Vinculos

El peso que puede tener una lapicera

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Cuando era chica había que llevar el tintero a la escuela. Los reyes le trajeron una lapicera fuente ¡venía con la tinta adentro! No veía la hora de que empezaran las clases para mostrársela a las chicas. Y fue tal cual lo había soñado. Con "¡uuuus!" y "¡aaaas!" y "¿me la prestás un cachito?", hacían una rueda a su alrededor. Hasta la señorita se la pidió prestada para ver cómo andaba. Fue el centro del grado ese día.

Cuando llegó a su casa, después de almorzar, se dispuso a hacer los deberes. Trajo el portafolios, sacó el cuaderno de clase y la cartuchera y cuando la abrió no la vio. Volcó todo sobre la mesa y ahí estaban los lápices, la goma de lápiz y la de tinta, el transportador, el compás y la reglita, un caramelo y dos figuritas con brillantina, pero la lapicera fuente no. Abrió el portafolios, sacó el manual, el libro de lectura, las hojas canson de dibujo, el cuaderno borrador, los secantes... y nada, no estaba. Dio vueltas el portafolios esperando que hubiera quedado trabada en algún rincón pero no, nada, no estaba. La lapicera fuente había desaparecido.

No entendía nada porque estaba segura de que la había guardado en la cartuchera antes del último recreo. Se dijo: "Mi papá me va a matar", porque le había recomendado expresamente que la cuidara mucho porque era muy valiosa. Y le había fallado. Fue corriendo y le contó a su mamá, llorando, desconsolada. Por suerte ella le tuvo lástima y no la retó. La abrazó y le dijo que lo iba a convencer al papá para que no la castigara esa noche. Y así fue.

Lo esperó en la puerta antes de que entrara, le dijo lo que había pasado y le pidió que no fuera severo con la nena. A los nueve años uno no tiene claras las dimensiones de lo que pasa, y la chiquita estaba aterrada temiendo un reto y un castigo ejemplares. El papá la miró fijamente y le preguntó qué había pasado. Conteniendo el aire, le contó paso a paso todo, pero no supo explicar por qué la lapicera fuente no estaba en la cartuchera, donde la había guardado. "¿Seguro?", le preguntó el padre. "Sí", le dijo, "y todavía me acuerdo de que la enrollé en un papel glacé de color celeste para que no se rayara y de que Nilda, mi compañera de banco, se rió de mí por eso".

Hace unos días fue con su nieta Sol al shopping. Le había pedido que la acompañara a elegirse zapatos con el dinero que le habían regalado en su cumpleaños. Consiguieron unos preciosos y, cuando salieron al pasillo central, escuchó una voz que le decía tímidamente: "¿Martínez?", y vio delante de ella a una mujer que no alcanzó a reconocer. "Soy Blasco, la que se sentaba en la fila de atrás en la escuela", y ahí sí, se dio cuenta de quién era. Se cruzaron saludos y trayectorias respondiendo a "qué hicimos, si nos casamos, hijos, nietos, la vida". Y eso fue todo, no había más, era un eco del pasado, ya no eran más las que habían sido entonces. Se saludaron cariñosamente y cada una siguió su camino. No alcanzó a dar cuatro pasos cuando oyó: "Martínez.". Se volvió y antes de seguir caminando con rapidez en dirección contraria, Blasco, bajando los ojos, le dijo: "Fui yo. La lapicera me la llevé yo".

Su nieta tenía los mismos nueve años que tenían ellas entonces, nueve años que de pronto volvieron con la fuerza de un chaparrón sorpresivo. Sesenta años después, había olvidado su lapicera fuente desaparecida. Blasco no. Blasco se la había llevado y la había tenido encima todo el tiempo hasta que por fin se la pudo devolver.

Publicado 26 de mayo 2018. La Nación, suplemento Sábado, Psicología, Hacelo Simple.

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Los celos no siempre tienen la culpa

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Cuando nació Aylén, su hermano Nahuel tenía 3 años. Graciela y Eduardo estaban más que felices, ya tenían la parejita, eran una familia tipo hecha y derecha. Todo estuvo bien. Alegría familiar, felicitaciones de los compañeros de Eduardo en el banco, la casa se llenó de color rosa y muchas de las cosas de cuando Nahuel había sido bebé quedaron sin uso porque eran celestes y no querían que la nena se vistiera de varón.

Unas dos semanas después, Nahuel volvió del jardín con un calzón extraño. Se había hecho encima y traía el suyo en una bolsita impermeable. "¡Qué raro!", pensaron sus padres, porque venía controlando lo más bien ya hacía como seis meses. Ni siquiera se le escapaba a la noche ya.

Dos días después, otra vez. Los llamaron del jardín y tuvieron una entrevista con la psicopedagoga que les hizo las preguntas de rutina. Que si estaba todo bien en casa. Que si algo había pasado en esos días y sí, le dijeron, había nacido Aylén. "¡Ah!", dijo la profesional con tono confirmatorio mientras se descruzaba de piernas. "¡Eso explica todo! Está celoso".

Eduardo, sin entender demasiado, le preguntó qué tenía que ver que estuviera celoso, si es que lo estaba, con que hubiera vuelto a hacerse pis encima. No olvidará su mirada condescendiente cuando les explicó estos procesos normales en los niños al nacerles un hermanito. Así dijo: "Les nacía". Que el proceso implicaba la angustia de dejar de ser el único y que muchas veces los conducía a una regresión a la etapa anterior y al consecuente descontrol esfinteriano. Que era una forma en la que usualmente pedían la atención que les había sido retirada y que ahora recibía el bebé recién nacido, lo que los ponía celosos y rabiosos. Aconsejaba un psicodiagnóstico que llevaría a un tratamiento psicológico que resolvería el problema en unos meses, tal vez antes de fin de año.

Graciela y Eduardo salieron demudados. ¿Tan chiquito y ponerlo en tratamiento? ¿Y cuánto costaría? ¿Y a quién recurrir? Graciela, que lee artículos de psicología, se preguntaba si no sería este un problema que encubría algo mayor, si no le estaba pasando algo grave a Nahuel, si estaban haciendo algo equivocado con él. Los cubrieron las sombras más pesadas.

Eduardo se fue a trabajar abrumado por la angustia. En el almuerzo se lo contó a Marcos, el de contaduría cuya esposa era psicóloga y le caía muy bien. Le preguntó si en casa también se hacía encima. Eduardo llamó enseguida a Graciela y resulta que no, que en casa no. "Entonces debe ser algo que pasa en el jardín", le dijo Marcos. Le dijo que hicieran lo mismo que había hecho la psicopedagoga, que preguntaran en el jardín si había habido algún cambio en la rutina diaria.

Al día siguiente cuando Graciela llevó a Nahuel pidió hablar con la maestra. Lo hizo indirectamente y con una sonrisa, para no ponerla en guardia. Y sí, algo había cambiado. Era un jardín bilingüe, y hacía unos días que, cuando querían ir al baño, los chicos tenían que levantar la mano y decir: "May I go to the bathroom?".

Una vez en casa, Graciela le preguntó a Nahuel cómo hacía para pedir ir al baño en el jardín. Él bajó los ojos y respondió avergonzado que no le salía lo que Miss Lucy le decía y que entonces se aguantaba y que a veces se le escapaba. Esa noche le enseñaron, entre juegos y bromas, a decir "May I go to the bathroom?". Inventaron una canción pegadiza y se rieron juntos y lo felicitaron cuando lo pudo decir fluidamente.

Nunca más se hizo pis encima en el jardín. Se ahorraron el psicodiagnóstico, el tratamiento, una punta de pesos. Además, y no es poco, volvieron a sonreír.

Publicado en el suplemento Sábado de La Nación. 12 de mayo 2018, espacio "Hacelo Simple".

 

¿Almejas y cascabeles?

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Las categorías diagnósticas me aprietan y lastiman. Leen las conductas desde la patología, perspectiva que para pensar las relaciones en parejas queda estrecha y amarreta. Me tengo que inventar categorías que den cuenta de lo que veo pero desde el punto de vista de la salud y que permitan un abordaje despatologizado. Son metáforas para que nos veamos en nuestras diferencias y no pretendamos cambiar al otro. Hoy, almejas y cascabeles.

Hay personas que prefieren la soledad y el silencio. Pasan por hoscos, reservados, poco comunicativos. No se sienten a gusto hablando de sus emociones ni llevando adelante esas charlas banales que en inglés se llaman easy talks. Huyen de los encuentros sociales, particularmente los masivos, de las fiestas, las aglomeraciones. Cuando no tienen más remedio que ir, se ubican cerca de la puerta o en un borde, lo más lejos posible del ruido o del centro de la acción. Las llamo personalidades almeja. Son los que uno se da cuenta que están porque cada tanto se les escapa y asoma una burbujita pero que en cuanto pueden vuelven a sumergirse en la arena húmeda de su refrescante burbuja interior, no demasiado hondo, ahí nomás, cerca de la superficie pero lejos de las miradas. Son personas que saben estar solas, que no solo no se angustian sino que lo disfrutan. Definitivamente no son people persons (perdón, otra vez en inglés, quiere decir que no son sociables).

En el otro extremo están las personas que reviven junto a otras personas, que buscan el contacto, lo necesitan. Les encanta el ruido, la algarabía, comunicarse, contarse, compartir relatos, historias, emociones, argumentar, contra argumentar. Van con alegría a los encuentros sociales, tanto familiares como de amigos así como a eventos laborales, congresos, festivales o lo que sea que atraiga gente, música, alboroto y diversión. Se acercan a la gente confiados, se entregan al placer de la conversación, están atentos a varias cosas al mismo tiempo, disfrutan de vivir la vida como si fuera un circo de tres pistas porque son capaces de ver las tres. Las llamo personalidades cascabel. Frescos, ligeros se deslizan con facilidad en una sociabilidad amable y cordial, son amigueros, dicharacheros y simpáticos.

Los cascabeles son frescos, cantarines y sonoros.

Las almejas son cautos, silenciosos y reservados.

Pueden, obviamente, tener diferentes gradientes y diluciones. Los hay puros y extremos, siempre almejas o siempre cascabeles. Pero la mayoría fluctúa y es una cosa o la otra en determinados espacios y momentos. Quien viva cómodamente dentro de su caparazón dura protegiendo así ese interior tan vulnerable, o sea una almeja puede ser también una persona elocuente en determinados espacios o puede sentirse a gusto y salir al exterior cerca de determinadas personas. Igualmente, el cascabel multicolor puede precisar de momentos de ausencia y soledad para ocultarse del escrutinio de los demás y descansar de la continua exposición tan exigente.

Dos almejas podrán convivir con bastante facilidad. No invadirán espacios, no avasallarán ni exigirán que el otro abandone la protectora cápsula del silencio. No se sentirán excluidos ni abandonados ante su falta de comunicabilidad. Cada uno cómodo dentro de su territorio claramente delimitado. Habrá silencio y, para quienes no saben que así están bien, darán la sensación de ser dos paralelas que nunca se encuentran.

Dos cascabeles conviviendo deberán afinar muy bien sus instrumentos y energía para evitar disonancias, arrebatos y desconciertos. Serán, vistos de afuera, mucho más divertidos que las almejas pero más alocados e imprevisibles y tal vez les sea difícil congeniar ambas armonías y sentarse juntos en una meseta pacífica.

Veo con frecuencia parejas mixtas de almeja y cascabel, cada uno sintiéndose mal porque no cumple con las expectativas del otro, buscando una y mil maneras de que el otro cambie, que la silenciosa almeja cascabelee un poco o que el ruidoso cascabel almejee de a ratos. Pero cuando no sucede -porque suele no suceder, al menos no cuando uno quiere que suceda- se viene la catarata de reclamos y quejas. Parece ser difícil ver y entender que cada uno es como es, que esas características no se cambian, que necesitan ser satisfechas. son el contexto de comodidad requerido para que cada uno pueda ser quien es. Si se entendiera eso la resultante sería la convicción de que la necesidad del otro, aunque puede no coincidir con la propia, no es un ataque: no me lo hace a mí.

Y para que estos dos planetas convivan, se acompañen, se contengan y abracen, ninguno debe permitir que las renuncias inevitables que se deben hacer se vuelvan tóxicas y se conviertan en enojos, agresiones, intolerancias y resentimientos.

Si vivís con una almeja no le exijas ni presiones para que se exponga demasiado a ese exterior que le es amenazante, no te enojes si no habla o si prefiere no acompañarte al cumpleaños de tu prima. No es que no te quiere o que no le importás. No es así por vos o para vos o contra vos. Es así, simplemente.

Si vivís con un cascabel no le exijas ni presiones para que enmudezca o que se acuclille en un rincón oscuro, en silencio. Necesita estar con gente, necesita conversar, ser el centro de la acción y no lo hace por molestarte ni irritarte. No es así por vos o para vos o contra vos. Es así, simplemente.

Si pudiera, cada uno, tomar del otro eso que le falta, encontraría una complementación enriquecedora. Una almeja que aprenda a cascabelear y se divierta con ello y un cascabel que no se angustie de almejear y que, incluso, lo disfrute. Y sin emular ningún slogan político puedo afirmar que ¡sí, se puede!

¿Solucionador o Conversador?

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Imaginemos que un Solucionador Pragmático convive con un Conversador Emocional.

El Solucionador siente toda pregunta o proposición como un desafío.Incómodo con medias tintas, dudas o ambigüedades le sobreviene un irrefrenable impulso de encontrar la solución ya.

El Conversador, ante cualquier proposición o pregunta quiere hablar sobre ello; necesita empatía, diálogo, ida y vuelta, compartir emociones o recuerdos, asociarlo con otras situaciones, pensar juntos.

En los estereotipos de género, el universo de los Solucionadores Pragmáticos es el masculino mientras que el de los Conversadores Emocionales es el femenino. Pero no siempre es así. Hay Solucionadoras encaramadas en tacos aguja y Conversadores que se afeitan todos los días. Conversador y Solucionador son tanto características personales como funciones en la relación. Hay parejas en las que son fijas: el Solucionador siempre soluciona y el Conversador siempre conversa. Hay otras más elásticas y con diferentes gradientes: Solucionadores que a veces conversan y Conversadores que a veces solucionan, según el tema o la circunstancia.

A título de ejemplo consideremos que estamos ante el grado más extremo. Si el Conversador pregunta: "¿Qué te parece si hacemos una reunión para tu cumpleaños?", el Solucionador seguramente responderá, escueto y terminante: "Bueno" o "mejor no". Y listo.

Gran frustración del Conversador. Esperaba un diálogo, algo así como "me parece una buena idea, ¿cómo te parece que sería mejor?" a lo cual el Conversador diría "¿te gustaría hacer un asado?" y el Solucionador "no sé, no me dan ganas de hacerlo ese día" y el Conversador "tenés razón.., mejor pensemos otra cosa" y así sucesivamente.

Al hacer la pregunta por la reunión de cumpleaños el Conversador no espera una respuesta concreta, un sí o un no, sino un intercambio de opiniones y puntos de vista que lleven a una decisión conjunta de qué es lo mejor, a quien invitar, qué dar de comer, qué día de la semana, a qué hora y así. Para el Solucionador, una vez respondida a la pregunta, se terminó el trámite, el tema desapareció de su campo perceptivo. Su espacio de comodidad es la concreción y la literalidad, responde exactamente a lo que se le pregunta.

Salvo que se le pregunte algo relativo a las emociones o a la relación, claro. Es un territorio tan resbaloso para el Solucionador que entra en pánico ante ese horrendo precipicio que se abre bajo sus pies. El Conversador suele ser muy hábil verbalmente, con muchos y variados recursos discursivos, está cómodo argumentando y contra argumentando. Su conducta no es literal ni espera la literalidad, tampoco que se resuelva inmediatamente, su expectativa es la interacción y el contacto emocional. La evasiva del Solucionador ante la amenaza de un diálogo, sobre todo si es acerca de las emociones, golpea dolorosamente al Conversador que se siente rechazado. Necesita el encuentro dialogal, esa especie de coreografía verbal en la que siente y confirma que la relación es importante para los dos.

El Conversador, no solo es hábil sino que disfruta de la conversación, salir del tema y volver a él; se siente a sus anchas tejiendo redes asociativas como en un canon a dos voces. El silencio del Solucionador frente a la temida propuesta de "hablar"o los monosílabos con los que cree responder al problema planteado, son una exclusión para el Conversador, una evidencia de que no desea compartir ese momento o, más trágicamente, de que el Solucionador no desea su compañía o hasta que ha dejado de amar. Desde su perspectiva no entiende que el Solucionador expresa su amor dando soluciones, mostrando su capacidad de resolver, que es su forma de abrazar, acariciar y mostrar su compromiso en la relación.

Si tan solo ambos vieran y comprendieran que la naturaleza del Solucionador es solucionar y la del Conversador, conversar, si pudiera cada uno ponerse en los zapatos del otro por un instante, tal vez podrían tender algún puente y encontrarse a mitad de camino.

Volvamos a la pregunta del ejemplo para ver cómo sería si cada uno se pusiera en el lugar del otro. Reformulando el "¿Qué te parece si hacemos una reunión para tu cumpleaños?" el Conversador, tomando en consideración al Solucionador que tiene enfrente podría decir: "me gustaría ver qué pensás sobre festejar tu cumpleaños y que lo programemos juntos, ¿cómo la ves?" en donde no espera que el Solucionador entienda lo que pide, que lo adivine sino que le dice claramente y con todas las letras lo que espera. El impulso a solucionar es tan fuerte que hay que anticiparle que no es eso lo que se busca. Si el Solucionador, firme en su forma de ser, responde que no tiene ganas de hablar, o que no tiene ganas de pensar en ello, o que confía en lo que el otro decida, el Conversador todavía podría insistir con un "ya sé que hincha, pero es que me gustaría que hablemos sobre eso, no me dejes que lo decida por mi cuenta. Me da mucho placer que lo pensemos juntos", lo que no garantiza que la charla se establezca porque el Solucionador puede no estar dispuesto en ese momento, pero probablemente no se arme el circuito de expectativa-frustración-enojo habitual.

Inversamente, ante la pregunta de "¿Qué te parece si hacemos una reunión para tu cumpleaños?" el Solucionador, que conoce al Conversador con quien convive y que sabe lo que está esperando, podría decir: "¿querés que te conteste o querés que charlemos?" y si no tiene ganas de charlar estaría bueno que lo informe "ya sé que te gustaría charlar sobre eso pero ahora no, estoy en otra cosa" o algo por el estilo, con lo cual muestra que conoce y respeta lo que el Conversador está esperando y, al mismo tiempo, no se violenta obligándose a hacer lo que no tiene ganas.

En el templo de Apolo en Delfos dice: conócete a tí mismo. Y yo agrego, conocé a quien tenés a tu lado. Aceptate y aceptalo, tené bien claras las necesidades y posibilidades mutuas. Salite del circuito frustrante de la expectativa irreal. Cada uno es como es: ¡no te lo hace a vos! Está en tus manos dejar de esperar lo imposible e invitar a bailar a tu pareja en una nueva coreografía.

¿Otra vez sopa? Hartos de la rutina

Tute lo resume gráficamente

Tute lo resume gráficamente

Nos prometieron que si nos casábamos la vida sería un lecho de rosas, que los violines acompañarían nuestros días y nuestras noches siempre con melodías diferentes y estimulantes, que seríamos felices comiendo perdices. Pero ¿cuántas veces podemos comer perdices antes de hartarnos, aburrirnos y esperar comer otra cosa? El casamiento parece ser el final del cuento y nadie nos avisó lo que nos iba a pasar cuando nos atacara la rutina. La rutina, cuando es aburrimiento, es uno de los efectos no deseados más difíciles de superar en una convivencia. Sentimos que hemos fracasado.

Después de algunos años juntos, cuando la novedad quedó en el pasado y las cosas se volvieron previsibles y anticipables, empezamos a añorar las incertidumbres del comienzo, tan estimulantes, tan atractivas. Todas esas ilusiones que nos habíamos hecho, toda esa magia que esperábamos que sucediera, se volvió rutina. El príncipe azul ya no está montado en un brioso corcel ni está vestido de azul, llega cansado y hambriento. La princesa de blanco primoroso y sonrisa etérea perdió su guirnalda de flores, también está cansada y hambrienta. Cada uno espera que el otro le devuelva algo del encantamiento perdido pero los días son siempre las doce de la noche de La Cenicienta y, en lugar del palacio prometido con la felicidad garantizada, estamos hambrientos, aburridos y de entre casa.

¡Siempre lo mismo! nos sentamos en los mismos lugares, decimos y oímos las mismas cosas, si discutimos usamos siempre los mismos argumentos y las mismas elucubraciones, si pensamos en algo que nos divierta se nos ocurren siempre las mismas cosas, en los encuentros sexuales cada uno sabe qué, cómo y dónde se pondrá el otro y uno mismo hace también siempre lo mismo, en la misma secuencia, hasta para comer los menús tienen poca variación.

Como todo en la vida, la rutina tiene una faz positiva y otra negativa. Una rutina clara y no discutida favorece la economía en las relaciones interpersonales. No es preciso ir descubriendo o recreando a cada paso cada uno de los momentos de la vida de relación. Lo que fue pasando en el día a día quedó establecido como producto de una negociación, casi siempre tácita, en la que nos fuimos adaptando, uno al otro, del modo en que mejor nos fue saliendo. Respetando nuestras necesidades y posibilidades, renunciando a algunas en pos de las necesidades y posibilidades del otro, aprendiendo juntos a vivir en la nueva coreografía construida de a dos. El lado de la cama, los encuentros sociales o familiares, mirar o no televisión juntos, ésas y tantas otras cosas se fueron volviendo reglas con las que contamos y que, cuando funcionan, no es preciso discutir nuevamente. Es como cuando uno aprende a manejar y debe ir incorporando, de a uno, todos los movimientos hasta que descubre un día que ya son parte de uno, que se puede manejar y oír la radio o pensar en otra cosa al mismo tiempo porque manejar se volvió automático. Así, la rutina, es decir, los movimientos consensuados por la convivencia, no tienen que ser re inventados a cada paso y facilitan mucho la vida.

Pero la repetición, el automatismo, también se vuelve una fuente de aburrimiento y frustración. Es el aspecto negativo, que nos enoja y que muchas veces queremos sacudir buscando nuevos estímulos, algo diferente que nos re conecte con la frescura, que nos sorprenda y nos apasione. Saber de antemano como será cada cosa a cada momento le quita diversión, aventura y encanto y puede dar la sensación de que la relación está estancada, que no va más porque ha dejado de conmovernos. Es un horizonte gris, soso y corrosivo que nos sume en el desaliento y las ganas de salir corriendo.

¿Hacia dónde? Por default casi surge la idea de otra persona, alguien que sacuda el polvo pegajoso de la rutina, que nos vea y nos haga sentir de otra manera, con más vida, con más entusiasmo, con más ganas. Pero habitualmente no es solo en el seno de la pareja, también el aburrimiento esencial como un pozo resbaloso en el que vamos cayendo se vive en otras áreas de la vida y la actividad. La salida extraconyugal es entonces un remiendo transitorio y no es la única salida. El aburrimiento es existencial, excede a la pareja, cubre toda la vida.

Otra vez es imprescindible revisar las expectativas, lo que cada uno imaginaba que sería su vida, su trabajo o actividad, su relación con los otros, su vida familiar y en pareja. Es habitual tener expectativas desmedidas, esperar una vida en HD y con efectos especiales, que, si no sucede, será vivido como un fracaso. Un fracaso personal del que solemos acusar a nuestra pareja. El otro tiene la culpa. Es el otro quien lo tiene que solucionar.

¿Por qué el otro? ¿Por qué espero eso que el otro tiene que hacer y que, seguramente el otro espera de mí? ¿Quién tiene la culpa de la rutina? ¿Podemos hacer algo para recuperar la chispa y el encantamiento de la sorpresa con la misma persona con la que vivimos hace varios años y que conocemos de memoria? Si lo esperamos del otro, nos ponemos en sus manos, dependemos de su conducta, no nos apropiamos de las riendas de nuestra vida. La "ventaja" es que si lo tiene que hacer el otro y no lo hace, lo podremos acusar, le podremos reclamar y criticar, con lo cual nos aseguraremos de que a la rutina y el aburrimiento, le sigue la pelea y la guerra.

Hay aspectos de la rutina que son esenciales e indispensables para una vida organizada y armónica, pero hay espacios de libertad y creatividad que podemos explorar. La rutina es maravillosa porque es tranquilizadora, pero cada tanto estaría bueno hacerle al otro alguna proposición sorpresiva y provocar una reacción inesperada que nos renueve el entusiasmo a ambos.

Pedirle todo a la pareja es excesivo. No hay allí todo lo que hace falta en la vida. El mundo es una fuente inagotable de espacios y situaciones que pueden contrarrestar el hartazgo existencial que creemos se debe solamente a la rutina familiar.

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Amantes ¿infidelidad o degustación?

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Me encanta cuando a la hora de los postres puedo probar diferentes gustos en lo que llaman "degustación". Un poco de chocolate, un poco de chantilly, un poco de frutas, dulce de leche, coco, cheese cake.. También me tientan los platos que veo que comen mis compañeros de mesa y si no me puedo aguantar les pido que me dejen probar un poquito. Es que tenemos la posibilidad de paladear diferentes cosas en nuestros receptores gustativos: dulces, saladas, agrias, amargo y umami (textura), sensaciones que son decodificadas en el cerebro donde se hacen concientes.

El cerebro es un órgano curioso, travieso, inquieto, que se aburre fácilmente, exige constantemente novedades y estímulos que lo mantengan activo y feliz. Pasa con la comida. Pasa con las actividades. Pasa con el turismo. Y también pasa con las relaciones.

Si mi alimentación está basada en el arroz y un día se me da por los vegetales, a nadie se le ocurriría pensar que estoy siendo infiel, que le estoy metiendo los cuernos al querido arroz, que tanto conozco, que tan bueno ha sido siempre conmigo y a quien agradezco su presencia y sustento. No le quito nada al arroz si como un día una berenjena. No le quito nada a Mar del Plata si un día se me da por Bariloche. No le quito nada a mi profesión si un día se me ocurre ponerme a hacer teatro.

No pasa lo mismo con las relaciones de pareja. Vivimos en una cultura que nos fuerza a tener una sola pareja para toda la vida y nunca nunca nada más. En caso de buscar y encontrar otra relación caerá sobre nosotros el estigma del pecado y el oprobio de la repulsa social: nos transformamos en infieles. El islam llama infieles a los que no creen en el verdadero Dios, Alá, o en su profeta Mahoma. El concepto de la monogamia rígida y cerrada que exige la total y absoluta exclusividad sexual es también un Dios severo e inapelable y quien no respete el sagrado precepto de la exclusividad sexual es un infiel, un delincuente emocional, un traidor, debe ser echado del Paraíso.

Suele llamarse infidelidad a cualquier relación amorosa extramatrimonial, los amantes son los infieles. Pero es preciso revisar un poco la idea porque la institución "amante" tiene muy mala prensa en nuestra sociedad occidental, aunque es frecuentada con entusiasmo por muchos.

En las grandes ciudades de Europa central y occidental, existía -así me lo contaban mis padres- "el amigo íntimo", una institución emparentada con la del amante pero no exactamente igual. Consistía en el flirteo, en encuentros en cafés o en paseos, con o sin derecho a roce. Casi siempre eran personas casadas que tenían la libertad de hacer travesuras sin compromisos afectivos ulteriores. Ninguna pretendía suplantar a su cónyuge ni compensar algo que les faltara en su vida en pareja. Se trataba del ansia de saborear otros gustos y de sentirse saboreado por otros paladares. Se trataba de verse en los ojos del otro de una manera renovada, de irse descubriendo al tiempo que se descubría al otro, de sumergirse en la sorpresa y el encantamiento de la seducción y la conquista. No había atentado alguno contra la pareja conyugal que muchas veces sabía de esas escapadas y que también tenía las suyas. Sin consecuencias ni reproches ni torturas emocionales ni explicaciones. El "amigo íntimo" mantenía nivelado el fiel de la balanza y proporcionaba a sus participantes el delicioso sabor de la aventura y de lo desconocido.

En nuestra sociedad, el concepto de amante incluye por lo menos tres cosas diferentes que no suelen distinguirse y que se confunden

Una, algo muy parecido al "amigo íntimo" europeo que de ninguna manera es una infidelidad ni una traición ni, mucho menos una metida de cuernos que merezca la reprobación social y el castigo. Claro que, a diferencia de lo que sucedía muchas veces en el viejo continente, la cosa no sucede de manera abierta, suelen ser encuentros secretos o disfrazados de otra cosa, de modo que no sea una amenaza para la pareja estable. Son muy pocas las parejas que lo comprenden, lo viven con naturalidad, lo conocen y aceptan y no exigen explicaciones o justificaciones.

Una segunda acepción es cuando la relación extramatrimonial viene a cubrir un vacío existencial, una búsqueda honda de reafirmación o de re estimulación personal. El tercero promete devolver eso tan anhelado y que falta. Después de un primer momento de infatuación e ilusión, la expectativa suele irse diluyendo hasta quedar en la nada porque ningún tercero nos dará eso que debemos generar por nosotros mismos. Sin relación con la pareja estable sino con una carencia personal, estas relaciones duran el tiempo en que persiste la ilusión. Nadie puede cubrir esta ansia personal, esos huecos afectivos o esa incapacidad de disfrute que solo las podemos cubrir nosotros mismos.

La tercera forma de "amante" sí puede ser llamada infidelidad o traición. Las situaciones en las que se tienen dos familias constituidas, o se mantiene una relación secreta con hijos extramatrimoniales, o se encara la relación de amantes con falsas promesas de matrimonio, de dejar al cónyuge o lo que fuera con tal de que el/la amante siga el juego. Hay una doble mentira: a la pareja y al amante. Hay hostilidad, tal vez encubierta y una defraudación total. Puede llamarse cabalmente infidelidad porque afecta directamente a la pareja estable, se incurre en una estafa emocional, se miente a unos y a otros y se generan fachadas ilusorias y engaños reiterados. Se lesiona a las dos parejas, a la conyugal y al amante lo que produce un gran sufrimiento, a la corta o a la larga, en todos los involucrados.

Una relación de amantes implica, siempre, que se busca algo que la pareja estable no da. A veces es un indicador de que mejor resultaría separarse porque el olmo nunca dará peras. Pero otras veces, más de lo que suponemos, se busca algo que en la pareja no está porque no puede estar, porque en una pareja hay rutinas saludables, pero son rutinas, casi todo es previsible, hay pocos espacios para la novedad y la sorpresa. Y si hace falta esa chispita de aventura cuando se encuentra puede repercutir positivamente en la pareja, proveer una nueva energía que les hace bien a los dos.

El buen amor no viene en porciones, se reproduce a sí mismo y siempre es capaz de más. Amar a un amante no es amar menos a la pareja, a veces es incluso amarla mejor. El buen amor, creo yo, es el sostenido en respetarse a uno mismo, conocerse y darse lo necesario y en hacerle bien al otro, cuidarlo, respetarlo en sus necesidades y no dañarlo.

Un paladar sensible añora saborear diferentes gustos. El buen amor crece cuanto más se lo ejercita, no es posesivo ni disfruta de juegos de poder. El buen amor se da a manos llenas y se paladea con lentitud, regocijo y magia.

Como arruinar tu pareja

Foto: Shutterstock

Cinco grandes pecados

Pecado 1: Querer cambiar al otro. Tal vez lo mismo que te enamoró al principio, luego de años de convivencia te resulte irritante. O quizás hayas visto desde el principio que eso no te gustaba pero hayas pensado que a tu lado y por influjo de tu amor iba a cambiarlo. Y si no lo cambia, es que no te quiere, que no le importás, que no te valora ni considera.

Pecado 2: Me lo hace a mí. Cuando tenés la convicción de que todo lo que hace lo hace a propósito y te está dirigido a vos, que sos el centro y el objetivo de su conducta y su inconducta, que es egoísta y no te quiere, no le importás, no te valora ni considera como persona.

Pecado 3: Deshojar la margarita. Es una consecuencia del pecado anterior que te hace evaluar y medir cada paso y cada conducta del otro como prueba de su amor o desamor. Este pecado tiene la virtud de hacer desaparecer al otro en su individualidad, deja de ser una persona, un otro, y pasa a ser solo un espejo de tu propia valoración o de la medida de su amor por vos.

Pecado 4: Tiene que saber. A estas alturas, ¿cómo no sabe lo que quiero o lo que no quiero? No hace falta decirlo, lo tiene que saber. Y si no lo hace es porque no se le da la gana, porque no te quiere, no le importás, no te valora ni considera como persona.

Pecado 5: Monovisión o mirada tuerta. Ver solo lo que falta, lo que no está bien, señalar y hacer crecer las hilachas de frustración hasta que cubren y oscurecen todo y ya no ves lo que hay. Y viendo solo lo que no hay te asegurás que no te quiere, no le importás, no te valora ni considera como persona.

Tres grandes esperanzas:

Esperanza 1: que puedan hablar. No conversar es facilísimo, he aquí algunas maneras que garantizan un éxito seguro:

1.- Hablar en un idioma estéril: el de la crítica, el reclamo y la acusación.

2.- Atribuirle al otro toda la culpa de lo que está mal.

3.- Descargar rabia y frustración creyendo que es una oferta de conversación.

4.- Golpear con la palabra, con el tono, el modo o el momento,

5.- Arrinconar, sorprender y herir.

6.- Derramar ofensas de manera reactiva y ofensiva

7.- Enunciar con énfasis lo que se DEBE hacer, lo que es NORMAL, en lugar de decir claramente y de buena manera cuáles son tus necesidades, qué esperas o te hace falta.

Consecuencia: Si no se puede hablar es que no te quiere, que no le importás, que no te valora ni considera como persona.

Cualquiera de estas tácticas asegura que lo que decís no será escuchado ni atendido, con el logro adicional de que será vivido como un ataque, la conversación será imposible porque tus declaraciones de guerra forzarán al otro a defenderse, contra atacar o huir, te asegurás que la tentación de hablar ni se le cruce.

Esperanza 2: que haya el mismo romanticismo o erotismo de los comienzos. Si se fue opacando, si no te busca del mismo modo, si no te mira como antes, es que no te quiere, que no le importás, que no te valora ni considera. O pero aún, que hay otra persona.

Esperanza 3: que te confirme que sos persona valiosa, con lo cual el otro le da sentido a tu vida, un sentido que no parecés poder encontrar por tus propios medios. Obviamente, si no te confirma es que no te quiere, que no le importás, que no te valora ni te considera como persona.

Cualquiera de estas instrucciones te llenarán de tanta frustración, rabia y resentimiento que encararás al otro con tan mala onda y rencor que el desastre está ahí nomás y será insalvable.

http://www.lanacion.com.ar/2060602-como-arruinar-tu-pareja

¿Separación o terapia de pareja?

Cuando la situación se vuelve insoportable por el monto del sufrimiento de las peleas, los desencuentros y las frustraciones, además de salidas drásticas que mejor no invocar, quedan dos: la separación y la terapia de pareja.

Foto: Pixabay

La separación es una alternativa que podría terminar con el sufrimiento de una vez y para siempre. Si la analogía fuera tener un clavo clavado en el dedo gordo del pie que te duele a cada paso, la separación sería como que te lo saquen con la esperanza de que, con el tiempo, el dedo vaya sanando y recuperes el paso ligero y normal otra vez.

Como parece ser la opción más efectiva, se deciden separaciones sin pensarlo mucho, como reacción al dolor y a la angustia, viendo solo el alivio momentáneo sin pensar en todo lo que se quiebra, todo lo que se rompe, la fractura que se abre tanto para cada miembro de la pareja como para quienes conviven con ellos y también sus familiares y amigos.

Una pareja que se separa, separa a mucha más gente de lo que al principio creían. Amigos compañeros de salidas, cuñados, conocidos, toda una red se agujerea por todas partes. Hay separaciones amigables y otras tortuosas. En ambas, la gente que los rodea siente que debe elegir a uno, aunque esto es mucho más evidente en las separaciones peleadas. Se rompen muchos lazos y cada uno debe aprender a reconstruirse con lo que queda. Recién después del alivio del principio todas estas cosas se ponen en evidencia. Por supuesto, no siempre es así. A veces una buena separación es el mejor recurso para seguir viviendo en paz, pero habría que decidirlo luego de probar si la pareja tiene arreglo, no antes.

La terapia de pareja es un recurso, a veces el último antes del cataclismo de la separación. Y aquí entramos nosotros, los terapeutas. Creo que es una de las áreas más complicadas en nuestra profesión. No se trata de hacer terapia, de "curar", porque no suele haber nadie con alguna patología que deba ser atendida. Se trata de mediar para que estas dos personas aprendan a convivir, es una especie de escuela o entrenamiento que normalmente no se tiene porque el imperativo social y cultural es que "el amor basta". Y resulta que no, no solo no basta, porque como comenté en una columna anterior, vaya uno a saber qué es esto del amor.

Y el desafío, la dificultad mayúscula que tenemos que enfrentar los terapeutas es que el pedido con el que viene cada uno es que cambiemos al otro. Ningún trabajo es posible, ninguna reflexión, ninguna comprensión será efectiva si no se trabaja antes este presupuesto catastrófico que nos ata las manos.

Y ni bien tengo la oportunidad, enuncio con títulos grandes y en negrita que LA GENTE NO CAMBIA. Claro que hay cambios que suceden pero hay aspectos personales, caracterológicos, familiares y genéticos que permanecen igual a lo largo de la vida. Lo que sí se puede cambiar es el aprendizaje de convivir con un otro que tiene otra CUIT, viene de otra cultura, de otro mundo, que es como es y que tampoco cambiará.

La única persona que puede cambiar en lo que el cambio es posible es uno mismo, uno es su propia posesión, uno es dueño de uno mismo, no así el otro.

Decían los mitos romanos que Júpiter nos impuso dos alforjas, una ante el pecho y la otra tras la espalda; la primera lleva los vicios ajenos y la segunda los propios, por eso nos es tan difícil ver los propios y tan fácil ver los ajenos. Por otra parte, uno vive como natural y universal como es uno y no advierte cuánto de uno irrita, hiere o incomoda al otro. Un otro que también cree que es natural y universal ser como es y que tampoco advierte cuánto irrita, hiere o nos incomoda.

Y, aunque la gente no cambia, hay un cambio que es posible pero exige el trabajo mayúsculo de mirar la alforja que cargamos tras la espalda y desnaturalizar nuestra conducta y ver cuánto de ella afecta y hiere las necesidades, las carencias y las expectativas del otro. En eso consiste la terapia de pareja. Lo dicho: no es fácil, pero muchas veces hace el milagro de que esa pareja de gladiadores se convierta en compinches que conviven en paz.

¡Tenemos que hablar!

¿Escuchaste alguna frase peor que ésta en tu vida de pareja?

Cuando te la dicen siempre te agarra desprevenido y mal parado. Y si sos de esas personas a las que no les resulta fácil hablar de sus emociones o confrontarse en una relación, la frase abre un foso bajo tus pies y cerrás los ojos para no caer en ese pozo sin fondo que te conducirá, seguro, a los peores infiernos.

En toda pareja hay uno que es más hábil, que está más entrenado en la verbalización que el otro, y es ése el que SIEMPRE quiere hablar.

En general los hombres tienen más floja la habilidad de la palabra, aunque no siempre es así. Si sos de esas personas el "¡tenemos que hablar!" es como un arma que te apunta a la cabeza. ¿Y quién lo dice? Obvio, tu pareja, esa persona que está muy pero muy entrenada en los laberínticos e interminables "¿y a vos qué te parece?" o "pensémoslo de otra manera" o "¿qué quisiste decir ayer?" y ese tipo de conversaciones y disquisiciones enredadas que abren ese foso sin fondo bajo tus pies.

Y ante el foso o ante el arma, ¿qué te queda por hacer, pobre víctima inocente de la horrenda furia asesina que esconde esa indecente propuesta de hablar?

Huir, salir corriendo y con un portazo firme y contundente.

Y si no se puede, hacer como que no oiste.

Y si no se puede, patearlo para más adelante.

Y si no se puede, el supremo recurso es contraatacar, mandarte un mordido y encendido "no tenemos nada que hablar nosotros" o un "¡hablar, hablar, hablar, lo único que hacés es hablar!" o estocadas similares para evitar hablar y dejar al otro pataleando impotente como cucaracha panza arriba.

Y ya la guerra está declarada, no hay escapatoria, cubiertos los dos por nubes negrísimas. Ahora o más tarde, rayos y centellas cubrirán todo de barro pegajoso y electricidad mortífera.

Gritos, peleas, violencia generados por la "inocente" propuesta de hablar porque si no estás entrenado en hablar, pelear puede ser más fácil, algo que te ubica en un territorio en el que pisás más firme. En la pelea pareciera que sos más dueño de la situación, mientras que en la conversación el dueño es el otro, el más hábil. A nadie le gusta sentirse en inferioridad de condiciones por ello y, como estrategia de preservación, elegimos el territorio en el que nos movemos mejor para salir lo menos heridos posible.

¿Una solución?

Si llegaste hasta acá esperarás que te de la mágica solución, que te de esa receta milagrosa que de una vez y para siempre termine con esta tortura. Cliqueá "salir" porque no la tengo.

El camino es cada paso y cada paso tiene peso. Te puedo ir dando algunos tips que a mí y a otros como yo nos resultaron de utilidad.

Lo primero es que decidas qué querés hacer: ¿la propuesta de hablar ante cada dificultad es más de lo que podés aguantar y preferís apartarte aunque ello resienta la relación? o ¿la relación te importa tanto que harías algo para que continúe? O sea, ¿te separás o seguís?. Si elegís seguir, tendrás que aprender a entrenarte en el arte de la conversación con tu pareja sobre situaciones de la pareja, entrenarte como para cualquier deporte que quieras aprender a jugar.

Hay algunos trucos para ir empezando. Uno, te parecerá nimio, pero es crucial: hablar en primera persona, hablar de vos y no del otro (es un excelente consejo también para tu pareja, la que "quiere hablar" seguro para acusarte de algo, pero será para otra columna). Hablar de vos en tu respuesta. Podría ser: "Cuando me decís "tenemos que hablar" se me pone todo negro y dejo de pensar, casi me paralizo y la angustia que eso me provoca hace que haga o diga cosas que no son de verdad lo que siento o pienso, lo único que quiero es huir. ¿Por qué no buscamos juntos alguna manera?". Es decir, en lugar de contraatacar, no salteás tu malestar y la amenaza explicando lo que te pasa. De esta manera te evitás señalar con un dedo al otro y sus imperfecciones, armar teorías sobre ello, que en ello consiste el contraataque. Es un terreno resbaladizo y peligroso. Toda teoría que hagas sobre la conducta del otro es ofensiva, así como toda teoría que haga el otro sobre tu conducta es ofensiva. El otro no sabe de uno. Uno no sabe del otro. La respuesta atacante no es una conversación, es una guerra.

Otro tip muy útil es convenir de antemano algunas reglas, por ejemplo acordar que no haya réplicas inmediatas y reactivas, acordar no interrumpirse, dejar que el otro hable hasta que termine, esforzarse en escuchar. Si uno siente que no puede callar ante lo que oye, tomar una hoja de papel e ir escribiendo las réplicas a cada cosa que hiera, pero no decirlo en ese momento.

No siempre cuando te dicen "tenemos que hablar" es una oferta de conversación. Vos podés transformarlo en eso. Si la cosa viene de ataque y descarga, no te sometas a la propuesta bélica, hablá de vos y de lo que pasa y de lo difícil o imposible que es hablar frente a un paredón de fusilamiento. Y nunca olvides que lo importante no es lo que te pasa sino lo que vos hacés con lo que te pasa.

Fijate si podés probar algo de esto. Date una oportunidad para la paz.

En la ilustración de Macanudo del diario LA NACION del 7 de agosto, Liniers también tocaba el tema con humor

En la ilustración de Macanudo del diario LA NACION del 7 de agosto, Liniers también tocaba el tema con humor. Foto: Liniers

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