¿Por qué voy al templo?

“Mañana voy a ir al templo, a izkor” (1) dije como al pasar. Mi querido amigo Luis, abrió grandes los ojos, levantó la ceja derecha y emitió un “bueh….” despectivo. Me lastimó. 

No dijimos nada. No hacía falta. 

Entendí su gesto de sorpresa y desilusión como el haber descubierto un aspecto que contradecía, según sus ideas, lo que creía que yo era. ¿Yo, la racional, la alejada de las prácticas religiosas, la apegada a los datos científicos ¡yendo a un templo!?

Mi mamá, hija de un talmudista, añoraba el respeto a las festividades judías que había vivido en su infancia. Mi papá, por el contrario, receloso del establishment religioso, sin ser comunista creía que la religión era el opio de los pueblos. Parte del pacto de convivencia entre ellos era el alejamiento de toda práctica religiosa en casa. Sólo se alteraba entre Rosh Hashaná y Iom Kipur. Unos días antes mamá mandaba imprimir los shone toives (2) que enviaba a toda su gente. El día de Iom Kipur no comía. La noche anterior encendía una vela que duraba muchas horas “para recordar a los muertos” decía. En la tarde se vestía muy elegante y salía, seria y silenciosa, rumbo al templo, “a rezar por los muertos” respondía a mi mirada interrogativa. Desde su muerte, empecé a ir al templo ese día, a rezar por ella. O, al menos, así fue las primeras veces porque a medida que me iba familiarizando con las plegarias, los rituales, comencé a ver, y fundamentalmente a sentir, otras cosas. Hay algo hondamente conmovedor en esa congregación que sostiene un libro en la mano para seguir las plegarias, que escucha las prédicas y entona las mismas canciones. No sé bien qué es. Entro, saludo a éste y a aquél, me abrazo con este otro, busco un lugar libre, me siento, tomo el majzor (3) en mis manos, pregunto por qué página van, lo abro, busco el párrafo, lo leo rápido para entender y poder seguir luego la transliteración del hebreo. O, al menos, creo que lo entiendo. Nunca se sabe. Ya no me acuerdo de mi mamá. Volverá a tenerla cerca cuando llegue el momento del izkor, pero antes de eso y después es otra cosa. 

¿Qué es esa hermanación misteriosa que genera el ritual compartido? ¿Cómo es que ese silencio me abraza y me recibe con tal calidez y comodidad? Por momentos me conmuevo hasta las lágrimas y no me contengo, total, nadie me mira, ni tampoco me pregunto qué estoy haciendo allí, qué me pasa, por qué me pasa lo que me pasa. Me dejo ir y todo mi cuerpo se ablanda, bajan los hombros, se aflojan las manos, se entreabre la boca y soy solo aire que entra y sale. Y me siento bien. 

Casi todo lo que se dice en las plegarias y en las reflexiones empieza con el “baruj atá adonai eloheinu melej haolam” (4). Escucho la frase centenares de veces en esa tarde. ¿Por qué repetirlo una y otra vez? ¿Por qué esta insistencia de gota de agua que cae y cae y no deja de caer? Como una letanía, como un mantra, como una melodía que por conocida nos acuna y ahí estoy, la atea, la descreída, la escéptica, no solo sentadita en el templo con el libro de plegarias en la mano sino repitiendo el baruj atá adonai eloheinu melej haolam toda vez que el coro a mi alrededor me invita a decirlo y siento que soy una multitud. ¿Qué estoy diciendo? ¡¿que creo en Dios?! ¿Yo que miro las trascendencias espirituales y astrales como fantasías imaginarias que vienen en socorro de esa necesidad humana de sabernos parte de algo más allá de nosotros y que nos pretenden explicar los misterios de la vida? 

“Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, de lo que indica tu pobre filosofía” dice Hamlet (5) y apareció en mi vida, viniendo en mi socorro, mi querida y admirada amiga Diana Sperling. Comencé a asistir a sus clases sobre Torá para darle algún sentido a eso que me estaba pasando. Y lo encontré. Su particular lectura me permitió conciliar ambos mundos, el de la racionalidad y el que me parecía irracional, opiante, falso. Con enorme sorpresa y placer, aprendí que, para ella, la Torá no es un texto religioso sino un texto legal. Un texto con una larga historia en su escritura y que se ocupa de legislar lo que posibilita la convivencia humana. Las historias, lejos de la literalidad con la que se suelen leer, no pretenden ser descripciones de lo efectivamente sucedido sino que son puestas en escena literarias que muestran lo humano que debe ser ajustado para que podamos vivir en paz. La fragilidad, la vulnerabilidad, las grandezas y las flaquezas, las emociones y los prejuicios, los amores y los odios, las envidias y los celos, el orden y los cuidados, los padres y los hijos, la continuidad de las generaciones, la vida y la muerte, en fin, todo lo que nos une como especie y que debemos aprender a regular. En todo ese concierto de relatos y personajes, la figura de Dios (HaShem, Adonai, el tetragrama YHVH y otras denominaciones) es La Ley, así, con mayúsculas. La Ley a la que debemos someternos todos por igual para poder vivir con reglas y pactos claro, no hacer daño, llegar a viejos y morir en paz. 

Shemá Israel Adonai eloheinu, Adonai ejad” (6) es otra frase que se dice una y otra vez en el templo en la tarde de Iom Kipur. Siempre creí que era una declaración de la fe monoteísta pero ahora, con esta lectura que me regala Diana S. y de la que me apropio, es una declaración de respeto a La Ley: ¡Escucha ser humano, La Ley es única, La Ley es una sola! Sentada en el templo en Iom Kipur reviso mis culpas y me propongo hacer todo lo que hay que hacer para enmendarlas. 

Sentada en el templo en Iom Kipur me dejo tocar por las sombras de quienes me acompañan, me sumerjo en el silencio ritual y repito cuando puedo algunas palabras. Digo, ahora con conciencia y determinación, que La Ley de la convivencia humana es una sola y que para honrarla debo bajar la cabeza y someterme a ella. Ley que es mucho más que los supuestos diez mandamientos conocidos y que están bajo su paraguas.

No es oscurantismo ni delirio. No es irracionalidad ni esoterismo. No lo es, al menos para mí. No iría si lo fuera. Tampoco es solo mi mamá, mi papá, mi hermanito perdido, mis queridos amigos que ya no están, los asesinados en la Shoá y en otros hechos genocidas, tampoco es solo eso. Es mucho más grande y me gusta estar ahí, en medio de eso más grande, esa especie de coro desafinado cantando al unísono de gente que, sabiéndolo o  no, también dice que vivimos bajo el imperio de La Ley y que es nuestro deber y nuestra obligación aceptarlo, rendirle homenaje y cumplirlo.

Por eso voy al templo en izkor.

Por eso.

(1) Plegaria de recordación

(2) Tarjetas de felicitación por el año nuevo judío.

(3) Libro de plegarias y reflexiones para los días de Rosh Hashaná y Iom Kipur en hebreo (con trasliteración) y en castellano

 (4) Bendito seas nuestro Señor el único rey del universo.

 (5) Shakespeare, Acto 1 escena 5

 (6) Escucha Pueblo, el Señor es único, el Señor es uno.