Conferencia de cierre de la feria (transcripción)
Siempre recuerdo mis siestas de verano. El arrullador cantar de la cigarras acompañaba mis aventuras en amarillo, el color de las tapas de la colección Robin Hood, aquella maravilla de la década del cincuenta que me inició en la lectura. Las aventuras de Emilio Salgari con piratas y abordajes y el inolvidable e intrépido Sandokán me hacían conocer escenarios desconocidos en lugares lejanos que me invitaban a soñar. Las novelas de Louisa May Alcott con su saga Mujercitas bordada con puntillas y el five o’clock tea en la que mi admirada Jo March se rebelaba contra las restricciones y defendía sus ganas de abrirse al mundo como le era permitido a cualquier varón. ¡Qué tardes maravillosas sumergida en esos relatos fantásticos que me abrieron un apetito que nunca se satisface, siempre pide más! Cada libro que abro me habla a mi, me cuenta secretos al oído mientras mi vista sigue los dibujos de las letras página por página.
Me siento como en casa en esta Feria del Libro y agradezco el honor de haber sido invitada para compartir lo que este universo de papeles y palabras representa para mi. En estos momentos y en cada hora de estos días de aislamiento debido a la pandemia, agradezco estar viva y la posibilidad de mantener la conexión con el mundo gracias a internet.
Hablaré sobre los libros que leo y sobre los que escribo aunque no son equivalentes porque son muchísimos más los que leo que los que escribo. Pero cuando escribo lo hago siguiendo lo que me gusta de los libros que leo, tomando aquí y allá modelos de escritores a los que querría alguna vez llegar a parecerme.
Soy una lectora ecléctica, informal y variada. Casi lo único que le exijo a un libro para que leerlo me sea grato, es que esté bien escrito. Para mí, un libro bien escrito es aquel en el que las palabras se derraman de manera melodiosa, que evoca sonidos armónicos, que me lleva de la mano y me va mostrando situaciones, paisajes y diálogos que me provocan seguir, que me cuenta cosas que me tocan, que me importan, que me abren nuevos horizontes.
Mi lugar preferido para leer, como en aquellas siestas de mi infancia, es la cama. Acomodarme bien, dos o tres almohadas mullidas con la inclinación justa, una buena luz y silencio. Es todo lo que necesito. Hay días en los que no tengo tiempo de leer pero no puedo dormirme sin haberlo hecho aunque sea media hora. Esa lectura pre sueño es un momento transicional, cierra la puerta de la actividad y el movimiento y va abriendo lentamente la de la quietud y el descanso. Va relajando mi respiración, baja las pulsaciones y me introduce en ese otro estado, esa especie de flotación y ligereza que llama a los gnomos del sueño que van poniendo pesos en mis párpados y me invitan a dormir.
Puedo leer ensayos y novelas, cuentos y poemas, notas periodísticas e investigaciones, textos policiales, románticos o de ciencia ficción, e incluso cómics, sean impresos o digitales. Todo me gusta e interesa, así, sin orden ni concierto, siguiendo lo más fielmente posible a mis santas ganas.
A diferencia de otros escritores para quienes la escritura es un llamado, una vocación, necesito escribir porque es mi manera de pensar. Solo si los escribo, puedo dialogar con mis pensamientos, ideas, dudas, interrogantes o lo que sea que me ande rondando. Me es muy difícil hacerlo cuando los tengo sumergidos dentro de mi cabeza, zumbando como un enjambre tormentoso y cambiante, oscuro y difuso. No me deja centrarme en una idea, un pensamiento y seguirlo. Es muy frustrante.
Por el contrario, como al escribir tengo que encontrar las palabras, las secuencias y el orden, lo caótico se vuelve manejable, lo móvil queda instalado en un renglón, las fierecillas indomables y molestas de mi vida interior se tranquilizan y puedo pensar. Ya escrito y una vez que lo leo, mi aparato de pensar los pensamientos vuelve a ponerse en movimiento. Admiro a la gente que tiene la capacidad de pensar en abstracto sino necesitar de este soporte concreto. Yo no puedo. Entiendo que debe responder tal vez a una tara mental o a alguna carencia esencial que por suerte puedo compensar, con la escritura. Una compensación incompleta porque el texto escrito, es siempre imperfecto. En aquel orden impuesto en la elección de las palabras y las secuencias, no está fielmente reflejado el universo multiforme de mis emociones y pensamientos, es siempre un recorte, un reflejo y una traición, es solo una parte pero es lo que permite que me acerque y dialogue con ese interior elusivo y desordenado. Recién cuando está escrito y lo leo, puedo darme cuenta de en qué estoy, qué me pasa, de cuáles laberintos quiero salir, qué horizontes estoy buscando encontrar y en el diálogo que comienza entre yo y mis palabras puedo pensar mis pensamientos, procesar mis emociones, discutir y argumentar cuando algo no me gusta o simplemente desahogarme cuando algo me frustra o me duele. Escribir es para mí un acto sanador.
Pero, aunque quisiera, no puedo escribir sobre todo lo que me pasa. Hay ruidos extraños y confusos que no se dejan desenredar fácilmente, quedan apelotonados esperando su tiempo para nacer, como si tuvieran necesidad de un período de maduración, como un embarazo, y no se los puede apresurar. Son ideas o recuerdos o vivencias que tienen un trayecto propio de crecimiento y evolución antes de que los pueda advertir, me sobrevuelen y me interpelen, y recién entonces me será imprescindible escribirlos. Es lo que le pasó a Jorge Semprún cuando escribió “La escritura o la vida” título que tomé para esta conferencia que llamé “la escritura y la vida”cambiando tan solo la conjunción.
Semprún estuvo preso en el campo de concentración nazi de Buchenwald durante la Segunda Guerra Mundial. Luego de sobrevivir a ese horror consideró que debía contar lo vivido allí, que era imperativo dar a conocer aquella experiencia de abyección y horror. Sin embargo, como le sucedió a la gran mayoría de los sobrevivientes de éste y de otros genocidios, ese impulso primero de contar, que parecía incontenible, se fue frenando hasta desaparecer. Todo estaba demasiado presente, demasiado en carne viva para que pudiera ser procesado, digerido y comunicado. Todo estaba demasiado cerca para poder alcanzar la necesaria perspectiva que hiciera posible describir, evaluar, recordar y comprender. La confianza más básica en el ser humano y en la sociedad se había fragmentado de tal manera que ahondar sobre ello amenazaba con hundirlo en un lodazal tóxico del que temía no ser capaz de salir. Sintió, y así lo dijo, que debía elegir entre escribir o vivir, que si escribía en ese momento, recién emergido de aquel pozo de la ignominia humana, quedaría hundido para siempre en la ciénaga de la victimización y el horror. No estaba dispuesto a ello. Prefería vivir. «Entiéndase», dice él en su discurso con motivo del Premio de la Paz (1994), «no me era imposible escribir: me habría sido imposible sobrevivir a la escritura. (…) Tenía que elegir entre la escritura y la vida, y opté por la vida.». Lo mismo sucedió con cientos de miles de sobrevivientes que precisaron de varias décadas para transformar su experiencia y memoria en relato. Recién cuarenta años después de terminada la guerra pudo Semprún contarlo, recién luego de haber vivido una vida plena y con sentido, había llegado el tiempo de volver a aquel pasado, buscar y encontrar las palabras y finalmente quedar en paz consigo mismo. El largo embarazo había terminado. El bebé podía nacer. Ahora podía contar.
Igual me pasó a mi con tantas cosas que aún no escribí, que están esperando su tiempo, ese momento en el que escribirlas no represente riesgo alguno porque habrá llegado la hora de mirarlas a la cara, devolverles la ciudadanía y recuperar la capacidad de pensar.
Es en momentos así, cuando lo necesito, cuando me urge y me apremia algo que está ahí esperando ser dicho por fin, en que me siento a escribir. Mi primer impulso está siempre dirigido a mí, no pienso en mostrarlo ni en un posible lector. Me dejo llevar por mis ocurrencias, sin filtro ni freno alguno, con desprolijidad y desorden, en una especie de brain storming afiebrado al tiempo que relajado. La mayor parte de las veces, una vez descargado, queda ahí, no es para mostrar, ni siquiera para guardar. Puesto afuera, visto y entendido, cumplido su propósito, deja de tener sentido como herramienta o como texto, solo descarga y necesidad de tener las palabras que me permitan darme cuenta, entender o decirme algo.
Pero otras veces, luego de la primera descarga, me dan ganas de compartirlo, de sentirme acompañada en alguna idea o emoción y empiezo el a veces largo proceso de reescritura. Así como cuando leo, lo primero que exijo es que cada palabra fluya y se derrame sin hacerme tropezar, cuando escribo debo conseguir que me guste a mí. Que me guste el tema. Que me guste el desarrollo y la argumentación. Que me gusten las palabras y la sintaxis elegida y que la melodía tenga una armonía que haga el texto amable de leer. Me gustan los textos límpidos y fluidos, los que te van llevando de la mano y que te mantienen atento y te despiertan la curiosidad. No en vano Freud recibió el Premio Goethe como escritor. Su escritura es así, como las que me gustan. Uno lo va leyendo y se hace una pregunta que el próximo párrafo responde, como si fuera un diálogo vivo y presente. Y su argumentación y desarrollo sigue un camino recto y fluido, planteando ideas muy complejas con la sencillez y transparencia de quien ama al lector y está sediento de ser comprendido. Mi admiración por escritores de esa talla es infinita.
Por eso una vez que escribí lo que sea que estuviera escribiendo, dejo que pasen unos días, los suficientes para haberme olvidado y leerlo como si estuviera escrito por otra persona. Como bien lo saben los directores de cine, la edición no puede ser hecha por ellos mismos, debe ser hecha por otro. Uno se enamora de todo lo que va produciendo y resulta muy difícil evaluar que es necesario podar. Dejar pasar unos días me permite transformar el texto casi en ajeno, como si yo misma fuera otro que lee un texto de otro. Y recién entonces puedo empezar el proceso de reescritura haciéndolo, cada vez más a mi gusto como lectora. Es un proceso de ida y vuelta en el que debo negociar a cada paso cómo decirlo de la manera más sencilla y más clara, cómo anticipar los interrogantes que podrían surgir o cuándo dejarlos abiertos si ésa es mi intención, descubrir qué dí por sentado sin la debida justificación o explicación, que eslabón falta para que la idea tenga una secuencia lógica y evidente. Qué me parece que tiene que estar dicho y qué no hace falta decir para dejarle al lector la deliciosa tarea de completar o descubrir esas misteriosas entrelíneas que siempre a uno se le escapan.
Hago un culto a la simpleza. Cuanto más simples las palabras, cuanto más coloquiales las conceptualizaciones, si la idea está claramente planteada más serio me parece. Solo quien ha entendido muy bien algo es capaz de decirlo con palabras sencillas. Las jergas, sean cuales sean, académicas, políticas o códigos de algún colectivo social, son un enemigo frente al que estoy atenta todo el tiempo. La jerga dibuja una frontera que deja afuera a quien no la conoce, es expulsiva. Es un idioma particular conocido solo por quienes lo hablan y si es usada ante quienes no la entienden, es una herramienta de exclusión y poder.
El castellano coloquial, el común y habitual, es tan rico que se puede decir cualquier cosa en él. Por eso es el idioma que uso, dado que mi eventual lector es cualquier persona, no es un colega profesional ni un académico ni alguien que pertenezca a alguna tribu o colectivo particular. La escritura lo más llana posible y en lenguaje fácilmente comprensible es un desafío y un ejercicio riquísimo que me invita a replicar en mi propia escritura lo que me encanta como lectora.
Le debo un agradecimiento especial a la tecnología. Aunque escribo desde que tengo memoria, recién empecé a pensar en hacerlo público con el advenimiento de los procesadores de texto de las computadoras. Sin ellos, aquella primera escritura espontánea y sin filtros debía ser reescrita, una y otra vez, hasta que la necesaria poda, rearmado y corrección consiguieran que comunicara lo que pretendía comunicar. Y debo confesar que la pereza fue un obstáculo insalvable. Apelé a recortar lo que había escrito y lo pegaba de diferentes maneras en otras hojas que unos días después modificaba. Debía entonces despegar lo pegado y volverlo a pegar y terminaba quedando un pegote de papeles recortados, desprolijo y difícil de seguir que me hacía imposible su lectura y evaluación. La idea de volver a escribir lo escrito, palabra por palabra, letra por letra, una y otra vez me superaba. Todo esto se disolvió con la computadora y el procesador de texto. Desde aquel primer WordPerfect de los noventas se me abrió un mundo mágico y liberador. Podía guardar el primer escrito, copiarlo, abrir otro documento y editarlo, cortar, subir, cambiar, ver cómo quedaba y se leía de esa manera, volver a la anterior. Dejarlo y abrirlo en otro documento y probar una nueva alternativa. Me sentí como un goloso que podía saborear cuanta golosina quisiera en cualquier momento sin costo ni consecuencia alguna. Podía trabajar los textos de mil maneras, guardar las distintas versiones, ir modificando lo que se me antojara e ir viendo qué y cómo me resultaba mejor. Alterar el orden cambiando de lugar párrafos, palabras, oraciones y si no me gustaba con un click podía volver a lo anterior sin tener que reescribirlo nuevamente. Muchos escritores siguen manuscribiendo sus textos y encuentran mucho placer en hacerlo. Para mí es una tortura, no puedo. También por un afán en cierto modo estético porque aquel pegote de papeles de distintos tamaños y formas, con distintos colores de tintas, con letras y palabras de distintos tamaños me molestaba a la vista y me daban ganas de romper todo. Son tal vez detalles banales pero el hecho de que el texto esté escrito prolijo, limpito, con letra pareja me resulta una condición importante para poder leer, pensar y escribir.
No soy el tipo de escritor que se sienta todos los días de su vida a escribir, que hasta tiene horarios en los que trabajar sus escritos. No escribo ficción, no tengo la suficiente imaginación para hacerlo. Escribo cuando siento la necesidad irrefrenable de decir algo, de pensar algo, de responder a algo. Es siempre reactivo, no nace de una necesidad de escribir per se. Puedo estar largos períodos sin hacerlo o pasarme días y horas alrededor de un tema que me pica, me urge, que empuja a mis dedos a teclear y teclear. La manuscritura usa solo una mano mientras que el teclado implica a las dos. Siempre me pregunto si el uso de ambas manos y tal vez la activación de los dos hemisferios cerebrales, tendrá alguna consecuencia, cuánto de este cambio que parece solo mecánico, influirá en la construcción de textos si es que influye de alguna manera.
Escribí de este modo varios libros además de colaboraciones periodísticas y en libros de otros autores, ensayos, comentarios y reflexiones.
Mi último libro publicado es “Te amaré eternamente. Y otros mitos de la vida en pareja” en donde reuní lo que fui aprendiendo y pensando en mi ejercicio profesional como psicóloga en la consulta con parejas. Mi propósito fue difundir la idea de que el amor y la felicidad no son mutuamente determinantes, que el amor no solo no basta sino que no lo puede todo, que la felicidad anhelada es tan imposible como el cuerpo de las Barbies. Y que la búsqueda de lo imposible genera un estado de frustración constante que solo conduce a la desdicha. Me centré en la observación de que gran parte de los conflictos en la convivencia de una pareja son producto de que no sabemos hablar, de que vivimos con la falsa creencia de que emitir palabras es igual a conversar. Pero resulta que en momentos de sufrimiento nos resulta muy difícil conversar, no hemos aprendido a hacerlo. Hablamos, decimos, emitimos sonidos y palabras pero lo hacemos en forma de reclamos, quejas, acusaciones, críticas, juicios, o sea, ataques, encubiertos o explícitos. Un ataque no es una propuesta de conversación sino de guerra. El tema es universal y nos atraviesa a todos. Por eso en algunos momentos me tomé como sujeto e incluí el relato de cómo había sido gestado el libro y de mis propias experiencias personales. No me oculté tras una tercera persona omnisciente sino que usé la primera persona. Quería llegar al lector con la autoridad y el peso que me daba el haberlo vivido, el saber de qué estaba hablando, porque como nos enseñan los grupos de alcohólicos anónimos, “yo estuve ahí”, también sufrí lo mismo y no sugiero ninguna receta que no haya probado. No es un libro de autoayuda sino una oferta de reflexión con sugerencias para poder salir del curso y la reacción habitual que cierra todo camino de conversación.
Lo mismo pasó con mi primer libro coescrito con Musia Auspitz, esta vez en relación al ejercicio de la psicoterapia. “De terapias y personas” abría las puertas de un consultorio concreto, nada de cosas ideales sino el encuentro de lo que pasa día a día, de los momentos difíciles, de las decisiones y de la relectura de muchas cosas que entorpecían el trabajo por tomarlas de manera dogmática. La escritura a cuatro manos fue muy placentera, era una edición simultánea, un dueto musical y armonioso en el que contamos cómo fuimos construyendo lo que llamamos nuestra zapatilla cómoda, el modelo y sostén que nos permitía escuchar e intervenir desde nuestra verdad interior incorporando los modelos aprendidos ya decantados. El encuentro con personas nos abría siempre un nuevo y curioso desafío que en cada caso debíamos aprender a descubrir y respetar. No desde un modelo particular sino desde adentro y en el encuentro. Solo así la escucha y la intervención salía de verdad y llegaba de verdad.
Además de mi ejercicio profesional, mi condición de hija de sobrevivientes del Holocausto me ha llevado a pensar, investigar y comocer algo de lo vivido por mis padres y otros sobrevivientes. Nací en Polonia recién terminada la guerra y, como siempre digo, lo más importante de mi vida pasó antes de que yo naciera. Soy hija de un matrimonio de sobrevivientes judíos que recibió mi nacimiento como un milagro, una promesa de futuro. La continuación de la vida fue para mis padres un aliento pero también un desafío y una responsabilidad. ¿Cómo proteger esa nueva vida si volvía a caer sobre ellos un horror similar al vivido? Busco en mis libros conocer y comprender lo sucedido durante al Holocausto en especial desde el punto de vista de las víctimas y los sobrevivientes, y también pensando en los descendientes como yo misma, los hijos y nietos, las marcas, los mandatos y las lecciones. Son las lecciones lo que más me importa porque hay tanto documento, tanta información, tanto registro y tanta investigación que debemos aprender cómo se gesta un genocidio para no permitir que prospere, porque una vez que empezó no se lo puede detener. El Holocausto no fue el primero ni el último. Luego de él se sucedieron decenas de otros que probaron que estas lecciones todavía están lejos de ser aprendidas.
Más tarde fui convocada para escribir columnas en periódicos y resultó ser un ejercicio muy interesante. El espacio suele estar acotado a 3500 caracteres y es preciso atenerse a ello y decir lo que sea que se quiera decir con esa limitación, o sea, cortito y conciso. Lo que en un principio me pareció una limitación imposible terminó siendo un aprendizaje. Me hace acordar a lo que me pasó una vez que llegando a Bogotá donde debía dar unas conferencias, mi valija no llegó y quedé con el equipaje de mano sin ninguno de los apuntes y notas que tenía preparados. Era el tiempo anterior a las computadoras y la vida digital, cuando era preciso llevar papeles, libros impresos y material concreto. Me sentí desnuda, sin referencias y aterrorizada ante lo que parecía insoluble, ¿cómo iba a dar las conferencias si no tenía ningún papel que me indicara el camino, la secuencia, el razonamiento? Lo notable, y ése fue mi aprendizaje, es que pude, tenía todo lo anotado guardado dentro de mí, incluso, al no tener los textos impresos, debí improvisar y aparecieron cosas nuevas. No fue igual que leer lo que tenía escrito pero no estuvo mal y lo guardé como lección. A veces, al desconfiar de nuestra capacidad, nos cargamos con tanto equipaje y nos llenamos con objetos superfluos que pensábamos que nos eran imprescindibles. Una metáfora de los pesos inútiles que llevamos sobre los hombros en la vida y que a veces entorpecen nuestros pasos. Igual me pasó con la limitación para las columnas. Lo que parecía un obstáculo terminó siendo un aprendizaje. Aprendí, por fuerza, a reducir los adjetivos, a decir las cosas de la manera más económica posible, y descubrí que se puede y no sólo que se puede sino que potencia el contenido. Cuando una idea está clara, no solo es bueno poder expresarla en lenguaje llano, también se la puede entregar cortita y al pie. Igual que cuando no necesité los apuntes porque no llegó mi valija, descubrí con alborozo que tampoco me hacen falta tantas palabras. Adicionalmente aprendí a confiar en la inteligencia del lector que no siempre precisa tanta explicación como uno cree al escribir. Menos es más. Ha sido un aprendizaje muy útil.
Pero siempre un editor es esencial. A veces no es suficiente el alejarse del texto para criticarlo y editarlo y dado que parece que no hay más correctores en los diarios es preciso mantener el ojo bien abierto. Por suerte cuento con Aida Ender, amiga y hermana de la vida, que con su mirada aguda y atenta encuentra alguna falta de concordancia, alguna coma que sobra, una palabra cacofónica, un sobreentendido que debe ser explicado o una explicación que es superflua. Me ayuda a terminar de pasar el peine fino que embellece y mejora el texto.
Hay gente que anuncia que el libro tiene un final seguro e imposible de revertir. Conocemos estos pronósticos pesimistas porque nos acompañan hace siglos y se esgrimen ante cualquier cambio tecnológico.
Cuando Gutenberg inventó la imprenta e hizo posible que los libros no fueran de exclusiva propiedad de los monasterios y llegaran a mucha gente, cundió el temor de que ya no hiciera falta conversar porque los libros ocuparían todo ese espacio y ya la gente no tendría necesidad de hablar.
Cuando se inventó el teléfono volvió a temerse que ya que se podía hablar a distancia dejaría de ser necesario encontrarse para hacerlo.
Cuando se inventó la televisión la alarma fue que desapareciera la radio, ¿quién iba a seguir escuchándola si podía ver y oír en la televisión?
Cada cambio tecnológico levanta temores fundados, cuyo mayor sustento es el miedo al cambio, la temida amenaza de que haga desaparecer algo conocido y habitual. Todos estos temores resultaron infundados. Ni los libros ni el teléfono impidieron los encuentros, la radio está más viva que nunca.
El advenimiento de la tecnología digital, las computadoras, los celulares, whatsapp, instagram y las demás aplicaciones, reactivaron las viejas amenazas de que dejaríamos de hablarnos, no tendríamos más necesidad de estar juntos, que la gente, especialmente los jóvenes, dejaría de leer y por sobre todo que los libros dejarían de tener sentido. Otra vez se han equivocado los agoreros que anuncian catástrofes ante cada innovación. Los jóvenes leen hoy más que nunca, leen y escriben cortito, es cierto, y son muy “creativos”, por decirlo amablemente, con la ortografía y la sintaxis. Eso no es consecuencia del dispositivo o de la aplicación sino del sistema educativo que está siendo más relajado respecto a las reglas de la lengua. Pero el libro, sea el impreso o el digital, sigue tan vivo como siempre y nos sigue dando vida, nos sigue alimentando.
Nada, para mi gusto, reemplaza al placer de seguir esas palabras escritas con la mirada, teniendo un libro en la mano y ver que se nos abren imágenes y emociones, personajes e historias que nos divierten, nos ilustran, nos enseñan y permiten que nuestra imaginación vuele ilimitadamente, se vista de los colores que más le plazca y nos salve de la soledad, de la impotencia y la desesperanza.
Hay libros buenos y libros malos. Hay libros constructivos y los hay destructivos. Hay libros que contagian amor y otros que producen odio. Unos salvan, otros corrompen.
Ya hacía varios años que leía pero tenía diecisiete cuando tuve en mis manos aquel libro que acababa de salir. Empezar un nuevo libro fue siempre un momento de expectante anticipación, los ojos así de abiertos, el aliento contenido, la emoción dispuesta, pero nunca olvidaré lo que sentí al abrirlo y leer...
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
Lo leía casi sin respirar, embriagada con lo que prometía, sumergida en la magia, en la aventura, en las imágenes, en la armonía de cada palabra, de cada frase. ¡Qué placer! Casi una caricia. Porque sí, algunos libros me acarician, me hacen bien en la piel y en el alma, y entonces me despiertan tal apetito, curiosidad y disfrute estético que me entrego y sigo leyendo, sigo leyendo como en estado de levitación, sigo leyendo conmovida, sigo leyendo agradecida y fascinada por los universos misteriosos que es capaz de dibujar la imaginación y el talento de escritores de esta talla.
Un libro así salva, es un acto de amor.
Muchas gracias