La intimidad del comer

Hablemos de comer juntos. El acto de comer es un ritual que responde a una necesidad fisiológica que compartimos con el resto de los seres vivientes, y a otra humana, comer es encontrarse, estar juntos, unirse amorosamente. En todas las culturas, con diferentes rituales y costumbres, además de cubrir la necesidad física se nutre la necesidad social y emocional. Son dos hambres igualmente urgentes que, satisfechas, nos dan placer. ¿Cómo lo hacemos si la volvemos una ceremonia de intimidad y placer?

Pensemos en la comida, planifiquémosla, organicemos el menú. ¿De a dos? ¿Qué te gustaría comer hoy? decidir los ingredientes, elegirlos, comprarlos, organizarlos sobre la mesada. Tal vez dividirnos la tarea y mientras uno pela papas el otro fríe cebolla, mientras uno hace un licuado el otro descongela la carne. ¿Habrá primer plato? es importante el primer plato, el que abre el apetito, el que promete que lo que viene es una delicia. Y también un postre, sencillo pero que nos guste a ambos, tal vez nuestro postre preferido de la infancia. Y la cocina se va llenando de aromas invitantes. ¿Un vaso de vino? y sentimos en los labios y en el paladar su delicioso sabor y nos sentamos un rato porque la música que pusimos nos pone románticos y cerramos los ojos y nos dejamos deslizar con suavidad y ternura por esa ola acariciante. Elegimos el mantel, los platos, los cubiertos, los vasos y las copas. ¿Nos gusta tener flores en la mesa? ¿A ver la luz? ¿qué luz hará nuestra comida más apetitosa? ¡Velas! ¡eso es! las velas dan esa luz sugerente que invita a la intimidad. La casa solo para nosotros dos, la comida casi lista. Nos bañamos, nos perfumamos, no vestimos con eso que tanto nos gusta y que nos queda tan bien, nos preparamos como si fuéramos a una fiesta. Y es una fiesta, una fiesta para dos. Y así producidos nos vemos con otros ojos, nos hemos esmerado para gustar, para que nuestra imagen anticipe el gusto de esa comida tan esperada. Y una vez sentados a la mesa, sin apuro ni solemnidad, bien concientes del momento, de uno mismo y del otro, tomamos la servilleta, la apoyamos en nuestras piernas, y proponemos un brindis. Podemos decir algunas palabras o tan solo hacer chin chin en silencio mirándonos a los ojos y sonriendo de gusto y anticipación. Con esa música que tanto nos gusta y que rememora otros momentos placenteros, se nos hace agua la boca preparada para la delicia que hemos armado. Cada bocado despierta deleites en nuestro paladar y en nuestra lengua que descubre sabores y texturas. ¿Hablamos o permanecemos en silencio? no importa demasiado, a veces un silencio compartido es un momento de intimidad profunda, no siempre hablar es estar cerca. Hecho a conciencia es como un ritual religioso. Mientras alimentamos nuestro cuerpo, vivimos como si fuera la primera vez, un estar juntos diferente, presentes, entregados. No es para hacerlo todos los días, pero cada tanto, ¿una vez por semana? ¿una vez cada dos semanas? cada tanto, hacerlo de esta manera, dejando afuera lo que irrita, lo que preocupa, lo que enoja, nos vuelve a recordar por qué nos elegimos, por qué seguimos juntos. Envueltos en aromas, texturas, sensaciones, sabores, sonidos, que despiertan ecos en nuestra piel que extrañábamos tanto, son contextos amorosos que iluminan de otra manera el estar juntos y nuestra mesa de siempre se transforma en un cálido oasis vestido de intimidad y placer. 

¿Sonaba que estaba hablando de otra cosa? aparecieron por allí chispitas traviesas referidas a ese otro ritual humano que, como el acto de comer requiere cuidado y preparación, igualmente íntimo y que satisface también dos necesidades, la física y la emocional. Sea en la mesa, sea en la cama, la misma atención, el mismo cuidado, igual lentitud, permitirá que a los dos se les haga agua la boca, que esperen y reciban cada bocado como un elixir de dioses, y que, al paladearlo, naveguen un ratito en un océano de felicidad.

Esas pequeñas cosas

Pensando en la canción que dice: “Hoy el hastío ya le dio sabor a nada”… ¿Cómo se construyó ese hastío? ¿de qué nos hastiamos? Está la rutina, lo que es siempre igual, la no sorpresa, y hay que aprender a tomar de eso lo que tiene de bueno. Pero hay algo que solemos pasar por alto y que quiero señalar hoy. Son esas pequeñas cosas que fuimos dejando de hacer. Nos tomamos del brazo y empezamos a caminar juntos. Y, tomados del brazo, nos dejamos de mirar. Somos cada uno parte de la vida del otro, y dejamos de verlo como otro. Y ambos sentimos que nos falta esa atención que necesitamos. 

La presencia cotidiana del otro nos hace olvidar lo bueno que es mostrarle que nos importa que esté. Estamos juntos, tirando del mismo carro, y sentimos que somos uno como parte del otro, como si nuestro otro fuera nuestro brazo, y ¿a quién se le ocurre decirle a su brazo que es lindo tenerlo? contamos con el brazo, siempre está, no hace falta que se lo digamos. Pero nuestra pareja, aunque es parte de nosotros, es mucho más que nuestro brazo. En toda pareja se viven tres identidades, la de la pareja misma y la de uno y la del otro, y las tres deben ser nutridas. Cada uno de nosotros necesita recibir aprecio, interés y valoración. Si cada uno de los miembros de la pareja es visto y valorado, la pareja, que es la identidad que comparten, funcionará no solo mejor sino con más felicidad.

Vengo con unos tips a nuestro alcance, aptos para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, son pequeñas cosas que le indican a nuestro otro que nos importa, que nos interesa y hasta que nos gusta, que es más que nuestro brazo o un mueble de la casa. También a nosotros nos encantaría que nuestro otro hiciera lo mismo, que nos diera señales de que nos considera, le importamos e interesamos, de que le seguimos gustando, que somos más que un brazo o un mueble de la casa que siempre está y al que no hay que preguntarle cómo está.  

Son cosas sencillas, como pequeños regalitos cotidianos que le informarán a tu otro que está en tu campo de visión y que te importa. 

  • Si desayunan juntos preguntále cuáles son sus planes para el día, qué tiene que afrontar, si algo le preocupa o si le entusiasma. ¿Cómo va a ser tu día? ¿Necesitás algo de mi? 

  • La mejor respuesta es la empatía, ponerse en lugar del otro y comprender lo que siente y expresarlo en lugar de opinar y menos cuando no te lo piden o de minimizar lo que le pasa al otro.

  • Hacele algún pequeño gesto de ternura en momentos fuera de programa, un abracito, una caricia aunque sea ligera, una sonrisa silenciosa. A veces el solo hecho de tocarle el brazo en medio de una conversación es una señal de interés y contacto.

  • Antes de irse a dormir comentale algo bueno que haya hecho, aunque sea mínimo mostrale que lo viste, que no te pasó desapercibido y que lo apreciaste. ¡Qué bueno estuvo ese comentario que le hiciste a la nena, la hizo sentir muy bien! o ¡Me gustó que pusieras la serie que me gusta a mí!

Son pequeñas cosas que el todos-los-días nos fue olvidando. El sabor a nada del hastío puede irse endulzando con una palabra amable, un gesto cariñoso, una señal de que vemos a nuestro otro y que nos importa. La rutina seguirá estando pero no será solo una amenaza, con estas pequeñas conductas que tienen que ver con la consideración y el respeto por el otro, la rutina también puede ser una estructura sólida y conocida por la que nos deslizamos confiados porque es un mundo conocido. El sabor de lo que siempre sabe igual es reconfortante cuando viene con una sonrisa, una palabra amable y el ojo atento. ‘

Historias de sobrevivientes

LA NIÑEZ COMO ESCUDO

La gente que lo vivió jamás pudo terminar de entender cómo no se puede aceptar algo que está comprobado: hay fotos, videos y, lo que más fuerza tiene, sobrevivientes. La única esperanza que tenían era saber que el sobrevivir iba a dejar el legado de `aquí estamos, sobrevivimos, esto pasó, no va a haber nadie que nos pueda callar y menos cuando tengamos hijos, sobrinos y nietos que continúen con esta lucha´”, dice Agustín Tokatlián, familiar de Esteban Pamboukdjian, sobreviviente del Genocidio armenio y autor de “El juego de las bestias”, un texto publicado en el Diario Armenia basado en el relato de Pamboukdjian, en el que cuenta su historia durante el Genocidio armenio comparándolo con un juego.

Tokatlián agrega que “el principal legado que Esteban ha dejado es que una persona luche por que ese negacionismo se haga cargo”. Explica que sus padres son armenios y que parte de sus familiares escaparon del genocidio. Estuvieron escondidos en la casa de una persona turca en un cuarto “invisible”, porque si abrían la puerta o salían corrían el riesgo de morir. Hubo un fusilamiento, disparos al suelo, y Esteban, que tenía ocho años, se desmayó. Cuando se despertó vio que su prima recién nacida también había sobrevivido: “Nunca se supo bien por qué no murió, por qué esas balas nunca llegaron a él. Se podría decir que quizás los padres recibieron las balas, estaban delante de él y él no murió junto con la bebé, porque la persona que sostenía a la bebé también murió. Cuando comenzó el fusilamiento familiar, cuando las balas empezaron a caer, él no se enteró, escuchó el ruido, vio la presencia de esos turcos y cayó rendido al suelo como si hubiera caído una bala sobre él, pero nunca se enteró”, relata.

Esteban Pamboukdjian en su adultez

En ese momento escaparon a un puerto, subieron a un barco y fueron a Siria. Después de que se formara la familia, vinieron a la Argentina. Los abuelos y la madre de Tokatlián le contaron que lo que se vivió durante esos meses de 1915 era miedo, terror, sufrimiento, escuchar lo que pasaba afuera y no saber cuál sería su destino: “Por tener un ‘ian’ en el final del apellido, ya estabas considerado cristiano y tenías un pie en el ataúd, no había posibilidad de vivir, o sea, sí había, pero negando quién eras. Hubo familias que la única posibilidad para que no las mataran fue cambiarse la parte final del apellido por ‘oglu’”, cuenta.

A partir de esa reconstrucción, Tokatlián se pregunta cómo Esteban, un niño de ocho años, pudo vivir aquello sin entender lo que había pasado y cómo los padres lograban darle “alegría” o alejarlo de lo que ellos entendían que era un sufrimiento: “Yo creo que, si hubiera sido más grande, no hubiera sobrevivido. Hay algo de la pureza de la niñez, que le permitió sobrevivir. Por eso, hubo muchos niños que sobrevivieron, creo que hay algo de la falta de comprensión de lo que vivieron que, luego, tuvieron la madurez para entenderlo”, cierra.

“ME QUIEREN MATAR POR JUDÍA”

Diana Wang es hija de sobrevivientes del Holocausto, miembro del Museo del Holocausto de Buenos Aires, escritora de Cuadernos de la Shoá, psicóloga y conferencista de charlas TED. Escribió libros como “Los niños escondidos: del Holocausto a Buenos Aires” e “Hijos de la Guerra: la segunda generación de sobrevivientes de la Shoá”. Wang afirma que tanto en el Genocidio Armenio como en la Shoá y en todos los genocidios posteriores se necesitan varias décadas para poder hablar.

La mayoría de los chicos no recuperaron a sus padres porque los perdieron. Si eran muy chiquititos no se acuerdan nada. El hecho es que tienen el agujero en la memoria de no saber, puntos oscuros de su identidad que desconocen. A veces hablan con otros sobrevivientes, imaginan ‘tal vez a mí me pasó lo mismo’ y van rellenando su historia para hacérsela comprensible, porque son como islas a las que necesitan ponerles puentes para armar una historia con sentido”, explica Wang. Y suma una historia que lo refleja: “Un sobreviviente que todavía está vivo tenía nueve años, vivía en Alemania y, cuando empezó toda la situación complicada, los padres decidieron irse de Alemania, tomaron el tren Transiberiano, atravesaron toda la Unión Soviética, llegaron hasta el puerto de Shangai y ahí los detuvieron”.

Diana Wang es hija de sobrevivientes del Holocausto, escritora y psicóloga

En ese momento, China estaba ocupada por los japoneses, aliados de los alemanes. “Pasaron la guerra en el gueto judío de Shangai”, dice Wang, y continúa con la historia del niño sobreviviente: “Cuando tenía 13 años llegó a la Argentina con sus padres. Conoció aquí lo que era una pelota. Fue a la escuela, se vinculó con otros chicos de su edad y empezó a escuchar cómo habían sido sus infancias, sus casas, que habían tenido cumpleaños. La reflexión que hizo fue: ‘Recién ahí me di cuenta de que no había sido feliz’”.

Wang relata que siempre supo que era hija de sobrevivientes y que había nacido en ese contexto, pero antes no le daba la misma importancia que ahora. Escuchaba a sus padres hablar del tema, pero lo naturalizaba porque no conocía una realidad diferente: pensaba que en otras casas se hablaba de lo mismo.

Yo nací en 1945 en Polonia y vinimos a la Argentina en 1947, dos años después de que terminara la guerra. Mis padres querían ir a Israel, pero todavía no existía como país, era el protectorado británico y era muy peligroso ir con una bebita a una travesía en la que te podían hundir el barco, detenerte y meterte en un campo de concentración”, cuenta Wang.

Una situación puntual fue bisagra para que tomara consciencia de su historia: “Fue cuando explotó la bomba en la AMIA. Me enteré porque mi mamá me llamó por teléfono y me contó. No se sabía todavía qué había pasado, me llamó cuando desde su ventana veía el humo y la frase que me dijo fue: ‘Nos quieren matar otra vez’. Me metió de lleno en el tema: ¿Por qué `nos`? ¿A mí me quieren matar? Yo no hice nada, entonces me quieren matar por judía. La segunda cosa, cuando dijo ‘otra vez’, la ligué con el Holocausto. Me tocó en mi identidad como judía, me asumí como hija de sobrevivientes y empezó a ser tema de mi identidad de manera oficial. En ese momento empecé a investigar y a escribir”, concluye.

El punto envenenado

Todo andaba bien. Mabel le contaba a Raúl el resultado de su visita al médico de esa tarde y de pronto, terminaron enroscados en una discusión que se volvió pelea y que subía y subía de tono. El corazón al galope. Miradas torvas. Gritos. Malestar. Cena en silencio los ojos en el plato. ¿Qué había pasado? Para Mabel “con Rubén no se puede hablar”. Para Raúl “con Silvia no se puede hablar”.  

¿Qué detonó la explosión? Qué será eso que el otro dijo o no dijo, hizo o no hizo que volvió la conversación en enojos y acusaciones de quien empezó, quien tiene la culpa.

La cena arruinada.

Claro, la cama también.

¿Qué fue? ¿una palabra? ¿un gesto? ¿un tema? ¿una alusión? ¿ese tono de superioridad? ¿esa mirada acusatoria? ¿qué tocó el nervio de tal manera que dejaron de escucharse, dejaron de pensar y fueron cayendo en un ida y vuelta tóxico?

Yo lo llamo “el punto envenenado”, eso que hay en toda pareja, esa trampa ponzoñosa como una mina enterrada que cuando se toca explota todo. Cada pareja tiene uno o varios puntos envenenados y son siempre los mismos.

Un matrimonio conocido mío tuvo la habilidad y la suerte de descubrirlo. Años peleando hasta que, cuando encontraron su punto envenenado, todo cambió y no más pelea. Era, para ellos, la decisión de en qué gastar dinero. Mucho o poco, por un kilo de papas o entradas al Colón, ir a la peluquería o viajar al Caribe, no importaba cuánto sino el gasto mismo que para uno era inoportuno o innecesario. Gente inteligente, se hicieron cargo y tomaron la valiente decisión de separar las economías. Los dos tenían sus propios ingresos, separaron las cuentas de banco y las tarjetas, cada uno tomaba sus propias decisiones sin que el otro tuviera derecho a opinar ni oponerse. La solución era sencilla pero el problema fue con la comida. Gente creativa y valiente, ¿qué hicieron?: ¡compraron otra heladera!. Cada uno hacía sus compras y preparaba su alimento. Compartían la misma cama, comían en la misma mesa, pero no comían lo mismo. A veces uno invitaba al otro con algún plato especial que había preparado o con una entrada a un concierto y nadie opinaba sobre la decisión del gasto en cuestión. Una vez descubierto su punto envenenado, lo resolvieron partiendo las economías y comprando otra heladera. 

No es lo que haría yo, pero claro, en mi pareja no es ése nuestro punto envenenado. Porque lo tenemos, como todos. Eso que cuando te lo tocan te hace saltar, eso que cuando se lo tocás al otro lo hacés saltar.

¿Sabés cuál es tu punto envenenado? ¿Sabés qué es lo que te toca el nervio y te hace reaccionar? ¿Sabés cuál es el punto envenenado de tu pareja? ¿Sabés qué es lo que le toca el nervio y le hace reaccionar?

La vida en pareja sigue coreografías repetitivas, también las discusiones. ¿Ante qué uno u otro se siente atacado y reacciona contraatacando? 

Tal vez podría ser un buen tema de conversación alguno de estos días, a ver si juntos lo pueden descubrir. Tomen cualquier explosión, si quieren la última vez y repasen paso a paso, si quieren hasta escríbanlo,  cómo fue la cosa, qué le pasó a cada uno que le hizo reaccionar,  cuáles fueron los pasos de esa coreografía repetitiva en la que en lugar de bailar se lo pasan a los pisotones y tropezones. Si vuelve a pasar, dejen encendida una luz amarilla y vean si pueden descubrir cuál es la piedra con la que volvieron a tropezar. Está ahí, delante de ustedes. Descubrir el punto envenenado, que para cada pareja es otro, nos da el poder de evitar la explosión, esquivar la piedra y encontrar la solución adecuada, original y única, solo para ustedes. No hay recetas. Es como un zapato a medida, como lo de la heladera. 

Sabiendo cual es el punto envenenado se lo puede desactivar.

El premio es que se podrá disfrutar de la cena.

Y capaz que, después, de la cama también. 

Infidelidades de película

Era jovencita y lloré a mares en el cine con Love Story. Años después lloré otra vez con Los puentes de Madison. Esa historia de una mujer casada en un matrimonio rutinario y sin sorpresas, una Merryl Streep maravillosa que se enamoró de un fotógrafo que iba de paso, el churrísimo Clint Eastwood. Veíamos sin aliento aquella inolvidable escena en la que debe decidir si abre la puerta del coche y se va con su amante o si se queda con su marido. La película y esa escena nos ayudan a pensar de manera realista en el matrimonio, el amor y una relación extramatrimonial.

Descubrir que hay o hubo una relación así es un golpe a traición. Se lesiona la confianza, uno  imagina esos cuerpos que se unieron, las mentiras que se dijeron, torturas y preguntas, ¿qué pasó? ¿quiere decir que nuestra pareja se terminó? 

A veces sí pero la mayoría de las veces no. 

Un affair extramatrimonial puede deberse a múltiples causas, no solo a desamor. 

A veces se busca porque la pareja está mal, porque hay algo que no está funcionando, por no sentirse queridos, apreciados, necesitados. 

Otras veces, como en la película, un encuentro no buscado despierta un fuego que el todos los días fue apagando, ese calor que hace brillar los colores cuando se descubre a un otro que a su vez nos descubre. 

También, puede pasar en momentos en que se duda de uno mismo y una persona desconocida puede dar lo que la pareja da por sentado, valoración y admiración.

También existen los seductores seriales que son como cazadores, necesitan conquistar una y otra presa para sentirse ganadores.  

Puede pasar que se busque un espacio propio, lejos de los ojos de la pareja que tanto conoce nuestros puntos flacos. 

Todas esas cosas pueden pasar pero, claro, también nos podemos enamorar. ¿De qué se trata? ¿Necesidad de aventura, conmover la rutina, volver a sentir entusiasmo por algo o será que se terminó el amor?  Después del enojo, el dolor y la tristeza tenemos la oportunidad de sincerar la relación y ver como se sigue, si es que se sigue.

No defiendo ni critico una relación extramatrimonial, es que suceden, tanto en hombres como en mujeres. Todos necesitamos sentirnos queridos, deseados, necesitados, apreciados, sacudirnos la rutina y descubrirnos de otro modo. Uno de los mandamientos lo prohíbe y si existe la ley es que es algo que hacemos. 

Mabel sabía que podía pasar y siempre le decía a Raúl: cuidame, ponete forro y que no me entere y su pedido era “ojos que no ven corazón que no siente”. Porque el lío se arma cuando se descubre. ¿Cómo no me di cuenta? ¿Cuánto tiempo me viene mintiendo? ¿Dejó de quererme? preguntas atormentadoras que fragmentan el piso de la confianza que sostenía la vida. 

¿Qué hacer ante ese dolor que hiere lo más hondo de la autoestima? 

¿Se puede recuperar la confianza lesionada? No siempre se puede pero con tiempo, paciencia y diálogo hasta se puede ascender a otro nivel en la relación, sincerar necesidades y hacer nuevos pactos.

Si te descubrieron lo primero es reconocerlo y aceptar el daño que hiciste, aunque tu intención no haya sido dañar, lo hiciste, reconocelo y hacéte cargo, no minimices el dolor del otro que es desgarrador. Recién después podés pedir perdón. 

Pero si lo que te pasó es que lo descubriste encará tu dolor con dignidad, no dejes que afecte tu idea de vos mismo, la responsabilidad es del otro,  preguntate qué preguntas querés hacer para entender y para darle a tu pareja la posibilidad de seguir. 

Es un proceso difícil pero puede ser iluminador en muchos sentidos y no siempre tiene que ver con el amor aunque lo hiere. Woody Allen termina su película Hanna y sus hermanas, diciendo que el corazón es un músculo elástico. Y lo es. Después de herido sigue latiendo, cada vez con más regularidad y con el tiempo, recupera su forma.

Palabras amables, agüita nutricia.

Ninguna plantita crece sin agua. Ningún ser vivo crece sin alimento. Ningún proyecto progresa sin trabajo. ¿Por qué creer que la pareja puede subsistir sin agua, sin alimento y sin trabajo? Vivimos engañados con la idea de que sucederá mágicamente, sin esfuerzo alguno, que si nos amamos de verdad la felicidad vendrá sola.

En un famoso discurso Kennedy le dijo al pueblo norteamericano que no pregunten qué es lo que su país puede hacer por ellos sino qué es lo que ellos pueden hacer por su país. Igual con la pareja. Lo tiene que hacer uno, en lugar de esperar que suceda y vivir en la frustración de que no llega. Además, si esperamos que pase solo o que el otro lo haga pasar ponemos nuestra vida como dependiendo de lo que haga o no haga el otro. Mientras que si hacemos tendremos las riendas en nuestras manos. Pero eso no es bla bla teórico. 

Tiro algunas ideas de lo que podemos empezar a hacer.

  • Saludarse cariñosamente, a la mañana al despertar y a la noche antes de dormir. 

  • Preguntar ¿cómo estás? ¿Cómo te fue hoy? pero preguntar en serio, queriendo saber, con interés genuino.

  • Si uno ve que el otro está mal, cansado, con malhumor, irritación o angustia, empatizar, ponerse en su lugar con un “te veo mal, ¿pasa algo? ¿te puedo ayudar?”.

  • Si sabemos que el otro necesita contacto físico, no solamente sexual, sino un beso, una caricia, un tomarle la mano, un abracito, no esperar a que el otro empiece, ir y hacerlo uno mismo.

  • Si le cuesta hablar pues no insistir, una mirada cariñosa y no reclamadora puede a veces ser suficiente. 

¿Hace cuánto que no le decís que te gusta algo suyo? 

¿Hace cuánto que no le das algo que le gusta? 

¿Hace cuánto que dejaste de ver lo bien que te hace estar a su lado? 

Todas esas cosas son el agua que puede mantener vivo o hacer renacer aquello que había y que sigue estando en algún lugar tapado por la rutina y la expectativa irreal.

“Te necesito. Me hace bien estar con vos. Te extrañé mucho. Qué bueno que llegaste. Te contesté mal el otro día, fue un mal día y después me quedé mal porque la cosa no era con vos. Hoy pensaba que hace mucho que no te digo que te quiero”. 

Puede sorprenderse, puede desconfiar, puede temer que te traigas algo entre manos. Claro, si hace tanto que no decís esas cosas tal vez no te crea al principio. No te dejes vencer y dale palante sin esperar nada, disfrutando tan solo de haber dado el primer paso. 

Las escenas románticas parecen cursis e irreales pero si son de verdad a todos nos gustan. Nos gusta que nos muestren que nos quieren, que nos necesitan, que nos hacen bien y que no nos quieren abandonar. Una cena de a dos iluminados por velas y con una música suave de fondo y en el plato alguna palabra de amor, sin adornos excesivos, que les informe a ambos que donde hubo fuego sigue ahí abajito un rescoldo encendido. No es que soplamos y crecen las llamas otra vez. Aquel fuego estaba en el comienzo, hoy hay brasas menos fulgurantes y con otro calor. Son ésas las que tenemos que cuidar. Todos estamos sedientos de ser queridos. 

Decir esas cosas que uno da por sentadas y por eso no las dice son un regalo y una prueba de amor.  “Me gustás. Te necesito. Me hacés bien. Contá conmigo.” Mirá qué fácil es. No hay que ir a comprar nada, es gratis y te hace bien.

Solucionadores y conversadores

Es sábado y están almorzando. Mabel dice: ¿Vamos al cine esta noche?. Raúl responde: no. Mabel se queda mal, siempre que propone algo Raúl le dice que no y listo, se terminó, no hay manera de seguirla. Queda en silencio, pone mala cara, Raúl se da cuenta y le pregunta ¿Qué te pasa?, Mabel dice, nada. Y los dos se quedan mal.

Misma situación pero esta vez Raúl responde sí a la pregunta de ir al cine esa noche. Dice “sí” y sigue comiendo, como si la conversación hubiera terminado. Mabel se queda frustrada, pregunta: ¿qué querés ir a ver? y Raúl le dice “lo que quieras” y vuelve a callarse. Mabel siente que a Raúl le da lo mismo, que le dijo que sí para no discutir, no sabe si quiere o no quiere ir al cine, si tal vez querría otra cosa, pero como no habla, Mabel se queda mal, incómoda, y cree que lo que pasa es que Raúl no tiene ganas de hacer algo con ella y pone mala cara y Raúl le pregunta ¿qué te pasa? y ella dice “nada”.

Es decir, sea que le diga que sí o que no, hay algo ahí que no está funcionando, algo que a Mabel le incomoda, la enoja o la angustia.

Pasa que Raúl es un solucionador mientras que Mabel es una conversadora. Para Raúl, como para muchos hombres, los datos de la realidad se le presentan como problemas a resolver, cuestiones que requieren una solución y una vez que la encontraron se terminó el problema. Para Raúl la pregunta de Mabel, ¿vamos al cine esta noche? se resuelve de dos maneras, con un sí o con un no y una vez que está resuelto el problema se terminó. 

Pero resulta que Mabel, como muchas mujeres, es una conversadora. Para Mabel los datos de la realidad se le presentan como temas fértiles para mantener una conversación. Si ella dice ¿querés ir al cine? espera una respuesta conversada, por ejemplo “me parece una buena idea, hace mucho que no salimos, viste qué películas hay para ver, tenemos que ver si se pueden comprar las entradas online así tenemos lugar asegurado…” es decir, Mabel espera que conversen, que armen el programa juntos, que piensen en alternativas, es parte de su disfrute, es parte de lo que espera. No se trata solo de ir o no ir al cine, se trata de mantener una conversación y cuando eso no pasa, Mabel se frustra y siente que Raúl no quiere estar con ella. 

Los conversadores cuentan algo porque quieren ser escuchados y dialogar de manera empática. Pero el solucionador no solo responde con monosílabos, también ofrece soluciones, dice lo que hay que  hacer.  Un conversador no quiere que le digan lo que tiene que hacer, no espera una solución sino hablar sobre lo que le pasa. El solucionador responde naturalmente con una solución, es su forma de manejarse en el mundo y se siente feliz y realizado si puede ofrecer una respuesta que arregle lo que sea que pase y ni se le ocurre que al conversador le puede molestar.

Y al revés, cuando un solucionador cuenta un problema se impacienta si el conversador responde con una perorata y le da vueltas a la cosa, necesita una respuesta rápida y concreta que solucione lo que le preocupa. 

Cada uno hace lo que mejor le sale y espera del otro algo que el otro no puede hacer y viven así una y otra vez situaciones enojosas sin entender por qué al otro le molesta. Mabel, no te pongas mal si tu solucionador contesta con monosílabos. Y vos Raúl no te impacientes con la charla de Mabel. Soluciones y conversaciones son parte de la vida y si entendemos que cada uno es como es y dejamos de esperar lo que el otro no puede hacer, hasta pueden ser divertidas.

Escuela Policía Entre Rios 2022

Curso de ascenso para Comisarios Principales. Charla de Aida Ender y mía para oficiales y cadetes en Paraná en la cátedra de Diego Dlugovitsky.

Comentarios de los asistentes, comisarios y futuros comisarios:

  • Excelente. Muy buena charla. Muy emotiva y hermoso mensaje de perseverancia y superacion de ambas. Gracias

  • Muy buena y rica historia de ese pasado difícil que les tocó vivir

  • Buenas noches Diego. La charla con estas dos heroínas, nos ubican realmente en el valor real de los conceptos de la vida y la familia. Creo que ante tanta miseria extrena humana, al lado de estas mujeres no somos nada. Debemos contribuir y apoyar siempre y de modo ferviente esos ideales. Gracias. Ruben BERTOLAMI.

  • Profe le escribo por acá para agradecerle muchísimo por traernos esos dos pedazos de historia. Me va llevar un tiempo procesar todo lo relatado xq cada minuto no tenía desperdicio. Las experiencias cotidianas reflejan de manera tan profunda los sucesos. Me tomé el atrevimiento de presenciar la clase con mis hijos y esposa, porque para saber a dónde vamos tenemos que saber de dónde venimos. Admirable la lucidez y claridad de las dos. Mis saludos extensivo también a Aída y Diana.

  • [Excelente clase...muy importante lo escuchado...ahí también se ven los valores de la familia

  • La verdad muy buena idea de realizar una clase con los relatos directos de personas que vivieron esta situación.

Amores fracturados

Esteban y Carina son hermanos. Su relación fue siempre muy próxima y cariñosa. Veraneaban en el mismo sitio, criaban juntos a sus hijos, compartían amigos. Pero hoy se ven poco. Se siguen queriendo pero prefieren preservarse porque para cada uno el otro es un enemigo. Esteban es fuertemente republicano y liberal en el pensamiento y Carina adhiere enfáticamente al actual gobierno. Él ve a su hermana como una ilusa hipnotizada por consignas irreales, enceguecida ante actos de corrupción y delincuencia que hieren a la ética más elemental. Ella apoya la defensa de los derechos humanos y cree que el capitalismo salvaje impide que la sociedad sea justa e inclusiva, los valores de la izquierda siguen siendo los suyos aún cuando no siempre acuerde con algunos dirigentes. Esteban no puede creer que su hermana apoye a este gobierno. Carina no puede creer que Esteban coincida con la oposición. Los primos dejaron de verse con la frecuencia que lo hacían. Los amigos se fueron dividiendo en bandos igualmente opuestos y enemigos. Las reuniones tan alegres antes dejaron de existir. ¿Cómo recuperar la espontaneidad del amor fraternal si los separa un muro que parece infranqueable? 

Agustín es viudo, sus amores  más cercanos y protectores son su hija, Lorena, casada con Federico y sus nietos adolescentes. Los padres de su yerno fueron leales peronistas mientras que Agustín fue siempre radical.  En las navidades y los cumpleaños recordaban con una sonrisa los enfrentamientos durante los gobiernos de Perón allá por los cincuenta. Todo cambió cuando se abrió una brecha dolorosa y torturante. Federico milita en un movimiento gubernamental y defiende con énfasis sus políticas lo que para su suegro es una herida con la que no puede vivir. Quiere mucho a su  yerno, lo admira como padre, como marido de su hija y como trabajador dedicado, pero no puede tragar que acepte algunas cosas. Ambos evitan el tema, pero tienen que hacer un esfuerzo enorme para contenerse y no reaccionar lo que enturbió los encuentros familiares.

Andrea y Susana son amigas desde chiquitas. Vivían en la misma cuadra, sus padres eran amigos, siguieron caminos paralelos toda la vida, en la escuela, con los amigos y la familia. Se acompañaron en cada recodo de la vida, se conocen mucho, como dos mujeres amigas pueden conocerse, de adentro para afuera y de afuera para dentro. Su relación es de tal confianza que no hay nada que no sepan una de la otra, ningún suceso que se guarden porque no temen ni el juicio ni la mirada crítica. Pero, igual que en las situaciones anteriores, están, de pronto y sin anestesia, en lados opuestos del partidismo local. Y lo que había sido natural se volvió forzado. Lo que había sido amable se volvió tenso. Lo que había sido seguro se volvió amenazante. 

Situaciones como las tres descriptas nos están siendo habituales. Cada uno podría contar las suyas. Unos y otros nos acusamos de obcecación y estupidez, de falta de ética y de dignidad, de ignorancia y ceguera. Para uno el otro es derechoso, “facho”. Para el otro el uno es populista, “progre”. Y llueven las imprecaciones y los insultos de uno y otro lado y cuando más pataleamos con argumentaciones, hechos y verdades, más parecemos hundirnos en el barro de la incomprensión.

Quien está leyendo tiene su posición. Yo tengo la mía y la fundamento y construyo día a día pero sigo sin poder encontrar la manera de seguir algunas relaciones amorosas que se han fracturado parece que de modo irreversible. Sigo queriendo a los que quería y que hoy me ven como enemiga pero no encuentro la manera de que ese amor vuelva a fluir. Cuanta más fractura más nos atrincheramos y nos cubre una constante irritación. Leemos y escuchamos los medios que confirman lo que pensamos, nos juntamos con la gente que dice lo mismo que nosotros y no podemos evitar ver al otro como la cara del mal. 

Sé que de uno y otro lado, muchos queremos que las cosas vayan bien, que el país renazca, que desaparezcan la pobreza, la inflación y el desánimo. Sabemos que hay algunos, de uno y otro lado, que se benefician con este estado de cosas y estimulan la hostilidad, que viven las diferencias como un estado de guerra y lo estimulan. 

Mis padres sobrevivieron al nazismo en aquella Polonia regada con sangre judía. Esto no es igual, nadie quiere matar a nadie, pero la hostilidad reinante nos hace andar sobre terreno minado, en constante peligro, mirando a uno y otro lado atentos a la mirada enemiga que puede despertar el desprecio, el ataque, la exclusión. 

Guadalupe Nogués (“Pensar con otros. Una guía de supervivencia en tiempos de la posverdad”, El gato y la caja) señala que cuando conversamos con los que piensan igual tendemos a extremar y homogeneizar nuestras ideas, que cuando nuestra opinión se vuelve parte de nuestra identidad, cualquier oposición es insoportable y no hay argumentación que la modifique. Pelea frontal o silencio defensivo. 

Es imperativo distinguir, como dice Nogués, entre opinar algo y ser algo para, recién entonces, hacer lo que hay que hacer para superar la pelea o el silencio. Encontrar un piso común, ahí donde coincidimos. Ver al otro desde su lado bueno y no como delegado del mal. Y decidir, pero de verdad, abrir las orejas y escucharlo. Somos dos personas respetuosas que disienten y que se quieren y, si ambos quieren, aunque no es fácil, la fractura puede comenzar a salvarse. 

Hay varios amores que me faltan. Añoro recuperar la naturalidad y el placer del abrazo franco y transparente, la charla distendida ante una puesta de sol pacífica, amorosa y relajada, porque una cosa es lo que pensamos y otra lo que somos. Aunque pensamos diferente podemos volver a ser quienes siempre fuimos el uno para el otro. 

Publicado en La Nación, en el suplemento El Berlinés