Cuando la situación se vuelve insoportable por el monto del sufrimiento de las peleas, los desencuentros y las frustraciones, además de salidas drásticas que mejor no invocar, quedan dos: la separación y la terapia de pareja.
Foto: Pixabay
La separación es una alternativa que podría terminar con el sufrimiento de una vez y para siempre. Si la analogía fuera tener un clavo clavado en el dedo gordo del pie que te duele a cada paso, la separación sería como que te lo saquen con la esperanza de que, con el tiempo, el dedo vaya sanando y recuperes el paso ligero y normal otra vez.
Como parece ser la opción más efectiva, se deciden separaciones sin pensarlo mucho, como reacción al dolor y a la angustia, viendo solo el alivio momentáneo sin pensar en todo lo que se quiebra, todo lo que se rompe, la fractura que se abre tanto para cada miembro de la pareja como para quienes conviven con ellos y también sus familiares y amigos.
Una pareja que se separa, separa a mucha más gente de lo que al principio creían. Amigos compañeros de salidas, cuñados, conocidos, toda una red se agujerea por todas partes. Hay separaciones amigables y otras tortuosas. En ambas, la gente que los rodea siente que debe elegir a uno, aunque esto es mucho más evidente en las separaciones peleadas. Se rompen muchos lazos y cada uno debe aprender a reconstruirse con lo que queda. Recién después del alivio del principio todas estas cosas se ponen en evidencia. Por supuesto, no siempre es así. A veces una buena separación es el mejor recurso para seguir viviendo en paz, pero habría que decidirlo luego de probar si la pareja tiene arreglo, no antes.
La terapia de pareja es un recurso, a veces el último antes del cataclismo de la separación. Y aquí entramos nosotros, los terapeutas. Creo que es una de las áreas más complicadas en nuestra profesión. No se trata de hacer terapia, de "curar", porque no suele haber nadie con alguna patología que deba ser atendida. Se trata de mediar para que estas dos personas aprendan a convivir, es una especie de escuela o entrenamiento que normalmente no se tiene porque el imperativo social y cultural es que "el amor basta". Y resulta que no, no solo no basta, porque como comenté en una columna anterior, vaya uno a saber qué es esto del amor.
Y el desafío, la dificultad mayúscula que tenemos que enfrentar los terapeutas es que el pedido con el que viene cada uno es que cambiemos al otro. Ningún trabajo es posible, ninguna reflexión, ninguna comprensión será efectiva si no se trabaja antes este presupuesto catastrófico que nos ata las manos.
Y ni bien tengo la oportunidad, enuncio con títulos grandes y en negrita que LA GENTE NO CAMBIA. Claro que hay cambios que suceden pero hay aspectos personales, caracterológicos, familiares y genéticos que permanecen igual a lo largo de la vida. Lo que sí se puede cambiar es el aprendizaje de convivir con un otro que tiene otra CUIT, viene de otra cultura, de otro mundo, que es como es y que tampoco cambiará.
La única persona que puede cambiar en lo que el cambio es posible es uno mismo, uno es su propia posesión, uno es dueño de uno mismo, no así el otro.
Decían los mitos romanos que Júpiter nos impuso dos alforjas, una ante el pecho y la otra tras la espalda; la primera lleva los vicios ajenos y la segunda los propios, por eso nos es tan difícil ver los propios y tan fácil ver los ajenos. Por otra parte, uno vive como natural y universal como es uno y no advierte cuánto de uno irrita, hiere o incomoda al otro. Un otro que también cree que es natural y universal ser como es y que tampoco advierte cuánto irrita, hiere o nos incomoda.
Y, aunque la gente no cambia, hay un cambio que es posible pero exige el trabajo mayúsculo de mirar la alforja que cargamos tras la espalda y desnaturalizar nuestra conducta y ver cuánto de ella afecta y hiere las necesidades, las carencias y las expectativas del otro. En eso consiste la terapia de pareja. Lo dicho: no es fácil, pero muchas veces hace el milagro de que esa pareja de gladiadores se convierta en compinches que conviven en paz.