¿Por qué voy al templo?

“Mañana voy a ir al templo, a izkor” (1) dije como al pasar. Mi querido amigo Luis, abrió grandes los ojos, levantó la ceja derecha y emitió un “bueh….” despectivo. Me lastimó. 

No dijimos nada. No hacía falta. 

Entendí su gesto de sorpresa y desilusión como el haber descubierto un aspecto que contradecía, según sus ideas, lo que creía que yo era. ¿Yo, la racional, la alejada de las prácticas religiosas, la apegada a los datos científicos ¡yendo a un templo!?

Mi mamá, hija de un talmudista, añoraba el respeto a las festividades judías que había vivido en su infancia. Mi papá, por el contrario, receloso del establishment religioso, sin ser comunista creía que la religión era el opio de los pueblos. Parte del pacto de convivencia entre ellos era el alejamiento de toda práctica religiosa en casa. Sólo se alteraba entre Rosh Hashaná y Iom Kipur. Unos días antes mamá mandaba imprimir los shone toives (2) que enviaba a toda su gente. El día de Iom Kipur no comía. La noche anterior encendía una vela que duraba muchas horas “para recordar a los muertos” decía. En la tarde se vestía muy elegante y salía, seria y silenciosa, rumbo al templo, “a rezar por los muertos” respondía a mi mirada interrogativa. Desde su muerte, empecé a ir al templo ese día, a rezar por ella. O, al menos, así fue las primeras veces porque a medida que me iba familiarizando con las plegarias, los rituales, comencé a ver, y fundamentalmente a sentir, otras cosas. Hay algo hondamente conmovedor en esa congregación que sostiene un libro en la mano para seguir las plegarias, que escucha las prédicas y entona las mismas canciones. No sé bien qué es. Entro, saludo a éste y a aquél, me abrazo con este otro, busco un lugar libre, me siento, tomo el majzor (3) en mis manos, pregunto por qué página van, lo abro, busco el párrafo, lo leo rápido para entender y poder seguir luego la transliteración del hebreo. O, al menos, creo que lo entiendo. Nunca se sabe. Ya no me acuerdo de mi mamá. Volverá a tenerla cerca cuando llegue el momento del izkor, pero antes de eso y después es otra cosa. 

¿Qué es esa hermanación misteriosa que genera el ritual compartido? ¿Cómo es que ese silencio me abraza y me recibe con tal calidez y comodidad? Por momentos me conmuevo hasta las lágrimas y no me contengo, total, nadie me mira, ni tampoco me pregunto qué estoy haciendo allí, qué me pasa, por qué me pasa lo que me pasa. Me dejo ir y todo mi cuerpo se ablanda, bajan los hombros, se aflojan las manos, se entreabre la boca y soy solo aire que entra y sale. Y me siento bien. 

Casi todo lo que se dice en las plegarias y en las reflexiones empieza con el “baruj atá adonai eloheinu melej haolam” (4). Escucho la frase centenares de veces en esa tarde. ¿Por qué repetirlo una y otra vez? ¿Por qué esta insistencia de gota de agua que cae y cae y no deja de caer? Como una letanía, como un mantra, como una melodía que por conocida nos acuna y ahí estoy, la atea, la descreída, la escéptica, no solo sentadita en el templo con el libro de plegarias en la mano sino repitiendo el baruj atá adonai eloheinu melej haolam toda vez que el coro a mi alrededor me invita a decirlo y siento que soy una multitud. ¿Qué estoy diciendo? ¡¿que creo en Dios?! ¿Yo que miro las trascendencias espirituales y astrales como fantasías imaginarias que vienen en socorro de esa necesidad humana de sabernos parte de algo más allá de nosotros y que nos pretenden explicar los misterios de la vida? 

“Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, de lo que indica tu pobre filosofía” dice Hamlet (5) y apareció en mi vida, viniendo en mi socorro, mi querida y admirada amiga Diana Sperling. Comencé a asistir a sus clases sobre Torá para darle algún sentido a eso que me estaba pasando. Y lo encontré. Su particular lectura me permitió conciliar ambos mundos, el de la racionalidad y el que me parecía irracional, opiante, falso. Con enorme sorpresa y placer, aprendí que, para ella, la Torá no es un texto religioso sino un texto legal. Un texto con una larga historia en su escritura y que se ocupa de legislar lo que posibilita la convivencia humana. Las historias, lejos de la literalidad con la que se suelen leer, no pretenden ser descripciones de lo efectivamente sucedido sino que son puestas en escena literarias que muestran lo humano que debe ser ajustado para que podamos vivir en paz. La fragilidad, la vulnerabilidad, las grandezas y las flaquezas, las emociones y los prejuicios, los amores y los odios, las envidias y los celos, el orden y los cuidados, los padres y los hijos, la continuidad de las generaciones, la vida y la muerte, en fin, todo lo que nos une como especie y que debemos aprender a regular. En todo ese concierto de relatos y personajes, la figura de Dios (HaShem, Adonai, el tetragrama YHVH y otras denominaciones) es La Ley, así, con mayúsculas. La Ley a la que debemos someternos todos por igual para poder vivir con reglas y pactos claro, no hacer daño, llegar a viejos y morir en paz. 

Shemá Israel Adonai eloheinu, Adonai ejad” (6) es otra frase que se dice una y otra vez en el templo en la tarde de Iom Kipur. Siempre creí que era una declaración de la fe monoteísta pero ahora, con esta lectura que me regala Diana S. y de la que me apropio, es una declaración de respeto a La Ley: ¡Escucha ser humano, La Ley es única, La Ley es una sola! Sentada en el templo en Iom Kipur reviso mis culpas y me propongo hacer todo lo que hay que hacer para enmendarlas. 

Sentada en el templo en Iom Kipur me dejo tocar por las sombras de quienes me acompañan, me sumerjo en el silencio ritual y repito cuando puedo algunas palabras. Digo, ahora con conciencia y determinación, que La Ley de la convivencia humana es una sola y que para honrarla debo bajar la cabeza y someterme a ella. Ley que es mucho más que los supuestos diez mandamientos conocidos y que están bajo su paraguas.

No es oscurantismo ni delirio. No es irracionalidad ni esoterismo. No lo es, al menos para mí. No iría si lo fuera. Tampoco es solo mi mamá, mi papá, mi hermanito perdido, mis queridos amigos que ya no están, los asesinados en la Shoá y en otros hechos genocidas, tampoco es solo eso. Es mucho más grande y me gusta estar ahí, en medio de eso más grande, esa especie de coro desafinado cantando al unísono de gente que, sabiéndolo o  no, también dice que vivimos bajo el imperio de La Ley y que es nuestro deber y nuestra obligación aceptarlo, rendirle homenaje y cumplirlo.

Por eso voy al templo en izkor.

Por eso.

(1) Plegaria de recordación

(2) Tarjetas de felicitación por el año nuevo judío.

(3) Libro de plegarias y reflexiones para los días de Rosh Hashaná y Iom Kipur en hebreo (con trasliteración) y en castellano

 (4) Bendito seas nuestro Señor el único rey del universo.

 (5) Shakespeare, Acto 1 escena 5

 (6) Escucha Pueblo, el Señor es único, el Señor es uno.

Las culpas y el perdón*

Imagen generada en Wall-E

Recuerdo con espanto el día en que mi hijo mayor, recién casado me llamó diciendo: “ma, me hicieron una biopsia, tengo un  melanoma maligno, en tres días me operan”. 

¡Melanoma! para mí era sinónimo de muerte. Mi hijo de poco más de 20 años se iba a morir. Y la culpa era mía. Era la madre y las madres somos las culpables de todo. O así se decía en el siglo pasado. El autismo era consecuencia de una madre distante. La homosexualidad se debía a que la madre había excluido al padre. La esquizofrenia, el asma, todo lo que no se sabía de dónde venía era psicosomático y, por supuesto, culpa de la madre.  

El melanoma de mi hijo fue extirpado hace más de 30 años y está muy bien. Pero en aquel momento yo creía que estaba a punto de quedar huérfana de mi hijo mayor (¿cómo llamar al estado en que queda un progenitor cuando muere un hijo? no existe la palabra… algunos proponen el término huérfilo pero la RAE no lo aprobó todavía). Atormentada por la culpa, me exigí recordar todo lo que yo le había hecho a lo largo de su vida y escribir una lista con cada uno de los episodios que me avergonzaban, cuando lo había retado, cuando estaba irritada y le había hablado mal, cuando había olvidado algo suyo, cuando dejé de considerar sus preferencias, cuando lo castigué por alguna insignificancia un día en que estaba cansada y con la mecha corta, en fin, todo lo que recordaba, tanto lo que me parecía grande como también chico. Todo. 

No existía ni el whatsapp ni el email, recién empezaban las computadoras, no me animaba a hacerlo por teléfono  así que lo mandé por fax con un prólogo en el que le pedía comentarios sobre cada una de las cosas de las que me acusaba para poder pedirle perdón. Esa noche me llamó por teléfono y me preguntó si estaba psicótica, si me estaba pasando algo, dijo que leyó la larga lista y que no entendía nada, que no se acordaba de nada de lo que yo decía, que parecía que le estaba hablando de otra persona o de otra realidad. Mi sorpresa fue mayúscula. Todos esos años me había estado acusando de cosas que para él no habían existido o que no había registrado de modo tan pesado como lo había hecho yo. 

Pero la sorpresa continuó porque a renglón seguido me preguntó si yo quería saber de qué cosas él me había acusado toda la vida. ¡Claro! le respondí y me dijo que iba a hacer su propia lista y que cuando estuviera me la mandaría, también vía fax. Unos días después llegó. Y fue un flash. Todo lo que él recordaba que yo le había hecho no tenía ningún resabio en mi memoria, no me acordaba de a b s o l u t a m e n t e nada. ¿Cuándo fue que lo reté y lo humillé ante un amigo porque comía papas fritas directamente del paquete? ¿Cuándo fue que hablé con su maestra porque lo había retado injustamente y él se sintió avergonzado? ¿Cuándo había pasado todo lo que para él había sido importante y que no había dejado ninguna huella en mi?

Tuve que pensar en la culpa de otra manera, porque parecían haber dos culpas diferentes, una imaginaria y otra real. El daño hecho por la culpa imaginaria es también imaginario, uno se acusa de cosas que no fueron registradas del mismo modo por el otro. Nos torturamos por cosas que creemos haber hecho pero que el otro no recibió de la misma manera. 

Con la culpa real, la que es producto de un daño que lastimó al otro, aprendí a distinguir la que se hizo sin querer de la hecha a propósito. 

El daño real y la culpa real consecuente afecta a ambas personas. Pero el daño imaginario solo afecta a uno mismo, y nos auto acusamos y mortificamos con la idea de haber herido a alguien. Esa culpa tiñe la relación de prevenciones, nos pone en alerta ante cualquier reacción o respuesta del otro y leemos cualquier cosa como una evidencia del mal que le hemos hecho. Como con el melanoma de mi hijo que yo creía y temía haber producido. 

El daño real sigue otro camino porque afecta al otro. No es solo la narrativa que nos decimos. Efectivamente hicimos algo que le dañó. 

Sin embargo no es lo mismo si fue sin querer que si fue queriendo. El daño sin querer sucede cuando nos dejamos llevar por algún torrente emocional que nos impidió evaluar bien lo que hacíamos o decíamos. También dañamos sin querer cuando no prestamos la debida atención al otro, a quién es, en qué está o qué cosas podrían hacerle daño, herimos sin querer cuando presos de nuestras emociones no consideramos al otro y le largamos algo sin haber evaluado antes si podría hacerle mal. No queremos hacerle mal, no somos culpables de eso, pero sí de no haberlo considerado, ésa es nuestra culpa real.

Cuando el daño que hacemos es a propósito, la culpa es la consecuencia lógica y sin atenuantes y es buena, hace posible la convivencia. Porque solo si nos sentimos culpables podremos enmendar lo hecho y pedir perdón.

¿Qué estamos haciendo hoy acá si no pedir perdón? Un perdón ritualizado, colectivo que nos hace comunidad y que nos enseña a convivir. 

En su libro “Los límites del perdón” Simon Wiesenthal cuenta que  estando en Mauthausen, fue llamado a ir al hospital donde Karl,  un miembro de las SS, muy enfermo, quería que un judío lo perdonara, antes de morir. Wiesenthal le dijo que él no tenía ese derecho, que solo las víctimas podían perdonarlo pero que ya no podían porque las habían asesinado. 

A diferencia de otros pedidos de perdón, el judío que recordamos y honramos hoy acá, no es el simple “perdoname” o la plegaria a Dios. Es un proceso que consta de cinco pasos.  

Uno. Es el más difícil porque se trata de asumir el daño hecho. Sea sin querer o sea a propósito. El efecto en el otro es igual, la herida es la misma, no es un atenuante. Todos los asesinos y perpetradores, tanto el ladrón de celulares como el genocida más atroz, justifican lo que hacen con algún argumento que jamás es “soy malo”, “me gusta herir”, “someter a otro me otorga poder”. Siempre la razón es que obedecí una orden, la sociedad me expulsó, me abandonaron al nacer. Nos resulta muy difícil reconocer y asumir que uno lastimó. No soportamos la idea de sentir que somos malas personas y siempre encontramos una justificación para lo que hacemos, una justificación que nos exculpa. 
Asumir lo hecho es preciso reconocerlo ante la persona dañada. Si fue sin querer, como es la mayor parte de las conductas dañinas que hacemos, está bueno hacérselo saber. “Te lastimé cuando dije o hice tal o cual cosa. No me di cuenta en ese momento pero en cuanto lo vi me sentí muy mal porque no quiero hacerte algo así.” O, si fue a propósito, podría ser “Te lastimé cuando dije o hice tal o cual cosa. El enojo me cubrió de tal manera que solo quería atacarte sin pensar en lo que hacía o decía. Estuve muy mal porque no quiero hacerte una cosa así”. 

Tres. Luego de reconocerlo, empatizar. Expresar el dolor que uno siente al ver el daño que le hizo al otro, el dolor al ver su sufrimiento, el malestar que uno causó. Lo que lo hace tan difícil es asumir que es uno el responsable. Pero es un paso imprescindible, un puente tendido entre uno que hizo el daño y el otro que lo recibió. Recién después de haberlo reconocido, de haberlo dicho y de haber empatizado se puede pedir perdón.

Cuatro. “Se que estuve mal y lo lamento mucho, lejos de mi querer lastimarte, me arrepiento de lo que hice, te pido perdón, te pido que tomes mi arrepentimiento y no me guardes rencor porque aprendí de esto y haré lo posible porque no se vuelva a repetir”. Los judíos hemos aprendido, como bien lo decía Wiesenthal, que el único que nos puede perdonar es la persona a la que hemos dañado. No es a Dios a quien hay que pedirlo, por eso un asesino no tiene perdón porque su víctima ya no le puede perdonar. El asesinato es definitivo e imperdonable. 

Pero eso aún no basta. Lo asumo, lo digo, empatizo y pido perdón. Pero falta el quinto paso.

Cinco. Compensar el daño. Compensarlo de manera concreta, con alguna acción que revele y exprese que mi arrepentimiento es de verdad, que no es una frase hipócrita o acomodaticia que digo para terminar con la cosa, sino que de verdad me arrepiento. La conducta compensatoria es lo que legitima el pedido de perdón, lo que lo hace significativo y le da el peso de la verdad.

Los cinco pasos del perdón son: reconocer el daño, asumir lo hecho, expresarlo a quien hemos dañado, pedirle perdón y compensarlo.

Luego, el perdón ya no está en nuestras manos sino en las del otro que nos lo puede dar o no. Y también tendremos que aprender a vivir con eso. Y, según nos dice la tradición judía, si no nos perdona debemos insistir dos veces más. A la tercera nuestra culpa queda eximida y pasa a los hombros de quien nos niega el perdón.

Aprovecho para decir que, como la vida es una fuente de sorpresas, aprendí que no tenemos garantías ni siquiera sobre nuestros próximos 5 minutos. Ninguno de nosotros sabe cuanto tiempo seguirá vivo o si alguna cosa inesperada torcerá nuestro camino. No lo sabemos. Vivimos como si fuéramos eternos, como si supiéramos a cada paso cuál será el siguiente, pero es una ilusión. Los que han vivido accidentes, muertes, o hechos insospechados saben de a qué me refiero. Por eso, como no tenemos ninguna garantía, no dejemos pasar el momento de pedirle perdón a quienes hayamos dañado, si no lo hacemos hoy tal vez ya no tendremos la oportunidad de hacerlo mañana. Pero además de haber lastimado, queriendo o sin querer, también amamos. Digámoslo hoy mismo, porque no sabemos si mañana nuestro ser amado lo podrá escuchar o si nosotros estaremos vivos para decírselo. 

La vida es ahora. 

No la dejemos escapar. 

Carpe Diem.

Shaná Tová ve Gmar Jatimá Tová.

  • En el día de Iom Kipur, dicho ante la comunidad de Pardés.

PS. Sigue la historia. Mi hijo, luego de leer el texto, dijo no recordar ese intercambio de “acusaciones”. Entré en la duda y me puse a buscar y encontré su texto. No era un fax, sino una carta postal. No era en forma de listado de bullets sino redactado en párrafos. Respondía a una carta mía, tampoco había sido un fax. Lo conté tantas veces que estaba convencida de que era así como lo “recordaba”. Lo bueno es que el contenido de la carta de mi hijo coincide, esto sí, con mi memoria. 26/9/23

Fingir demencia

Tal vez no todos sepan que la frase “fingir demencia” está colonizando el habla popular. Lo anticipó Camila Ramírez en TikTok diciendo que “somos la generación de fingir demencia, el país se está prendiendo fuego y vas a un boliche y está lleno … es un delirio, pero como la plata no alcanza para nada, disfrutemos”. 

La frase se instaló en muchas conversaciones especialmente entre los jóvenes. “¿No te gusta algo? ¡fingí demencia! hacé como que no pasó”. Economistas y politólogos lo aplican a conductas y hechos difíciles de digerir tanto de gobernantes como de oposición. “Fingir demencia” les cabe a todos. 

Hacerse el loco no es nuevo, es un recurso conocido para evadir a la justicia bajo el disfraz  de la inocencia. “Yo no fui”, “no sé”, “no estaba en mis cabales”. Con el permiso de Fontanarrosa, fingir demencia es hacerse el boludo.

Pareciera que pasaron de moda las cancelaciones y el lenguaje inclusivo y hace su entrada triunfal esta apología del “mechu”, de taparse el sol con las manos. 

¿Por qué se instaló? ¿Cuál es el beneficio de fingir demencia? ¿Qué dice de nosotros? Hacer como que no pasa lo que pasa ¿acaso nos protege, nos alienta, nos consuela? 

Ciertamente las cosas no nos están siendo propicias en casi ningún aspecto. Aunque siempre hay quien medra en el caos y sigue de pie, para muchos la realidad está siendo descoyunturante, descalabrante y malsana. El otrora granero del mundo no puede dar de comer y se hipoteca el futuro de los chicos. Nuestra escuela pública, de la que tan orgullosos siempre estuvimos, no consigue que los alumnos entiendan lo que leen. Nuestra excelencia universitaria no impide que el siguiente paso de los egresados sea Ezeiza.  

¿No es loco todo eso? ¿Qué hicimos para terminar así?  ¿Habrá alguna esperanza de que se recupere el sentido y vuelva a reinar la cordura? 

Viendo el contexto, tienen alguna razón los que aconsejan fingir demencia. El piso del país previsible enloqueció y ya no nos sostiene erguidos, bajo nuestros pies hay incertidumbre, confusión, locura. ¿Tal vez mantenerse cuerdo en esta realidad loca solo puede lograrse fingiéndose demente? ¿Eso piensan los jóvenes? Impotentes y descorazonados, parecieran decir que todo está tan mal que es mejor hacer como que no pasa nada y si hay manteca sigamos tirándola al techo como hacían los nenes “bien” de nuestra rancia aristocracia. 

Hay locos que locos son. Hay locos que locos hacen a los que locos no son. Y hay locos que locos se hacen para pasarla mejor. Fingir demencia parece ocurrente y cool pero revela una cara autodestructiva. Lo dicen con una sonrisa triste y burlona, pero con la cola entre las piernas, resignados, riéndose de sí mismos al tiempo que se dan por vencidos, se declaran incapaces de hacer nada y se entregan, voluntaria y alegremente, a las manos del otro. 

Al fingir demencia se acepta alegremente renunciar a actuar, a tomar decisiones, se pierde entidad, el triste destino del loco.

La demencia, fingida o real, ata las manos y lleva, bien lo sabemos, a situaciones desastrosas y sin salida. Sí, vivimos en una realidad demente, pero adaptarse y enloquecer lejos de ser un chiste es resignarse y someterse a la locura circundante. ¡No chicos! no juguemos a la demencia, resistamos el sin sentido, no abandonemos la cordura. Solo la cordura (del latin cor-cordis, corazón), permitirá que nos adueñemos de nuestro destino para que se abra, tímida pero alentadoramente, la puerta por donde se pueda colar la esperanza y no haga falta fingir nada. 

Publicado en Clarin.

Cuando solo se trata de (sobre)vivir

Tenía que hacer un trámite que me llevaría pocos minutos. “Esperame acá que ya vengo” le dije a mi marido. El sitio tenía pintado el cordón de amarillo. No me hizo caso y fue a la vuelta donde pudo estacionar. Fastidiada porque al final la cosa llevó más tiempo que el previsto le dije “vos no habrías sobrevivido en el holocausto”. Aunque su conducta fue cívicamente irreprochable me salió del alma esa especie de reproche que enseguida sentí totalmente fuera de lugar. Soy hija de sobrevivientes de la Shoá y aprendí por tanta historia escuchada que a veces atenerse a las reglas no asegura la supervivencia. Irene, una querida sobreviviente que ya no está entre nosotros, contaba que cuando sus hijos era chicos y no querían probar alguna comida ella les decía “vos no sobrevivirías al holocausto” y que cuando sus hijos veían a otros chicos que se encaprichaban con una u otra cosa le preguntaban burlonamente “ma ¿éste sobreviviría?”. 

Me pregunto cómo sobrevivir en un estado de cosas en las que las reglas son elásticas, las normas se subvierten, las expectativas son inciertas, el futuro es sombrío. No es, claro está, como vivir en una situación genocida, pero hay algo que se le parece en cuanto al desconcierto acerca de qué respetar y qué se puede alterar un poco. ¿Cuánto vale el dólar? ¿Qué es el dólar? ¿Cuál es el que hay que tomar como real? ¿Cuánto vale mi plata? ¿Qué puedo solventar hoy? ¿Es lo mismo que podré mañana? ¿Y pasado mañana? ¿Ese policía que me pide documentos es el mismo que se asocia con el narco? ¿Los números de desempleo, de pobreza, de inflación cómo se miden? ¿Cómo no sentirse un completo tarado cuando cada moratoria nos cachetea con el mensaje de que habría sido mejor no pagar? ¿Qué nos espera con la marea de chicos que salen de la escuela sin entender lo que leen? ¿Qué será de los niños que están hoy subalimentados? ¿Cómo no sentir que estamos parados sobre un piso resbaladizo, sin asideros ciertos, teniendo que sostenernos como podemos y con el constante terror de deslizarnos y caer en un pozo sin fin? 

Creo que es en todo este contexto en el que nos fuimos adecuando como la rana en el agua progresivamente caliente que uno se siente pataleando sin agua, escarbando en tierra seca, ateniéndose a normas con la desesperación de quien insiste en sentir que al menos uno hace las cosas como se debe, que uno honra el pacto básico de convivencia y respeto por el prójimo. Es lo que hizo mi marido al buscar donde estacionar y no hacerme caso a mi que quería, también yo, estirar la regla un poquito para que me fuera beneficiosa. 

Cuando el contexto es tan fuerte, uno debe recurrir a más fuerza para no dejarse vencer. Y aunque infringir las reglas sea una regla universal, respetarlas. Aunque esté aceptado que el soborno abre puertas oxidadas, no ofrecerlo y aguantarse el lento trámite burocrático. Aunque uno se sienta un iluso pagando los impuestos, haciendo las colas, diciendo gracias, por favor y disculpe cuando sea preciso, insistir porque eso nos mantiene probos y nos autoriza a mirar con lupa a los candidatos en esta futura elección. No solo sobre cuál será su plan de gobierno (si es que alguno lo enunciara con todas las letras alguna vez) sino si se propone respetar la Constitución, nuestra regla de reglas, y hacernos recuperar el orgullo de ser un país previsible, confiable y seguro. 

Mi marido tenía razón. Yo, como tantos argentinos, tengo que tener presente que sólo así sobreviviremos. Sólo así. 

Publicado en Clarin.

78 años del fin de la guerra

En Berlín, el mariscal Wilhelm Keitel firma la rendición definitiva de Alemania en la Segunda Guerra Mundial ante los soviéticos. (Foto: AFP)

Hoy se conmemora la firma de la capitulación de la Alemania nazi. Fue el fin de la guerra en Europa y el fin de la Shoá. Así como el genocidio armenio sucedió durante la Primera Guerra Mundial, el Holocausto judío tuvo lugar durante la Segunda. Genocidios y guerras interconectados. Si el nazismo hubiera triunfado el mundo no sería como es, muchos de nosotros no habríamos nacido. ¿Qué habría sido de las democracias y de la libertad? La rendición del nazismo marcó el renacimiento de la esperanza.

Alemania firmó varias capitulaciones. Por eso los norteamericanos lo recuerdan el 7, los alemanes el 8 y los rusos el 9. 

Para los sobrevivientes judíos fue su segundo nacimiento. ¡Alemania rendida! ¡Un milagro! El Reich de los mil años ya no cumpliría otro. El cuero de las botas de los orgullosos SS ya no brillaba impoluto. Ahora, con el calzado cubierto de barro, temían por sus vidas. Los otrora “puros”, bien bañados, afeitados y orgullosos, deambularon a partir de ese día sucios, asustados, algunos, dolorosa ironía, pretendiendo pasar por judíos en la esperanza de salvarse. 

Para los sobrevivientes, ocupados en encontrar destino a sus vidas, aquel mayo aún no era un mes de alegría. Europa devastada, aniquilada su economía, sin medios de transporte ni trabajo, seguían, como los años anteriores, tratando de sobrevivir día tras día, minuto a minuto. 

Los sobrevivientes recuerdan con claridad el momento en el que no hubo más nazis a su alrededor, cuando llegaron los rusos que habían sufrido tanto, los británicos, los norteamericanos. Recién ahí creyeron que tal vez podrían volver a ser dueños de sus vidas. Pero a medida que los días pasaban, que la muerte dejaba de rondar, la gran pregunta: ¿Habrá sobrevivido alguien de mi familia? La búsqueda desenfrenada en los listados que circulaba la Cruz Roja y el UNRRA no siempre respondían su pregunta. Tal vez volviendo a sus casas encontrarían a alguien. Pero ¿cómo volver sin transportes, sin dinero? Algunos lo consiguieron y al llegar a las puertas de las que habían sido sus casas recibieron un nuevo golpe: los nuevos moradores no les abrían las puertas; a veces, si lo hacían, era con insultos y hasta en algunos sitios fueron asesinados como en Kielce en 1946. No había donde volver. No había donde ir. Gran Bretaña mantenía cerradas las puertas del destino lógico, Israel y el resto del mundo seguía cerrado como luego de la Conferencia de Évian-les-bains de 1938. Los judíos, liberados del nazismo, seguían prisioneros del mundo que no tenía lugar para ellos.

Esta fecha precisó varios años para ser conmemorada. En la Argentina se debe a la determinación e insistencia de José Moskovits que lo instaló en la agenda. Reconforta el cambio producido en algunos gobiernos que ya toman el tema de la Shoá como propio, en especial el trabajo precursor y radical de Alemania. Argentina integra desde 1998 la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto, IRAH por su sigla en inglés. 

La Shoá es más que un tema judío. Es esencial aprender de sus lecciones para educar en la construcción de ciudadanos responsables que no sucumban ante falsos profetas ni ideologías salvadoras, que resistan a las manipulaciones mediáticas y, sobre todo, que aprendan a pensar por sí mismos y sepan distinguir lo que está bien de lo que está mal.

Publicado en La Nación

Las trampas de la memoria

Saúl es un sobreviviente de la Shoá que suele ser muy participativo. No puede guardarse algo que piensa, le pica, le urge comunicarlo y sea cual sea el tema del que se está hablando, si a él se le ocurre algo, lo dice. No es así debido a su edad que es mucha. Siempre fue así. Lo dicen sus hijos y sus nietos. Le gusta contar cosas y aunque a veces suene extemporáneo, da ternura su necesidad de confirmar que está y que se lo escucha.

Ávido lector, amiguero y sociable, se nutre de varias fuentes de información y disfruta enormemente compartirlo con todos. Es lo que pasó hace unos días.

En medio de la charla animada y las cucharitas girando en los pocillos de té, en su habitual tono de estoy por decir algo importante Saúl disparó:“¿Conocen el grupo ABBA?”. Varios contestamos que sí, que es un grupo sueco de dos mujeres y dos hombres y que cantan canciones muy pegadizas como Mamma Mía. Satisfecho y acomodándose en la silla, continuó. “Les voy a contar algo que seguro no saben. Es sobre la rubia”, esperó unos segundos para asegurarse de que tenía la atención de todos y siguió: “Resulta que durante la guerra la madre tuvo un affaire con un soldado alemán que debía obedecía las órdenes recibidas por el alto mando nazi de embarazar a todas las mujeres que pudiera si tenían aspecto ario. ¡Era una idea de un médico argentino que asesoraba a los nazis! ¡Un argentino! ¡increíble, no?! Bueno, el hecho es que embarazó a una muchacha que tuvo una niñita rubia preciosa, bien aria. Lo que el soldado alemán no sabía era que la muchacha era judía. Así que, -en un chan chan triunfal- la chica rubia de ABBA, ¡es judía!”.  

Si bien conocía el hecho me resultó fascinante el modo en que lo que de verdad pasó se fue modificando y con fragmentos verídicos se construyó un relato que, como una pintura al óleo en proceso, sumaba capa sobre capa cambiando formas y colores y ya no era lo que había sido en un comienzo. 

Veamos los hechos en los que se basó el relato de Saúl. Durante el nazismo hubo muchos programas destinados a “mejorar la raza aria”. Uno de ellos era Lebensborn -la fuente de la vida-, ideado por Himmler en 1933. Las muchachas alemanas de sangre pura y aspecto ario debían entregarse a muchachos igualmente de sangre pura y aspecto ario para gestar muchos niños de sangre pura y aspecto ario, los futuros dirigentes del Reich de los Mil Años. Las muchachas, orgullosas de su aporte voluntario al régimen, eran alojadas en varias locaciones en Alemania donde eran cuidadas y se atendían sus partos. Los hijos no eran sus hijos, eran hijos de Hitler, no había lazos afectivos ni cuestiones emocionales, a modo de establecimientos de cría de ganado, había que procrear y poblar. El programa fue aplicado también en Noruega ocupada y allí, una muchacha, tal vez para asegurar el sustento o la supervivencia, se entregó a un soldado alemán y en 1945 dió a luz a la niña Anni-Frid. A poco de nacer debieron refugiarse en Suecia por temor a las represalias de la población noruega que acusaban a la joven madre de colaboración con el enemigo y traición a la patria.

De modo que el relato se parece a lo que pasó. Es cierto que una de las mujeres de ABBA es fruto de una relación de su madre con un soldado nazi, pero no la rubia sino la morocha. Es cierto que hubo un funcionario que creó el programa, pero fue Himmler, no un médico argentino. También es cierto que hubo un argentino funcionario del nazismo, Walther Darré, pero no era médico sino militar y dirigió el Ministerio de Alimentación y Agricultura sin relación alguna con el programa Lebesborn. No es verdad que la madre de Anni-Frid fuera judía, de modo que ella tampoco lo es.

Resulta fascinante imaginar cómo habrá sido el camino entre el hecho real y la versión que llegó a Saúl. Me recuerda el concepto de “noticia deseada” enunciado por Miguel Wiñazki que podría resumir como la tendencia a creer lo que necesitamos creer, idea emparentada con el  sesgo de confirmación. 

Los judíos parecemos tener un gran placer en encontrar judíos o ascendencias judías en todas partes, en especial en personas conocidas o famosas. Como si nos legitimara, nos diera valor, nos enorgulleciera, nos diera sustento para derribar una y otra vez el prejuicio antijudío que todavía sigue siendo parte de nuestra cultura mostrando que personas reconocidas y valiosas también lo son. 

También lo del médico argentino podría estar satisfaciendo el deseo de decirle a otros argentinos, especialmente a los que siguen mirando a los judíos con sospecha y que como argentinos se sienten libres de culpa, que hubo compatriotas cómplices de los asesinos. 

Cuando la memoria se vuelve relato, las investigaciones revelan que lo que uno recuerda de un hecho es lo que dijo la última vez que lo contó. Si algo se ha contado muchas veces, cada agregado, cada pequeña modificación o énfasis que antes no estaba, se suma al hecho en sí y poco a poco, como bien lo sabe la psicología del rumor, va cambiando y se va alejando de lo que en realidad sucedió. 

La serie The Affair lo ponía en evidencia en cada episodio. Relataba lo sucedido primero con los recuerdos de uno y luego con los recuerdos del otro. Y se veían lugares diferentes, ropas diferentes, horarios diferentes y hasta los protagonistas decían cosas diferentes. 

La memoria no es fotográfica. Y, aunque pretendiera serlo, como bien lo saben los fotógrafos, todo depende de donde se ubica la cámara, como es la luz, el tiempo de exposición, los filtros utilizados y qué se quiere enfocar. 

La verdad, lo que de veras sucedió nos es elusivo. Lo guardamos en la memoria recortado, tergiversado pero como no lo sabemos, tenemos la ilusión, vivida como firme convicción, de que refleja exactamente lo que pasó. Como esos hermanos que al compartir recuerdos de sus infancias con sus padres y no parecen haber vivido con las mismas personas, han guardado diferentes fragmentos teñidos con sus particulares necesidades y vivencias. 

El relato de Saúl ilustra, una vez más, que debemos tener mucho cuidado al enunciar un recuerdo y creer que lo hemos guardado fielmente, que no hemos dejado nada afuera y que lo estamos contando exactamente como fue. Como cerraba Guillermo Nimo sus columnas periodísticas, nos atendríamos más a la verdad si al contar nuestra versión de lo que supuestamente sucedió dijéramos “por lo menos, así lo veo yo”.

Travestido y con otros nombres, el monstruo antisemita sigue vivo.

En la década de 1940, una importante cantidad de congresales y funcionarios norteamericanos junto a varios grupos nazis, organizaron un complot para derrocar al gobierno de los EEUU, instalar una dictadura fascista e impedir la intervención de su ejército en la Segunda Guerra Mundial. 

Tal vez, como tantos otros, yo creía que la novela de Philip Roth, “La conjura contra América”, en la que Charles Lindbergh gana la presidencia y el país asume abiertas posiciones antisemitas, había sido un mero ejercicio ficcional. Luego de conocer la historia que revela la periodista Rachel Maddow en su reciente podcast ULTRA, aquello que parecía un juego imaginativo se muestra como una aterradora realidad que podría haber pasado si esta conspiración hubiera triunfado. 

Suele ser un lugar común la noción de que la Argentina fue un refugio de nazis. Sin embargo, una vez derrotados, jerarcas, científicos y asesinos se desparramaron por todo el planeta como ratas por tirante. Las grandes potencias de entonces, la URSS y los Estados Unidos se llevaron a los “mejores”. A nosotros nos llegó parte del resto. La versión oficial de la historia enalteció la lucha norteamericana contra el nazismo y su participación en la Segunda Guerra Mundial y, aunque en gran medida fue así, ese país no fue el único baluarte ni fue homogénea la voluntad de intervenir. El relato auto glorificador invisibilizó la gesta del Ejército Rojo, artífice del retroceso de la Wehrmacht en la recuperación de los territorios conquistados del este, que inició el camino hacia la derrota nazi. 

En ULTRA Maddow reseña el complot planeado durante la Segunda Guerra Mundial por grupos de ultraderecha, gobernadores y miembros de ambas cámaras del congreso de los EEUU para instalar un gobierno fascista al estilo de Hitler o Mussolini. El plan estaba orquestado por el agente nazi George Sylvester Viereck que proveía las conexiones, el material de propaganda y el dinero para solventar el golpe militar que venía directa o indirectamente de Alemania. 

A modo de thriller político desgrana en ocho episodios la historia de esta red conspirativa cuyos primeros indicios se remontan a 1940. El Departamento de Justicia no reaccionó con la debida fuerza entonces pero, cuando dó curso a las denuncias en 1944 la amenaza fue evidente y las conexiones de importantes miembros del gobierno fueron flagrantes. Treinta fascistas y ultraderechistas fueron acusados y juzgados en lo que se llamó el Gran Juicio de Sedición (The Great Sedition Trial). 

Se piensa hoy que haberlo hecho de modo colectivo fue una de las razones por las que no pudo llegar a buen término. Treinta acusados y sus treinta abogados defensores, todos juntos en la sala, hicieron imposible la consecución de las sesiones de modo pacífico. Las constantes interrupciones vociferantes terminaron en batallas campales que el juez no pudo contener y ordenar. Luego de seis meses de sesiones encendidas y confusas, y a pesar de la fuerte evidencia con los cientos de documentos y testimonios presentados por la acusación, el súbito fallecimiento del juez Edward Eicher supuestamente a raíz de un masivo ataque cardíaco, determinó la suspensión del juicio. Todos los sediciosos evadieron la justicia y el caso fue guardado en el fondo de algún cajón a la espera de un nuevo juicio. Nunca sucedió. 

Aunque los acusados quedaron en libertad, la democracia norteamericana pudo ponerle freno al intento golpista pero la historia del Gran Juicio de Sedición que ha permanecido oculta hasta ahora, revela la capacidad de borrar ciertas cosas de las historias oficiales y el peligro de la tergiversación ideológica consecuente. 

En 1940 fueron arrestados diecisiete miembros del Frente Cristiano, grupo dirigido por el padre Charles Coughlin, figura mediática muy popular en la radio de entonces. Abiertamente antisemita, unos años antes declaró “elijo el camino del fascismo” y luego de la Kristallnacht en 1938 dijo al aire que los judíos se lo merecían. Arengaba a tomar las armas contra el gobierno y llevó a sus seguidores a múltiples manifestaciones que terminaron en acciones callejeras violentas. 

Los diecisiete detenidos planeaban asesinar a doce miembros del Congreso y hacer estallar varios edificios públicos. El plan era provocar la reacción de antifascistas y comunistas, forzar la intervención de la Guardia Civil que, unida al Frente Cristiano, desencadenaría una guerra civil. Se allanaría de este modo el camino para el golpe y la instalación de un gobierno militar fascista. Contaban con un importante arsenal de ametralladoras y bombas robadas y, a pesar de los testimonios y de la documentación probatoria del complot, el juicio naufragó y el Departamento de Justicia no pudo mantenerlos detenidos. 

Pocos años más tarde, en plena Guerra Mundial, el mismo Frente Cristiano que persistía en sus objetivos se unió a otros grupos fascistas organizados al modo nazi que tramaban complots paralelos. Uno de los más importantes fue el de las Camisas Plateadas, uniforme que seguía el modelo de las camisas pardas nazis y las negras fascistas, liderado por William Dudley Pelley “honrado de ser el Adolf Hitler estadounidense" (sic). Desde el sur de California, uno de sus planes era encontrar a los veinte judíos más destacados de Hollywood, incluidos ejecutivos de estudios, actores y artistas, colgarlos de postes de luz y fusilarlos. 

Todo esto y mucho más es lo que cuenta Maddow en su potente podcast. Juzgar a los complotados fue un gesto valiente pero el Departamento de Justicia y los fiscales no se habían hecho demasiadas ilusiones puesto que los cargos de sedición son difíciles de probar y, fundamentalmente, sabían contra qué poderes luchaban. Innumerables obstáculos, sesiones imposibles por las continuas interrupciones, gritos y demostraciones, recursos y presentaciones de improcedencia, frenaron y finalmente interrumpieron el juicio. Cientos de miles de folios quedaron archivados y finalmente olvidados. 

Aunque Maddow no lo menciona en el podcast, uno se pregunta cuánto del slogan nacionalista que usa Donald Trump, Primero América, se relaciona con el instalado por Wilson en 1916, usado por el Ku Klux Klan en 1920 y retomado por el America First Committee. Travestidos de supremacistas blancos y otras denominaciones con las mismas ideas y propósitos consideran que el Gran Juicio de Sedición fue un show político orquestado por los judíos del American Jewish Committee, de la Anti Difamation League y de la Bnai Brith para impedir la lucha de los patriotas anti comunistas. El monstruo antisemita sigue vivo.  

Publicado en La Nación

Podcast ULTRA

Podcast ULTRA en Spotify

Cuaderno de la Shoá número 9 - Presentación

fragmento de una obra de Mirta Kupferminc

Crónicas, textos y fotografías.

Crónica de Max-Gregorio Cernadas: en el magnífico Museo del Holocausto de Buenos Aires, tuve el honor de ser invitado a un acto de profunda significación espiritual, destinado a presentar una nueva edición de los “Cuadernos de la Shoá”, que edita dicho museo, esta vez dedicada a la “Indiferencia y la complicidad”, conteniendo estupendos artículos e ilustraciones, esencialmente destinada a la docencia y toma de conciencia de la tragedia del Holocausto.

Entre los diversos oradores se destacaron los sustanciosos discursos de la psicóloga Diana Wang-Argentina, la filósofa Diana Sperling y el Embajador de Alemania, Ulrich Sante.

Tuve el placer de saludar entre los invitados, a apreciados amigos del salón cultural que cultivamos con mi esposa Cecilia Scalisi, como los mencionados Ulrich Sante y las dos Dianas, y también al querido Guillermo Yanco, Vicepresidente del Museo, y de reencontrarme luego de veinte años con la talentosa artista plástica Mirta Kupferminc, autora de las excelentes ilustraciones de la publicación, con quien realizamos algunas actividades culturales durante el tiempo en que fui Consejero Cultural de la Embajada en Berlín (2000-2007).

Acaso la más trascendente lección de la noche, en mi opinión, no sólo para la cuestión de la Shoá sino también para la vida en general y, sobre todo, para estos tiempos siniestros que está viviendo nuestro país, haya sido la cita que expresó la Editora Responsable, Aida Ender que, parafraseada, dice: “Se es cómplice cuando no se combate la indiferencia”.

Disertación de Diana Sperling:

“La filosofía de Hitler es primaria. (En ella se manifiesta) una fuerza elemental. (Esas potencias primitivas) despiertan la nostalgia secreta del alma alemana. …El hitlerismo es un despertar de sentimientos elementales. (Pero) los sentimientos elementales entrañan una filosofía. (Esa filosofía) pone en cuestión los principios mismos de toda una civilización”. E. Levinas, “Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo”, 1934. Publicado en la revista L ́Esprit.

¿Cómo fue posible? ¿Cómo, en el seno de la cultura más sofisticada de Europa, surgió lo más monstruoso y maligno? Ese interrogante contiene una pregunta aun más simple y directa: ¿es posible? ¿Es posible que una madre torture a su pequeño hijo hasta matarlo? ¿Es posible que un padre aniquile a tiros a sus hijos para vengarse de la mujer que lo dejó? ¿Es posible que un energúmeno ambicioso construya una red de distribución de drogas para pudrir la vida de miles de chicos? ¿Es posible que un dictador contemporáneo invada un pequeño y pacífico país y arrase con escuelas, hospitales, casas y refugios?

La pésima noticia es que la respuesta es: SÍ. Fue posible, es posible, será posible una y mil veces más.

Dice Spinoza en su Tratado Político que el error de muchos pensadores es tratar de armar una sociedad en base, no a lo que el hombre es, sino a lo que les gustaría que fuera. Pero la realidad los -y nos- sopapea una y otra vez. Ni ángel ni demonio, el hombre es una criatura habitada por esos sentimientos elementales (pasiones, las llamaba Spinoza), y raramente guiada por la razón. O, peor aun: pulsiones asesinas que encuentran la manera de poner a la razón de rodillas y a su servicio. Tendencias e ideologías que se racionalizan, justifican y fundamentan -mediante lógicas perversas pseudo-científicas, religiosas o sociológicas- esa pulsión elemental. Una razón burocratizada.

Se impone entonces volver a la noción arendtiana de la banalidad del mal. La idea de que una persona gris y corriente es capaz de llevar a cabo las acciones más aberrantes sacude nuestro sentido común, nuestra necesidad de orden y separación, nuestra buena conciencia… Nuestro deseo de construir un “ellos” totalmente separado y antagónico con este “nosotros” de buena gente en el que nos incluimos. Porque si quienes perpetraron el horror no eran monstruos de diez cabezas y cola de serpiente, seres de aspecto mitológico ni individuos salidos de remotas cuevas, sino ciudadanos “normales”, entonces quiere decir que también nosotros, cualquiera de nosotros, es un asesino en potencia. El descubrimiento impacta. De la misma manera, cuando Freud advierte que la mayoría de los abusos infantiles han sido perpetrados por familiares cercanos… Entonces lo cotidiano, lo que tenemos frente a nosotros todos los días, lo “normal”, lo irrelevante e intrascendente puede ser, a la vez, lo más espantoso. Esa es la idea freudiana de lo siniestro: el horror que anida en lo familiar. La banalidad del mal es lo siniestro. Hannah Arendt gestó esa noción a partir de presenciar el juicio a Eichmann. Ahí entendió que el concepto kantiano de Mal absoluto o mal radical era inadecuado, porque le otorgaba al mal un estatuto de grandiosidad, una trascendencia y una sustancialidad que no se condecían con esos personajes tan insignificantes. La de Arendt fue una revelación antropológica, equivalente a la de Freud. Somos, también, eso. El buenismo de las almas bellas no resiste semejante revelación.

Este Cuaderno nos enfrenta descarnadamente con una realidad que muchas veces no quisimos, no queremos ver. Las maravillosas, impactantes imágenes de Mirta Kupferminc denuncian, creo -o es lo que yo alcanzo a percibir-, la complejidad de la condición humana. Un carozo de oscuridad en el seno mismo de la luz, pero también una chispa luminosa alojada, secretamente, en “el corazón de las tinieblas”. Como esas “astillas del tiempo mesiánico” de que hablaba Walter Benjamin…

En la pág. 84 del Cuaderno se describe la estructura del genocidio:

“Un genocidio es un proceso complejo que requiere, igual que cualquier otra empresa, un objetivo claro, una ideología, un líder, un contexto posible y los medios para solventarlo”.

Sí, pero tal vez… Si hablamos de indiferencia, podríamos pensar que ni siquiera es imprescindible la ideología. Se trata de dinero, que, como dice el texto, “ha sido un tema obviado, oscurecido y silenciado, tal vez por no parecer suficientemente importante comparado con el horror desplegado por la industria de la muerte”.

He ahí la banalidad, hermana gemela de la indiferencia. No siempre hace falta odiar a las víctimas, sostener una ideología articulada y fundamentada, contar con argumentos filosóficos o políticos para llevar a cabo la masacre. Es suficiente con que no nos importe. Con hacer la vista gorda y decir, como al pasar, “por algo será” o frases similares. No ahondar, no indagar, no cuestionarse. Hacerse los distraídos. El dinero es absolutamente banal y corre al margen de toda consideración ética. Su palpable materialidad lo exime de esos terrenos pantanosos, “espirituales”, intelectuales…

El dinero es medio y fin en sí mismo, nada hay por encima de él.

De modo que se puede ser cómplice, sí, por compartir una ideología asesina y creer fervientemente que eliminar a un grupo humano será mejorar el mundo, o se puede ser cómplice porque nada de eso importa. En ese caso, la ideología y los valores morales son, más bien, obstáculos a remover. Se trata de beneficios contantes y sonantes.

Distinto es el caso de los intelectuales que apoyaron decididamente al régimen nazi. Heidegger a la cabeza, por ser el más destacado y genial de todos. Un hombre de una brillantez pasmosa en muchísimos aspectos, con páginas de altísimo vuelo filosófico, junto a lo que Jean-Luc Nancy muy bien detecta, y con lo que -siguiendo a Arendt- titula un libro: la banalidad de Heidegger. ¿Cómo una mente tan dotada fue capaz de repetir slogans vacíos, frases acuñadas por el antijudaísmo más cerril, viejas consignas primitivas? ¿Cómo fue, cómo es posible que el brillo excepcional de un pensamiento se opaque por completo ante lo judío?

De nuevo: lo pequeño e intrascendente, lo que pasa casi inadvertido es, puede ser, lo más terrible y mortífero.

Ietzer lev adam ra mi neurav, reza un célebre versículo de la Torá (Gen. VIII: 21). “La tendencia del corazón humano es mala desde la cuna”. Pero lo curioso es que esa frase la pronuncia D´os después del diluvio, cuando se restablece la vida en la tierra. El Eterno promete: “no volveré a destruir la tierra a causa del hombre…” y, renglón seguido, la expresión que citamos. Es la comprobación de la cruda realidad lo que le inspira esa decisión benévola. “Mientras perdure la tierra, no cesarán el tiempo de la cosecha y de la siembra, el frío y el calor, el verano y el invierno y el día y la noche”. El Todopoderoso podría haber dicho, desencantado: ya que la criatura que forjé es tan fallida, destruyo todo y vuelvo a cero. Pero la conclusión sorprende. Preservar la vida tiene pues, como condición, aceptar que la maldad es parte inextirpable de lo humano. Aceptar y asumir ese rasgo es la base ineludible para crear cultura.

Paradójicamente, en el mismo orden -pero en sentido inverso- podríamos hablar de la banalidad del bien. Los cientos o miles de individuos que sacrificaron su último pedazo de pan para alimentar a un chico al borde de la muerte, las redes de solidaridad dentro de los campos, las pequeñas ceremonias y los rezos y las canciones a escondidas en las fiestas judías, los que escondieron al enfermo o calentaron al moribundo… Como para el mal, también en relación al bien surgen, aquí y allá, personas ordinarias capaces de gestos extraordinarios. Somos Jekyll y Hyde.

No se van a terminar los crímenes. Los tiranos cuentan con instrumentos cada vez más poderosos para llevar adelante sus matanzas. En lo social y colectivo, en lo individual o familiar, el horror seguirá habitando nuestras vidas y acechando en los rincones.

¿Cómo es posible la guerra, el daño, el crimen? es una pregunta que atraviesa los tiempos. ¿Por qué fracasan todos los esfuerzos de detener el mal? Habría que pensar que “hay en juego fuertes factores psicológicos que paralizan los esfuerzos (...). (Hay que considerar) …el afán de poder de pequeños grupos dominantes que someten al servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría… (Porque) esa minoría dominante tiene bajo su influencia a las escuelas y la prensa, y por lo general también a la Iglesia. Esto le permite organizar, dirigir, gobernar los sentimientos y emociones de las masas… inconscientes de los verdaderos motivos de su acción”. Así escribe Einstein en carta a Freud, desde Potsdam, en julio de 1932.

Y agrega: “¿Cómo es que esos procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una respuesta posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción, canalizado de esta manera a través de racionalizaciones ideológicas e idealistas”. !!!!!!

Y agrega: “En modo alguno pienso aquí solamente en las llamadas ´masas analfabetas o iletradas´. La experiencia prueba que es más bien la llamada ´intelectualidad´ la más proclive a esas desastrosas sugestiones colectivas”. Lo cual da por tierra con nuestras ilusiones bienpensantes de que la educación y la información serían antídotos contra el espanto…

En efecto, las más de las veces los intentos de detener la destrucción fracasan. Sin embargo, no podemos dejar de insistir. Sin garantías, sin plazos, sin utopías.

Tal vez solo podamos incrementar la conciencia de que esos sentimientos primitivos anidan en el fondo oscuro de la cultura, y que nos compete la misión de aumentar la vigilancia ante gestos de apariencia banal pero consecuencias catastróficas.

Indiferencia y complicidad, dos aspectos de la vida humana, tanto como atención, solidaridad y amor al prójimo. Porque a veces, pequeños actos cotidianos salvan una vida, ponen al mundo nuevamente sobre su eje, restituyen el sentido de la existencia y rescatan la esperanza.

Walter Benjamin decía que en cada generación late una “débil fuerza mesiánica”. Débil fuerza. A veces anémica, apenas perceptible. Pero extraordinariamente poderosa cuando se une a otros y teje una trama de abrigo, sostén, justicia y amor.

Palabras de Aida Ender:

Bienvenidos a esta presentación del Cuaderno de la Shoá 9.  Como editora responsable de la publicación, me gustaría compartir con todos ustedes los nombres y la presencia  del equipo de colaboradores de esta edición

Por favor les pido que se pongan de pie  a medida que los vaya nombrando

Susana Grinspan, Angela Waksman,Ruthy Fleischer, Natalia Rus, Feigue Machabansky, Viviana Rosenthal, y Rosa Rotemberg , ausente hoy por un viaje familiar

A los profesionales del Museo: Jonathan Karschenbaum, Fabiana Mindlin, Bruno Garbari, Julia Juhasz,  Jonatan Epstein, Federico Treguer y Brenda Ficher

A nuestra diseñadora la genial Melisa Berlin que hace que a pesar de la dureza, la angustia y la consternación que provocan nuestros textos, hace que su lectura sea sencilla y posible. No solo se ocupa de las imágenes y la diagramación sino que casi siempre sus sugerencias son muy atinadas respecto de los contenidos.

Un agradecimiento muy especial a Mirta Kupferminc, nuestra artista invitada, cuyos temas permanentes se refieren a la identidad, la memoria y las migraciones  entre otros. Su obra "Bordado en mi piel" fue la portada del primer número de los Cuadernos de la Shoá y hoy tenemos el honor de volver a contar con su talento en la tapa, contratapa y el interior del Cuaderno.

Agradecemos en particular a Ricardo Hirsh y a la Asociación Cultural Pestalozzi quienes hicieron posible la impresión de este Cuaderno. Nuestro reconocimiento también al importante apoyo de la Embajada de Alemania. Y en particular un emocionado y agradecido recuerdo a la memoria de  nuestro querido José Blumenfeld Z”L alma mater de nuestra publicación

Los Cuadernos de la Shoá  nacieron como publicación en 2009 basados en una idea de Jonathan Karshenbaum. quien fue nuestro Director Ejecutivo y el de Sherit Hapleitá durante varios años. Diana Wang y yo tomamos la idea e inmediatamente la pusimos en práctica con la incorporación de varios integrantes de la institución trabajando en equipo. Con textos breves y concisos, con testimonios de sobrevivientes y un diseño muy atractivo o fuera de lo común que siempre acompañó y le dio vida al contenido gracias a los gráficos, fotos, mapas y sus propuestas pedagógicas. Los Cuadernos de la Shoá fueron y son utilizados  para el trabajo de docentes y educadores no formales, destinatarios principales de cada número porque son un instrumento considerado muy valioso para ilustrar acerca de aspectos esenciales de aprendizaje sobre cómo fue y qué pasó durante la Shoá..

Abordamos en cada número temas específicos  como las dos guerras del nazismo, las diferentes resistencias judías, los aspectos humanos de víctimas y perpetradores, los justos y salvadores, la trayectoria e historia de mujeres, judías y no judías durante la segunda guerra, los niños sin infancia víctimas de todos los genocidios que han seguido sucediendo, la dimensión geográfica de la Shoá con mapas desplegables que ayudan a comprender el fenómeno de los escapes y destinos del pueblo judío desde la antigüedad hasta después de la Shoá.

La Legislatura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires los ha declarado en tres oportunidades de INTERÉS PARA LA PROMOCIÓN Y DEFENSA DE LOS DDHH

En octubre de 2018 , Sherit Hapleitá y Generaciones de la Shoá, se incorporaron al nuevo Museo del Holocausto con sus actividades, voluntarios y proyectos educativos Fue en esa nueva etapa institucional que presentamos el Cuaderno número 8 y a pensar en el tema del noveno. 

Inaugurado el nuevo Museo en diciembre de 2019, se declaró la pandemia en Marzo 2020, lo que nos obligó a casi dos años de inactividad presencial. Tuvimos que crear, como todos, nuevas formas de comunicación pero seguimos investigando, escribiendo, corrigiendo y diseñando . 

 Y  aquí estamos después de tanto tiempo, , muy orgullosos de presentar un nuevo Cuaderno de la Shoá: INDIFERENCIA Y COMPLICIDAD 

En este título condensamos los aspectos más relevantes de la temática abordada,

Los indiferentes y los cómplices son los protagonistas de este número de Cuadernos de la Shoá.

La mayoria de los que hacemos Cuadernos de la Shoá , sobrevivientes e hijos de sobrevivientes  directamente afectados por el Holocausto y los docentes involucrados en la tematica nos preguntamos permanentemente  ¿cómo fue posible?  

Crecimos escuchando esos relatos del horror . Fuimos  testigos de las lágrimas y el dolor  de nuestros padres , de la tristeza y el lamento por todos sus familiares perdidos, por sus vidas truncadas, por todo lo que debieron dejar una vez que sobrevivieron  a ese cataclismo aniquilador.

Los testimonios de los sobrevivientes a lo largo de todos estos años nos enseñaron que la vida siempre es más fuerte.  Se pusieron de pie, se reconstruyeron ,siguieron andando y esa urgencia por recomponerse hizo que casi inmediatamente terminada la hecatombe empezaran a trabajar, a  construir familias y adaptarse al nuevo lugar al que habían podido llegar, a sus nuevas costumbres, a sus nuevos idiomas,  a sus nuevas comidas. 

Hoy, después de tantos años, tanto nosotros, como  nuestros descendientes y las personas que visitan este Museo  nos sigamos preguntando lo mismo

 ¿Como fue posible? 

 En cada uno de los capítulos en los que está dividida la publicación intentamos desarrollar algunas de las respuestas a esa pregunta .  

Esa pregunta que se hacían nuestros padres de ¿Cómo fue posible? vuelve una y otra vez  transcurridos casi más de 80 desde que todo comenzó.

  • ¿Cómo fue posible que el pueblo alemán se encolumnara detrás de la política asesina de Hitler?

  • ¿Cómo fue posible que la población aceptara con tan poca oposición la conducta discriminatoria primero y las progresivas restricciones a los judíos después?

  • ¿Cómo fue posible que los jóvenes adhirieran con tanto entusiasmo al nazismo?

  • ¿Cómo fue posible que los padres, años más tarde, enviaran a sus hijos a la guerra sabiendo que podían morir?

  • ¿Cómo fue posible que la gente común no se rebelara?

  • ¿Cómo fue posible que tantas personalidades prestigiosas crearan, sostuvieran y legitimaran esa ideología y el exterminio?

  • ¿Cómo fue posible que tantas empresas colaboraran en la financiación del nazismo?

  • ¿Cómo fue posible que los médicos infringieran el juramento hipocrático y participaran de experimentos reñidos con las reglas más básicas de la humanidad?

  • ¿Cómo fue posible que tanta gente participara de las matanzas?

  • ¿Cómo fue posible lo que sucedió?

  • ¿CÓMO FUE POSIBLE?

Estas preguntas siguen vigentes acuciando a la Humanidad. El intento de responderlas está desarrollado en los 5 capítulos del Cuaderno de la Shoá número 9

Capítulo 1.- Alemania y los judíos.

Capítulo 2.- La propaganda, construcción de consenso.

Capítulo 3.- Complicidad y colaboración.

Capítulo 4.- Financistas y oportunistas, los buitres del genocidio.

Capítulo 5.- El saqueo a las víctimas.

Gracias por creer en nosotros y en nuestro trabajo, por acompañarnos y darnos fuerza para seguir manteniendo vivo este importante logro educativo.

Porque como dijo alguna vez el Profesor George Steiner:

"TODO HOMBRE ES CÓMPLICE DE AQUELLO QUE LO DEJA INDIFERENTE."

Palabras de Diana Wang:

Aída dejó flotando los ecos de ¿cómo fue posible? 

Casi 80 años después, luego de  miles y miles de documentos, testimonios, investigaciones, papers, libros, conferencias y congresos, todavía nos lo seguimos preguntando. 

En este noveno número de Cuadernos de la Shoá, indiferencia y complicidad, nos preguntamos cómo fue posible mirar para otro lado y apoyar moral, intelectual y económicamente la política asesina nazi.

Para muchos, la era tormentosa del nazismo fue una oportunidad para ganar poder, figuración, posición social y lucro. “A río revuelto, ganancia de pescadores” pero la revoltura de este río ocultaba millones de ahogados en su seno.

Las guerras son una fuente de enriquecimiento para muchas empresas, armamentistas, metalúrgicas, textiles, químicas, alimenticias. La Segunda Guerra Mundial fue una oportunidad que muchos aprovecharon sin contemplaciones y con avidez. 

Empresas alemanas como IG Farben, BMW, Siemens, Porsche, Volkswagen,  Mercedes Benz, Audi, Krup, Hugo Bos, Adidas, y algunas extranjeras como IBM, Ford, General Motors, Standard Oil, General Electric, Coca cola, Kodak. Y las que se beneficiaron con el trabajo esclavo como Nestlé, Maggi, Novartis por nombrar unas pocas. 

También bancos. Los dineros de las transacciones, préstamos y pagos, vehiculizados por ellos y que en cada operación muerden un cachito y atentos a su beneficio, tampoco miraron para quién ni para qué. 

Empresas y bancos. Empresas y bancos que siguen existiendo. Algunos expresaron su arrepentimiento por aquel apoyo y aquella participación con programas y fondos de compensación. Otros siguen en silencio.

Como decimos en el Cuaderno, el dinero no tiene ni color ni olor, el dinero quiere más dinero, el objetivo de las empresas en ganar dinero, el dinero se atrae a sí mismo y no le importa quién lo da, cómo se consiguió y para qué se usará.  

Pero en el “cómo fue posible” tienen un lugar protagónico las personas. Fue lo que más difícil nos resultó en la composición de este Cuaderno porque choca contra el más elemental de los contratos sociales de la convivencia humana, lo que respetan los mamíferos que no hieren a los de su manada. La involucración de pensadores, académicos, profesionales y técnicos requirió que dejaran de percibir a los judíos como parte de la manada humana. Desdichado triunfo de la propaganda, el segundo de los cinco capítulos de esta publicación. Ese genio del mal que fue Joseph Goebbels lo tuvo claro desde el principio y fue a sus instancias que se creó el Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda. Que la propaganda es esencial en la construcción de consensos ya lo habían probado los soviéticos y fundamentalmente la Iglesia con su incesante tarea de propagar la fe. De ahí el nombre de propaganda, de propagar. 

Pero el nazismo subió la apuesta con la creación del ministerio, que torció la más elemental moral cristiana del pueblo alemán y lo llevó a la aceptación de la cuestión racial. Propagar la idea de que no éramos semejantes hizo posible cambiar el “amor al semejante” cristiano por el odio a los judíos. El ministerio de propaganda centralizaba y controlaba la educación, la prensa, el entretenimiento, las artes, los sindicatos, las ciencias y la cultura toda. Como pulpo de múltiples tentáculos llegaba a todos los rincones del alma alemana instilando e instalando al judío como la amenaza, como el enemigo que había que excluir primero, deportar después y exterminar finalmente. El apoyo al judío o a cualquier causa que lo defendiera, era traición a la patria y se penaba con el ostracismo cuando no con la prisión. El poder de la propaganda era tal que, sumado a prejuicios anteriores, al terror reinante, al oportunismo de muchos para ascender a mejores posiciones, hizo posible que tantos se embarcaran en la gesta genocida. Menciono solo, y a modo de ejemplo, los arquitectos, ingenieros, químicos y técnicos que diseñaron las cámaras de gas. 

¿Los imaginan alrededor de mesas exponiendo las características que debían tener? Diseñar y planificar espacios en los que cupiera la mayor cantidad de gente posible, que murieran lo más rápido posible, que costara lo menos posible y que el procedimiento permitiera una rápida limpieza para que el gas remanente no amenazara a los que debían entrar a quitar los cadáveres, lavar el piso y dejar todo en orden para el siguiente grupo. ¿Se dan cuenta de la monstruosidad de lo que dije? ¿Imaginan las conversaciones que debieron sostener estos profesionales pensando en cómo matar más eficientemente? Y ¿qué decir de los médicos que tenían a mano a cuantos quisieran para hacer los experimentos más increíbles, arbitrarios, crueles e impunes de que se tenga memoria?

Todo esto es lo que a mí me voló la cabeza y, aunque sé que la propaganda y todo lo que dije antes de las conveniencias personales fueron ingredientes esenciales, igual no me lo puedo creer. 

Y no quiero dejar de mencionar el último y estremecedor capítulo, el del saqueo a los judíos. Del campesino que negocia un vaso de agua por objetos de oro a un deportado a Treblinka que se asoma sediento por una rendija del vagón cuando el tren está detenido. El regateo de una alhaja por agua. Y de los que alegremente se apropiaron de objetos de arte, muebles, ropa, viviendas. 

Deportados,  aprisionados, asesinados, saqueados en cada una de las etapas.  

Este cuaderno es el más inquietante de todos porque nos abre, con un cuchillo oxidado y putrefacto, la pregunta de cómo fue posible.

Jan Karski, el diplomático polaco que denunció al mundo lo que estaba sucediendo con los judíos cuando todavía podía ser frenado, dijo que cuando se entrevistó en 1942 con Felix Frankfurter, miembro de la Corte Suprema de los EEUU, judío, y le contó lo que había visto en guetos y campos, aquel le dijo “no lo puedo creer”. Karski le preguntó ofendido “¿usted cree que le estoy mintiendo?” y el juez respondió “no, no creo que me esté mintiendo, es que no puedo creer lo que contó”.

A mí también me sigue costando creerlo.

Fotografías de las imágenes tomadas de la obra de Mirta Kupferminc: