerlo y aguantarse el lento trámite burocrático. Aunque uno se sienta un iluso pagando los impuestos, haciendo las colas, diciendo gracias, por favor y disculpe cuando sea preciso, insistir porque eso nos mantiene probos y nos autoriza a mirar con lupa a los candidatos en esta futura elección. No solo sobre cuál será su plan de gobierno (si es que alguno lo enunciara con todas las letras alguna vez) sino si se propone respetar la Constitución, nuestra regla de reglas, y hacernos recuperar el orgullo de ser un país previsible, confiable y seguro. 

Mi marido tenía razón. Yo, como tantos argentinos, tengo que tener presente que sólo así sobreviviremos. Sólo así. 

Publicado en Clarin.

Las trampas de la memoria

Saúl es un sobreviviente de la Shoá que suele ser muy participativo. No puede guardarse algo que piensa, le pica, le urge comunicarlo y sea cual sea el tema del que se está hablando, si a él se le ocurre algo, lo dice. No es así debido a su edad que es mucha. Siempre fue así. Lo dicen sus hijos y sus nietos. Le gusta contar cosas y aunque a veces suene extemporáneo, da ternura su necesidad de confirmar que está y que se lo escucha.

Ávido lector, amiguero y sociable, se nutre de varias fuentes de información y disfruta enormemente compartirlo con todos. Es lo que pasó hace unos días.

En medio de la charla animada y las cucharitas girando en los pocillos de té, en su habitual tono de estoy por decir algo importante Saúl disparó:“¿Conocen el grupo ABBA?”. Varios contestamos que sí, que es un grupo sueco de dos mujeres y dos hombres y que cantan canciones muy pegadizas como Mamma Mía. Satisfecho y acomodándose en la silla, continuó. “Les voy a contar algo que seguro no saben. Es sobre la rubia”, esperó unos segundos para asegurarse de que tenía la atención de todos y siguió: “Resulta que durante la guerra la madre tuvo un affaire con un soldado alemán que debía obedecía las órdenes recibidas por el alto mando nazi de embarazar a todas las mujeres que pudiera si tenían aspecto ario. ¡Era una idea de un médico argentino que asesoraba a los nazis! ¡Un argentino! ¡increíble, no?! Bueno, el hecho es que embarazó a una muchacha que tuvo una niñita rubia preciosa, bien aria. Lo que el soldado alemán no sabía era que la muchacha era judía. Así que, -en un chan chan triunfal- la chica rubia de ABBA, ¡es judía!”.  

Si bien conocía el hecho me resultó fascinante el modo en que lo que de verdad pasó se fue modificando y con fragmentos verídicos se construyó un relato que, como una pintura al óleo en proceso, sumaba capa sobre capa cambiando formas y colores y ya no era lo que había sido en un comienzo. 

Veamos los hechos en los que se basó el relato de Saúl. Durante el nazismo hubo muchos programas destinados a “mejorar la raza aria”. Uno de ellos era Lebensborn -la fuente de la vida-, ideado por Himmler en 1933. Las muchachas alemanas de sangre pura y aspecto ario debían entregarse a muchachos igualmente de sangre pura y aspecto ario para gestar muchos niños de sangre pura y aspecto ario, los futuros dirigentes del Reich de los Mil Años. Las muchachas, orgullosas de su aporte voluntario al régimen, eran alojadas en varias locaciones en Alemania donde eran cuidadas y se atendían sus partos. Los hijos no eran sus hijos, eran hijos de Hitler, no había lazos afectivos ni cuestiones emocionales, a modo de establecimientos de cría de ganado, había que procrear y poblar. El programa fue aplicado también en Noruega ocupada y allí, una muchacha, tal vez para asegurar el sustento o la supervivencia, se entregó a un soldado alemán y en 1945 dió a luz a la niña Anni-Frid. A poco de nacer debieron refugiarse en Suecia por temor a las represalias de la población noruega que acusaban a la joven madre de colaboración con el enemigo y traición a la patria.

De modo que el relato se parece a lo que pasó. Es cierto que una de las mujeres de ABBA es fruto de una relación de su madre con un soldado nazi, pero no la rubia sino la morocha. Es cierto que hubo un funcionario que creó el programa, pero fue Himmler, no un médico argentino. También es cierto que hubo un argentino funcionario del nazismo, Walther Darré, pero no era médico sino militar y dirigió el Ministerio de Alimentación y Agricultura sin relación alguna con el programa Lebesborn. No es verdad que la madre de Anni-Frid fuera judía, de modo que ella tampoco lo es.

Resulta fascinante imaginar cómo habrá sido el camino entre el hecho real y la versión que llegó a Saúl. Me recuerda el concepto de “noticia deseada” enunciado por Miguel Wiñazki que podría resumir como la tendencia a creer lo que necesitamos creer, idea emparentada con el  sesgo de confirmación. 

Los judíos parecemos tener un gran placer en encontrar judíos o ascendencias judías en todas partes, en especial en personas conocidas o famosas. Como si nos legitimara, nos diera valor, nos enorgulleciera, nos diera sustento para derribar una y otra vez el prejuicio antijudío que todavía sigue siendo parte de nuestra cultura mostrando que personas reconocidas y valiosas también lo son. 

También lo del médico argentino podría estar satisfaciendo el deseo de decirle a otros argentinos, especialmente a los que siguen mirando a los judíos con sospecha y que como argentinos se sienten libres de culpa, que hubo compatriotas cómplices de los asesinos. 

Cuando la memoria se vuelve relato, las investigaciones revelan que lo que uno recuerda de un hecho es lo que dijo la última vez que lo contó. Si algo se ha contado muchas veces, cada agregado, cada pequeña modificación o énfasis que antes no estaba, se suma al hecho en sí y poco a poco, como bien lo sabe la psicología del rumor, va cambiando y se va alejando de lo que en realidad sucedió. 

La serie The Affair lo ponía en evidencia en cada episodio. Relataba lo sucedido primero con los recuerdos de uno y luego con los recuerdos del otro. Y se veían lugares diferentes, ropas diferentes, horarios diferentes y hasta los protagonistas decían cosas diferentes. 

La memoria no es fotográfica. Y, aunque pretendiera serlo, como bien lo saben los fotógrafos, todo depende de donde se ubica la cámara, como es la luz, el tiempo de exposición, los filtros utilizados y qué se quiere enfocar. 

La verdad, lo que de veras sucedió nos es elusivo. Lo guardamos en la memoria recortado, tergiversado pero como no lo sabemos, tenemos la ilusión, vivida como firme convicción, de que refleja exactamente lo que pasó. Como esos hermanos que al compartir recuerdos de sus infancias con sus padres y no parecen haber vivido con las mismas personas, han guardado diferentes fragmentos teñidos con sus particulares necesidades y vivencias. 

El relato de Saúl ilustra, una vez más, que debemos tener mucho cuidado al enunciar un recuerdo y creer que lo hemos guardado fielmente, que no hemos dejado nada afuera y que lo estamos contando exactamente como fue. Como cerraba Guillermo Nimo sus columnas periodísticas, nos atendríamos más a la verdad si al contar nuestra versión de lo que supuestamente sucedió dijéramos “por lo menos, así lo veo yo”.

Del silencio al testimonio

Del silencio al testimonio - Sobrevivir para contar - Callar para vivir

Fueron muchas décadas de silencio. Los sobrevivientes de la Shoá comenzaron a hablar públicamente a finales del siglo XX. Solo lo habían hecho, y no siempre, en el ámbito privado. Un silencio particular que invita a reflexionar acerca de sus motivos y su evolución desde 1945 hasta la fecha. 

Después de 1945. Una vez vueltos a la vida debieron encarar cómo vivir. Echados de sus hogares, perdidas familias y lazos conocidos, los esperaban los duros escollos de encontrar un destino y conseguir los recursos para llegar. “¿Dónde puedo ir?” llora la canción sobre aquel mundo de puertas cerradas. Israel -entonces Palestina bajo mandato británico- y Estados Unidos tenían estrictas cuotas de inmigración, los otros países tenían prohibido otorgarles visas, conseguirlas requería conexiones, estrategias y dinero. 

Una vez encontrado un sitio, toda su atención y energía debió destinarse a la adaptación, idiomas, costumbres, lugares, todo desconocido, un tanto amenazante. Llegaron sedientos de contar pero pocos querían escuchar. Y cuando lo hacían, muchos no les creían y otros, fue el golpe más fuerte, los acusaban de “haber hecho algo para sobrevivir”. Entendieron rápidamente que mejor era callar ante la incredulidad y la acusación que dolía, humillaba y avergonzaba. No podían explicar lo que habían vivido, todo estaba demasiado cerca y  solo sabían lo propio, les faltaba la perspectiva más amplia de la compleja y terrorífica realidad  perpetrada por el nazismo. ¡Había tanto por hacer para salir adelante en la nueva vida! ¡Manos a la obra, mejor callar! 

El ala de la izquierda judía comenzó a conmemorar en la década del 50 el “Heroico levantamiento del gueto de Varsovia” que al tiempo que enaltecía a los resistentes, implicaba que quienes no habían resistido de ese modo glorioso, habían sido cobardes. 

Un motivo más para callar.

Década del 60. Cuando comenzaron los reclamos por indemnizaciones, entre los requisitos para ser lograrlo, los sobrevivientes fueron evaluados psiquiátricamente. Ante la desesperación por no poder documentar lo perdido muchos fraguaron o exageraron trastornos que los haría beneficiarios de una compensación. Fue descripto entonces el “síndrome del sobreviviente” cuyos ingredientes eran negación, desapego emocional, pesadillas, angustia, insomnio, necesidad de control y culpa; el habla popular lo llamó “el loco de la guerra”. 

Estas conclusiones psiquiátricas no coincidían ni con mis padres ni con los sobrevivientes que habían sido mi familia. Eran personas vitales, trabajadoras, sociables, entregadas a sus desarrollos personales, construyendo su “parnasá” con entusiasmo, generando familias sanas con hijos que cimentaban el futuro a fuerza de trabajo y estudio. No se diferenciaban de otras familias de inmigrantes. 

¿Pero por qué no contaban lo que habían vivido? Y resultó que no era solo un tema de los sobrevivientes de la Shoá. En todos los genocidios del siglo XX la voz de los sobrevivientes se empezó a escuchar recién varias décadas después. 

El camino no fue una línea recta. Veamos su cronología.

Año 1961. El juicio a Adolf Eichmann abrió una brecha en el muro del silencio. Los sobrevivientes fueron llamados a testificar y por primera vez después de terminada la guerra se conocieron caras e historias que se difundieron por todo el mundo. Fueron visibles por primera vez y de modo positivo. La sociedad israelí llamaba “savon” a los cobardes en obvia alusión al mito de que los judíos fueron convertidos en jabón, esos judíos llamados  guéticos, despreciados doblemente porque supuestamente se habían dejado conducir “mansamente como ovejas al matadero” y porque si habían sobrevivido era debido a “algo” que habían hecho. Su presencia en el tribunal les devolvió algo de la dignidad que la sociedad les había escatimado y con ello, el derecho a hablar. Pero no fue suficiente, aún no era el tiempo. A poco del juicio, la brecha se cerró y se restableció el silencio. 

Año 1978. La serie norteamericana “Holocausto” que todos vimos tensos y aferrados a nuestros asientos fue un nuevo intento de quiebre. Era la historia de los Weiss,  una familia alemana, gente de la cultura bien diferente del judío “cobarde y pasivo” tan estereotipado. Pero tampoco alcanzó. Fue otra llamarada que se apagó pronto. Siguieron callando. 

 Año 1993-1998. Todo cambió, el dique del silencio finalmente se quebró con “La lista de Schindler” de Steven Spielberg y la creación de la Shoah Foundation con su mayúsculo proyecto de registrar los testimonios de los sobrevivientes. Convocados, uno por uno, a contar su historia, decían orgullosos “Di mi testimonio a Spielberg” como si el director mismo hubiera estado en su casa. Dignificados y reconocidos, ahora que los querían escuchar, podían y querían contar. Luego de décadas de silencio protector fue un acto de resignificación y justicia, y desde entonces hasta la actualidad, no pararon de hablar. Las viejas hipótesis de negación se mostraron inexactas, los “locos de la guerra” no sufrían de locura. No hubo negación ni olvido. Recordaban todo, querían contar todo. 

Cuarenta años después, había llegado el momento. Pero la pregunta de por qué guardaron silencio tanto tiempo seguía sin ser respondida.

Un silencio protector. Jorge Semprún relató en “La escritura o la vida” (1994) que una vez fuera de Buchenwald, donde había sido deportado por comunista, no pudo escribir lo vivido hasta mucho después porque sumergirse en aquel barro pegajoso le impediría seguir viviendo. Cuatro décadas necesitó para ponerse en contacto con aquello sin temer que esos recuerdos, dolorosamente adheridos, no le dejaran vivir. Su dramática opción era escribirlo o vivir. Su propuesta de que el silencio había sido una protección para él me hizo pensar que si no habrá sido similar para otros sobrevivientes.

No todas las víctimas de éste y otros hechos genocidas callaron pero los que hablaron prematuramente se hundieron en la victimización de donde no podían salir. En sus casas, el tema recurrente y agobiante cubría creaba un contexto de resentimiento y las relaciones intrafamiliares se teñían de culpa, ira e irritación. Definidos solo como víctimas esperaron un reconocimiento que la sociedad no estaba aún en condiciones de dar. El hablar prematuramente no les alivió y les impidió operar con el trauma o resignificarlo. Al victimizarse hicieron de la experiencia su eje de identidad quedaron sumidos en una penuria opaca y adhesiva que entorpeció sus vidas a cada paso como temía Semprún y lo confirman los suicidios de Bruno Bettelheim, Paul Celan, Jean Améry, todos sobrevivientes de la Shoá que hablaron tempranamente. También está la dudosa muerte de Primo Levi cuyo libro “Si esto es un hombre” publicado en Turín en 1947 con una tirada modesta pasó inadvertido. Era pronto todavía. 

Un silencio reestructurador y posibilitador. La dimensión temporal del silencio, se hizo más sólida cuando Dominique Frischer en “Les enfants du silence et de la reconstruction” (2008) propuso la idea de que no solo el silencio no fue patológico sino que fue estructurante y esencial para que los sobrevivientes pudieran recuperarse y reconstruirse. “Recién cuando el sobreviviente siente que el pasado ha quedado atrás, cuando los pasos dados a posteriori lo tranquilizan porque todo ha seguido bien es cuando, paradójicamente, puede ponerse en contacto con lo vivido, mirar hacia atrás y comenzar a hablar”. 

Durante mucho tiempo creí y sentí al silencio vivido en casa como algo negativo. En mi propósito de comprenderlo y deconstruirlo, confusa y dolida por la ausencia de palabras con la que había crecido, describí seis razones para ello : no existían formas de nombrar aquello, la sociedad no quería escuchar, los padres no querían herir a los hijos, había diferentes categorías del sufrimiento según lo vivido por cada uno, la continuidad de la vida se habìa quebrado y la experiencia durante la Shoá estaba enquistada sin poder ser integrada y por último, los caminos no lineales en que se vive y procesa la memoria. 

Más tarde cuestioné al silencio como condición negativa y me pregunté si siempre era conveniente hablar. ¿No será, para algunos, en algunos casos,  abrir una caja de pandora despertando fantasmas que era preferible mantener dormidos? En una sociedad tan psicoanalizada como la nuestra, tan colonizada por la idea de que hablar de todo y  siempre es bueno, revisarlo fue ligeramente subversivo. Vinieron en mi ayuda las ideas de Semprún y Frischer. 

Frischer redobla la apuesta de Semprún: No solo el silencio fue protector sino estructurante, hizo posible seguir viviendo.

No parecía lógico pero coincidía con mis propias observaciones y dado que mi experiencia profesional me había mostrado que luego de sufrir un ataque hablar solía ser beneficioso me pregunté por qué no lo era en todos los casos. ¿Cuál era la diferencia? Tal vez estribaba en que el ataque sufrido en la Shoá no fue individual sino colectivo. Con la premisa de que se trató de dos situaciones traumáticas que determinan distintos procesamientos y caminos elaboré la hipótesis que sigue.

Dos traumas diferentes. El concepto tradicional de trauma se ubica en la esfera individual. El ataque individual (violación, secuestro, robo) es entre dos personas, el perpetrador y la víctima. El perpetrador tiene un propósito personal generado por objetivos personales y emociones como codicia, odio, desesperación. Cuanto más pronto pueda la víctima ponerlo en palabras, mejor su procesamiento, pronóstico y recuperación. Cuanto más tiempo calle, anclará más hondo en su subjetividad hundiendo a la persona en la victimización sin permitirle emerger de allí y seguir su camino. El ataque personal y emocional es algo que compartimos con los mamíferos. 

En el  ataque colectivo ya no son dos los que intervienen, son cuatro. El perpetrador responde a una entidad superior -Estado, gobierno, ejército-, no ataca con un propósito personal y emocional sino que obedece órdenes. No importa la identidad de la víctima sino su pertenencia al grupo designado como blanco. Los cuatro elementos son: un Estado perpetrador, un ejecutor, el grupo designado y un miembro del mismo. El ataque no es personal ni emocional sino racional, “para el bien de la sociedad”. 

El ataque colectivo, típico de hechos genocidas, es exclusivamente humano. 

Sobrevivir a un trauma colectivo requiere tiempo. 

El trauma colectivo vulnera el contrato social cuando el Estado, cuya tarea es proteger y cuidar, es el que asesina. Socava las bases sobre las que nos constituimos como individuos y corroe la confianza básica. Recuperar la confianza demolida, darle voz y palabras, es un proceso que requiere tiempo para ser consolidado. 

El trauma colectivo cambia las expectativas, las normas y los lugares dentro de la sociedad. Los parámetros de la educación se vuelven otros, otras las reglas de la vida. Se subvierte lo que cualquier religión predica y hacer lo que antes se penaba pasa a ser deseado y premiado. Los que eran amigos se vuelven enemigos, lo que estaba bien está mal, lo que estaba mal está bien. Estaba prohibido ayudar a un judío en Polonia durante la ocupación nazi, refugiar, proporcionar un salvoconducto, dar tan solo una papa que le permitiera vivir un día más. Si el ayudador era descubierto, antes de asesinarlo se mataba a toda su familia. Hacer el bien, ser solidario pasó a ser un delito. La denuncia, la delación, la tortura, el engaño eran alentados y premiados por el Estado. La prisión sin causa, el asesinato programado en manos de quien se comprometió a cuidar, fragmenta el piso sobre el que se está parado, la confianza básica sobre la que se sustenta nuestra vida en sociedad. Recuperar esa confianza es, y eso es lo que hemos aprendido de los sobrevivientes de la Shoá y de los otros genocidios del siglo XX, una construcción personal y colectiva que no sucede de la noche a la mañana.  

Este silencio de décadas se replica en los sobrevivientes sudafricanos, los de la masacre de Ruanda, los de la guerra de Argelia, los de las limpiezas étnicas en los Balcanes, los de Malvinas y de la dictadura argentina y la chilena, la uruguaya, la brasilera, los sobrevivientes del genocidio armenio, los sobrevivientes de la Shoá, todos requirieron tiempo para recuperar la confianza y en ese lapso han mantenido silencio.

Vivimos en una cultura que estimula el hablar. Nos circunda la idea, promovida probablemente por los templos psi y sus sacerdotes y feligreses, de que hablar es siempre sanador y que quien no lo hace está en riesgo de alguna severa patología mortal e incurable. Es sin dudas saludable intentar poner orden y otorgarle operabilidad a nuestro mundo interno y a nuestras relaciones y penas. Pero de ahí a enunciar una ley general, para todos los silencios de todas las personas en todas las situaciones, hay un trecho que requiere de una consideración más detenida. 

La psicología observa y reflexiona sobre el  trauma individual que sucede entre dos personas particulares, no el que ataca el contrato social. La conducta de un delincuente, un enfermo, un enemigo, no lesiona la estructura social. El sufrimiento, el agravio y sus consecuencias en las víctimas dependen, por un lado del grado del ataque, y por otro de que se le pueda poner las palabras lo más pronto posible para que no permanezca tóxico y enquistado. 

Por el contrario, la lesión de un trauma colectivo perpetrado por el Estado es de otro orden, corroe la legalidad que sustenta la convivencia, ataca la comunalidad, la vida gregaria, al contexto social imprescindible sobre el que construimos nuestra subjetividad. Cuando nos tenemos que cuidar de quien nos tiene que cuidar ¿cuáles son los parámetros a los que ajustarse? El mapa pre-existente deja de ser válido, se pierden los puntos de referencia. Ya no sabemos a qué atenernos, en quien confiar, dónde ir, cómo comportarnos. Si el Estado nos designa como sus enemigos somos parte del “enemigo interno” ese “uno entre nosotros” a perseguir, detener y extirpar, quedamos fuera de la ley. La confianza queda herida de muerte. 

Y cuando todo termina, cuando se emerge del “bache” genocida oscuro y arbitrario, cuando se recupera la vida “normal”, hay que hacer un esfuerzo supremo aferrarse a sus bordes del bache y reinsertarse esperando volver a confiar. Las ganas de vivir son incontenibles, como ese hilito de agua que siempre encuentra un cauce y en su camino arrasa con todo porque tiene que seguir. Vueltos de la iniquidad y la muerte hay que trabajar, construir proyectos, demostrar y demostrarse que lo vivido fue un accidente transitorio, como ese rayo fatídico que cayó un día y quemó la casa, convencerse de que las cosas volverán a sus cauces, que el imperio de la ley se ha establecido y que todo va a estar bien, que ya ha pasado el peligro. Volver la vista atrás amenaza con despertar los fantasmas, con perder pie y resbalar en excrecencias y restos sociales pringosos. Y se pone toda la energía en la reconstrucción de la confianza perdida y el sobreviviente apuesta -¿qué alternativa tiene?- a esta sociedad que hace un instante lo había traicionado. Es que si no confía no puede seguir viviendo. ¿Cómo hacerlo cuando la vivencia de traición sigue viva? Tiempo, hace falta tiempo para ir restableciendo los indicadores de que la sociedad va recuperando su cordura, que vuelve el mundo de reglas previsibles en el que se estará a  salvo. Lo que pasó, pasó, quedó en ese “bache” oscuro y sin palabras. Además nadie quiere oír. Hablar de lo que pasó es enfrentar a toda la sociedad con su propia ignominia. El sobreviviente calla mientras se recompone pero también es invisibilizado en su padecer porque es un testigo incómodo y nadie quiere oír su testimonio. La sociedad todavía no puede. Y hay que seguir viviendo. Hasta que llega el momento de hablar.

Los testimonios de los sobrevivientes de la Shoá. 

Callaron pero no olvidaron. Ni negaron. Ni reprimieron. Entre ellos hablaban, no públicamente. Decidieron mirar hacia adelante, como el hilito de agua. Y décadas después, con sus vidas hechas, el pasado bien atrás y la sociedad en condiciones de revisarse y de mirarse en ese espejo deformante de su esmirriada humanidad, con hijos adultos y nietos, recién entonces pudieron tomar el pasado traumático entre las manos y comenzaron a dialogar públicamente con él. 

Con una sociedad que abrió las orejas y tímidamente aceptó este ejercicio de revisión de algunos de sus supuestos, hay un nuevo contexto de recepción. La confianza va hacia un  proceso de reconstrucción y las marcas, que no se borran, dibujan circuitos que quedan como documentos pero que por fin pertenecen al pasado.

Ya sin peligro de hundirse otra vez en el “bache” sin salida, sin temor de confrontar a un Estado ocultador, sin tener que dar explicaciones por haber sobrevivido, cuando los hijos, nietos y bisnietos aseguran que el futuro es y está, se puede. 

Ahora se puede hablar.

Publicado con Coloquio del Congreso Judío Latinoamericano

 




Oídos libres de jametz - Pésaj 2023

Días de reuniones familiares. Días de comidas ricas. Días de rituales alrededor de la mesa. Días de historias. Días en los que la conversación es el eje alrededor del cual nos confirmamos, nos reconocemos y reinstalamos nuestra pertenencia a esta familia, a nuestro linaje y a nuestra cultura. 

En Pésaj hacemos concreta la transmisión. Por un lado un recordatorio de nuestra historia pero, en un nivel lógico superior, el mandato de contarla generación tras generación para mantenerla viva. 

En Pésaj hacemos presente, por si se nos hubiera olvidado, quienes somos y el lazo que nos une.

La hagadá se puede contar de diferentes maneras, larga o corta, formal o informal, siguiendo cada uno de los pasos del seder o de modo improvisado, pero siempre será la puesta en acto del “shemá Israel”, ¡escucha pueblo!. En la interacción entre quien habla y los que escuchan reviviremos el sentido del relato y el destino de la noche para que la fiesta sea una fiesta.

Además del mantel blanco, la keará, el guefilte fish o el lajmayim, la matzá reinando en nuestra mesa luego de haber limpiado la casa de jametz, nos sentaremos a la mesa con las orejas igualmente limpias y abiertas para entregarnos a escuchar. 

Escuchar no es un acto pasivo. Eso es oír. Escuchar es una conducta voluntaria, activa y comprometida en la que uno decide subirse a la embarcación del relato y navegar con la atención despierta que permita recibir e incorporar. Comida y palabra. Canciones y silencios. Bebida y relato. Por eso digo que “Le contarás a tus hijos…” debería seguir con “y que te escuchen”. 

En el relato de Pésaj y en cualquier comunicación humana hay dos escuchas diferentes. Una superficial que toma la cáscara de lo que se oye y la rellena con ideas previas, prejuicios y críticas. Podría ser un estímulo nutritivo y generador de diálogo pero la cáscara es tan finita que no se escucha. Se espera que quien habla haga un breve silencio para tomar aire y se abalanza en una supuesta respuesta que es en realidad un monólogo paralelo. Si no se escucha no se puede dialogar. 

Esta noche distinta de otras noches nos pide una escucha activa y dialogal, profunda. Aprendemos en el relato de Pésaj a suspender la crítica, mirar los labios de quien habla y seguir sus palabras como si fuera la primera vez que se dicen. Tal vez eso que creemos que es siempre igual no lo sea tanto y haya algo que nos pueda sorprender. Alguna inflexión inesperada. Un gesto con el que no contábamos. Esa mano detenida en el aire acompañada de un suspiro. Esa silla por primera vez vacía. Todo parece repetirse pero el escuchar profundo, esa decisión voluntaria de estar de verdad, de dejarse tocar por lo que sucede, nos sumerge en ese clima irrepetible de lo humano que es siempre único. 

Pésaj, libertad, transmisión y escucha. Escuchemos a nuestros abuelos y a nuestros nietos. Escuchemos a nuestros compañeros en la vida. Escuchemos en silencio lo que nos decían los que hoy ya no están. La escucha profunda tiene esa ventaja: uno puede revisitar lo que una vez escuchó, que tal vez pasó inadvertido o que luego de un tiempo se resignifica y se entiende de otra manera. Pésaj nos invita a mantener limpios de jametz nuestros oídos para poder escuchar lo que dice y necesita la gente que nos rodea.

Hace 100 años Salvador Kibrick y Samuel Resnick tuvieron la idea de publicar un periódico en castellano para incorporar a sefaradíes e hispanoparlantes que no podían leer Di Idishe Zaitung y Di Presse, los dos periódicos de la comunidad judía de entonces que se publicaban en idish. Cuatro años después del pogrom de la Semana Trágica, la fundación de Mundo Israelita fue un acto valiente de escucha profunda que respondía a la necesidad de integración e información de los judíos recién llegados. Siempre alerta y en consonancia con los tiempos, refrendó una y otra vez su propósito, denunció el antisemitismo reinante durante el ascenso del nazismo y el intento de instalar un regimen similar en la Argentina y mantiene abiertas sus puertas a pensadores e intelectuales que tienen algo que decir. Casi un quijote en el avasallador mundo de internet, nuestro Mundo Israelita sigue vivo en el papel y renace todas las semanas desde hace cien años. Un ejemplo de valor, persistencia y compromiso. Un periódico libre de jametz todo el año.

Para Mundo Israelita.

Interrogantes sobre la condición humana

Lo que se va conociendo acerca del joven asesinado en Villa Gesell nos confronta con la pregunta acerca de la condición humana. Nuestras convicciones más básicas están desafiadas por estos ocho chicos, deportistas entrenados, pertenecientes a familias con un pasar aparentemente confortable, devenidos en manada asesina. 

Si la diversión es más divertida cuando termina en pelea, ¿qué entienden por diversión? ¿Desafiar las reglas de la convivencia en sociedad? ¿Ganar a un adversario cualquiera y así mostrar superioridad? 

El rugby tiene mala prensa como deporte fuerte con miembros que se vanaglorian al exhibir su violencia machista olvidando los códigos de fair play y el fraternal tercer tiempo. Pero seamos justos, los ataques en manada no suceden solo con rugbiers. 

Freud (Totem y Tabú, 1913) llamó horda primitiva al grupo que, escudado en el anonimato, atacaba preso de un desenfreno explosivo. Hoy lo llamamos manada, como los grupos de animales de una misma especie más poderosos cuando están unidos. La Manada era la nombre de una banda española famosa por la violación de una chica en 2016. Manadas que violan y golpean asolan la crónica policial. El asesinato de Fernando Baez Sosa no es un caso aislado. 

Ser miembro de una manada da impunidad y diluye la responsabilidad individual. “Me miró mal”, “es un negro de m….”, “¿quién se cree que es?” cualquier pretexto es bueno y la víctima propiciatoria se deshumaniza y pasa a ser el objeto en el que descargar. Disparada la golpiza, el efecto contagio, el afán de emulación, el ansia de ganar y ser más violento que el anterior, hace que los golpes sean irrefrenables. Erguidos sobre  ese enemigo a someter y destruir, no hay reglas que los detengan y una especie de demonio que permanecía prisionero se libera y estalla en gritos y puños, insultos y patadas.  

¿Qué tienen en común los miembros de las manadas? La edad, entre adolescentes y adultos jóvenes y el género, en su mayoría hombres. Todas las características del machismo acendrado y feroz se hacen visibles en los ataques de las manadas que atraviesan todas las clases sociales. Recordemos la violación y asesinato de Marìa Soledad Morales por hijos de funcionarios y políticos de Catamarca.

No todos los ataques son tan violentos. Algunas despedidas de soltero con supuestas bromas pesadas o incluso la moda de tirarle cosas a quien logra un título académico, el bullying o acoso en las redes son parte del reino naturalizado de las agresiones grupales. ¿Dónde está la alegría? 

La manada se regodea con la “ultraviolencia” descripta por Anthony Burgess en “La naranja mecánica”. Prevalecer, dominar, someter, aplastar, violar, golpear, destruir. Cualquier pretexto es bueno para hacer oír el rugido de la fiera ¡soy el mejor, más fuerte y tengo derecho a todo! 

Espanta y angustia este espejo distorsivo de lo humano que nos da la manada. Golding relata en “El señor de las moscas” una orgía de persecuciones y muerte en manos de chicos de 10 años y nos deja la pregunta de si el deseo de dañar es la verdad de lo humano.

Decía Hobbes que el hombre es el lobo del hombre. Creo que sí, que algunos hombres, en algunos momentos, no todos, ni siempre. El juicio del que somos testigos nos muestra a un grupo de rugbiers vueltos manada de lobos pero viene a mi memoria el comportamiento de aquellos muchachos trágicamente accidentados en Los Andes, solidarios, generosos y comprometidos con el prójimo. También hombres. También jóvenes. También rugbiers.  


Publicado en La Naciòn

Shakira y los rugbiers

Shakira ulula su lobezno despecho. Para contento de muchas mujeres dictamina que ya no lloramos, que ahora facturamos y despliega sus ingeniosos clara-mente, supl-iques, crit-iques y salp-iques que hinchan las arcas de Bizarrap como sapo hambriento en batalla. No importan los chicos involucrados. Ya venían baqueteados con tanto escrutinio mediático como si vivieran en una casa con paredes transparentes. Y estallaron las redes. Y los medios, diarios, radios, televisión, lo ponen como noticia de tapa. Y lo bien que hacen porque las audiencias se multiplican. Todos ganan. 

Mientras, asistimos al espectáculo dantesco de los tribunales de Dolores con el juicio a los 8 rugbiers. Día a día conocemos detalles, a cual más espeluznante, que tocan y hieren nuestras convicciones básicas acerca de la vida en sociedad. ¿Cómo hicieron lo que hicieron esos muchachos (tan “otros muchachos” que los del equipo que nos dio la felicidad)? ¿Por qué las golpizas post boliche eran una de sus actividades preferidas? ¿Podemos buscar la causalidad en sus familias? ¿en la sociedad (al estilo Zaffaroni)? ¿en la educación? ¿en la crisis de valores? Nos es vital entender por qué. 

El escenario me remite a dos investigaciones sociales de la década del 70, la de Zimbardo en el proyecto de prisión simulada en Stanford y la de Milgram sobre la supuesta investigación sobre la memoria en Yale. En ambas se demostró que las personas comunes y normales somos capaces de la máxima crueldad dadas ciertas condiciones. También vienen a mi memoria algunas películas como “El club de la pelea” y “La naranja mecánica” que mostraban ese aspecto agresivo de los humanos que algunas veces ni la educación ni la familia ni la religión han podido dominar.

Periodistas y comunicadores, compañeros de trabajo y amigos se regodean con la canción de la cantante que denuncia su humillación arrojando sobre su expareja epítetos descalificatorios sin importarle que es también el padre de sus hijos y que los está lastimando también a ellos. Consigue llenarse de likes y billetes. Le ganó al infiel. Canción prostituida que recibe dinero gracias al placer de espiar vidas ajenas, en especial las de la realeza como son los futbolistas y los cantantes de éxito. Historias tan jugosas como las del hoy apocado Rey Carlos, la princesa de los cuentos lady Di y la mala de la película hoy reina consorte que alimentaron tantas publicaciones con morbo y bajezas. 

Recuerdo cuando estaba por publicar mi primer libro y no le encontraba título. Su temática era el Holocausto y mi nuera me dijo que lo llamara “El Holocausto y el sexo”. “Pero no tiene nada que ver con el sexo”, le dije. “No importa, dijo, con un título así seguro que va para best seller”. No le hice caso y no fue best seller. Pero hay algo de cierto, el morbo y el sexo son dos caras de lo mismo y tienen un atractivo fatal. Es lo que pasa con la historia de alcoba de la cantante y el futbolista. 

No hubo sexo en el asesinato de Villa Gesell. Al menos hasta donde yo sé. No es glamoroso ni atractivo pero también tiene morbo, el morbo de lo siniestro, de lo inimaginable, de la furia descontrolada de unos chicos que habían ido a divertirse y se sentían ganadores golpeando a mansalva. 

Chicos que no sabemos qué perdieron en la vida para sentir tanta necesidad de ganar a toda costa.

La loba gana con su perverso y exitoso ataque de marketing. La manada de rugbiers también gana, solo que gana el desdichado triunfo de vivir hasta su muerte con la marca de Caín.

Publicado en Clarin