Tenía que hacer un trámite que me llevaría pocos minutos. “Esperame acá que ya vengo” le dije a mi marido. El sitio tenía pintado el cordón de amarillo. No me hizo caso y fue a la vuelta donde pudo estacionar. Fastidiada porque al final la cosa llevó más tiempo que el previsto le dije “vos no habrías sobrevivido en el holocausto”. Aunque su conducta fue cívicamente irreprochable me salió del alma esa especie de reproche que enseguida sentí totalmente fuera de lugar. Soy hija de sobrevivientes de la Shoá y aprendí por tanta historia escuchada que a veces atenerse a las reglas no asegura la supervivencia. Irene, una querida sobreviviente que ya no está entre nosotros, contaba que cuando sus hijos era chicos y no querían probar alguna comida ella les decía “vos no sobrevivirías al holocausto” y que cuando sus hijos veían a otros chicos que se encaprichaban con una u otra cosa le preguntaban burlonamente “ma ¿éste sobreviviría?”.
Me pregunto cómo sobrevivir en un estado de cosas en las que las reglas son elásticas, las normas se subvierten, las expectativas son inciertas, el futuro es sombrío. No es, claro está, como vivir en una situación genocida, pero hay algo que se le parece en cuanto al desconcierto acerca de qué respetar y qué se puede alterar un poco. ¿Cuánto vale el dólar? ¿Qué es el dólar? ¿Cuál es el que hay que tomar como real? ¿Cuánto vale mi plata? ¿Qué puedo solventar hoy? ¿Es lo mismo que podré mañana? ¿Y pasado mañana? ¿Ese policía que me pide documentos es el mismo que se asocia con el narco? ¿Los números de desempleo, de pobreza, de inflación cómo se miden? ¿Cómo no sentirse un completo tarado cuando cada moratoria nos cachetea con el mensaje de que habría sido mejor no pagar? ¿Qué nos espera con la marea de chicos que salen de la escuela sin entender lo que leen? ¿Qué será de los niños que están hoy subalimentados? ¿Cómo no sentir que estamos parados sobre un piso resbaladizo, sin asideros ciertos, teniendo que sostenernos como podemos y con el constante terror de deslizarnos y caer en un pozo sin fin?
Creo que es en todo este contexto en el que nos fuimos adecuando como la rana en el agua progresivamente caliente que uno se siente pataleando sin agua, escarbando en tierra seca, ateniéndose a normas con la desesperación de quien insiste en sentir que al menos uno hace las cosas como se debe, que uno honra el pacto básico de convivencia y respeto por el prójimo. Es lo que hizo mi marido al buscar donde estacionar y no hacerme caso a mi que quería, también yo, estirar la regla un poquito para que me fuera beneficiosa.
Cuando el contexto es tan fuerte, uno debe recurrir a más fuerza para no dejarse vencer. Y aunque infringir las reglas sea una regla universal, respetarlas. Aunque esté aceptado que el soborno abre puertas oxidadas, no ofrecerlo y aguantarse el lento trámite burocrático. Aunque uno se sienta un iluso pagando los impuestos, haciendo las colas, diciendo gracias, por favor y disculpe cuando sea preciso, insistir porque eso nos mantiene probos y nos autoriza a mirar con lupa a los candidatos en esta futura elección. No solo sobre cuál será su plan de gobierno (si es que alguno lo enunciara con todas las letras alguna vez) sino si se propone respetar la Constitución, nuestra regla de reglas, y hacernos recuperar el orgullo de ser un país previsible, confiable y seguro.
Mi marido tenía razón. Yo, como tantos argentinos, tengo que tener presente que sólo así sobreviviremos. Sólo así.
Publicado en Clarin.