La IA lo dice perfecto.

No sé para qué me siento a pensar y escribo.

Hay que barajar y dar de nuevo.


Después de publicada la columna, un amigo me envió su intercambio con el Chat GPT. 

Su pregunta fue:"Si todo se puede disfrazar y cambiar ¿Cómo distinguir verdad de mentira?". 

Respuesta: Es cierto que muchas cosas pueden ser disfrazadas y cambiadas, pero la verdad y la mentira se pueden distinguir a través de varios métodos y técnicas.

Uno de los métodos más efectivos para distinguir la verdad de la mentira es a través de la observación y el análisis del comportamiento de la persona que está hablando. La comunicación no verbal, como el lenguaje corporal, los gestos y la expresión facial, pueden ser indicadores importantes de si alguien está diciendo la verdad o no.

Otro método para distinguir la verdad de la mentira es hacer preguntas adicionales y profundizar en el tema. Si alguien está diciendo la verdad, es probable que pueda responder preguntas adicionales con facilidad y claridad. Sin embargo, si alguien está mintiendo, es posible que tenga dificultades para mantener una historia coherente y lógica.

También es útil examinar la evidencia disponible y buscar pruebas adicionales. Si alguien está diciendo la verdad, es probable que haya pruebas o evidencia que respalde sus afirmaciones. Si alguien está mintiendo, es posible que no haya pruebas o que las pruebas sean inconsistentes o no confiables.

En última instancia, distinguir la verdad de la mentira requiere una combinación de observación, análisis crítico y evaluación de la evidencia disponible. Si bien puede ser difícil determinar la verdad en algunas situaciones, con práctica y experiencia, es posible mejorar la capacidad de distinguir la verdad de la mentira.


Como la respuesta se enfocaba en el encuentro personal, pensé que faltaba en la pregunta la referencia a las redes sociales, que es ahí donde se hace difícil y se hará progresivamente más difícil, distinguir verdad y mentira. He aquí la atinadísima respuesta. 

Distinguir la verdad de la mentira en las redes sociales puede ser un desafío, pero hay algunas estrategias que pueden ayudarte a evaluar la credibilidad de la información que encuentras:

  • Verifica la fuente: antes de creer cualquier información que encuentres en las redes sociales, asegúrate de que provenga de una fuente confiable y legítima. 

  • Investiga la fuente y verifica si es conocida por producir contenido preciso y confiable.

  • Busca corroboración: si encuentras información que te parece sorprendente o dudosa, intenta buscar otras fuentes que la corroboren. Si varias fuentes confiables informan lo mismo, es más probable que la información sea verdadera.

  • Evalúa el contexto: a menudo, las historias falsas o engañosas están fuera de contexto o tergiversan los hechos. Lee más allá del titular y trata de entender el contexto completo antes de aceptar la información como verdadera.

  • Analiza el tono y el lenguaje: el tono y el lenguaje del contenido pueden revelar si es engañoso o sesgado. Presta atención a las palabras que se utilizan y si hay un sesgo en la presentación.

  • Busca evidencia: si una historia afirma algo específico, como un hecho o una estadística, busca evidencia que lo respalde. Si no se proporciona evidencia o es escasa, es posible que la información no sea confiable.

  • Ten cuidado con la desinformación intencional: algunas personas en las redes sociales tienen una agenda y pueden difundir desinformación intencionalmente. Si te encuentras con información que parece estar diseñada para engañar o manipular, es probable que sea falsa.

En resumen, para distinguir la verdad de la mentira en las redes sociales, es importante verificar la fuente, buscar corroboración, evaluar el contexto, analizar el tono y el lenguaje, buscar evidencia y tener cuidado con la desinformación intencional. Siempre verifica la información antes de compartirla o tomar decisiones basadas en ella.

El desafío de la IA: ¿verdad o mentira? *

¿Cómo saber si ese video que llega por Whatsapp no es fraguado? ¿Cómo saber si ese texto que leemos fue escrito por un humano o por el chat gpt? Además de las conocidas fake news, la IA (inteligencia artificial) hoy permite audios y videos fraguados y textos no escritos por humanos. ¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira? 

Algunos científicos, tecnólogos y pensadores de nota levantan la voz de alarma con toda razón y piden poner freno a la amenaza de los desarrollos de la IA temiendo que destruyan nuestro mundo así como lo conocemos. 

La alarma es legítima pero sospecho que el freno no es posible. La inagotable pasión del conocimiento y las posibilidades económicas que prevén las grandes corporaciones son un flujo imparable. Como en la antesala de un nuevo mundo, todos quieren ser parte del descubrimiento, la creación y los desarrollos. Nadie quiere quedarse afuera. 

El aluvión de programas de IA y su poder de reemplazar mucho del trabajo humano tiene además la potencia de controlar individuos, sociedades, empresas y gobiernos. Tal vez se pueda regular y controlar -con el peligro que entraña quién lo controla y con qué objetivos- pero difícilmente se podrá frenar. La IA llegó para quedarse. 

¿Cómo convivir con el ataque a la credibilidad de estos productos que desafían nuestra percepción? Si se puede tomar la imagen y la voz de cualquiera y hacerle decir cualquier cosa, nuestro registro de la realidad está sufriendo un ataque masivo, pone en cuestión lo que es y lo que no es. 

Ya el photoshop había demostrado que las imágenes que circulan en las redes pueden estar intervenidas y que no podemos estar seguros de que la imagen publicada sea fidedigna. Ahora se agregan los audios y los videos. Cunden las voces de alerta pero, dado que no lo podremos frenar, tal vez tengamos una excelente oportunidad para estimular y entrenar el juicio crítico. Si todo puede ser intervenido y modelado a gusto, habrá que aguzar el músculo de la cautela y la credibilidad. Nada podrá ser tomado por cierto a priori. Ni textos ni voces, ni noticias ni imágenes. 

Antes de creer tendremos que asegurarnos de que efectivamente fue así. “Lo vi o lo escuché por televisión” o “me llegó por whatsapp, facebook o instagram” ya no son indicadores verosímiles. Antes de darlo por cierto y difundirlo, es preciso confirmarlo por varias fuentes confiables, como hace todo buen periodista. Y acá se nos abre una oportunidad insospechada. Podría ser una nueva materia en la educación formal, especialmente para nuestros adolescentes tan sometidos al mundo de la imagen y pendientes de los “likes”. Una materia que exponga el proceso de construcción de estas falsedades, su backstage, y desarrolle el juicio crítico que permita distinguir lo falso de lo real.

Y también, vaya paradoja, como la mejor manera de confirmar la veracidad de algo es con quien lo dijo, deberemos volver al encuentro vivo en lugar de fiarnos de una red social. Volver al mundo del encuentro, del diálogo, de la pregunta y de la conversación. Volver a usar el teléfono como tal y llamar a quien corresponda, cuando sea posible, para saber si eso que está circulando lo dijo o no lo dijo.

La IA, como aquel robot soñado que resolvería todos nuestros problemas, no distingue verdad de mentira. Amenazados con vivir en un mundo de espejismos la salida es recuperar nuestra humanidad y volver a buscarnos, en carne y hueso, el ojo en el ojo, la única manera de saber si lo visto o leído sobre lo alguien cree o dice es, de verdad, lo que cree que dice.

*El título fue generado por Chat GPT


Publicado en Clarin.

Del silencio al testimonio

Del silencio al testimonio - Sobrevivir para contar - Callar para vivir

Fueron muchas décadas de silencio. Los sobrevivientes de la Shoá comenzaron a hablar públicamente a finales del siglo XX. Solo lo habían hecho, y no siempre, en el ámbito privado. Un silencio particular que invita a reflexionar acerca de sus motivos y su evolución desde 1945 hasta la fecha. 

Después de 1945. Una vez vueltos a la vida debieron encarar cómo vivir. Echados de sus hogares, perdidas familias y lazos conocidos, los esperaban los duros escollos de encontrar un destino y conseguir los recursos para llegar. “¿Dónde puedo ir?” llora la canción sobre aquel mundo de puertas cerradas. Israel -entonces Palestina bajo mandato británico- y Estados Unidos tenían estrictas cuotas de inmigración, los otros países tenían prohibido otorgarles visas, conseguirlas requería conexiones, estrategias y dinero. 

Una vez encontrado un sitio, toda su atención y energía debió destinarse a la adaptación, idiomas, costumbres, lugares, todo desconocido, un tanto amenazante. Llegaron sedientos de contar pero pocos querían escuchar. Y cuando lo hacían, muchos no les creían y otros, fue el golpe más fuerte, los acusaban de “haber hecho algo para sobrevivir”. Entendieron rápidamente que mejor era callar ante la incredulidad y la acusación que dolía, humillaba y avergonzaba. No podían explicar lo que habían vivido, todo estaba demasiado cerca y  solo sabían lo propio, les faltaba la perspectiva más amplia de la compleja y terrorífica realidad  perpetrada por el nazismo. ¡Había tanto por hacer para salir adelante en la nueva vida! ¡Manos a la obra, mejor callar! 

El ala de la izquierda judía comenzó a conmemorar en la década del 50 el “Heroico levantamiento del gueto de Varsovia” que al tiempo que enaltecía a los resistentes, implicaba que quienes no habían resistido de ese modo glorioso, habían sido cobardes. 

Un motivo más para callar.

Década del 60. Cuando comenzaron los reclamos por indemnizaciones, entre los requisitos para ser lograrlo, los sobrevivientes fueron evaluados psiquiátricamente. Ante la desesperación por no poder documentar lo perdido muchos fraguaron o exageraron trastornos que los haría beneficiarios de una compensación. Fue descripto entonces el “síndrome del sobreviviente” cuyos ingredientes eran negación, desapego emocional, pesadillas, angustia, insomnio, necesidad de control y culpa; el habla popular lo llamó “el loco de la guerra”. 

Estas conclusiones psiquiátricas no coincidían ni con mis padres ni con los sobrevivientes que habían sido mi familia. Eran personas vitales, trabajadoras, sociables, entregadas a sus desarrollos personales, construyendo su “parnasá” con entusiasmo, generando familias sanas con hijos que cimentaban el futuro a fuerza de trabajo y estudio. No se diferenciaban de otras familias de inmigrantes. 

¿Pero por qué no contaban lo que habían vivido? Y resultó que no era solo un tema de los sobrevivientes de la Shoá. En todos los genocidios del siglo XX la voz de los sobrevivientes se empezó a escuchar recién varias décadas después. 

El camino no fue una línea recta. Veamos su cronología.

Año 1961. El juicio a Adolf Eichmann abrió una brecha en el muro del silencio. Los sobrevivientes fueron llamados a testificar y por primera vez después de terminada la guerra se conocieron caras e historias que se difundieron por todo el mundo. Fueron visibles por primera vez y de modo positivo. La sociedad israelí llamaba “savon” a los cobardes en obvia alusión al mito de que los judíos fueron convertidos en jabón, esos judíos llamados  guéticos, despreciados doblemente porque supuestamente se habían dejado conducir “mansamente como ovejas al matadero” y porque si habían sobrevivido era debido a “algo” que habían hecho. Su presencia en el tribunal les devolvió algo de la dignidad que la sociedad les había escatimado y con ello, el derecho a hablar. Pero no fue suficiente, aún no era el tiempo. A poco del juicio, la brecha se cerró y se restableció el silencio. 

Año 1978. La serie norteamericana “Holocausto” que todos vimos tensos y aferrados a nuestros asientos fue un nuevo intento de quiebre. Era la historia de los Weiss,  una familia alemana, gente de la cultura bien diferente del judío “cobarde y pasivo” tan estereotipado. Pero tampoco alcanzó. Fue otra llamarada que se apagó pronto. Siguieron callando. 

 Año 1993-1998. Todo cambió, el dique del silencio finalmente se quebró con “La lista de Schindler” de Steven Spielberg y la creación de la Shoah Foundation con su mayúsculo proyecto de registrar los testimonios de los sobrevivientes. Convocados, uno por uno, a contar su historia, decían orgullosos “Di mi testimonio a Spielberg” como si el director mismo hubiera estado en su casa. Dignificados y reconocidos, ahora que los querían escuchar, podían y querían contar. Luego de décadas de silencio protector fue un acto de resignificación y justicia, y desde entonces hasta la actualidad, no pararon de hablar. Las viejas hipótesis de negación se mostraron inexactas, los “locos de la guerra” no sufrían de locura. No hubo negación ni olvido. Recordaban todo, querían contar todo. 

Cuarenta años después, había llegado el momento. Pero la pregunta de por qué guardaron silencio tanto tiempo seguía sin ser respondida.

Un silencio protector. Jorge Semprún relató en “La escritura o la vida” (1994) que una vez fuera de Buchenwald, donde había sido deportado por comunista, no pudo escribir lo vivido hasta mucho después porque sumergirse en aquel barro pegajoso le impediría seguir viviendo. Cuatro décadas necesitó para ponerse en contacto con aquello sin temer que esos recuerdos, dolorosamente adheridos, no le dejaran vivir. Su dramática opción era escribirlo o vivir. Su propuesta de que el silencio había sido una protección para él me hizo pensar que si no habrá sido similar para otros sobrevivientes.

No todas las víctimas de éste y otros hechos genocidas callaron pero los que hablaron prematuramente se hundieron en la victimización de donde no podían salir. En sus casas, el tema recurrente y agobiante cubría creaba un contexto de resentimiento y las relaciones intrafamiliares se teñían de culpa, ira e irritación. Definidos solo como víctimas esperaron un reconocimiento que la sociedad no estaba aún en condiciones de dar. El hablar prematuramente no les alivió y les impidió operar con el trauma o resignificarlo. Al victimizarse hicieron de la experiencia su eje de identidad quedaron sumidos en una penuria opaca y adhesiva que entorpeció sus vidas a cada paso como temía Semprún y lo confirman los suicidios de Bruno Bettelheim, Paul Celan, Jean Améry, todos sobrevivientes de la Shoá que hablaron tempranamente. También está la dudosa muerte de Primo Levi cuyo libro “Si esto es un hombre” publicado en Turín en 1947 con una tirada modesta pasó inadvertido. Era pronto todavía. 

Un silencio reestructurador y posibilitador. La dimensión temporal del silencio, se hizo más sólida cuando Dominique Frischer en “Les enfants du silence et de la reconstruction” (2008) propuso la idea de que no solo el silencio no fue patológico sino que fue estructurante y esencial para que los sobrevivientes pudieran recuperarse y reconstruirse. “Recién cuando el sobreviviente siente que el pasado ha quedado atrás, cuando los pasos dados a posteriori lo tranquilizan porque todo ha seguido bien es cuando, paradójicamente, puede ponerse en contacto con lo vivido, mirar hacia atrás y comenzar a hablar”. 

Durante mucho tiempo creí y sentí al silencio vivido en casa como algo negativo. En mi propósito de comprenderlo y deconstruirlo, confusa y dolida por la ausencia de palabras con la que había crecido, describí seis razones para ello : no existían formas de nombrar aquello, la sociedad no quería escuchar, los padres no querían herir a los hijos, había diferentes categorías del sufrimiento según lo vivido por cada uno, la continuidad de la vida se habìa quebrado y la experiencia durante la Shoá estaba enquistada sin poder ser integrada y por último, los caminos no lineales en que se vive y procesa la memoria. 

Más tarde cuestioné al silencio como condición negativa y me pregunté si siempre era conveniente hablar. ¿No será, para algunos, en algunos casos,  abrir una caja de pandora despertando fantasmas que era preferible mantener dormidos? En una sociedad tan psicoanalizada como la nuestra, tan colonizada por la idea de que hablar de todo y  siempre es bueno, revisarlo fue ligeramente subversivo. Vinieron en mi ayuda las ideas de Semprún y Frischer. 

Frischer redobla la apuesta de Semprún: No solo el silencio fue protector sino estructurante, hizo posible seguir viviendo.

No parecía lógico pero coincidía con mis propias observaciones y dado que mi experiencia profesional me había mostrado que luego de sufrir un ataque hablar solía ser beneficioso me pregunté por qué no lo era en todos los casos. ¿Cuál era la diferencia? Tal vez estribaba en que el ataque sufrido en la Shoá no fue individual sino colectivo. Con la premisa de que se trató de dos situaciones traumáticas que determinan distintos procesamientos y caminos elaboré la hipótesis que sigue.

Dos traumas diferentes. El concepto tradicional de trauma se ubica en la esfera individual. El ataque individual (violación, secuestro, robo) es entre dos personas, el perpetrador y la víctima. El perpetrador tiene un propósito personal generado por objetivos personales y emociones como codicia, odio, desesperación. Cuanto más pronto pueda la víctima ponerlo en palabras, mejor su procesamiento, pronóstico y recuperación. Cuanto más tiempo calle, anclará más hondo en su subjetividad hundiendo a la persona en la victimización sin permitirle emerger de allí y seguir su camino. El ataque personal y emocional es algo que compartimos con los mamíferos. 

En el  ataque colectivo ya no son dos los que intervienen, son cuatro. El perpetrador responde a una entidad superior -Estado, gobierno, ejército-, no ataca con un propósito personal y emocional sino que obedece órdenes. No importa la identidad de la víctima sino su pertenencia al grupo designado como blanco. Los cuatro elementos son: un Estado perpetrador, un ejecutor, el grupo designado y un miembro del mismo. El ataque no es personal ni emocional sino racional, “para el bien de la sociedad”. 

El ataque colectivo, típico de hechos genocidas, es exclusivamente humano. 

Sobrevivir a un trauma colectivo requiere tiempo. 

El trauma colectivo vulnera el contrato social cuando el Estado, cuya tarea es proteger y cuidar, es el que asesina. Socava las bases sobre las que nos constituimos como individuos y corroe la confianza básica. Recuperar la confianza demolida, darle voz y palabras, es un proceso que requiere tiempo para ser consolidado. 

El trauma colectivo cambia las expectativas, las normas y los lugares dentro de la sociedad. Los parámetros de la educación se vuelven otros, otras las reglas de la vida. Se subvierte lo que cualquier religión predica y hacer lo que antes se penaba pasa a ser deseado y premiado. Los que eran amigos se vuelven enemigos, lo que estaba bien está mal, lo que estaba mal está bien. Estaba prohibido ayudar a un judío en Polonia durante la ocupación nazi, refugiar, proporcionar un salvoconducto, dar tan solo una papa que le permitiera vivir un día más. Si el ayudador era descubierto, antes de asesinarlo se mataba a toda su familia. Hacer el bien, ser solidario pasó a ser un delito. La denuncia, la delación, la tortura, el engaño eran alentados y premiados por el Estado. La prisión sin causa, el asesinato programado en manos de quien se comprometió a cuidar, fragmenta el piso sobre el que se está parado, la confianza básica sobre la que se sustenta nuestra vida en sociedad. Recuperar esa confianza es, y eso es lo que hemos aprendido de los sobrevivientes de la Shoá y de los otros genocidios del siglo XX, una construcción personal y colectiva que no sucede de la noche a la mañana.  

Este silencio de décadas se replica en los sobrevivientes sudafricanos, los de la masacre de Ruanda, los de la guerra de Argelia, los de las limpiezas étnicas en los Balcanes, los de Malvinas y de la dictadura argentina y la chilena, la uruguaya, la brasilera, los sobrevivientes del genocidio armenio, los sobrevivientes de la Shoá, todos requirieron tiempo para recuperar la confianza y en ese lapso han mantenido silencio.

Vivimos en una cultura que estimula el hablar. Nos circunda la idea, promovida probablemente por los templos psi y sus sacerdotes y feligreses, de que hablar es siempre sanador y que quien no lo hace está en riesgo de alguna severa patología mortal e incurable. Es sin dudas saludable intentar poner orden y otorgarle operabilidad a nuestro mundo interno y a nuestras relaciones y penas. Pero de ahí a enunciar una ley general, para todos los silencios de todas las personas en todas las situaciones, hay un trecho que requiere de una consideración más detenida. 

La psicología observa y reflexiona sobre el  trauma individual que sucede entre dos personas particulares, no el que ataca el contrato social. La conducta de un delincuente, un enfermo, un enemigo, no lesiona la estructura social. El sufrimiento, el agravio y sus consecuencias en las víctimas dependen, por un lado del grado del ataque, y por otro de que se le pueda poner las palabras lo más pronto posible para que no permanezca tóxico y enquistado. 

Por el contrario, la lesión de un trauma colectivo perpetrado por el Estado es de otro orden, corroe la legalidad que sustenta la convivencia, ataca la comunalidad, la vida gregaria, al contexto social imprescindible sobre el que construimos nuestra subjetividad. Cuando nos tenemos que cuidar de quien nos tiene que cuidar ¿cuáles son los parámetros a los que ajustarse? El mapa pre-existente deja de ser válido, se pierden los puntos de referencia. Ya no sabemos a qué atenernos, en quien confiar, dónde ir, cómo comportarnos. Si el Estado nos designa como sus enemigos somos parte del “enemigo interno” ese “uno entre nosotros” a perseguir, detener y extirpar, quedamos fuera de la ley. La confianza queda herida de muerte. 

Y cuando todo termina, cuando se emerge del “bache” genocida oscuro y arbitrario, cuando se recupera la vida “normal”, hay que hacer un esfuerzo supremo aferrarse a sus bordes del bache y reinsertarse esperando volver a confiar. Las ganas de vivir son incontenibles, como ese hilito de agua que siempre encuentra un cauce y en su camino arrasa con todo porque tiene que seguir. Vueltos de la iniquidad y la muerte hay que trabajar, construir proyectos, demostrar y demostrarse que lo vivido fue un accidente transitorio, como ese rayo fatídico que cayó un día y quemó la casa, convencerse de que las cosas volverán a sus cauces, que el imperio de la ley se ha establecido y que todo va a estar bien, que ya ha pasado el peligro. Volver la vista atrás amenaza con despertar los fantasmas, con perder pie y resbalar en excrecencias y restos sociales pringosos. Y se pone toda la energía en la reconstrucción de la confianza perdida y el sobreviviente apuesta -¿qué alternativa tiene?- a esta sociedad que hace un instante lo había traicionado. Es que si no confía no puede seguir viviendo. ¿Cómo hacerlo cuando la vivencia de traición sigue viva? Tiempo, hace falta tiempo para ir restableciendo los indicadores de que la sociedad va recuperando su cordura, que vuelve el mundo de reglas previsibles en el que se estará a  salvo. Lo que pasó, pasó, quedó en ese “bache” oscuro y sin palabras. Además nadie quiere oír. Hablar de lo que pasó es enfrentar a toda la sociedad con su propia ignominia. El sobreviviente calla mientras se recompone pero también es invisibilizado en su padecer porque es un testigo incómodo y nadie quiere oír su testimonio. La sociedad todavía no puede. Y hay que seguir viviendo. Hasta que llega el momento de hablar.

Los testimonios de los sobrevivientes de la Shoá. 

Callaron pero no olvidaron. Ni negaron. Ni reprimieron. Entre ellos hablaban, no públicamente. Decidieron mirar hacia adelante, como el hilito de agua. Y décadas después, con sus vidas hechas, el pasado bien atrás y la sociedad en condiciones de revisarse y de mirarse en ese espejo deformante de su esmirriada humanidad, con hijos adultos y nietos, recién entonces pudieron tomar el pasado traumático entre las manos y comenzaron a dialogar públicamente con él. 

Con una sociedad que abrió las orejas y tímidamente aceptó este ejercicio de revisión de algunos de sus supuestos, hay un nuevo contexto de recepción. La confianza va hacia un  proceso de reconstrucción y las marcas, que no se borran, dibujan circuitos que quedan como documentos pero que por fin pertenecen al pasado.

Ya sin peligro de hundirse otra vez en el “bache” sin salida, sin temor de confrontar a un Estado ocultador, sin tener que dar explicaciones por haber sobrevivido, cuando los hijos, nietos y bisnietos aseguran que el futuro es y está, se puede. 

Ahora se puede hablar.

Publicado con Coloquio del Congreso Judío Latinoamericano

 




Oídos libres de jametz - Pésaj 2023

Días de reuniones familiares. Días de comidas ricas. Días de rituales alrededor de la mesa. Días de historias. Días en los que la conversación es el eje alrededor del cual nos confirmamos, nos reconocemos y reinstalamos nuestra pertenencia a esta familia, a nuestro linaje y a nuestra cultura. 

En Pésaj hacemos concreta la transmisión. Por un lado un recordatorio de nuestra historia pero, en un nivel lógico superior, el mandato de contarla generación tras generación para mantenerla viva. 

En Pésaj hacemos presente, por si se nos hubiera olvidado, quienes somos y el lazo que nos une.

La hagadá se puede contar de diferentes maneras, larga o corta, formal o informal, siguiendo cada uno de los pasos del seder o de modo improvisado, pero siempre será la puesta en acto del “shemá Israel”, ¡escucha pueblo!. En la interacción entre quien habla y los que escuchan reviviremos el sentido del relato y el destino de la noche para que la fiesta sea una fiesta.

Además del mantel blanco, la keará, el guefilte fish o el lajmayim, la matzá reinando en nuestra mesa luego de haber limpiado la casa de jametz, nos sentaremos a la mesa con las orejas igualmente limpias y abiertas para entregarnos a escuchar. 

Escuchar no es un acto pasivo. Eso es oír. Escuchar es una conducta voluntaria, activa y comprometida en la que uno decide subirse a la embarcación del relato y navegar con la atención despierta que permita recibir e incorporar. Comida y palabra. Canciones y silencios. Bebida y relato. Por eso digo que “Le contarás a tus hijos…” debería seguir con “y que te escuchen”. 

En el relato de Pésaj y en cualquier comunicación humana hay dos escuchas diferentes. Una superficial que toma la cáscara de lo que se oye y la rellena con ideas previas, prejuicios y críticas. Podría ser un estímulo nutritivo y generador de diálogo pero la cáscara es tan finita que no se escucha. Se espera que quien habla haga un breve silencio para tomar aire y se abalanza en una supuesta respuesta que es en realidad un monólogo paralelo. Si no se escucha no se puede dialogar. 

Esta noche distinta de otras noches nos pide una escucha activa y dialogal, profunda. Aprendemos en el relato de Pésaj a suspender la crítica, mirar los labios de quien habla y seguir sus palabras como si fuera la primera vez que se dicen. Tal vez eso que creemos que es siempre igual no lo sea tanto y haya algo que nos pueda sorprender. Alguna inflexión inesperada. Un gesto con el que no contábamos. Esa mano detenida en el aire acompañada de un suspiro. Esa silla por primera vez vacía. Todo parece repetirse pero el escuchar profundo, esa decisión voluntaria de estar de verdad, de dejarse tocar por lo que sucede, nos sumerge en ese clima irrepetible de lo humano que es siempre único. 

Pésaj, libertad, transmisión y escucha. Escuchemos a nuestros abuelos y a nuestros nietos. Escuchemos a nuestros compañeros en la vida. Escuchemos en silencio lo que nos decían los que hoy ya no están. La escucha profunda tiene esa ventaja: uno puede revisitar lo que una vez escuchó, que tal vez pasó inadvertido o que luego de un tiempo se resignifica y se entiende de otra manera. Pésaj nos invita a mantener limpios de jametz nuestros oídos para poder escuchar lo que dice y necesita la gente que nos rodea.

Hace 100 años Salvador Kibrick y Samuel Resnick tuvieron la idea de publicar un periódico en castellano para incorporar a sefaradíes e hispanoparlantes que no podían leer Di Idishe Zaitung y Di Presse, los dos periódicos de la comunidad judía de entonces que se publicaban en idish. Cuatro años después del pogrom de la Semana Trágica, la fundación de Mundo Israelita fue un acto valiente de escucha profunda que respondía a la necesidad de integración e información de los judíos recién llegados. Siempre alerta y en consonancia con los tiempos, refrendó una y otra vez su propósito, denunció el antisemitismo reinante durante el ascenso del nazismo y el intento de instalar un regimen similar en la Argentina y mantiene abiertas sus puertas a pensadores e intelectuales que tienen algo que decir. Casi un quijote en el avasallador mundo de internet, nuestro Mundo Israelita sigue vivo en el papel y renace todas las semanas desde hace cien años. Un ejemplo de valor, persistencia y compromiso. Un periódico libre de jametz todo el año.

Para Mundo Israelita.

Una jueza que no miró donde había que mirar.

El horroroso caso de filicidio de Lucio Dupuy hiere nuestra fibra humana más básica. Pero hubo un escalón previo, la entrega del niño al perverso altar sacrificial.  

Su progenitora había entregado la tenencia a la tía para ir de mochilera con su novia. Con el objetivo de que fuera legal se hizo tomando todas las diligencias que la ley ordena. Pruebas de testigos, informe socio ambiental, condiciones del hogar en donde viviría Lucio. Cuando, de regreso del paseo que duró dos años, la progenitora reclamó la tenencia, la jueza Ana Clara Pérez Ballesternada no requirió un informe socio ambiental ni otra diligencia de prueba tendiente a garantizar el bienestar del niño. Tampoco estableció el control de las condiciones en que vivía ni las situaciones de violencia que padeció Lucio. ¿Por qué esta diferencia de procederes con la tía y la madre? ¿Es que si era la madre biológica la jueza supuso que todo estaría bien? 

Tengo dos hipótesis. 

Una, la sacrosanta maternidad, modelo de amor incondicional, reverenciada y enaltecida. Tanto que es generadora de culpa “pobre mi madre querida, cuántos disgustos le he dado…”, eterna víctima del desagradecimiento filial. Poderosa, infalible, perfecta e idealizada. Lamento informar que no fui ni soy una madre así. Por suerte, a pesar de mis falencias, me da mucha alegría que mis hijos hayan llegado a adultos, sean personas de bien y hayan generado familias de gente que parece que está bastante bien. No fui perfecta. Recuerdo esas noches en las que cuando eran bebés no me dejaban dormir y ese pensamiento de “¿para qué quise tener hijos?” me atormentaba mientras me levantaba de la cama arrastrando los pies. No fui esa madre incondicional, maravillosa que mis hijos deberían reverenciar. Fui una madre común, como la mayoría de las madres que conozco. Pero también conocí madres, o mejor dicho progenitoras, que no querían a sus hijos, que vivían presas de su maternidad y querían huir. Odiaban ser madres, odiaban a los hombres que las habían embarazado, odiaban al producto de aquel acto que muchas veces había sido una violación. 

Tal vez la jueza falló influida por una idealización de la maternidad, creyendo que en toda mujer se despierta automáticamente el “instinto maternal y amoroso”. La que engendra es una progenitora, la que pare una paridora, aún no alcanza para que sean madres. La maternidad es un hacer, no es algo dado ni natural como nada en la esfera humana atravesada por la cultura. Es una construcción que se teje hilo a hilo, mientras se hace y se está. Las mamás adoptivas se llaman madres del corazón, no engendraron ni parieron, eligieron ser madres, construyen el vínculo y están para sus hijos.

La otra hipótesis, tan de nuestros tiempos de territorios minados y cancelaciones, se relaciona con la condición de la progenitora que pertenece a la comunidad LGTB. Fallar en contra de la solicitud de revinculación podría ser visto como un atentado discriminatorio contra este grupo y sus derechos. No miró lo que había que mirar, no tomó los recaudos que había que tomar, ¿fue por no ser acusada como discriminadora? 

Ahora que las acusadas recibieron su sentencia, toca el turno a la jueza entregadora.  La fiscalía de La Pampa que investiga el crimen dijo en su momento que no se habían encontrado elementos para iniciar una investigación paralela. Veremos qué sucede ahora ante la nueva denuncia recientemente presentada por “incumplimiento de los deberes de funcionario público”. Los jueces, como cualquiera, tienen sesgos cognitivos que los llevan a creer o tomar posiciones ideológicas como, en este caso, la sacrosanta maternidad y sus lugares comunes o posiciones políticas que enturbian su mirada. Esperemos que esta vez la mano artera de la ideología o de las lealtades partidarias deje la venda de la justicia en su lugar para que no mire a quién sino que juzgue a derecho. 

A los jueces que liberan delincuentes se suman ahora los que evitan fallar contra temas que la policía del pensamiento señala como intocables. ¿Lo hacen por cuidar su trabajo? ¿Por cuidar a su familia? Y a los Lucio sin voz ni prensa ¿quién los cuida?

Publicado en La Nación

Ningún genocidio sucedió en democracia

Hasta bien entrado el siglo XX los mineros tenían una técnica infalible para protegerse en su acceso a las minas: los canarios. Son aves más sensibles que el hombre a la falta de oxígeno y a los gases tóxicos y sucumben rápidamente si los hay. Si los canarios morían el peligro era inminente, los mineros, alertados, sabían que debían huir.

Los judíos tuvimos el fatídico privilegio de ser, muchas veces, como los canarios en la historia de la humanidad. Señalados y blanco de ataques desde diferentes ideologías y regímenes, sometidos a ocupar el lugar de Abel en la fraternidad humana, fuimos, en todos los casos, tan solo los primeros. Bajo el comunismo o el nazismo, bajo los zares o la inquisición, la caza del judío antecedió y preanunció la caza de todos los demás. Pueblo elegido para enfrentar al paganismo politeísta y traer al mundo el mensaje del monoteísmo y la ley, nos cupo el lugar, igual que los canarios, de ser las primeras víctimas y alertar al mundo respecto de lo que seguiría. En la Shoá fue claro y explícito. El master plan del III Reich tenía como objetivo la construcción de una sociedad “perfecta” basada en la reingeniería social de toda la humanidad, asegurando la supremacía, claro está, de los considerados superiores, los así llamados “arios”. Primero Alemania, después el mundo. El plan era global. El exterminio del pueblo judío, la anti-raza por antonomasia, el negativo del bien, preanunciaba lo que sucedería con los otros pueblos y grupos que amenazaban también con contaminar la delirante pureza “racial aria”. Negros, amarillos y rojos, discapacitados y enfermos, testigos de Jehová, masones y opositores políticos, homosexuales y gitanos, todos estaban destinados al exterminio o, en el mejor de los casos, a ser esclavizados al servicio de la “raza” superior. El plan delirante de rediseñar el mundo y la sociedad era pretendidamente científico pero sin consideraciones morales ni humanitarias. 

La planificación, organización y realización del exterminio de los judíos, fue el primer paso del plan. A eso llamamos la Shoá. 

Y aquel 27 de enero de 1945 el Ejército Rojo en su avance arrollador contra el nazismo se tropezó con Auschwitz. No sabían que estaba ahí. No fueron con intención liberatoria. Se chocaron con ese horror que los enfrentó con las imágenes de espanto de unos esqueletos emaciados que solo movían los ojos. Desahuciados y abandonados por los nazis en su huida pues no los podían arrastrar a la Marcha de la Muerte que debieron hacer los que todavía podían mantenerse de pie. No fue liberación. Fue el encuentro de un espejo deformado que mostraba lo que el hombre puede hacerle al hombre.

Las Naciones Unidas en esta fecha recuerdan y honran a las víctimas que no pudieron sobrevivir a la crueldad, la tortura y el gaseamiento. 

Vivamos este día con la conciencia de que si el nazismo no hubiera sido derrotado el mundo, así como lo conocemos, no existiría. Las guerras son la peor manera de resolver conflictos pero hay guerras necesarias, como la II Guerra Mundial. La lucha contra la xenofobia y la discriminación al diferente, el juicio crítico y la derecho a opinar como a uno le plazca, la confianza en un estado de derecho que nos protegerá y nos permitirá ser y crecer, son las condiciones sine qua non para que sigamos siendo humanos. La guerra emprendida por los Aliados y la derrota del nazismo lo hizo posible. Ningún genocidio sucedió en democracia. 

Que esta fecha sea un recordatorio perenne de esta lección esencial.

Publicado en Clarin


Interrogantes sobre la condición humana

Lo que se va conociendo acerca del joven asesinado en Villa Gesell nos confronta con la pregunta acerca de la condición humana. Nuestras convicciones más básicas están desafiadas por estos ocho chicos, deportistas entrenados, pertenecientes a familias con un pasar aparentemente confortable, devenidos en manada asesina. 

Si la diversión es más divertida cuando termina en pelea, ¿qué entienden por diversión? ¿Desafiar las reglas de la convivencia en sociedad? ¿Ganar a un adversario cualquiera y así mostrar superioridad? 

El rugby tiene mala prensa como deporte fuerte con miembros que se vanaglorian al exhibir su violencia machista olvidando los códigos de fair play y el fraternal tercer tiempo. Pero seamos justos, los ataques en manada no suceden solo con rugbiers. 

Freud (Totem y Tabú, 1913) llamó horda primitiva al grupo que, escudado en el anonimato, atacaba preso de un desenfreno explosivo. Hoy lo llamamos manada, como los grupos de animales de una misma especie más poderosos cuando están unidos. La Manada era la nombre de una banda española famosa por la violación de una chica en 2016. Manadas que violan y golpean asolan la crónica policial. El asesinato de Fernando Baez Sosa no es un caso aislado. 

Ser miembro de una manada da impunidad y diluye la responsabilidad individual. “Me miró mal”, “es un negro de m….”, “¿quién se cree que es?” cualquier pretexto es bueno y la víctima propiciatoria se deshumaniza y pasa a ser el objeto en el que descargar. Disparada la golpiza, el efecto contagio, el afán de emulación, el ansia de ganar y ser más violento que el anterior, hace que los golpes sean irrefrenables. Erguidos sobre  ese enemigo a someter y destruir, no hay reglas que los detengan y una especie de demonio que permanecía prisionero se libera y estalla en gritos y puños, insultos y patadas.  

¿Qué tienen en común los miembros de las manadas? La edad, entre adolescentes y adultos jóvenes y el género, en su mayoría hombres. Todas las características del machismo acendrado y feroz se hacen visibles en los ataques de las manadas que atraviesan todas las clases sociales. Recordemos la violación y asesinato de Marìa Soledad Morales por hijos de funcionarios y políticos de Catamarca.

No todos los ataques son tan violentos. Algunas despedidas de soltero con supuestas bromas pesadas o incluso la moda de tirarle cosas a quien logra un título académico, el bullying o acoso en las redes son parte del reino naturalizado de las agresiones grupales. ¿Dónde está la alegría? 

La manada se regodea con la “ultraviolencia” descripta por Anthony Burgess en “La naranja mecánica”. Prevalecer, dominar, someter, aplastar, violar, golpear, destruir. Cualquier pretexto es bueno para hacer oír el rugido de la fiera ¡soy el mejor, más fuerte y tengo derecho a todo! 

Espanta y angustia este espejo distorsivo de lo humano que nos da la manada. Golding relata en “El señor de las moscas” una orgía de persecuciones y muerte en manos de chicos de 10 años y nos deja la pregunta de si el deseo de dañar es la verdad de lo humano.

Decía Hobbes que el hombre es el lobo del hombre. Creo que sí, que algunos hombres, en algunos momentos, no todos, ni siempre. El juicio del que somos testigos nos muestra a un grupo de rugbiers vueltos manada de lobos pero viene a mi memoria el comportamiento de aquellos muchachos trágicamente accidentados en Los Andes, solidarios, generosos y comprometidos con el prójimo. También hombres. También jóvenes. También rugbiers.  


Publicado en La Naciòn

Shakira y los rugbiers

Shakira ulula su lobezno despecho. Para contento de muchas mujeres dictamina que ya no lloramos, que ahora facturamos y despliega sus ingeniosos clara-mente, supl-iques, crit-iques y salp-iques que hinchan las arcas de Bizarrap como sapo hambriento en batalla. No importan los chicos involucrados. Ya venían baqueteados con tanto escrutinio mediático como si vivieran en una casa con paredes transparentes. Y estallaron las redes. Y los medios, diarios, radios, televisión, lo ponen como noticia de tapa. Y lo bien que hacen porque las audiencias se multiplican. Todos ganan. 

Mientras, asistimos al espectáculo dantesco de los tribunales de Dolores con el juicio a los 8 rugbiers. Día a día conocemos detalles, a cual más espeluznante, que tocan y hieren nuestras convicciones básicas acerca de la vida en sociedad. ¿Cómo hicieron lo que hicieron esos muchachos (tan “otros muchachos” que los del equipo que nos dio la felicidad)? ¿Por qué las golpizas post boliche eran una de sus actividades preferidas? ¿Podemos buscar la causalidad en sus familias? ¿en la sociedad (al estilo Zaffaroni)? ¿en la educación? ¿en la crisis de valores? Nos es vital entender por qué. 

El escenario me remite a dos investigaciones sociales de la década del 70, la de Zimbardo en el proyecto de prisión simulada en Stanford y la de Milgram sobre la supuesta investigación sobre la memoria en Yale. En ambas se demostró que las personas comunes y normales somos capaces de la máxima crueldad dadas ciertas condiciones. También vienen a mi memoria algunas películas como “El club de la pelea” y “La naranja mecánica” que mostraban ese aspecto agresivo de los humanos que algunas veces ni la educación ni la familia ni la religión han podido dominar.

Periodistas y comunicadores, compañeros de trabajo y amigos se regodean con la canción de la cantante que denuncia su humillación arrojando sobre su expareja epítetos descalificatorios sin importarle que es también el padre de sus hijos y que los está lastimando también a ellos. Consigue llenarse de likes y billetes. Le ganó al infiel. Canción prostituida que recibe dinero gracias al placer de espiar vidas ajenas, en especial las de la realeza como son los futbolistas y los cantantes de éxito. Historias tan jugosas como las del hoy apocado Rey Carlos, la princesa de los cuentos lady Di y la mala de la película hoy reina consorte que alimentaron tantas publicaciones con morbo y bajezas. 

Recuerdo cuando estaba por publicar mi primer libro y no le encontraba título. Su temática era el Holocausto y mi nuera me dijo que lo llamara “El Holocausto y el sexo”. “Pero no tiene nada que ver con el sexo”, le dije. “No importa, dijo, con un título así seguro que va para best seller”. No le hice caso y no fue best seller. Pero hay algo de cierto, el morbo y el sexo son dos caras de lo mismo y tienen un atractivo fatal. Es lo que pasa con la historia de alcoba de la cantante y el futbolista. 

No hubo sexo en el asesinato de Villa Gesell. Al menos hasta donde yo sé. No es glamoroso ni atractivo pero también tiene morbo, el morbo de lo siniestro, de lo inimaginable, de la furia descontrolada de unos chicos que habían ido a divertirse y se sentían ganadores golpeando a mansalva. 

Chicos que no sabemos qué perdieron en la vida para sentir tanta necesidad de ganar a toda costa.

La loba gana con su perverso y exitoso ataque de marketing. La manada de rugbiers también gana, solo que gana el desdichado triunfo de vivir hasta su muerte con la marca de Caín.

Publicado en Clarin