rutina

Violines y perdices quedaron en los cuentos

el-mercurio1_10406.jpg

"¡Estoy harta!", dice Graciela mientras le echa edulcorante al cortado que tiene enfrente y revuelve la negrura del café con la esperanza de que aclare. Emite un hondo suspiro, mira hacia la lejanía, y agrega: "Siempre igual, todos los días, no quiero más, así no quiero más.". Se le humedecen los ojos cuando murmura: "Lo sigo queriendo, no quiero encontrar a otro, pero esta rutina no, no quiero más, me asfixia, me agobia, me odio en esta vida que estoy teniendo".

Graciela expresa lo que cada vez más mujeres sienten luego de dos o tres décadas de matrimonio. En mi experiencia de los últimos años son casi siempre ellas las que piden una terapia de pareja o quienes plantean una separación.

No parece pasarles lo mismo a los hombres. Aún cuando la felicidad de la convivencia y la pasión hayan quedado en el pasado, pilotean la rutina y el todos-los-días aparentemente bastante mejor que sus compañeras. Al menos no suele ser ese un motivo de queja.

Es que la convivencia se inicia con diferentes expectativas de género que determinan el grado de contento según se satisfagan o no.

Es común que al comienzo los hombres vean con desconfianza la idea del matrimonio. ¿Temen firmar un compromiso que creen difícil de sostener? ¿Temen perderse a todas las mujeres cuando elijan solo a una? ¿Temen sentir que el matrimonio monógamo sea una especie de prisión perpetua?

Pero, aún con esas preguntas y temores a cuestas, una vez que dan el paso, que dicen "sí, quiero" y firman la libreta, renuncian sin tanto sufrimiento a esos horizontes de libertad infinita en pos del armado de una familia, de un nido previsible y amable. Sus expectativas pasan por el mandato cultural y familiar de ser un proveedor eficaz que asegure el cuidado, sostén y desarrollo de todos que, cuando no puede ser satisfecho es una fuente de angustia. Pero si más o menos lo consiguen, basta con que se sientan necesitados, valorados y reconocidos por su esposa, para que el tejido del resto de la vida cotidiana, las actividades, interacciones familiares o sentimientos y emociones no se ponga en cuestión. No pasa por allí su medida de satisfacción y éxito, sino por el rol de proveedor. Sea empleado, empresario, artesano, comerciante, emprendedor, artista, científico, ese espacio será el primordial foco de interés y atención.

Son muy diferentes en general las expectativas asumidas por las mujeres. Investidas de personajes como Blancanieves o la Bella Durmiente, están programadas culturalmente para que la felicidad, la realización personal, la valoración y autoestima sean consecuencias directas y exclusivas de un matrimonio feliz. Junto al mandato biológico y cultural del maternaje luego del nacimiento y crianza de los hijos, aunque tenga un desarrollo personal en el mundo exterior, caen sobre ellas la responsabilidad del sostén emocional y la responsabilidad y el cuidado de los miembros de la familia. Si todo va bien, pasadas dos o tres décadas, el hombre estará más o menos asentado en su rol de proveedor y el matrimonio será para él un espacio tranquilo y de baja exigencia. La mujer, por el contrario, ya sin hijos a criar, volverá la mirada hacia su compañero, abstraído en el celular o el televisor pegado al control remoto y se preguntará dónde ha quedado aquella felicidad prometida.

El marido no la ve. Siente que para él es transparente, parte del mobiliario, alguien que está pero no alguien buscada para agasajar, halagar o conversar. Ni princesa, ni príncipe azul, ni perdices, aquel anhelo de lo que iba a conseguir en el matrimonio se disuelve en rabia y angustia. La frustración tiene cara de mujer.

La institución matrimonial, instituida cuando la gente no superaba los 45-50 años, está siendo desafiada con la extensión de la expectativa de vida. Superados los 50, aún atractivas, las mujeres esperan más que lo que hay. Lo dicen sumidas en llanto ante la mirada sorprendida de sus maridos que no entienden lo que está pasando. Si todo funciona, se dicen, si por suerte están sanos, si los hijos están bien, si no hay penurias económicas ¿de dónde sale ese sufrimiento? ¿qué pasó?

Veo con alegría que más y más chicas ya no compran la ilusión de los cuentos de hadas, no ponen todas las fichas en la pareja y toman su desarrollo personal también como eje protagónico de sus expectativas de reconocimiento y felicidad. El modelo Susanita sigue existiendo como imaginario social, pero ya no como el único y exclusivo modelo de vida ni como la llave dorada de la felicidad.

Veo también un cambio en los hombres que acompañan más y más esta movida y aprenden a disfrutar de la paternidad y de las responsabilidades caseras cotidianas. Estos maridos, a diferencia de los clásicos, saben dónde están las cosas porque comparten la tarea de ordenar y guardar.

Los violines y las perdices van quedando en los cuentos. Más realistas y escépticos, menos románticos, ya no esperan la prometida y engañosa felicidad total y constante que tanto hace sufrir cuando no se cumple. En la avanzada de un cambio social inédito, la frustración expresada mayoritariamente por mujeres, es un alerta sobre la institución "matrimonio", un desafío epocal sin precedentes ni estructuras referenciales que exige el encuentro de nuevas alternativas.

Publicado en La Nación online, https://goo.gl/i6EGWT

¿Otra vez sopa? Hartos de la rutina

Tute lo resume gráficamente

Tute lo resume gráficamente

Nos prometieron que si nos casábamos la vida sería un lecho de rosas, que los violines acompañarían nuestros días y nuestras noches siempre con melodías diferentes y estimulantes, que seríamos felices comiendo perdices. Pero ¿cuántas veces podemos comer perdices antes de hartarnos, aburrirnos y esperar comer otra cosa? El casamiento parece ser el final del cuento y nadie nos avisó lo que nos iba a pasar cuando nos atacara la rutina. La rutina, cuando es aburrimiento, es uno de los efectos no deseados más difíciles de superar en una convivencia. Sentimos que hemos fracasado.

Después de algunos años juntos, cuando la novedad quedó en el pasado y las cosas se volvieron previsibles y anticipables, empezamos a añorar las incertidumbres del comienzo, tan estimulantes, tan atractivas. Todas esas ilusiones que nos habíamos hecho, toda esa magia que esperábamos que sucediera, se volvió rutina. El príncipe azul ya no está montado en un brioso corcel ni está vestido de azul, llega cansado y hambriento. La princesa de blanco primoroso y sonrisa etérea perdió su guirnalda de flores, también está cansada y hambrienta. Cada uno espera que el otro le devuelva algo del encantamiento perdido pero los días son siempre las doce de la noche de La Cenicienta y, en lugar del palacio prometido con la felicidad garantizada, estamos hambrientos, aburridos y de entre casa.

¡Siempre lo mismo! nos sentamos en los mismos lugares, decimos y oímos las mismas cosas, si discutimos usamos siempre los mismos argumentos y las mismas elucubraciones, si pensamos en algo que nos divierta se nos ocurren siempre las mismas cosas, en los encuentros sexuales cada uno sabe qué, cómo y dónde se pondrá el otro y uno mismo hace también siempre lo mismo, en la misma secuencia, hasta para comer los menús tienen poca variación.

Como todo en la vida, la rutina tiene una faz positiva y otra negativa. Una rutina clara y no discutida favorece la economía en las relaciones interpersonales. No es preciso ir descubriendo o recreando a cada paso cada uno de los momentos de la vida de relación. Lo que fue pasando en el día a día quedó establecido como producto de una negociación, casi siempre tácita, en la que nos fuimos adaptando, uno al otro, del modo en que mejor nos fue saliendo. Respetando nuestras necesidades y posibilidades, renunciando a algunas en pos de las necesidades y posibilidades del otro, aprendiendo juntos a vivir en la nueva coreografía construida de a dos. El lado de la cama, los encuentros sociales o familiares, mirar o no televisión juntos, ésas y tantas otras cosas se fueron volviendo reglas con las que contamos y que, cuando funcionan, no es preciso discutir nuevamente. Es como cuando uno aprende a manejar y debe ir incorporando, de a uno, todos los movimientos hasta que descubre un día que ya son parte de uno, que se puede manejar y oír la radio o pensar en otra cosa al mismo tiempo porque manejar se volvió automático. Así, la rutina, es decir, los movimientos consensuados por la convivencia, no tienen que ser re inventados a cada paso y facilitan mucho la vida.

Pero la repetición, el automatismo, también se vuelve una fuente de aburrimiento y frustración. Es el aspecto negativo, que nos enoja y que muchas veces queremos sacudir buscando nuevos estímulos, algo diferente que nos re conecte con la frescura, que nos sorprenda y nos apasione. Saber de antemano como será cada cosa a cada momento le quita diversión, aventura y encanto y puede dar la sensación de que la relación está estancada, que no va más porque ha dejado de conmovernos. Es un horizonte gris, soso y corrosivo que nos sume en el desaliento y las ganas de salir corriendo.

¿Hacia dónde? Por default casi surge la idea de otra persona, alguien que sacuda el polvo pegajoso de la rutina, que nos vea y nos haga sentir de otra manera, con más vida, con más entusiasmo, con más ganas. Pero habitualmente no es solo en el seno de la pareja, también el aburrimiento esencial como un pozo resbaloso en el que vamos cayendo se vive en otras áreas de la vida y la actividad. La salida extraconyugal es entonces un remiendo transitorio y no es la única salida. El aburrimiento es existencial, excede a la pareja, cubre toda la vida.

Otra vez es imprescindible revisar las expectativas, lo que cada uno imaginaba que sería su vida, su trabajo o actividad, su relación con los otros, su vida familiar y en pareja. Es habitual tener expectativas desmedidas, esperar una vida en HD y con efectos especiales, que, si no sucede, será vivido como un fracaso. Un fracaso personal del que solemos acusar a nuestra pareja. El otro tiene la culpa. Es el otro quien lo tiene que solucionar.

¿Por qué el otro? ¿Por qué espero eso que el otro tiene que hacer y que, seguramente el otro espera de mí? ¿Quién tiene la culpa de la rutina? ¿Podemos hacer algo para recuperar la chispa y el encantamiento de la sorpresa con la misma persona con la que vivimos hace varios años y que conocemos de memoria? Si lo esperamos del otro, nos ponemos en sus manos, dependemos de su conducta, no nos apropiamos de las riendas de nuestra vida. La "ventaja" es que si lo tiene que hacer el otro y no lo hace, lo podremos acusar, le podremos reclamar y criticar, con lo cual nos aseguraremos de que a la rutina y el aburrimiento, le sigue la pelea y la guerra.

Hay aspectos de la rutina que son esenciales e indispensables para una vida organizada y armónica, pero hay espacios de libertad y creatividad que podemos explorar. La rutina es maravillosa porque es tranquilizadora, pero cada tanto estaría bueno hacerle al otro alguna proposición sorpresiva y provocar una reacción inesperada que nos renueve el entusiasmo a ambos.

Pedirle todo a la pareja es excesivo. No hay allí todo lo que hace falta en la vida. El mundo es una fuente inagotable de espacios y situaciones que pueden contrarrestar el hartazgo existencial que creemos se debe solamente a la rutina familiar.

https://www.lanacion.com.ar/2110784-otra-vez-sopa-hartos-de-la-rutina#comentarios