Las trampas de la memoria

Saúl es un sobreviviente de la Shoá que suele ser muy participativo. No puede guardarse algo que piensa, le pica, le urge comunicarlo y sea cual sea el tema del que se está hablando, si a él se le ocurre algo, lo dice. No es así debido a su edad que es mucha. Siempre fue así. Lo dicen sus hijos y sus nietos. Le gusta contar cosas y aunque a veces suene extemporáneo, da ternura su necesidad de confirmar que está y que se lo escucha.

Ávido lector, amiguero y sociable, se nutre de varias fuentes de información y disfruta enormemente compartirlo con todos. Es lo que pasó hace unos días.

En medio de la charla animada y las cucharitas girando en los pocillos de té, en su habitual tono de estoy por decir algo importante Saúl disparó:“¿Conocen el grupo ABBA?”. Varios contestamos que sí, que es un grupo sueco de dos mujeres y dos hombres y que cantan canciones muy pegadizas como Mamma Mía. Satisfecho y acomodándose en la silla, continuó. “Les voy a contar algo que seguro no saben. Es sobre la rubia”, esperó unos segundos para asegurarse de que tenía la atención de todos y siguió: “Resulta que durante la guerra la madre tuvo un affaire con un soldado alemán que debía obedecía las órdenes recibidas por el alto mando nazi de embarazar a todas las mujeres que pudiera si tenían aspecto ario. ¡Era una idea de un médico argentino que asesoraba a los nazis! ¡Un argentino! ¡increíble, no?! Bueno, el hecho es que embarazó a una muchacha que tuvo una niñita rubia preciosa, bien aria. Lo que el soldado alemán no sabía era que la muchacha era judía. Así que, -en un chan chan triunfal- la chica rubia de ABBA, ¡es judía!”.  

Si bien conocía el hecho me resultó fascinante el modo en que lo que de verdad pasó se fue modificando y con fragmentos verídicos se construyó un relato que, como una pintura al óleo en proceso, sumaba capa sobre capa cambiando formas y colores y ya no era lo que había sido en un comienzo. 

Veamos los hechos en los que se basó el relato de Saúl. Durante el nazismo hubo muchos programas destinados a “mejorar la raza aria”. Uno de ellos era Lebensborn -la fuente de la vida-, ideado por Himmler en 1933. Las muchachas alemanas de sangre pura y aspecto ario debían entregarse a muchachos igualmente de sangre pura y aspecto ario para gestar muchos niños de sangre pura y aspecto ario, los futuros dirigentes del Reich de los Mil Años. Las muchachas, orgullosas de su aporte voluntario al régimen, eran alojadas en varias locaciones en Alemania donde eran cuidadas y se atendían sus partos. Los hijos no eran sus hijos, eran hijos de Hitler, no había lazos afectivos ni cuestiones emocionales, a modo de establecimientos de cría de ganado, había que procrear y poblar. El programa fue aplicado también en Noruega ocupada y allí, una muchacha, tal vez para asegurar el sustento o la supervivencia, se entregó a un soldado alemán y en 1945 dió a luz a la niña Anni-Frid. A poco de nacer debieron refugiarse en Suecia por temor a las represalias de la población noruega que acusaban a la joven madre de colaboración con el enemigo y traición a la patria.

De modo que el relato se parece a lo que pasó. Es cierto que una de las mujeres de ABBA es fruto de una relación de su madre con un soldado nazi, pero no la rubia sino la morocha. Es cierto que hubo un funcionario que creó el programa, pero fue Himmler, no un médico argentino. También es cierto que hubo un argentino funcionario del nazismo, Walther Darré, pero no era médico sino militar y dirigió el Ministerio de Alimentación y Agricultura sin relación alguna con el programa Lebesborn. No es verdad que la madre de Anni-Frid fuera judía, de modo que ella tampoco lo es.

Resulta fascinante imaginar cómo habrá sido el camino entre el hecho real y la versión que llegó a Saúl. Me recuerda el concepto de “noticia deseada” enunciado por Miguel Wiñazki que podría resumir como la tendencia a creer lo que necesitamos creer, idea emparentada con el  sesgo de confirmación. 

Los judíos parecemos tener un gran placer en encontrar judíos o ascendencias judías en todas partes, en especial en personas conocidas o famosas. Como si nos legitimara, nos diera valor, nos enorgulleciera, nos diera sustento para derribar una y otra vez el prejuicio antijudío que todavía sigue siendo parte de nuestra cultura mostrando que personas reconocidas y valiosas también lo son. 

También lo del médico argentino podría estar satisfaciendo el deseo de decirle a otros argentinos, especialmente a los que siguen mirando a los judíos con sospecha y que como argentinos se sienten libres de culpa, que hubo compatriotas cómplices de los asesinos. 

Cuando la memoria se vuelve relato, las investigaciones revelan que lo que uno recuerda de un hecho es lo que dijo la última vez que lo contó. Si algo se ha contado muchas veces, cada agregado, cada pequeña modificación o énfasis que antes no estaba, se suma al hecho en sí y poco a poco, como bien lo sabe la psicología del rumor, va cambiando y se va alejando de lo que en realidad sucedió. 

La serie The Affair lo ponía en evidencia en cada episodio. Relataba lo sucedido primero con los recuerdos de uno y luego con los recuerdos del otro. Y se veían lugares diferentes, ropas diferentes, horarios diferentes y hasta los protagonistas decían cosas diferentes. 

La memoria no es fotográfica. Y, aunque pretendiera serlo, como bien lo saben los fotógrafos, todo depende de donde se ubica la cámara, como es la luz, el tiempo de exposición, los filtros utilizados y qué se quiere enfocar. 

La verdad, lo que de veras sucedió nos es elusivo. Lo guardamos en la memoria recortado, tergiversado pero como no lo sabemos, tenemos la ilusión, vivida como firme convicción, de que refleja exactamente lo que pasó. Como esos hermanos que al compartir recuerdos de sus infancias con sus padres y no parecen haber vivido con las mismas personas, han guardado diferentes fragmentos teñidos con sus particulares necesidades y vivencias. 

El relato de Saúl ilustra, una vez más, que debemos tener mucho cuidado al enunciar un recuerdo y creer que lo hemos guardado fielmente, que no hemos dejado nada afuera y que lo estamos contando exactamente como fue. Como cerraba Guillermo Nimo sus columnas periodísticas, nos atendríamos más a la verdad si al contar nuestra versión de lo que supuestamente sucedió dijéramos “por lo menos, así lo veo yo”.