Shakira ulula su lobezno despecho. Para contento de muchas mujeres dictamina que ya no lloramos, que ahora facturamos y despliega sus ingeniosos clara-mente, supl-iques, crit-iques y salp-iques que hinchan las arcas de Bizarrap como sapo hambriento en batalla. No importan los chicos involucrados. Ya venían baqueteados con tanto escrutinio mediático como si vivieran en una casa con paredes transparentes. Y estallaron las redes. Y los medios, diarios, radios, televisión, lo ponen como noticia de tapa. Y lo bien que hacen porque las audiencias se multiplican. Todos ganan.
Mientras, asistimos al espectáculo dantesco de los tribunales de Dolores con el juicio a los 8 rugbiers. Día a día conocemos detalles, a cual más espeluznante, que tocan y hieren nuestras convicciones básicas acerca de la vida en sociedad. ¿Cómo hicieron lo que hicieron esos muchachos (tan “otros muchachos” que los del equipo que nos dio la felicidad)? ¿Por qué las golpizas post boliche eran una de sus actividades preferidas? ¿Podemos buscar la causalidad en sus familias? ¿en la sociedad (al estilo Zaffaroni)? ¿en la educación? ¿en la crisis de valores? Nos es vital entender por qué.
El escenario me remite a dos investigaciones sociales de la década del 70, la de Zimbardo en el proyecto de prisión simulada en Stanford y la de Milgram sobre la supuesta investigación sobre la memoria en Yale. En ambas se demostró que las personas comunes y normales somos capaces de la máxima crueldad dadas ciertas condiciones. También vienen a mi memoria algunas películas como “El club de la pelea” y “La naranja mecánica” que mostraban ese aspecto agresivo de los humanos que algunas veces ni la educación ni la familia ni la religión han podido dominar.
Periodistas y comunicadores, compañeros de trabajo y amigos se regodean con la canción de la cantante que denuncia su humillación arrojando sobre su expareja epítetos descalificatorios sin importarle que es también el padre de sus hijos y que los está lastimando también a ellos. Consigue llenarse de likes y billetes. Le ganó al infiel. Canción prostituida que recibe dinero gracias al placer de espiar vidas ajenas, en especial las de la realeza como son los futbolistas y los cantantes de éxito. Historias tan jugosas como las del hoy apocado Rey Carlos, la princesa de los cuentos lady Di y la mala de la película hoy reina consorte que alimentaron tantas publicaciones con morbo y bajezas.
Recuerdo cuando estaba por publicar mi primer libro y no le encontraba título. Su temática era el Holocausto y mi nuera me dijo que lo llamara “El Holocausto y el sexo”. “Pero no tiene nada que ver con el sexo”, le dije. “No importa, dijo, con un título así seguro que va para best seller”. No le hice caso y no fue best seller. Pero hay algo de cierto, el morbo y el sexo son dos caras de lo mismo y tienen un atractivo fatal. Es lo que pasa con la historia de alcoba de la cantante y el futbolista.
No hubo sexo en el asesinato de Villa Gesell. Al menos hasta donde yo sé. No es glamoroso ni atractivo pero también tiene morbo, el morbo de lo siniestro, de lo inimaginable, de la furia descontrolada de unos chicos que habían ido a divertirse y se sentían ganadores golpeando a mansalva.
Chicos que no sabemos qué perdieron en la vida para sentir tanta necesidad de ganar a toda costa.
La loba gana con su perverso y exitoso ataque de marketing. La manada de rugbiers también gana, solo que gana el desdichado triunfo de vivir hasta su muerte con la marca de Caín.