Shoa

Enemigos, una historia de amor (1989)

Las diferentes lecturas de “Enemigos, una historia de amor”

(Sobre relato de Bashevis Singer, dirigida por Paul Mazurski)

Cuando una obra admite más de una lectura, estamos frente a un hecho artístico. Cuando una obra admite varias lecturas y éstas son sobre la esencia de lo humano, estamos ante una propuesta filosófica. Si una obra admite varias lecturas, habla sobre la esencia de lo humano y tiene la valentía de enfrentar tabúes y hacernos reflexionar sobre nuestro futuro y posibilidades, es una obra maestra. Es el caso de la historia que nos cuenta Bashevis Singer en esta película.

Encuentro por lo menos cuatro niveles dignos de reflexión: el nivel de lo judío, el de la afectividad, el de la shoá y el de género.

El nivel de lo judío.

Un escritor judío que tiene dificultades para escribir, un trabajador intelectual en un mundo mercantilista. Toda una metáfora del mundo judío perdido de la preguerra así como la pregunta por el destino de lo judío en el mundo de posguerra. Un intelectual judío que debe ganarse el favor de los poderosos para poder subsistir. ¿Será esto una pincelada sobre le hegemonía del poder financiero sobre la vida académica e intelectual?

También nos ofrece una pintura de la vida judía del nuevo mundo. Vemos a los judíos norteamericanos, en viñetas cariñosas y nostálgicas, viviendo su vida normal, tan lejos de Europa y habiéndose construido una identidad judía absolutamente norteamericana, necesariamente diferente de la que traían los inmigrantes. Ser judío en un mundo libre no conlleva el riesgo de la muerte, y serlo durante decenas de años, genera un tipo de sociedad nueva para estos sobrevivientes que parecen buscar todavía entre las sombras el sentido de su vida. En la escena veraniega de los Catskills todos sabemos que durante la shoá también iban ahí y que las cosas habían sido igual durante esos años. Aunque lo hubieran sabido, aunque hubieran luchado de distintas maneras, el sólo hecho de saber que eso había estado ahí todo ese tiempo mientras estos cuatro sobrevivientes vivían en el infierno, le da a esta ocurrencia un sabor particular, algo doloroso y extraño, con la misma extrañeza que tiene muchas veces la vida. Nadie dice nada respecto de eso, pero eso está. Los judíos son judíos acá y allá, sin embargo, no era lo mismo ser judío durante la segunda guerra en los Estados Unidos que en Europa. Coexistían las dos formas. Hay allí una construcción de lo judío que los sobrevivientes tienen que aprender a conocer.

El nivel de la afectividad.

Un hombre que ama a tres mujeres. Ama de verdad a las tres. No las ama igual, por supuesto, pero está unido a las tres con lazos muy sólidos, ninguno de los cuales puede y quiere romper. Necesita a las tres. No puede vivir sin las tres. No quiere herir a ninguna. Quiere ser leal a las tres. Esto nos enfrenta con el desafío de pensar y volver a pensar las exclusividades en las relaciones amorosas, el amor eterno y único, pensamiento que está en el centro de la monogamia. No sólo pone en crisis la idea del amor único y eterno, sino que la suposición de lo natural de la relación monogámica es puesta en tela de juicio puesto que a él no le basta la relación con una sola. Tampoco le basta a mucha más gente de lo que nos imaginamos. Hay algo ahí en lo que somos invitados a reflexionar. Bashevis Singer nos presenta a un hombre que, a pesar de estar relacionado con tres mujeres no es un crápula ni una mala persona ni un pecador, es tan sólo un ser humano, débil y desconsolado. Se lo expone en su máxima vulnerabilidad, intentando amar y cuidar, proteger y no lastimar, salir adelante con ese estado de cosas tan opuesto a lo que la moral social admite y contiene. Preferimos ver la no exclusividad amorosa como algo denigrado y se lo llama “infidelidad” o peor aún “metida de cuernos” con un hondo contenido de inmoralidad y pecado. Nuestro protagonista, que comparte esta moral por cierto, trata de sobrellevarla y amar a la que ama, cuidar a quien lo cuidara y respetar a quien fuera su esposa. Pasión, agradecimiento y camaradería que, combinados, serían la síntesis del amor. Él lo vive con tres mujeres. Lo fue llevando la vida. El no parece haber elegido. Su vida parece ser una resultante de lo que deciden otros. Cosa que es otra de las proposiciones del relato: cuánto de nuestra vida es decidido por nosotros mismos y cuánto lo deciden las circunstancias.

El nivel de la shoá.

Los cuatro protagonistas son sobrevivientes de la shoá. No hace falta que nos cuenten cómo fue para cada uno esa dura experiencia, lo vemos en sus ojos, en sus pequeños gestos, lo adivinamos en su angustia muda. Tres sobrevivientes mujeres (una cuarta si contamos a la mamá de la amante), un sobreviviente hombre. Tal vez esté la declaración de los hombres de darse por vencidos, de que debieran dejar el mundo a las mujeres, como sucede en el final de la película. La reflexión a que Bashevis Singer me conduce es a una derrota total del hombre, o más aún, a una derrota total de la civilización con sus ideales de progreso. El hombre con su política, sus grandes decisiones, sus famas y glorias y poderes, ha conducido a este horror.

Podría pensarse que cada personaje representa a algún aspecto del drama de los sobrevivientes de la shoá. El escritor nos habla del estupor del mundo intelectual que ha quedado vacío de caminos y contenidos. La segunda esposa, la polaca salvadora, nos señala el lugar de la gente común, ignorante, con una bondad primitiva, que no pudo detener el curso de las cosas, pero en su pequeña medida, hizo algo, salvar un judío, sin mucha conciencia, sin grandes justificaciones filosóficas, tan solo lo hizo, tal vez por deber. La amante exhibe el horror descarnado que dejó la Shoá, es la pura pasión desbordada, es el puro dolor del desamparo, de la urgencia, de la imposibilidad; es la que, lógicamente, elige el camino del suicidio, que es el camino del escepticismo más total. La primera esposa, la que vuelve de la muerte, pareciera estar más allá del bien y del mal, portadora de la sabiduría de la humanidad; es la artífice del final esperanzador. Son cinco sobrevivientes (contando también a la madre de la amante), cinco personas buscando a tientas recomenzar a vivir.

Estamos en los primeros años de la posguerra. Eran los años en que se empezaba a saber exactamente cómo habían sido las cosas, la humanidad estaba desolada, como nuestro protagonista, como si atrás quedara un desierto y el único camino posible fuera el abandono. Es como si el protagonista actuara el “paren el mundo que me quiero bajar”. Y es ahí cuando Bashevis Singer se pregunta si no les ha llegado el turno a las mujeres, las que se ocupan de las pequeñas cosas, de la comida, de la ropa, del bienestar, de las caricias, las que son capaces de solidaridad y de superar supuestas rivalidades en aras de la crianza de un bebé, otra vez una nena, la nueva esperanza para la humanidad. El protagonista hombre renuncia, deja los escenarios de su vida, y esta vez los deja por decisión propia. Antes había sido por la shoá, pero ahora es debido al haber asumido su incapacidad para seguir adelante. Nada se puede hacer. Las cosas hay que pensarlas de otra manera. La esposa polaca tan ciegamente leal, la esposa judía tan calladamente sabia son dos caras de lo mejor de los seres humanos: de la gratitud, de la memoria, de la solidaridad, de la fraternidad, del trabajo para el futuro. El nacimiento de la niña, hija de los cuatro, portadora del nombre de la amante muerta, es un monumento conmemorativo de la vida y de la muerte, es la expresión de la esperanza de la humanidad.

El nivel de género.

Hay acá una aguda reflexión sobre lo masculino y lo femenino. Las cosas han cambiado en los últimos cincuenta años. El lugar y el rol que el género determinaba han ido cambiando. No demasiado, pero al menos está cambiando la mirada sobre ellos. Antes se pensaba que lo masculino y lo femenino estaban dados, que era natural, casi genético. Hoy sabemos que es producto de la cultura, de la sociedad y la educación, que las actitudes así llamadas masculinas y femeninas son construcciones sociales, por eso se lo llama género y no sexo. Se ha producido esta distinción entre ambas cosas, dejando afuera a la biología. El concepto de género es más abarcativo que el de sexo y puede incluirlo. En esta historia la pregunta por el género y su lugar en la sociedad aparece casi en un foco principal. El protagonista hombre parece ir de una mujer a la otra sin ser capaz de tomar ninguna decisión eficaz. No así las mujeres que deciden y se hacen responsables de sus decisiones. Una decide que así la vida no se puede soportar y se mata. Otra decide tener un hijo, respetar a su marido y seguir con la vida. La otra, la que vuelve de la muerte, sin dejar de llorar a sus hijos perdidos, asume el lugar de marido que el protagonista va dejando libre. Queda al final, un matrimonio formado por dos mujeres, aunque una renga.

Sobre las huellas del horror de la shoá y del fracaso de la civilización expresadas en el suicidio de la amante, en el abandono del protagonista y en la pierna herida de la mujer, se produce el nacimiento de la niña.

El revivir de la esperanza puesto en el género femenino podría ser un anhelo de regreso a las viejas sociedades matriciales –ni patriarcados ni matriarcados- basadas y sostenidas en la solidaridad, la colaboración y la generosidad, con una matriz de red e interconexión y alimentadas con la lógica del amor.

BAREMBOIM-WAGNER: CUANDO LA RAZÓN NO BASTA.

Daniel Baremboim ama a Wagner. Ama su música y se interna en ella como un amante cariñoso e inquieto. Daniel Baremboim no ama las ideas de Wagner ni tampoco el uso que los nazis han hecho tanto de unas –las ideas- como de la otra –la música. Daniel Baremboim cree que la música puede separarse del hombre y de las ideas. Afirma que una cosa no tiene nada que ver con la otra, que una –la música- persiste y persistirá, mientras que la otra –el hombre y sus ideas- desaparecerá. Disculpa un poco las ideas de Wagner diciendo, con razón, que eran compartidas por muchos intelectuales, académicos, políticos y periodistas en la Europa de fin de siglo XIX y principios de Siglo XX. Es verdad. Todos recordamos que Gustav Mahler se convirtió al cristianismo para poder ser nombrado Director de la Opera de Viena. La película Sunshine nos ilustra con maestría sobre todo ello. Pero Daniel Baremboim sabe que su disculpa es frágil porque brota frente al acorralamiento de tantas voces en contra. Creo, como tantas personas que respetamos la libertad de expresión y de opinión y nos oponemos firmemente a la censura, que la música de Wagner puede ser tocada en cualquier lado. La conducta del presidente de la Comisión de Educación y Cultura del Parlamento israelí, Zvulum Orlev, de declarar a Daniel Baremboim “persona cultural no grata” hasta que pida perdón me parece excesiva. Sí creo que podría tomarse la situación como pretexto para reflexionar sobre los usos de la razón.

Coincido, como tantos amantes de la música, con Baremboim en la belleza de la música de Wagner. Pero, dado que tiene ese “valor agregado” evocativo lacerante de haber sido usada como fondo de la ignominia nazi, debiera anunciarse previamente su ejecución de modo que los eventuales asistentes tengan la posibilidad de elegir estar o no. Baremboim interpretó un trozo de la música de Wagner de manera sorpresiva, en un bis, como un acto de imposición forzada y provocación, como si dijera: “les voy a demostrar que debe imperar la razón”. Su argumentación posterior confirma esta hipótesis.

Creo que estamos asistiendo, otra vez, a la lucha de la razón pura contra toda la complejidad de lo humano. Porque, repito, Baremboim tiene razón. Pero se basa sólo en la razón y deja afuera lo que una persona es en toda su complejidad. No somos sólo razón. Nuestra capacidad de razonar está junto y en el mismo nivel de importancia que nuestras emociones, nuestro estado de salud física y mental, nuestros recuerdos y evocaciones, nuestras necesidades y vulnerabilidad. ¡Curioso que un músico haya dejado afuera estas características que son la materia prima de la sensibilidad estética!

Ya los nazis habían hecho lo mismo. Sobre la superchería de un supuesto “antisemitismo científico” y la tergiversación de cuantas ideas encontraban a su paso torcidas hacia sus propósitos –por ejemplo el “superhombre” nitzscheano- construyeron un cuerpo ideológico racional y lógico que llevó a la muerte, además de a seis millones de judíos, a varias decenas de millones de europeos.

Fue un razonamiento racional el que decía que lo que no sirve hay que extirparlo; decían que de este modo procedía la naturaleza, que no hacía reparos en juicios morales.

Fue un razonamiento racional el que determinaba que una sociedad sería perfecta si sus individuos fueran perfectos; que los arios eran perfectos mientras que los no-arios eran dañinos.

Fue un razonamiento racional el que trasladó el concepto lingüísto de “ario” a la esfera biológica. Se construyeron así, con un razonamiento racional, mapas y cartas en donde se alertada a la población acerca de las características físicas de los máximos exponentes de la malformación de lo humano perfecto: los judíos.

Fue un razonamiento racional el que decidió industrializar la muerte. Después de matar de a uno a un millón y medio de judíos al principio de la invasión de la zona rusa en junio del 41, evaluaron que el método no era racional: una bala-una persona era antieconómico y además los transtornos que sufrían los pobres miembros de los Einzatsgruppen que tenían que matar artesanalmente llenaban los escritorios de los jerarcas con cartas de protesta de sus familiares. Con un razonamiento racional inventaron las fábricas de la muerte así como los métodos para deshacerse de los cadáveres y de utilizarlos, racionalmente, hasta sus últimas consecuencias.

La shoá es el exponente máximo de la aplicación de la fría racionalidad sobre lo humano y la pretensión de construir la sociedad perfecta. Su apotegma más acabado es “el fin justifica los medios”.

En el sueño comunista de la Unión Soviética pasó algo parecido. La no consideración de lo humano –envidias, ansias de poder, corruptibilidad, inseguridades, religión, etc.-, la suposición de que la razón impera por sobre todo, llevó a un sistema de injusticia y arbitrariedad que contradecía, en su esencia, la misma razón de su existencia. La traición de los soviéticos al sueño comunista tiene que ver con su estricta sujeción a una supuesta racionalidad, a la expectativa de que el motor de la razón era el más poderoso y todos se someterían con agrado a él. Otra vez la sociedad perfecta frente a la imperfección del hombre.

Los argumentos de Daniel Baremboim son racionales. Lo que Daniel Baremboim olvida o no toma en debida consideración, es que los asistentes de sus conciertos son personas, no evaluadores objetivos de bellas construcciones armónicas, que la música se recibe por distintos receptores: oídos, piel, memoria. Algunos de ellos no pueden más que hervir de indignación cuando son expuestos a revivir el horror de ese modo tan primario gracias al poder evocador de la música.

Como han dicho otros ya: mientras haya un sobreviviente de la shoá vivo, dado que no podemos ahorrarle ningún recuerdo, ninguna humillación, ninguno de sus familiares perdidos, ahorrémosle al menos el intenso dolor de la evocación.

Polacos piden perdón- Janecki y Mac

"Por nuestras faltas, pedimos disculpas a los judíos y solicitamos su perdón"

Stanislaw Janecki - Jerzy Slawomir Mac

Stanislaw Janecki - Jerzy Slawomir Mac

Artículo publicado en polaco en el Poznan Wprost el 25 de marzo de 2001, por Stanislaw Janecki y Jerzy Slawomir Mac - Traducción: Diana Wang

Los polacos no son co-responsables por el Holocausto pero comparten la responsabilidad por el destino de los judío polacos durante el mismo. “No hay responsabilidad colectiva pero hay responsabilidad por el colectivo” dijo Czeslaw Bielecki, responsable de la Comisión de Relaciones Exteriores del Sejm (parlamento) Este es el porque de nuestras disculpas a los judíos en nombre del estado, sociedad y cada uno de nosotros. Pedimos disculpas por nuestro propio bien, para expiar el hecho y entrar al siglo XXI con la conciencia limpia. Pedimos disculpas por el “silencio de los inocentes”, por la pasividad de la mayoría de los polacos, por los “pobres polacos que miraban los ghettos”, por los que miraban a los trenes rumbo a Treblinka. Por aquellos a los que no les importó las estrellas de David dibujadas en un patíbulo. Por los fiscales que no creían que las crudas bromas antisemitas y los folletos propagando mentiras acerca de Auschwitz merecieran su esfuerzo.

Pedimos disculpas por aquellos que han usado la ocultación del crimen de Jedwabne como otra manera de expresar fobias antisemitas y estereotipos, lavarle el cerebro a la gente, trasladar la culpa de los pecados cometidos por polacos contra los judíos a los propios judíos y negar el Holocausto. Finalmente pedimos disculpas por aquellos que no quieren disculparse por todo esto. Nos disculpamos aun cuando nadie encontró que esto sea fácil - ni los franceses, ni los húngaros, ni los eslovacos ni los rumanos.

Pecado Nº Uno: Silencio

“No se puede ser pasivo frente al crimen. Quien permanezca en silencio mientras se comete un crimen, se convierte en cómplice del criminal. Quien no condena, condona” Esto lo escribió Zofia Kossak-Szczucka en 1942, en un folleto publicado por el Frente para el Renacimiento Polaco. “El crimen nos gobierna hasta que confesamos nuestros pecados y nos arrepentimos. No deben ser buscadas circunstancias atenuantes o excusas si se quiere restaurar el orden divino y la clara conciencia”, dijo el Padre Profesor Josef Tischner. “Nada debe ser ponderado. Dijo el Padre Tischner: "El peso del pecado no puede ser sacudido de encima buscando diversos “peros” o citando contextos históricos, psicológicos o sociales. Si no, en lugar de arrepentirnos, nos volveremos arrogantes. En lugar de contrición reconoceremos banalmente la existencia del mal”

Pecado Nº Dos: Indiferencia

Pedimos perdón a los judíos por la indiferencia con el Holocausto. Por el hecho que mientras el Ghetto de Varsovia ardía, la gente del lado ario montaba en calesitas y algunos cantaban: “El querido Hitler le enseñó a esos judíos del ghetto como se trabaja”. Pedimos perdón por la católica Caritas, que ayudó fundamentalmente a aquellos judíos de los ghettos que se habían bautizado. Admitimos nuestra culpa por lo que escribió Emanuel Ringelblum en la “Crónica del Ghetto de Varsovia”: “La cooperación de soldados alemanes, oficiales de la Gestapo y volksdeutschen con los antisemitas polacos rindió una rica cosecha en la forma de negocios judíos abandonados y depósitos asaltados y completamente saqueados”.

Debemos también asumir la responsabilidad por que a fines de 1940 muchos judíos escondidos en el lado ario prefirieran buscar asilo en el ghetto para no sufrir la persecución de sus vecinos polacos. Debemos pedir perdón por que opiniones como la vertida en la revista Narod en agosto de 1942 eran la regla y no la excepción: “No hay razón para esforzarse en falsos lamentos por una nación en extinción que nunca estuvo cerca de nuestros corazones” Por que Szaniec, una publicación del Campo Nacional Radical, se atrevió a escribir cuando el ghetto de Varsovia era liquidado: “Los alemanes están liquidando las canteras judías en forma más eficiente que cualquier otro, particularmente nosotros, lo hubiese hecho”.

Inclinemos nuestras cabezas cuando ponderamos los destinos de aquellos que no perecieron y han escuchado opiniones tales como “dado que sobrevivieron deben haber colaborado con los alemanes”. Los sobrevivientes del ghetto fueron masacrados aún durante el levantamiento - cerca de 30 lo fueron en la calle Dluga, 15 en Prosta. Así es como los polacos respondieron a la participación de 500 sobrevivientes judíos de la lucha.

Pecado Nº Tres: Codicia

Pedimos perdón a los judíos por la codicia de nuestros compatriotas polacos. Por tomar las casas judías (en 1939 los judíos eran propietarios del 40% de las casas en Varsovia), sus negocios y fábricas. Por tomar sus contactos comerciales, mobiliario y objetos de valor. Hasta la fecha nadie ha estimado las ganancias materiales que los polacos, especialmente los habitantes de los shtetlej, obtuvieron con la exterminación de sus vecinos judíos. Por 60 años, la gente de Jedwabne hablaba abiertamente de quien se apropió de negocios judíos, quien construyó casas en tierras anteriormente de judíos, quien compró autos “con el oro judío”. Conversaciones similares fueron mantenidas en todo el país.

Cuando Jan Karski llegó a Polonia en 1943 y visitó el ghetto de Varsovia, notó que: “La actitud de los polacos hacia los judíos es en general despiadada, a menudo cruel. Sacan ventajas del privilegio que la nueva situación les da y frecuentemente abusan de ellos. Esto no los hace diferente de los alemanes en muchos aspectos”. La exterminación de los judíos atizó aún más el odio de muchos polacos por las víctimas. Un informe escrito al final de la guerra por Knoll, jefe de la división de Asuntos Etnicos de la representación local del Gobierno Polaco, prevenía a los sobrevivientes judíos de regresar, porque “la población polaca que se enriqueció después que los judíos fueran encerrados en los ghettos, va a reaccionar violentamente contra ellos”

Este clima de “aprobación por la indiferencia, aún por la hostilidad” infiltró también instituciones del estado clandestino “El gobierno polaco no ha hecho nada que pueda ser comparable a la tremenda tragedia que se esta desarrollando en Polonia” dijo Shmuel (Arthur) Zygelbaum - miembro del Consejo Nacional Polaco en Londres - en su carta de despedida al presidente Raczkiewicz y al Primer Ministro Sikorski. Zygelbaum se suicidó cuando el levantamiento del ghetto de Varsovia fue aplastado el 12 de mayo de 1943.

Pecado Nº Cuatro: Cobardía

Pedimos perdón a los judíos por la falta de participación y coraje. Ya que nos arreglamos para ocultar varios miles de personas en monasterios, iglesias, palacios y casas solariegas durante toda la guerra, ¿por qué no ayudamos en una escala mayor? Después de todo, había pena de muerte no solo por ocultar judíos, sino por carnear ilegalmente un chancho, escuchar la radio, olvidarse de registrar una vaca y aún por hornear pan en secreto. Cualquiera involucrado con el gobierno clandestino - y hubo varios millones de esa gente - también se arriesgaban a la pena capital. ¿Fue la lucha por la vida de los conciudadanos judíos no tan importante como la subversión y la actividad publicística de la Armia Krajowa (el ejército clandestino)?

Si los polacos hubiesen ayudado a los judíos tan asiduamente como conspiraron contra el ocupante, los riesgos involucrados hubiesen sido mucho menores. La gente no se hubiese denunciado entre sí y la Gestapo sería inútil. Holanda, donde prácticamente en cada casa se ocultó a un judío, puede servir de ejemplo. En Polonia, sin embargo, conspirar fue una virtud. Ocultar judíos no, aún largamente después que la guerra terminó. Muchos virtuosos polacos no querían ver sus nombres publicados debido a la reacción que podía suscitar en sus comunidades. Antonina Wyrzykowska escondió a siete judíos de Jedwabne. Ella ocultó el hecho hasta a su propio marido, y fue obligada a cruzar el océano para escapar de la venganza de sus vecinos.

 

Pecado Nº Cinco: Ingratitud

Debemos avergonzarnos por nuestra hostilidad hacia los judíos combatientes en los ghettos, dentro de la Organización de Polonia Combatiente, Antyk, o la Agencia Anticomunista. Debemos estar avergonzados porque contribuyeron a defender un estado unificado con dedicación. Había 100.000 judíos en el Ejército Polaco en septiembre de 1939, incluyendo a los movilizados en la reserva. El historiador Filip Friedman estima que 32.000 fueron muertos y 60.000 tomados prisioneros. La mayoría de ellos fueron ulteriormente asesinados.

Mas de 400 judíos en uniforme polaco fueron matados en Katyn. Hay por lo menos 43 tumbas judías del 2º. Cuerpo en el cementerio de Monte Cassino. Fueron matados en Tobruk y en la lucha por Bologna. De acuerdo a la Cruz Roja Polaca en Teherán, un tercio de los ciudadanos polacos deportados a las profundidades del territorio soviético (30%) fueron judíos. Los Soviets los persiguieron con más encarnizamiento que a los polacos. Un mero 6% de los sobrevivientes fue judío. Docenas de miles murieron en los gulags de Vorkuta, Ukhta, Pechor, Arjangelsk y Kotlas. Cientos pasaron por las prisiones de la Lublianka y Brygidki. El profesor Stanislaw Glabinski, un líder del Partido Nacional, y Mojzesz Schorr, un investigador de la cultura judía, fueron puestos juntos en un mismo camastro de la misma celda de la prisión de la KGB en Moscú.

Pecado Nº Seis: Rechazo

Pedimos disculpas por los pecados polacos porque los más de 3 millones de judíos que vivían en la Segunda República Polaca no eran un "elemento foráneo" como decía la derecha nacionalista. Aún los judíos ortodoxos de Agudat Israel o los partidos del Poale Sion que apoyaban el establecimiento de un estado judío en Palestina, consideraban a la República Polaca como su madre patria y no querían dejarla. Nada justifica el boycott económico a los judíos. Sus negocios (a principios de 1930 eran el 27% de todas las compañías polacas) pagaban honestamente impuestos, creaban puestos de trabajo para polacos y tuvieron una gran participación en la exportación. Tenemos que sentirnos avergonzados que el Primer Ministro Polaco General Felicjan Slawoj-Skladkowdki haya dicho: "Lucha económica sí, pero sin producir daño". Este "sí" le dio aire a los organizadores del boycott a negocios judíos y a las bandas que destruyeron sus vidrieras y no dejaron a los clientes entrar en ellos. Debemos sentirnos avergonzados del Vice-Primer Ministro Eugeniusz Kwiatkowski quien criticó a los Estados Unidos por admitir muy pocos judíos polacos cuando "hay demasiados en Polonia".

Pedimos disculpas por las autoridades que toleraron el antisemitismo que produjo sólo en 1935-1937, ciento cincuenta pogromos. Pedimos perdón a las familias de los asesinados en Przytyk, Grodno, Myslenice, Odrzywol, Czestochowa y Minsk Mazowiecki.

Pecado Nº Siete: Antisemitismo oficial

Pedimos disculpas a los judíos por 700 años de esfuerzo, también legislativo, para hacer de ellos ciudadanos de segunda clase. Por todas las campañas lanzadas en 1938 por el Cardenal Primado de Polonia, August Hlond, quien emitió una carta a los feligreses de todo el país recomendando aislar a los judíos. Pedimos disculpas por los miembros del gobierno polaco que difundieron consignas antisemitas. Roman Rybarski, Vice-Ministro del Tesoro en 1920-1921 (muerto en Auschwitz en 1942) dijo: "El papel de los judíos en nuestra historia económica es incuestionablemente negativo". Esta es una mentira flagrante, considerando cuánto los Kronenberg, Epstein, Natanson, Bloch, Poznanski, Toeplitz, Wawelberg, Rotwand y Orgelbrand hicieron por nuestro país durante las particiones. Y cuanto los Kon, Eiger, Wolanowski, Halperin y Ejtingon cuando Polonia reconquistó su independencia.

Debemos pedir perdón a nuestros conciudadanos judíos por que no mucha gente se comportó como las hijas del Mariscal Pilsudski, que boycotearon la segregación en su clase escolar sentándose junto a sus compañeros judíos. Debemos pedir disculpas por los artículos antisemitas en Maly Dziennik y Rycerz Niepokalanej. Debemos disculparnos por los artículos no cristianos de la revista Pro Christo publicada por los curas Marianistas. Por los panfletos difundidos por la Agencia Católica de Noticias llamando a aislar y echar de las escuelas públicas a maestros y estudiantes judíos. Pedimos perdón por los artículos publicados por el Padre Stanislaw Trzesniak, quien luego colaborara con los Nazis convirtiéndose en candidato a Quisling polaco. Él fue quien echó de la radio pública a Janusz Korczak y le prohibió enseñar.

Pecado Nº ocho: Conciencia Sucia

Nadie puede hacer esto por nosotros. Ninguno va a absolvernos de la responsabilidad de llevar a cabo un auto-exámen y pedir disculpas. El Padre Stanislaw Musial decía: "No tenemos ganas de ajustar las cuentas del pasado en lo que se refiere a las relaciones Polaco-Judías porque nuestra conciencia no está limpia. La mayoría de los polacos étnicos de la Polonia de pre-guerra soñaban con una sola cosa: como deshacerse de los judíos. Ocurrió un milagro de magia "negra". En casi cinco años el 90% de la población judía ciudadana polaca, "desapareció". Los judíos saben que estamos felices por que este problema se resolvió de una vez y para siempre en Polonia, aunque no directamente por nuestras manos. Debido a esto no nos quieren".

Estamos apenados por aquellos judíos que fueron rechazados por su madre patria y se precipitaron en los brazos del comunismo. El mito polaco del establishment comunista judío es simplemente falso. Como la historiadora Profesora Krystyna Kersten ha notado, antes de la guerra había indudablemente muchos judíos entre los comunistas, pero pocos comunistas entre los judíos. Jaff Schatz estima que serían el 0,18 -0,29% de la población judía polaca de pre-guerra, es decir 6.000 a 10.000 en 3,4 millones.

 

Pecado Nº nueve: Obsesión antisionista

Pedimos a los judíos perdonarnos porque la Polonia de post-guerra hizo diversos intentos para resolver "la cuestión judía" con la participación de autoridades y ciudadanos. Un decreto de marzo de 1946 le daba a la propiedad post-judía y post-nazi el mismo status. Después de pequeños incidentes en Rzeszow, Krakow y la región de Podkarpacie, ocurrió el pogromo de Kielce. Luego de eso aproximadamente 200.000 personas abandonaron el país. El Primado Hlond y los Obispos Kaczmarek y Wyszynski se negaron a condenar el crimen. El único virtuoso fue el Ordinario de Czestochowa Teodor Kubina. Con un sermón ayudó a prevenir que se repitiese en su ciudad el pogromo de Kielce.

Pedimos disculpas a las docenas de miles de judíos que dejaron Polonia entre 1949 y 1957. Se fueron porque la participación de algunos judíos en el aparato de terror fue ampliamente publicado (Krystyna Kersten ha establecido que de los 28.000 cuadros de los Servicios "infestados de judíos", solo 438 eran judíos) Más aún, toda forma de vida judía que renació en la post-guerra fue destruida: Partidos, comunidades religiosas, filiales del Joint y la Sojnut. De las asociaciones culturales y de ayuda mutua, en 1950 solo quedó una (controlada por el Partido)

Pedimos perdón porque cientos de miles de voluntarios, también de la así llamada elite intelectual, tomaron parte en denunciar y acosar a los "Sionistas" en marzo de 1968. Como escribió Jerzy Zawieyski, le debemos a ellos que "en muchos lugares Polonia sea vista como el país más intensamente violento y antisemita". Él fue perseguido por haber protestado contra la caza de brujas de marzo. Estamos avergonzados que todo lo que haya tenido que ver con judeidad haya sido eliminado de la vida pública durante el período de Gierek (los años 70) En cursos de formación del Partido se le dijo a la gente que no había mucha inversión en la región de Kielce porque los sionistas del exterior se negaban a extender préstamos en venganza por lo de 1946. Cuando Jerzy Stepien, más tarde senador del Comité Cívico Parlamentario, ordenó en 1980 una misa para recordar a las víctimas del pogromo, lo trataron de judío. Por 12 años hasta 1980, los judíos eran rechazados de las Fuerzas Armadas. Como resultado de ello, 1348 personas, desde generales hasta cabos-cadetes, fueron degradadas. En esa época era ministro de defensa Wojciech Jaruzelski.

Pecado Nº Diez: Antisemitismo extenso

Pedimos perdón por la retórica antisemita usada para atraer votantes en las elecciones de la Polonia independiente después de 1989. Cinco de los 13 candidatos en la última campaña presidencial así lo hicieron. Casi un quinto de los 91 diputados del Sejm firmaron una carta antisemita escrita por el diputado Witold Tomczak respecto del director del Zacheta (museo estatal de arte que hasta hace poco estaba dirigido por Anda Rosenberg quien por esa época renunció) Debemos también sentirnos avergonzados porque los kioscos y librerías están llenos de literatura antisemita y abiertamente fascista, de bromas antijudías que son copias del Stuermer, de negación del Holocausto. La deportación y el genocidio son alabados en reuniones neo-nazis. Organizaciones que tienen como referencia la ideología del Tercer Reich operan libremente y el "Heil Hitler" se grita en las fiestas nacionales. Ha llegado a los polacos la hora del arrepentimiento y la expresión del remordimiento. También porque los judíos hace mucho ya que han ajustado sus cuentas con el pasado comunista. Los hijos de los aparatchiki y funcionarios del Partido han fundado los Comités de Defensa de los Trabajadores y Solidarnosc. Ellos fueron enviados a prisión, hicieron huelgas de hambre y sufrieron humillaciones para que "Polonia pueda ser Polaca". Sus hijos y los nietos de otros, expresaron significativamente su remordimiento publicando hace un año, un número especial de Jidele titulado "Judios y Comunismo". Una gran parte del mismo estuvo dedicada al debate entre nietos del "establishment judío-comunista" Aunque nacieron 20 años después de la muerte de Stalin, no renuncian a la responsabilidad por el mal al que contribuyeron sus predecesores. "No solo somos los nietos. Yo aun me considero parte del establishment judío-comunista", dice uno de ellos, Piotr Pazinski. Ellos cargan con el peso del pasado y se arrepienten. Lo mismo que los jóvenes alemanes de Acción para Expresar Arrepentimiento, quienes se sienten responsables por sus abuelos en la Wehrmacht y las SS.Solo nosotros polacos, no nos sentimos responsables por los errores y pecados de nuestros antepasados y vecinos. No los muertos, sino sus hijos y nietos esperan nuestras disculpas. Un solitario "me disculpo" no va a terminar con el tema aunque provenga del Jefe del Estado. Todos y cada uno de nosotros debe pedir perdón.

(el Poznan Wprost es una revista líder del grupo político centrista polaco)

Polacos y judíos: ¿cuán profunda es la culpa? - Adam Michnik

Publicado en The New York Times. Marzo 17, 2001 - Traducción: Diana Wang

 

Adam Michnik

Adam Michnik

El 10 de julio de 1941, 1,600 judíos, casi la total población judía del pueblo polaco Jedwabne (pronúnciese iedvabne), fue asesinada por sus vecinos polacos. Algunos fueron perseguidos y asesinados con palos, hachas y cuchillos; la mayoría fue arreada a un granero y quemada viva. Aunque la matanza no fue secreta, oficialmente fueron culpados los ocupantes nazis. Había un monumento en Jedwabne donde decía: "Sitio de martirologio del pueblo judío. La Gestapo hitleriana y la gendarmería quemaron 1600 personas vivas en 10 de julio de 1941”.

El pasado mayo, Jan T. Gross, historiador en la Universidad de New York, publicó en Polonia “Vecinos: la destrucción de la comunidad judía en Jedwabne". El libro, que saldrá en los Estados Unidos en abril, documenta con escalofriantes detalles la masacre llevada a cabo por ciudadanos polacos. En un país cuyos habitantes no se consideran villanos sino mártires de guerra, el libro de Gross provocó una tormenta de debates en las esquinas, en los cafés, en las aulas y entre los dirigentes políticos y religiosos. Algunos polacos han continuado negando la responsabilidad polaca, pero la mayoría intentó enfrentar la historia nacional de antisemitismo y la pregunta sobre la culpa colectiva. El cardenal Jozef Glemp, primado de la Iglesia Católica y el presidente Aleksander Kwasniewski han pedido perdón públicamente y el jueves, fue quitado el memorial de Jedwabne. Adam Michnik es un historiador y un disidente que pasó seis años en prisión bajo el régimen comunista de posguerra, participó como consejero del líder de Solidaridad Lech Walesa y es ahora el editor en jefe del Gazeta Wyborcza, el diario más importante de Polonia. Escribió este artículo para el The New York Times que fue traducido del polaco por Ewa Zadrzynska.

 

¿Los polacos tienen tanta culpa como los alemanes por el holocausto? Es difícil imaginar un reclamo más absurdo.

No hay una sola familia polaca que no ha sido atacada por Hitler y Stalin. Los dos dictadores totalitarios masacraron a tres millones de polacos y a tres millones de ciudadanos polacos armados catalogados como judíos por los nazis.

Polonia fue el primer país en oponerse a las demandas de Hitler y el primero en enfrentar su agresión. Polonia nunca tuvo un Quisling. Ningún regimiento polaco luchó por el Tercer Reich. Traicionados por el pacto Ribbentrop-Molotov, los polacos lucharon junto a las fuerzas anti-nazis desde el primero hasta el último día. En el interior de Polonia la resistencia a la ocupación alemana se acrecentaba.

El primer ministro británico homenajeó a los polacos por su actuación en la Batalla de Gran Bretaña y el presidente de los Estados Unidos llamó a los polacos la “inspiración” del mundo. Ello sin embargo no los salvó de ser entregados a las garras de Stalin en Yalta. Los héroes de la resistencia polaca –enemigos del comunismo stalinista- terminaron en los gulags soviéticos y en las prisiones comunistas polacas.

Todas estas verdades contribuyen a la imagen que los polacos tienen de sí mismos como inocentes y nobles víctimas de la intriga y la violencia extranjeras.

Después de la guerra, mientras occidente era incapaz de reflexionar sobre lo que había sucedido, el terror stalinista calló la discusión pública polaca sobre la guerra, el holocausto y el antisemitismo. Recordemos que las tradiciones antisemitas estaban profundamente enraizadas en Polonia. En el siglo 19, cuando el estado polaco no existía, la nación moderna a punto de emerger estaba moldeada tanto por lazos étnicos y religiosos como por la oposición de vecinos antagónicos, históricamente hostiles al sueño de la independencia polaca. El antisemitismo era el adhesivo ideológico de las agrupaciones importantes del nacionalismo político. Más tarde también fue usado como herramienta por los ocupantes rusos siguiendo el principio “divide y reinarás”.

En las décadas de 1920 y 30, el antisemitismo se adueñó de la escena, como programa de la derecha radical nacionalista y podía ser detectado en los pronunciamientos de la jerarquía de la Iglesia Católica. Aunque históricamente Polonia había sido un refugio relativamente seguro, los judíos comenzaron a sentirse crecientemente discriminados e inseguros. Con la ayuda de ruidosos grupos antisemitas, tenían asientos segregados en las universidades y eran hostigados y atacados en pogroms.

Durante la ocupación de Hitler, los nacionalistas polacos y la derecha antisemita, no colaboraron con los nazis como lo hizo la derecha en los otros países europeos; por el contrario, participaron activamente en el movimiento anti-hitleriano clandestino. Los antisemitas polacos lucharon contra Hitler y algunos incluso rescataron judíos aunque ello estuviera penado con la muerte.

Tenemos entonces una singular paradoja polaca: en territorio ocupado polaco, una persona antisemita, podía ser un héroe de la resistencia y un salvador de judíos. Catorce años atrás, un texto nos recordó el muy conocido llamado a la salvación de judíos que había sido publicado en agosto de 1942 por la famosa escritora polaca católica Zofia Kossak-Szczucka. Se refería a los cientos de miles de judíos en el gueto de Varsovia esperando la muerte sin esperanzas de rescate y cómo el mundo entero –Inglaterra, Estados Unidos, los judíos de todas partes y los polacos- permanecía en silencio. “Los judíos moribundos están rodeados por Pilatos lavándose las manos” escribió, “el silencio no puede ya ser tolerado. Sin considerar cuáles son sus razones, el silencio es una desgracia”. Hablando de los polacos católicos, siguió “nuestros sentimientos sobre los judíos no han cambiado. Aún los consideramos como enemigos políticos, económicos e ideológicos de Polonia. Inclusive sabemos que ellos nos odian aún más que lo que odian a los alemanes, que nos hacen responsables de su desgracia... El conocimiento de estos sentimientos no nos alivia del deber de condenar el crimen. No queremos ser Pilatos. No tenemos la oportunidad de actuar contra los crímenes alemanes, no podemos ayudar a salvar a nadie, pero protestamos desde lo más hondo de nuestros corazones, llenos de compasión, indignación y pena... La participación forzada de la nación polaca en este sangriento espectáculo, que está siendo llevado a cabo en suelo polaco, puede alimentar la indiferencia de los que están equivocados, el sadismo y sobre todo la siniestra convicción de que uno puede matar a sus vecinos y permanecer impune.”

Este extraordinario llamado, lleno de idealismo y valor y al mismo tiempo abiertamente envenenado de estereotipos antisemitas, ilustra la paradoja de la actitud polaca hacia los judíos moribundos. La tradición antisemita, lleva a los polacos a percibir a los judíos como a extranjeros, mientras que la tradición heroica polaca lleva a salvarlos.

La misma Kossak-Szczucka describió en una carta a un amigo después de la guerra, un incidente de guerra en un puente de Varsovia: “Otra vez, en el puente Kierbedz, un alemán vio a un polaco dando limosna a un chico judío hambriento. Los detuvo y ordenó al polaco a tirar al chico al río o si no le dispararía a ambos, a él y al pequeño mendigo. -´No hay nada que puedas hacer para ayudarlo. Lo voy a matar de todas maneras porque no tiene permiso de estar acá. Vos quedarás libre si lo tirás al río, si no lo hacés, te mato también. Ahogalo o morí. Voy a contar... 1, 2...´- . El polaco no lo pudo soportar. Se quebró y tiró al chico al río. El alemán le palmeó el hombro. -´Braver Kerl´-. Se separaron tomando caminos diferentes. Dos días después, el polaco se ahorcó.”

Las vidas de los polacos que se sentían culpables de ser testigos impotentes de la atrocidad, quedaron marcadas por un trauma profundo. Se pone en evidencia en cada nuevo debate sobre antisemitismo, las relaciones judeo-polacas y el Holocausto. Después de todo, la gente en Polonia sabía en el fondo de su alma que habían sido ellos los que ocuparon las casas vacías de los judíos arreados al gueto. Y también había otras razones para la culpa: algunos polacos entregaron judíos y otros escondieron judíos por dinero.

La opinión pública polaca es raramente uniforme, pero casi todos los polacos reaccionan agudamente cuando son acusados de mamar su antisemitismo de la leche materna y de su complicidad en la Shoá. Para los antisemitas, que son muchos en los márgenes de la vida política polaca, esos ataques son la prueba de la conspiración internacional antipolaca de los judíos. Para la gente normal que creció en los años de las falsificaciones y el silencio sobre el holocausto, estas acusaciones parecen injustas. Para ellos, el libro de Jan Tomasz Gross "Vecinos,..." que reveló la historia del asesinato de 1600 judíos en Jedwabne perpetrada por polacos, fue un shock terrible. Es difícil describir la extensión y grado del impacto.

El libro del Sr Gross generó una respuesta afiebrada comparable a la reacción de la comunidad judía en ocasión de la publicación de Hannah Arendt, "Eichmann en Jerusalem". Arendt escribió sobre la colaboración de algunas comunidades judías con los nazis: "Los Consejos Judíos de los Mayores eran informados por Eichmann y sus hombres de la cantidad de judíos necesarios para llenar cada tren y ellos confeccionaban la lista de los que serían deportados. Los judíos registraban, llenaban innumerables formularios, respondían páginas y páginas de cuestionarios sobre sus propiedades para que puedan ser apropiadas más fácilmente; luego se reunían en los puntos de concentración y abordaban los trenes. Los pocos que trataron de esconderse o escapar eran acorralados por una fuerza especial de la policía judía... Sabemos cómo sentían los oficiales judíos cuando se volvieron instrumentos de los asesinos, como capitanes “cuyos barcos estaban por hundirse y consiguieron llevarlos a buen puerto tirando a gran parte de su carga preciosa por la borda". Pronto sus críticos judíos dijeron que Hannah Arendt había acusado a los mismos judíos de haber implementado su Shoá.

Algunas de las reacciones al libro del Sr Gross fueron igualmente emocionales. Un lector polaco promedio no podía creer que una cosa así pudo haber pasado. Debo admitir que yo mismo tampoco lo pude creer y pensé que mi amigo Jan Gross había sido víctima de una superchería. Pero el asesinato de Jedwabne, precedido por un pogrom bestial, tuvo efectivamente lugar y tiene un peso enorme sobre la conciencia colectiva de los polacos y en mi propia conciencia individual.

El debate polaco sobre Jedwabne se viene sosteniendo desde hace varios meses. Es un debate serio, lleno de tristeza y a veces de terror, como si toda la sociedad se viera forzada de pronto a soportar el peso de este crimen terrible de hace 60 años, como si todos los polacos tuvieran que admitir su culpa colectivamente y pedir perdón.

No creo en la culpa colectiva o en la responsabilidad colectiva o en ninguna otra responsabilidad excepto la moral. En consecuencia me cuestiono cuál es exactamente mi responsabilidad individual y mi propia culpa. Ciertamente no puedo ser responsable por la turba de asesinos que incendió el granero de Jedwabne. Tampoco los ciudadanos actuales de Jedwabne pueden ser culpados por aquel crimen. Cuando recibo la instrucción de admitir mi culpa polaca, me siento herido de la misma manera en que los ciudadanos actuales de Jedwabne se sienten cuando son interrogados por reporteros de todas partes del mundo.

Pero cuando escucho que el libro del Sr Gross, que ha revelado la verdad sobre el crimen, es una mentira que fue pergeñada por la conspiración internacional judía contra Polonia, es cuando me siento culpable. Porque estas falsas excusas no son más que la racionalización de aquel crimen.

Peso cada palabra cuidadosamente al escribir este texto y repito a Montesquieu: "Soy hombre gracias a la naturaleza, soy francés gracias a la casualidad." Por casualidad soy polaco con raíces judías. Casi toda mi familia fue devorada por el holocausto. Mis parientes podían haber perecido en Jedwabne. Algunos de ellos eran comunistas o familiares de comunistas, algunos eran artesanos, algunos comerciantes, tal vez rabinos. Pero todos eran judíos según las leyes de Nüremberg del Tercer Reich. Todos podían haber sido arreados a aquel granero que fue incendiado por criminales polacos. No me siento culpable por aquellos asesinos, pero sí me siento responsable.

No por el asesinato, no podría haberlo detenido. Me siento culpable porque después de su muerte fueron asesinados otra vez, se les rehusó un entierro decente, se les rehusaron lágrimas, se les rehusó la verdad sobre este espantoso crimen que por décadas una mentira repetida. Ésa es mi falta. Por ausencia de imaginación o de tiempo, por conveniencia y pereza espiritual, no me pregunté ciertas preguntas y no busqué respuestas. ¿Por qué? Después de todo, estaba entre los que impulsaron activamente la revelación de la verdad sobre la masacre de soldados polacos en Katyn, trabajé para decir la verdad sobre los juicios stalinistas en Polonia, sobre las víctimas de la represión comunista. ¿Por qué entonces no busqué la verdad sobre los asesinatos de judíos en Jedwabne? Tal vez porque subconcientemente temía asumir la cruel verdad sobre el destino judío en aquel tiempo. Después de todo, la chusma bestial de Jedwabne no fue única. En todos los países conquistados por los soviéticos después de 1939, hubo actos horribles de terror contra los judíos en el verano y el otoño de 1941 cuando murieron en las manos de sus vecinos lituanos, latvios, estonios, ucranianos, rusos y bielorrusos. Pienso que ha llegado el momento de revelar la verdad sobre estos actos espantosos. Contribuiré a ello.

Escribiendo estas palabras siento estoy preso de una esquizofrenia particular: soy polaco y mi vergüenza por el asesinato de Jedwabne es una vergüenza polaca. Al mismo tiempo, sé que si yo hubiera estado allí, en Jedwabne, habría sido asesinado por ser judío.

¿Quién soy yo mientras escribo estas palabras? Gracias a la naturaleza, soy un hombre y soy responsable ante otra gente por lo que hago y por lo que no hago. Gracias a mi elección, soy polaco y soy responsable ante el mundo por la maldad infringida por mis compatriotas. Lo hago por mi libre albedrío, por mi propia decisión y por el profundo apremio de mi conciencia. Pero soy también un judío y siento una entrañable hermandad con los judíos asesinados por se judíos. Desde esta perspectiva, afirmo que quienquiera trate de aislar el crimen de Jedwabne del contexto de su época, quienquiera que use este ejemplo para generalizar que así es como todos los polacos y sólo los polacos se condujeron, está mintiendo. Y esta mentira es tan repulsiva como la mentira que fue contada por muchos años sobre el crimen de Jedwabne.

Un vecino polaco pudo haber salvado a alguno de mis familiares de las manos de los verdugos que lo empujaban al granero. Y de hecho hubo muchos vecinos polacos así. El bosque de los árboles polacos en la Avenida de los Justos en Yad Vashem, el memorial del holocausto en Jerusalem, es denso.

Por esta gente que perdió sus vidas salvando judíos, me siento también responsable. Me siento culpable cuando leo tan a menudo en diarios polacos y extranjeros sobre los asesinos que mataron judíos y noto un silencio profundo sobre aquéllos que rescataron judíos. ¿Los asesinos merecen más reconocimiento que los justos?

El primado polaco, el presidente polaco y el rabino de Varsovia dijeron casi en una misma voz que el tributo a las víctimas de Jedwabne debiera servir a la causa de la reconciliación de polacos y judíos en la verdad. No deseo más que eso. Si no sucediera, también será mi falta.

 

 

 

Carta abierta al Rabino Ovadia Yosef.

Florida (Argentina), 10 de agosto de 2000 Sr Ovadia Yosef,

De mi consideración:

El sábado 5 de agosto pasado, usted, como líder del partido israelí religioso ultraortodoxo Shas, dijo: "Los nazis no han matado gratuitamente a esos seis millones de infortunados judíos. Eran la re-encarnación de almas que habían pecado y que habían hecho cosas que no había que hacer".

Ante estas palabras, algunos lo han calificado de "viejo bobo" (legislador israelí Shinui Yosef Lapid); otros señalaron que "no puede ser tomado con seriedad teológica sino mas bien pensar que es un problema de senilidad" (rabino Daniel Goldman); otros lo protegieron arguyendo que habría que considerar el contexto en que sus palabras fueron dichas (Tzví Grunblat de Jabad Lubavich). Alegar senilidad, descontextualización o estupidez son argumentos pobres y faltos de respeto para quien es el líder de la tercera fuerza política israelí. Usted es más que eso. Hitler era más que un psicópata.

Le recuerdo algunos hechos que nos ubican y nos dicen quién es usted.

- Usted, además de rabino venerado de la comunidad sefaradí, es una pieza clave en cualquier coalición del gobierno israelí por los 17 escaños que su partido tiene en la Knesset. En la reciente elección de presidente que fue ganada por Moshé Katzav del Likud en contra del estadista y humanista Shimon Peres, los votos de Shás, su partido, resultaron cruciales.

- También, como voz de su partido, se opone firmemente a los intentos de hacer la paz con los palestinos y califica a Barak como "descerebrado" por intentarlo.

- A los 80 años –que viva hasta los 120- , no es el primer incidente que protagoniza: a principios de año había maldecido al jefe del partido Meretz diciendo que debía ser "borrado de la faz de la Tierra".

Palabras e ideas extrañas en un rabino. ¿No debiera ser un faro de humanismo que transmita el mensaje profundamente ético del judaísmo? Ha llegado a mis oídos que se lo acusa de ciertos delitos económicos y no es de despreciar la idea de que sus tristes declaraciones hayan tenido el objetivo inmediato de distraer la atención.

Pero es éste tan sólo un hecho circunstancial. Sus ideas ya estaban y no sólo en usted. Permítame decirle que no son nuevas. Los sobrevivientes y aquellos que estamos inmersos en sus experiencias, las conocemos hace mucho, especialmente durante la shoá en que algunos religiosos ortodoxos bombardeaban a las víctimas con estas ideas apocalípticas. La shoá estaba sucediendo –decían- porque los judíos se habían apartado de la "buena senda", se habían asimilado, no honraban el shabat ni los preceptos; la shoá era un castigo de Dios frente al cual había que someterse con resignación. Usaban a la shoá como perverso argumento de evangelización. Estos religiosos oscurantistas son cómplices de muchas muertes porque no han estimulado en los judíos la búsqueda de caminos de salvación acá en la Tierra. Por suerte, no fueron mayoría en la shoá. Por suerte, hubo judíos que se rebelaron, buscaron alternativas y algunos lograron sobrevivir. Quedaron, infortunadamente, los 6 millones de inocentes asesinados sin posibilidad de defensa ni de reacción que pesan sobre la conciencia de la humanidad.

Preguntarnos qué culpa podrían tener es una pregunta que no debe hacerse. Ya Raquel Hodara, que vive en Jerusalén igual que usted, nos aleccionó acerca de las preguntas que no deben hacerse sobre la shoá, porque revelan que quien pregunta no sabe nada de cómo fue la shoá. La pregunta por la culpa de las víctimas es capciosa e inyecta la posibilidad, aunque sea remota, de que esa culpa efectivamente hubiera existido.

Le recuerdo que la palabra holocausto, purificación de la víctima propiciatoria, voluntaria y en el fuego, tristemente alude a lo mismo que usted piensa: la idea del pecado y la expiación que justifica la muerte de los seis millones. Los que pensamos de otro modo, los que creemos en la inocencia esencial de las víctimas, preferimos la palabra shoá, que es sólo descriptiva de un fenómeno de desolación, destrucción y devastación. Aunque fíjese usted que tampoco esa palabra refleja lo que realmente sucedió. No existe tal palabra debido a que la palabra shoá designa una catástrofe natural, mientras que lo sucedido no fue natural, fue decisión de los hombres. Todavía no existe una palabra que lo denomine.

Surge la pregunta de si cree o si no cree en lo que dijo.

Si no cree lo que dijo, uno se pregunta por qué lo dijo. ¿Por razones y objetivos políticos? ¿Para ganar algún espacio de negociación? ¿O fue por razones pedagógicas?. como un padre que educa a sus hijos amenazándolos con castigos si se portan mal, ¿ven lo que les pasó a los seis millones que se habían apartado de la buena senda?: por eso fueron masacrados. Sólo que los judíos no somos niños que deban ser amenazados para que se porten bien. A menos que sea ésa su concepción de lo que es ser un buen judío.

Si, por otra parte, usted cree lo que dijo, me hace pensar que usted, el máximo dirigente del tercer partido político de Israel, el venerado rabino sefaradí, tiene una concepción de Dios como de un titiritero, cruel y vengativo que decide matar a los seres humanos para darles una lección.

No sé si su problema es teológico, pedagógico o político pero su palabra no es inocua y quiero decirle que aunque sea gran conocedor de la Biblia y judío, no nos representa a todos los judíos. No me representa a mí al menos. No habla por mí, no piensa por mí.

Probablemente me resultaría muy difícil hablar con usted si se diera la improbable ocasión, porque no parece sensible al diálogo. Menos con una mujer, que no califica ni para una minian. Usted representa al tipo de pensamiento totalitario, fascista y fundamentalista de los que alucinan ser poseedores de la verdad, para quienes todo aquél que no piensa igual, se le opone y se vuelve un enemigo; ¿y con el enemigo qué se hace, cómo se lo combate? De ver a un oponente como enemigo a decidir eliminarlo porque corrompe la bases de la sociedad, hay un paso, y a menudo es muy corto.

No está solo en este terreno. Son muchos los representantes de este tipo de pensamiento que han asolado a la humanidad: Hitler y Stalin son los más dignos exponentes en este siglo veinte. Pero no han estado solos, ni lo están. Los hemos visto tanto en religión como en política, tanto en el periodismo como en las ciencias.

Frente al peligro que entrañan sus palabras y su prédica, nuestra única herramienta son nuestras palabras y nuestra prédica. Los sobrevivientes y todos aquellos sensibles al tema de la shoá, los bien pensantes, los respetuosos del derecho del otro a vivir aunque piense distinto, tenemos algo que decirle a usted, que probablemente nunca nos escuche, y tenemos algo que decirle a quienes puedan sentirse tentados de escucharlo y creer en sus palabras. Debemos explicar hasta el cansancio que la shoá, como todo fenómeno social y humano, no puede ser reducido a una sola causa, son muchos los factores que convergieron para que un tal desastre fuera posible. Hoy quiero señalar tan sólo uno de esos factores: la existencia de ideologías que, alegando la salvación de algunos, propende la eliminación de otros. El nazismo fue una doctrina que proponía una reingeniería social: reinventarían una nueva sociedad, perfecta, pura, y para conseguirlo, matarían a aquéllos considerados por la misma ideología como imperfectos e impuros. Mucha gente se ha dejado seducir por ese canto de sirenas y ha colaborado con el asesinato sin darse cuenta de que se estaba matando, junto a tantos inocentes, la esencia de la democracia y la libertad, que se estaba matando los mejores ideales humanos. ¡Cómo duele observar el paralelo entre sus enunciados y las ideas nazis! Me duelen todos los muertos. Me duelen los sobrevivientes que han sido testigos de la total arbitrariedad de los nazis y que hoy deben escuchar sus ideas insultantes que los humillan otra vez con una culpa absurda e inexistente. Usted nos recuerda el viejo olor del odio, ese odio tan conocido que se ve en la mirada del antisemita. El fundamentalismo judío no es nuevo, pero este fundamentalismo que termina justificando a los nazis, haciéndose de sus mismas banderas, nos sume en la confusión y en la sorpresa. Sr rabino Yosef, como me ha pasado con otros judíos públicos que me han avergonzado, usted hoy me avergüenza. No sólo como judía, que es una parte esencial de quién soy: más que nada me avergüenza como ser humano.

Los sobrevivientes, los bien pensantes, los humanistas, los respetuosos de los derechos humanos, sean del color o grupo étnico que fueren, le decimos: señor rabino, usted tiene el derecho de pensar como quiera, de decir lo que quiera, pero su melodía es similar a los "rechts, links, rechts, links" del temido ángel de la muerte.

Usted es un ser humano como yo, pero está de la vereda de enfrente, alineado ciegamente con el ejército de la destrucción. Si pensara como usted, me preguntaría qué pecado de otra vida estará expiando por lo cual ese Dios que usted describe lo castiga con el oprobio de pensar como nuestros asesinos.

Le saludo respetuosamente a pesar de todo

Diana Wang, Hija de sobrevivientes de la Shoá

LA SHOÁ: VERSIONES OFICIALES Y ASPECTOS A REVISAR.

PARTE I. NO ME TOQUEN MI SHOÁ. La Shoá suscita ardorosas polémicas. Es un tema muy sensible, tanto es así que quienes tienen sus ideas formadas, las sostienen con fijeza, las generalizan, las vuelven verdades incontrovertibles, nociones universales que no admiten ser confrontadas.

Decir algo así como “no todos los polacos han sido cómplices de los nazis” o “tal miembro del Judenrat colaboró con la resistencia judía” puede provocar reacciones airadas ante la amenaza de tocar convicciones profundas. En la agria discusión que se sucede, se advierte una cierta imposibilidad de tocar estas ideas establecidas, resistencia a informaciones nuevas y rechazo a revisar prejuicios propios y ajenos.

LA SHOÁ EXIGE UNA TOMA DE POSICIÓN.

La Shoá exige tomas de posición respecto a los distintos aspectos involucrados. Podemos mencionar desde el lado de los perpetradores: el antisemitismo, la Iglesia católica, los nazis, los alemanes, los no judíos de los territorios ocupados, la crueldad y la maldad; desde el lado de las víctimas: la conducta de los judíos en su camino a la muerte, la resignación o la aceptación, los guetos, el Judenrat, los traidores, la resistencia judía, los sobrevivientes, y desde el lado más amplio del contexto general: los testigos, los países cómplices, los negocios con los nazis, la Shoá como accidente de la modernidad o la Shoá como producto de la modernidad, entre varios más. Muchos de estos aspectos no producen discusiones. Otros, por el contrario, sí.

Cada uno de nosotros –judíos y no judíos- nos hemos ubicado ante la Shoá de alguna manera particular, con un cuerpo de ideas estructurado y firme. La posibilidad de una ligera alteración de estas “verdades” produce una apasionada rebeldía.

Nuestra posición ante la Shoá nos define como seres humanos en un mundo en el que aún late el prejuicio antisemita y en el que persisten el genocidio y la práctica de liquidar al definido como enemigo. Pero la Shoá, mirada de frente y sin prejuicios, nos enfrenta con lo más bajo y lo más alto de lo humano, con la humillación y con la dignidad, con la debilidad y la fortaleza, con lo que aparece ante la situación límite, cuando se está afuera de lo que uno cree que es la civilización (tal vez y, es lo que más espanta, la Shoá sea la culminación de lo que creíamos que era la civilización). La Shoá ha puesto a todos sus participantes ante dilemas desconocidos con anterioridad por la humanidad, dilemas familiares, políticos, humanitarios, falsas opciones. La Shoá propone una profunda revisión, aún no encarada, acerca del lugar del dirigente, del tema del camino de la toma de decisiones, de la responsabilidad, de la indiferencia, de la corrupción. La Shoá, encarada sin miedo, nos obliga a revisar algunas convicciones democráticas (Hitler accedió mediante el voto, igual que Bussi y Paty y Rico), a diferenciar entre lo legal y lo legítimo (¿es legítimo enviar a un ser humano a la muerte aún cuando sea legal denunciar al declarado como enemigo–un judío o un subversivo-? ¿cuál es la regla superior, la ley o con la propia conciencia?).

Para los judíos, el tema de Shoá tiene aún algo más que para el común de la humanidad. Por un lado, los destinatarios de la masacre fuimos nosotros, nosotros en tanto pueblo, nosotros en tanto nuestros familiares directos, nosotros en tanto nuestra cultura y nuestro futuro. Al mismo tiempo, especialmente los que nos hemos criado en sociedades antisemitas, sabemos que cualquier cosa que se diga sobre la conducta de algunos judíos, califica a todos los judíos. Hay cosas que se atribuyen a judíos durante la Shoá –por ejemplo la cobardía- que, si nos califican a todos los demás, nos resultan, además de injustas, muy pesadas de sobrellevar.

La Shoá nos fuerza a una confrontación si se quiere siniestra. Ha sido un muestrario exhaustivo de los más desgarradores dilemas éticos a los que los seres humanos se pueden enfrentar, tanto las personas comunes como los dirigentes, tanto judíos como no judíos, tanto víctimas como testigos, tanto los países comprometidos como los observadores indiferentes. A la Shoá mejor acallarla, mantenerla dormida, no revolver, so pena de vernos- a nosotros mismos en tanto seres humanos, a nuestra sociedad, a nuestra idea sobre la civilización y la modernidad- en un espejo insoportablemente deformante.

La Shoá aún no se ha mirado en su aspecto más horroroso, en la experiencia que ha mostrado que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro. Este aspecto es el que considero esencial y urgente que abordemos. Entiendo que es difícil. Entiendo que pueda resultar insoportable adentrarse en la trama compleja que tarde o temprano lo enfrenta a uno con la temida pregunta: “¿qué habría hecho yo?”.

QUÉ HABRÍA HECHO YO.

¿Qué habría hecho yo en cada uno de las posiciones durante esta tragedia? Desde las víctimas, desde los perpetradores, desde los testigos, desde los cómplices silenciosos, desde los cómplices activos, desde los involuntarios engranajes que permitieron el funcionamiento de la maquinaria de destrucción.

¿Qué habría hecho yo? ¿Qué habría hecho usted? Preguntas que, para ser pensadas, requieren de un conocimiento cabal de cómo eran las circunstancias, del contexto histórico, de los hechos inmediatamente anteriores, de la cultura predominante, de la educación impartida y recibida. Si no se consideran estos contextos, si uno se pregunta “qué habría hecho yo” en el aire, la respuesta no es válida, estaría desubicada en tiempo, espacio y circunstancia. No es lo mismo pensarse hoy, aquí y ahora que allá y entonces. Si seguimos manteniendo a la Shoá congelada en nociones preconcebidas, no hay modo de aprender nada acerca de nosotros mismos.

Vaya a modo de ejemplo, tres situaciones que fueron reales y que resumí en lo que sigue para que estas reflexiones puedan verse encarnadas en personas y en situaciones concretas.

SI HUBIERA SIDO UN ALEMÁN. “Nací en una casa protestante. Mi papá trabaja en el correo. Cuando subieron los nazis, era mejor estar afiliado al partido, por las dudas. Mi papá lo hizo aún cuando no estaba de acuerdo con algunas barbaridades que decían. No contra los judíos, porque se sabe que son aprovechadores y miserables, aunque no todos, porque en mi clase había algunos chicos judíos que eran buenos. Nadie en casa habría aceptado la idea de asesinarlos. Echarlos de Alemania tal vez no estaba tan mal porque habría así más trabajo para los alemanes. El hecho es que cuando empezó la guerra, debido a mi insuficiencia cardíaca, no me enviaron al frente. Papá me consiguió un trabajo en los ferrocarriles. Allí me pasé toda la guerra, en un puesto de oficinista, aburrido, controlando planillas de todos los trenes que pasaban por mi estación.”

¿Qué habría hecho yo en su lugar? ¿habría rechazado el trabajo de control de trenes? ¿habría tratado de averiguar –si es que no lo sabía- qué transportaban esos trenes o mejor me dedicaba a lo mío? ¿qué consecuencias tendría para toda mi familia si yo me ponía a husmear donde no me correspondía? ¿qué habría sido diferente si yo hubiera hecho otra cosa? ¿podía cambiarse el curso de la guerra?

Salvando las debidas distancias, ¿cuánta es la población en el planeta que colabora hoy día, sin saberlo, sin quererlo, o peor aún, sin querer saberlo, con el actual estado de cosas?, ¿cuántos son engranajes voluntarios de esta maquinaria deshumanizada expulsadora de gente? Empleados en consultorías, en bancos, en entidades financieras, secretarias, programadores, telefonistas, - por no mencionar al ejército de ingenieros, diseñadores, químicos, biólogos y otros que trabajan para industrias químicas, armamentistas, etc.- ¿cuántas de estas personas tienen conciencia de que están colaborando con un mundo que los va echando de sus beneficios como una trituradora de carne? ¿Y si dejan sus puestos, cuál es la ventaja, qué obtienen a cambio? ¿y qué podrían cambiar? Ya sé que no es lo mismo. Pero los invito a pensar en ello.

SI HUBIERA SIDO UN POLACO. “Toda la vida envidié a estos judíos que no sé qué se creen, con sus libros, con sus fiestas, con esas cosas raras que tienen, cómplices de la muerte de Dios nuestro señor, cada uno de ellos, judíos piojosos, que se pudran en el infierno como dice el padre Kristian. Y encima vienen estos alemanes que también se creen superiores y son crueles, no nos quieren a los polacos, nos desprecian, mejor cuidarse con ellos, no vaya a ser que nos confundan con judíos, mejor quedar bien con ellos. No sé qué voy a hacer si la familia Izraelensztejn me pide ayuda. Sé que lo harán porque ellos nos ayudaron tantas veces. No puedo decirles que no. Mi Janek siempre jugaba al fútbol con su Idele, no me va a perdonar si no los ayudo. Pero ¿qué hacer? ¿dónde los pongo? ¿y si me descubren? La semana pasada mataron al leñador y a toda su familia, a sus tres chicos, a su suegra enferma, hasta a una tía que estaba de visita, a todos los mataron porque descubrieron que escondía a una mujer judía con su bebita. No sé qué voy a hacer si me piden que los ayude.”

¿Qué haría yo? ¿Arriesgaría la vida de mi familia, a mis hijos, a mi marido, a mí misma, para salvar a esta gente que aprendí a odiar? No es tan fácil porque una cosa es odiarlos y otra cosa es que se mueran. Pero una cosa es ayudarlos y otra cosa es que nos maten a todos nosotros.

Salvando otra vez las debidas distancias, cuál es nuestra actitud ante los “negros” (en nuestra versión folklórica), los tanos, los gallegos, los coreanos, los paraguayos, los indios, los gitanos, los religiosos, los laicos, los “lo que sea”. Si algún miembro de estos grupos diferentes a nosotros nos pide alojamiento en una situación de peligro rodeados de posibles denunciadores, ¿qué haremos? ¿lo pondríamos siquiera en consideración? ¿cuántos de nosotros hemos albergado a perseguidos durante la reciente dictadura militar?

SI HUBIERA SIDO UN JUDÍO DURANTE LA SHOÁ. “Ya no nos queda ni comida ni agua ni tenemos cómo calentarnos. Hace un frío atroz. El gueto está devastado. Han sacado a todos. Quedamos mamá, yo y los más chiquitos. Cuando escuchamos el “¡Juden Rauss!”, nos miramos y decidimos salir. No podemos sostenernos más escondidos. Llegamos a la calle y vemos a otros desdichados como nosotros, salidos a la luz con la última esperanza de seguir vivos. Nos hacen caminar. Vamos de la mano temiendo perdernos unos de los otros. Queremos seguir juntos adonde sea, como sea. Mamá me dice que huya, que los deje, que me salve. ¿Cómo irme? ¿Qué será de ellos? ¿Qué será de mí? ¿Adónde ir? No me decido. Tengo varias oportunidades de correr pero no me decido. Hay gente que se escapa. Les disparan. Matan a algunos. Otros lo consiguen y se pierden entre las calles. Llegamos a la estación y esperamos largas horas mientras el frío nos desintegra. Nos abrazamos tratando de darnos calor unos a los otros. Los más chicos lloran. Mamá ya no insiste, sabe que no los dejaré. No sabemos bien dónde nos llevan. No les creemos que a un campo de trabajo, ya no les creemos nada. Pensar que cuando entraron los alemanes mis padres se pusieron contentos porque decían que eran honorables, que no eran unos animales como los polacos, que en la primera guerra se habían portado bien, que no había nada que temer. ¿A quién creerle? ¿Cómo saber qué es lo que pasa de verdad? ¿Qué habrá sido de papá? Llega el tren. Nos empujan como si fuéramos ganado. Tratamos de seguir juntos. Alguna gente se resiste. Los matan sin miramientos. Vemos como en segundos algunos conocidos se vuelven cuerpos inertes cubiertos de sangre y como sus familias deben subir al tren igual que todos sin siquiera poder mirar para atrás. Mi natural rebeldía me impulsa a no aceptar, pero no puedo dejarlos, no me lo perdonaría nunca.”

¿Yo qué haría? ¿Me habría quedado con mi familia o habría huido?

¿Y cómo me sentiría hoy día si por haber huido me hubiera salvado?

¿Y cómo me sentiría hoy día si aún sin haber huido no hubiese podido salvarlos y yo hubiese permanecido con vida?

¿Cómo y a quién contárselo?

¿Cómo y a quién pedirle consuelo?

¿Cómo perdonarme el seguir viviendo?

Parte II. LA SHOÁ CONGELADA.

Hay una tendencia a congelar a la Shoá en algunas nociones elementales y vaciarla de su contenido más vivo, inquietante y provocador. Si preguntamos a nuestro alrededor, veremos que casi invariablemente, la Shoá es seis millones de judíos asesinados, campos de concentración (que no se sabe bien en qué se diferencian de los guetos), Auschwitz y los hornos crematorios, el levantamiento del gueto de Varsovia, los SS y su crueldad, los nazis y el antisemitismo, y la svástika. Podrían recitarlo así, de corrido y después, rubricarlo con un estentóreo “nunca más” que aplaca la conciencia y a otra cosa.

Si nos acercamos a algún sobreviviente o a un judío informado, o a algún activista o interesado político, obtendremos una información más detallada, opiniones formadas y conceptualizaciones acerca del fenómeno pero generalmente dentro de la versión oficial, la. “políticamente correcta” de cómo la Shoá debe entenderse, pensarse y proyectarse.

LA VERSIÓN “OFICIAL” Y LO QUE SERÍA BUENO REVISAR.

Me voy a referir a la conveniencia de revisión de los siguientes aspectos: a) la generalización sobre la población no judía de los territorios ocupados, b) las atribuciones de traición a los miembros de los Judenräte, c) la suposición de la cobardía de los judíos que se dejaron matar sin resistencia, d) al tono y e) los contenidos con los que se suele encarar a la Shoá.

A) “Todos los polacos...” (la generalización).

- La versión oficial es que los pueblos locales, alemanes, austríacos, húngaros, polacos, ucranianos, letones, estones, rumanos, rusos, checoeslovacos, yugoeslavos, franceses, holandeses, belgas, etc, todos y cada uno de sus habitantes, son –fueron y serán- antisemitas (repito: todos –es decir, todos- y son – es decir, nacen con un gen antijudío-). malos, crueles, brutos, sanguinarios y de los que salvaron judíos, que podrían ser la excepción a la regla, por ello, mejor no hablar.

- Revisión necesaria. Algunos miembros de los pueblos locales, es decir, polacos, ucranianos, etc, educados por siglos en el prejuicio antijudío más rígido fueron esenciales para la salvación de judíos aún en circunstancias muy adversas, tanto es así que es difícil encontrar a sobrevivientes que no deban su supervivencia a algún no judío en algún momento de la Shoá. Recientes investigaciones señalan que cada salvador no judío era sostenido por una red de, por lo menos, diez personas que colaboraban con él en su tarea. Esto no significa que debamos exagerar ni aplaudir al pueblo polaco, porque no fueron muchos, pero sí hubo algunos, los suficientes para que no podamos decir con ligereza “todos los polacos...”. Nosotros, los judíos, no podemos usar los métodos que tanto nos han hecho sufrir, no podemos generalizar, tenemos la obligación de revisar los prejuicios. El trabajo de los salvadores, los obstáculos que debieron enfrentar (tanto internos como externos), su lúcida conciencia, son aún lecciones que esperan ser transmitidas a las nuevas generaciones. Los salvadores no judíos son un ejemplo que nos permite alentar esperanzas acerca del género humano. En este mundo pragmático y mercantil no nos podemos dar el lujo de olvidarlos.

Los sobrevivientes vivieron en carne propia el antijudaísmo cotidiano, por ejemplo en Polonia, y es comprensible que sientan una rebelión profunda ante estas proposiciones. El odio que mamaron en las calles, en las escuelas, a todo su alrededor, se mantiene vivo en sus recuerdos, mantiene viva la humillación que solían recibir y no aceptan de buen grado la idea que aquí propongo de que no todos ni siempre hayan sido así. Cada uno recuerda a un vecino, a un compañero, a alguien en particular que se ha ensañado, que ha disfrutado con su desgracia, que ha tomado provecho de ella. Los que hemos tenido la suerte de conocer el antijudaísmo argentino, “educado” e hipócrita, no podemos conocer la profundidad vivencial de su herida y, por ello, nos puede resultar difícil comprender su rechazo a pensar las cosas de otro modo.

B) Sobre la resistencia judía: gloria y vergüenza.

- La versión oficial es que seis millones de judíos fueron víctimas y sucumbieron de un modo que implica vergüenza debido a la aparente falta de resistencia, por la entrega sin lucha. El levantamiento del gueto de Varsovia será glorificado y enaltecido hasta el cansancio, no sólo por el valor de esa gesta sino, y fundamentalmente, por su ejemplaridad porque es lo único de lo que nos podemos enorgullecer y que nos permite acallar la vergüenza de las “ovejas que se dejaron llevar cobardemente al matadero”. El resto de los judíos, los sobrevivientes, los que no tienen historias gloriosas que contar, no cuentan.

- Revisión necesaria. La resistencia judía tuvo muchas caras. La resistencia armada fue poca y muy pobre debido, no a la “innata cobardía de los judíos” sino a factores bien concretos relativos a la forma en que el proceso de exterminio tuvo lugar, a sus progresivas etapas, a lo inimaginable previamente de la decisión del asesinato masivo, a la carencia de armas y recursos económicos, a la dificultad de organización como resultante de los métodos utilizados, etc. La mayoría de los judíos se resistió a su deshumanización de las forma que pudo hasta cuando y cuánto pudo. Los lugares (guetos, campos de trabajo o exterminio, escondites, etc) y el momento (la política nazi fue cambiando a lo largo de los y 6 años) determinaron las formas de la resistencia que merecen ser conocidos y reconocidos en forma pública por el heroísmo demostrado en el sostén cotidiano de la vida.

C) Judenrat, el lugar del dirigente, “a la sombra de la traición”.

- La versión oficial dice que hay una pequeña parte de la vergüenza judía, doblemente vergonzosa, formada por aquellos judíos que fueron, supuestamente, cómplices del aparato asesino, en especial los miembros de cada Judenrat y más en especial los de la policía judía de los guetos. Tanto es así que en la Argentina, la palabra Judenrat se utiliza como sinónimo de traidor.

- Revisión necesaria. Los miembros de los Consejos Judíos, Judenräte, se enfrentaron a los dilemas más desgarradores de los que se tiene noción: “para que el resto viva, deben entregar 1.000 judíos por día”. Si no lo hacían, los mataban y designaban a otro Consejo y/o elegían a 1000 personas al azar, porque se debía llenar un tren, había un esquema que cumplir. ¿Qué hacer? ¿obedecer? ¿cómo? ¿y cómo desobedecer? ¿qué parámetros existen para tomar una tal decisión? En la película“La decisión de Sophie” una madre debe elegir a uno de sus hijos porque los dos no pueden quedar vivos. ¿Cómo se puede tomar una tal decisión? No tomarla implica la muerte de los tres. Tomarla permite que se salve uno. ¿Pero cómo elegir cuál hijo debe morir? De este tipo eran los dilemas cotidianos que debían enfrentar los miembros de los Judenräte.

Una concienzuda revisión y esclarecimiento de sus conductas, una debida ponderación de los diferentes contextos –geográfico e histórico- en los que tuvo lugar, atentaría contra nociones aparentemente tranquilizadoras porque los podríamos seguir paso a paso, comprender sus decisiones, ponernos en su lugar y aparecería la pregunta más terrible a la que nos enfrenta la Shoá: ¿qué habría hecho yo? Es necesario mencionar los testimonios de sobrevivientes que han vivido los efectos de algunas decisiones tomadas por su Judenrat. Relatan a veces situaciones dolorosísimas debido a la vivencia de haber sido traicionados por quienes se suponía que velarían por ellos. Lo que dicen es verdad y debe ser tomado en cuenta. Cada testimonio revela una pequeña porción de lo sucedido, es una pieza más del rompecabezas. Es nuestra obligación hoy, considerar esa porción, ubicarla donde corresponda – quién, dónde, cuándo, cómo, por qué- y recién entonces reflexionar y opinar. Las decisiones de cada Judenrat en los diversos momentos deben ser ponderadas según las circunstancias, circunstancias a menudo desconocidas por las personas que sufrieron sus consecuencias.

Tal vez haya una cierta complacencia en culpar al dirigente, - por cierto que no sólo en la Shoá, tal vez por eso es tan difícil de revisar -, y en perder de vista las diversas restricciones, presiones y cuidados con las que se toma cada decisión. También se pierde de vista que el dirigente es tan sólo un ser humano, que –en el mejor de los casos, es decir si es honesto y buena persona- hace lo que puede a su mejor y leal saber y entender. Y que a veces eso no es suficiente ni útil ni bueno para todos. Culpando a los dirigentes, nos vemos aligerados de peso y responsabilidad y nos evitamos reflexionar en sus limitaciones y posibilidades.

D) La solemnidad.

- Según la versión oficial, el tono con el que se hable de la Shoá será formal, acartonado, casi religioso, con las consabidas frases hechas llenas de voluntaristas e ingenuas buenas intenciones, con una solemnidad propia de lo sagrado, propio de la trascendencia, más allá de nuestra vida de todos los días. La solemnidad es una forma de mostrar que no sabemos cómo encarar el tema de la Shoá, no sabemos qué hacer con ello ni cómo conmover a la gente que ya no oye, como si lleváramos una brasa encendida en las manos y nos la vamos pasando sin saber qué hacer con ella. Los discursos se repiten a sí mismos, casi los mismos adjetivos, las mismas proclamas de no olvidar, los mismos acentos, cadencias y abstracciones. Un tono que no propende el pensar en el mundo de hoy, en nuestra conducta poco solidaria o irresponsable, un tono que se conforma con alertar con la no repetición y evita embarrarse en las incomodidades, en lo que fue de verdad la Shoá para sus participantes, en las torturas de quienes han sobrevivido y aún no son escuchados salvo parcialmente, y sólo cuando dicen lo que los demás quieren escuchar.

- Revisión necesaria. Debiéramos aprender a usar un tono que permita pensar, que nos ayude a comprender que la Shoá es un tema que nos es propio (y no me refiero exclusivamente a los judíos), que nos compromete como ciudadanos, como miembros de la humanidad. El tono en el que se propone el tema de la Shoá debiera permitir pensar, podría volverse menos acartonado y permitir el diálogo de las ideas, sin miedos ni eufemismos; si lo que hay que decir es “ciego” no decir “no vidente”, si lo que hay que decir es “pis” no decir “orina”. Soy de aquellos que creen que la reflexión sobre la Shoá no sólo es posible sino que es imprescindible pero que depende de la forma en que se la presente. El tono –y también el contenido como plantearé más adelante- implica un tipo de análisis, un tipo de propuesta y una intención de diálogo o de monólogo. Aristóteles definía como tragedia al género que se ocupa de los dioses y las cuestiones trascendentes y comedia al que se ocupa de los seres humanos y las cosas de la vida. Si el tono es de tragedia los personajes serán héroes –dioses o semidioses en la Grecia antigua-, poderosos, infalibles, preclaros, la historia relatada será universal, La Historia de La Humanidad, la lucha del bien contra el mal, su sentido será trascendente, importante, fundante, ejemplificador, habrá que cuidarse bien de qué se dice y cómo porque se está dando un modelo; en un tono de tragedia se obtura la reflexión, está todo dicho, no hay nada más que agregar, es definitivo. Si el tono fuera de comedia, los personajes serían más pequeños, humanos, débiles, falibles, confusos, actuarían según sus posibilidades limitadas, las historias serían particulares sin ninguna pretensión de aleccionar sobre nada sino reflejos de recortes de vidas, se hablaría de experiencias de personas concretas, no de la historia de la humanidad. El tono de comedia (insisto que uso la palabra en el sentido aristotélico, no en el sentido en que se usa hoy de “algo ligero para reír”) permite algo tan esencial para la transmisión como la identificación del público con los personajes del relato. Cualquier persona puede identificarse con otra persona. Nadie puede identificarse con un héroe, está muy lejos de nuestra experiencia.

La posibilidad de ponerse en el lugar del otro se sostiene en la identificación y es la única forma de escuchar, comprender y aprender.

E) El horror, sólo el horror.

- La versión oficial es que la Shoá debe ser mostrada en sus aspectos más crudos para que “nunca más” se repita (con la idea ingenua de que la mera repetición produce automáticamente la vacuna). Es habitual la descalificación cuando se presenta algún aspecto menos “horroroso” de la Shoá, descalificación que se vuelve muchas veces autodescalificación. Hay sobrevivientes que dicen “¿qué puedo decir yo si nunca estuve en un campo?” dejando su experiencia en la clandestinidad, en algún escondite, errando por distintos destinos todos peligrosos, sus pérdidas familiares y vitales, en suma, dejando todo lo sufrido en la categoría de lo no “tan” terrible, por ende, sin valor para ser transmitido.

- Revisión necesaria. No sólo mencionar o centrarse en el horror y atreverse a la cotidianeidad, perder el miedo a lo que parece ser ligero. Contar sólo el horror – alimentar el morbo – no sólo no ha resultado una vacuna eficiente para el tan anhelado “nunca más” sino que ha producido el efecto paradojal del rechazo, la gente no recibe de buen grado, salvo que disfrute de ello por razones patológicas, que se le arrojen cadáveres ni ser manchados con desesperanza, vómito, cenizas y barro. El horror está tan alejado de la experiencia cotidiana que, después de la fascinación primera, produce un distanciamiento a menudo definitivo. “No quiero escuchar más hablar de la Shoá” es lo que dice mucha gente.

Sin embargo, los mismos aspectos de la Shoá pueden ser encarados desde otros ángulos más potables para la capacidad y disposición de recepción de la gente común. Un ejemplo de ello es la historia de Anna Frank y su diario en cuyas páginas el horror aparece por ausencia, porque todos sabemos qué pasaba; si no se tratara de judíos, de Holanda, de la Shoá y de la muerte de su autora, habría sido un diario de una adolescente, como tantos, un texto sin ninguna trascendencia. Y es ahí donde la Shoá se encarna para cualquiera y ha merecido por ello tanta notoriedad.

Otros contenidos más cotidianos podrían permitir que algunos oídos se reabran y sea posible la reflexión acerca de su propio lugar en el mundo, la solidaridad, la educación, la responsabilidad y la democracia.

A modo de conclusión.

Podría preguntárseme ¿qué tiene que ver la democracia con todo esto?

Hitler ascendió al poder gracias al voto de la mayoría, en un sistema democrático y apoyado por muchos judíos. Nuestro sistema de vida está en juego. El sistema democrático, de entre todo lo que hay, es lo mejor pero está lejos de ser bueno si no nos resguarda de estas cosas. Es que no basta con votar. Votar a ciegas es suicida. Tampoco sugiero el voto calificado. No voy a decir nada nuevo: la educación es el pilar que nos sostiene. Y la Shoá, propuesta como un tema de reflexión y aprendizaje, toca todos los aspectos que debemos ejercitar como ciudadanos, como dueños de la “cosa pública” que eso es lo que significa república. Y es con la Shoá que se puede probar sin ninguna duda y de manera concreta, el valor y el sostén de la educación, del juicio crítico, de la reflexión, de la necesidad de tomas de posición, de la responsabilidad, de la pésima inversión social que es la indiferencia.

Pesimistas, optimistas y realistas (lecciones de la Shoá)

Los que estamos cerca de sobrevivientes de la Shoá hemos dejado de sorprendernos ante la aparición de reflexiones que atentan aparentemente contra nuestro sentido común. Los sobrevivientes son poseedores de un saber que a los que hemos vivido una vida normal siempre nos es ajeno. Es de lamentar la poca presencia de sus reflexiones en nuestra sociedad. He escuchado algunas veces el siguiente pensamiento: Los que se fueron de Europa antes del 39 eran los pesimistas. Los que nos quedamos, éramos los optimistas.

Como tantas cosas que enuncian los sobrevivientes cuando se sienten los suficientemente confiados como para abrir sus corazones, esta reflexión me conmovió profundamente.

El optimismo. La vida es una empresa que nunca podrá tener éxito, porque termina con la muerte. Si uno pensara así no tendría fuerzas para levantarse de la cama cada mañana, no podría enfrentar las mil y una adversidad, los desafíos, las dificultades que entraña el vivir cotidiano. Si uno pensara así, no podría disfrutar de las pequeñas y grandes cosas que el mero hecho de estar vivos proveen (el amor, la familia, el sentirse apreciado, el sol, el sonido de la lluvia, la música, el calor del abrigo, una labor creativa..., en fin, la vida, lo que tiene la lindo la vida). Para vivir, para levantarse de la cama, uno tiene que ser optimista. Levántese contento decía Carlos Ginés por la radio todas las mañanas, antes de que se pusiera de moda despertarnos con noticias a cual más demoledora en estos programas de la mañana. La actitud positiva, la mente abierta, la mirada confiada, generan expectativas de amor, de trato benévolo, de buena onda, proponen una conversación amable y permiten que las cosas fluyan más delicadamente y hasta que algunas sean posibles. Emprender cualquier empresa que sea -casarse, tener hijos, un negocio, una profesión, una novela, un viaje, una noche de amor- requiere, antes que nada, de la intención de que salga bien, de la íntima convicción de que va a salir bien, una especie de crédito que se da por anticipado. Pensar en hacer algo, es, primero, pensar en que va a salir bien. La actitud positiva es el combustible sine qua non de cualquier motor vital. La actitud positiva es necesaria, pero no suficiente, se requieren otras cosas. Pero, si una tal actitud no existe, el resto no importa. Incluso en temas de salud, física y mental, es la actitud positiva central en la superación de malestares, enfermedades y penurias. La sabiduría popular lo recoge en la frase Ala fe puede mover montañas@, esto es, la profunda convicción de que algo es posible, da tanta fuerza que contribuye en que la cosa suceda. A modo de profecía autocumplidora, la actitud positiva genera una energía favorable, promueve la solidaridad y la colaboración, el trabajo en equipo y da la fuerza necesaria para seguir adelante en situaciones que requieren paciencia, trabajo, rutina, constancia.

Y los sobrevivientes, con esa frase que tiran al pasar, dicen que, por el contrario, lo que fue bueno durante la Shoá fue ser pesimistas, que los optimistas alimentaron los hornos. Un optimista es crédulo. Un optimista confía en le género humano. Un optimista cree en el mandamiento que para algunos resume nuestra Torá, que dice que no le hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti y cree que nadie le hará a él lo que él no haría a otros. Un optimista enuncia los derechos del hombre. Un optimista cree en el amor. Un optimista cree que el bien triunfa sobre el mal. Un optimista cree en la racionalidad de los humanos. Un optimista cree en los ideales.

Y los sobrevivientes me muestran otra vez ese espejo deformante de la realidad que es la Shoá y me dicen que no fue así, que los optimistas fueron diezmados, arrasados, aniquilados. Que los locos (muchos creían que estaban locos) que decidieron huir, dejar sus lugares, sus casas, sus historias, sus trabajos, sus posesiones, sus profesiones e irse a lugares desconocidos donde se hablaban vaya a saber qué lenguas, con vaya a saber qué gentes, donde iban a tener que empezar de nuevo, los que, en definitiva, se salvaron, eran los pesimistas.

Los pesimistas. Un pesimista cree que lo peor puede pasar. Las leyes de Murphy son un ejemplo de pesimismo en clave de humor: Si algo malo puede pasar, va a pasar. La actitud pesimista es cataclísmica, es apocalíptica, ve peligros por todos lados, es paranoica, desconfiada. La actitud pesimista es suspicaz, sospecha de todo y de todos, duerme en constante alerta, está dispuesta a la huida. Una actitud pesimista hace que la botella se vea medio vacía, que para asegurar que los pantalones no se caerán se debe usar cinturón y tiradores, genera una persona previsora, precavida, cautelosa, recelosa. Una actitud pesimista impide la exhibición de la alegría por temor a ser envidiado, ni el disfrute del dinero por temor a ser robado. La actitud pesimista produce conductas que confirman las sospechas porque los pesimistas son vistos con poca simpatía, generan climas desagradables, densos, pesados, sonríen poco, son tortuosos y torturados. Un paciente con actitud pesimista es un mal paciente para cualquier médico, trabaja en contra en sus pos-operatorios, tiene recuperaciones complicadas, no se entrega puesto que no confía, siempre tiene miedo.

Un pesimista sale con paraguas y piloto y galochas y con media hora antes por si hay embotellamiento de tránsito en caso de que llueva. Siempre espera lo peor. Y cuando lo peor sucede, era el único que estaba preparado.

Y la Shoá fue de lo peor.

Los realistas. Hay quien considera que una de las características de quienes salieron vivos de la Shoá, es su sentido de realidad. Vieron, comprendieron, midieron y pesaron adecuadamente lo que veían y actuaron en consecuencia. Eso es lo que creen. Es lo que necesitan creer para que no se les abra el piso bajo los pies. Hay entonces un método, es sólo cuestión de encontrarlo. ¿Cómo quedan parados los otros, los que no lo vieron ni comprendieron ni midieron ni pesaron adecuadamente las cosas, las siete millones de víctimas incluyendo al millón que sobrevivió? Debemos aclarar que no todos los que se quedaron lo hicieron por elección. Muchos no disponían de los medios para irse a pesar de desearlo. Pero la gran mayoría no puso en consideración esta eventualidad, convencidos de que, como tantas otras veces en la historia del pueblo judío, la tormenta pasaría, no había que irritar a los antisemitas, quedarse quietos, y se calmarían una vez saciada su sed de sangre. Como tantas otras veces. ¿Huir? ¿Dónde? ¿Cómo? No es para tanto. Fueron optimistas. Decidieron quedarse y hoy, comparados con los que se fueron, los que hicieron lo correcto, los visionarios, los hiper-realistas, son vistos por mucha gente, por los mismos judíos, por sus propios parientes, como negadores, autistas, incapaces, tontos, encerrados en guetos físicos o mentales, aislados del mundo.

Lo que sabemos hoy entonces no se sabía. Es muy difícil pensar como si no se supiera. Visto desde hoy, año 2000, mirando para atrás, sabiendo lo que hoy sabemos, pensamos en las seis millones de víctimas judías de los nazis y no sabemos qué contestarnos ante las preguntas de ¿por qué se quedaron? ¿por qué no lucharon? ¿por qué se dejaron llevar a la muerte? La ausencia de respuestas, al menos la ausencia de respuestas honorables, puede avergonzarnos y confundirnos. Las respuestas posibles pasan por hipótesis de cobardía (los judíos están entrenados en la humillación y la aceptan, son sometidos), de incapacidad (los judíos son comerciantes o intelectuales, no saben defenderse), de egoísmo (cada uno pensó en sí mismo y en su familia, no se organizaron). Son respuestas dolorosas e incorrectas que revelan, como suele decir Raquel Hodara, todo lo que no se sabe acerca de la Shoá y que expresan un juicio severísimo sobre las víctimas.

El plan de exterminio. Los nazis no tenían un plan de exterminio hasta enero del 42 en la conferencia de Wansee donde se decidió la Asolución final@. Recién a partir de entonces se emprendió la industria de la muerte que culminó con el monumento a la misma, Auschwitz. Los estudiosos más serios de la Shoá coinciden en que la decisión de eliminar a los judíos se fue gestando a medida que la situación lo fue requiriendo, pero que no fue la idea original. La situación se complicó enormemente cuando rompieron el pacto con la Unión Soviética y ocuparon los territorios del este en 1941. La intención original de traslado de los judíos se volvió inmanejable. Eran tantos que comenzaron a matarlos. Al principio, fue de manera artesanal para lo cual enviaron a los Einzatsgruppen. Asesinaron de este modo a un millón y medio de judíos en las poblaciones de la Polonia oriental. Pero los miembros de estos kommandos, sufrían profundas perturbaciones psíquicas que los atormentaban luego de las matanzas a mano. Cundió la alarma en los altos mandos. Matar a los judíos era la única salida que veían, pero hacerlo a costa de enfermar a sus tropas era un costo demasiado elevado. Ello determinó, junto con la insuficiente disposición de insumos necesarios (armas, balas, etc) para matar a tanta gente la imposibilidad de la matanza artesanal que llevó a la conferencia de Wansee en enero del 42 .

Es importante conocer estos datos que revelan que los propios nazis fueron llegando a la decisión de la muerte masiva, paso a paso, ellos mismos no lo sabían el primero de septiembre de 1939 cuando invadieron Polonia. Tampoco era una decisión oficial cuando la Kristallnacht el año anterior. Tampoco lo sospechaban en la conferencia de Évian en el mismo 1938 los representantes de los distintos gobiernos que no aceptaron recibir a los judíos en sus territorios ante el requerimiento de los nazis (sólo la República Dominicana abrió sus puertas). El asesinato masivo e industrial fue conocido, sin lugar a dudas, por los servicios de inteligencia de Inglaterra, recién a fines de 1942. ¿Cómo podían imaginarlo los judíos tres años antes? ¿Quién podía imaginar que algo así podía suceder? Si hoy mismo cuando vemos los documentos, cuando nos adentramos en la mecánica burocrática necesaria para implementar este asesinato masivo, nos cuesta creer lo que vemos, ¿cómo podemos pedir que lo previeran entonces, cuando nunca antes en la historia de la humanidad había sucedido? ¿por qué los judíos iban a temer que sucediera una cosa diferente a la que siempre les había pasado?

Acá también. Recuerdo cuando me dijeron en 1976 que había campos de concentración en la Argentina. La primera vez, no lo creí. Pensé no puede ser, acá no pasan esas cosas. Confieso que lo pensé y lo digo con dolor y con pudor. En 1976 yo conocía lo que había pasado en la Shoá, yo ya sabía que era posible decidir el asesinato como política de Estado y, sin embargo, no lo creí. No vivo en un gueto ni encerrada en ningún círculo, leo los diarios, miro noticieros por televisión, estoy al tanto de lo que pasa acá y en el mundo y no lo creí.

La confrontación ética. No lo podía creer. No lo quería creer. ¿Campos de concentración? ¿Asesinatos? ¿Acá? ¿Ordenados por el gobierno? ¿Llevados adelante por el ejército, la armada, la policía? ¿Todos ellos asesinos? ¿Todos? ¿Y la Iglesia no dice nada? ¡No! No lo podía creer. Atenta contra las nociones esenciales que sostienen nuestra vida. Para creer que una cosa así sea posible, debemos primero desvestirnos de las hipótesis básicas sobre las que estamos parados. Esa desnudez ética nos arroja a un mundo incierto, pantanoso, nos cambia las reglas del juego, ya no sabemos en quién confiar y en quién no, qué está bien y qué está mal, cuándo callar y cuándo hablar, qué esperar, cómo luchar, para qué vivir. Creer que está bien matar a quien es diferente o piensa diferente o como sea, creer que está bien que lo decida un gobierno, lo legalice y que uno será un buen ciudadano si se somete y colabora con ello, establece nuevas reglas en el contrato social, reglas que contradicen la ley más primitiva del no matarás, la ley que permite la convivencia social. Acepto ser acusada de ingenua. Mi tonto consuelo es que no estuve sola, que muchos me acompañaron en esta triste ingenuidad, muchos de los cayeron al río embriagados en pentonaval. No soy la única optimista. Creo que somos muchos. Para bien o para mal.

Los nazis no avisaron. Los judíos de Europa de antes de 1939, la mayoría de ellos, si bien sentían y veían la situación como peligrosa, no supusieron, -no tenían cómo-, lo que iría a pasar poco tiempo después. No pudieron protegerse. Los nazis no avisaron de antemano, no publicaron comunicados informado de su decisión de exterminio. Por el contrario, lo ocultaron enunciándolo eufemísticamente (reubicación, campos de trabajo), engañaron, contaron con que la gente no imaginaría sus planes, que confiarían en sus palabras. Se aseguraban de esta manera una menor resistencia y una mayor aceptación del común de la gente, los alemanes, polacos, ucranianos, etc, necesarios para llevar adelante sus planes. La colaboración habría sido más difícil por cierto si hubiesen enunciado sus verdaderos propósitos. No prometían por cierto ningún paraíso a los judíos, de modo que lo que decían parecía posible. Nadie dudaba acerca de su odio, del antijudaísmo profundo que profesaban. A lo largo de siglos los judíos habían aprendido a evitarlos, a seguir sus vidas a pesar de ello. ¿Por qué no creerles cuando los arreaban como ganado con la promesa de llevarlos a algún lugar? ¿Cómo creerles a quienes decían que eran asesinos, que lo que hacían era llevar a la gente a lugares sólo para matarlos? ¿Quién podría creer una cosa tan absurda? Mensajeros del diablo, gente que busca notoriedad, exagerados, eso pensaban de los agoreros, de los pesimistas. Una vez conocidos los hechos, hoy día por ejemplo, es difícil ponernos en el lugar de los que vivían antes que todo sucediera y antes de que todo se supiera. Querríamos volver el tiempo atrás y decirles ¡huyan! ¡no importa dónde! ¡dejen todo atrás, no importa, tomen a sus hijos y a sus padres y escapen lo más pronto que puedan!. Pero eso sólo sucede en las novelas de ciencia ficción. El reloj no vuelve. Las preguntas que buscan ser respondidas. En lugar de avergonzarnos por la supuesta inocencia, estupidez, ceguera o como quiera que se opine sobre la conducta de los judíos optimistas que se quedaron en Europa, miremos más cerca y veamos qué podemos aprender de todo esto, si es que hubiera algo que se pudiera aprender.

¿Tropezaremos otra vez con la misma piedra? ¿Cómo evitarlo?

Y acá es donde volvemos a nuestro punto de partida: ¿cómo saber de antemano cuando la realidad justifica el peor de los pesimismos? ¿cómo precaverse, prevenirse? ¿cuál pronóstico es el válido? ¿cómo saber el grado y extensión del peligro? ¿cómo anticiparse cuando el cielo se nubla imaginando que no será sólo una tormenta sino un tornado, un terremoto, un maremoto, el fin del mundo? ¿qué servicio meteorológico es lo suficientemente confiable como para que nos avise con tiempo y nos permita ser realistas? Si lo que sostiene nuestra vida, lo que nos permite soportar tanta cosa y superar tantas otras, es nuestra fe. No me refiero a la fe religiosa, aunque para quien la tenga es igualmente útil y necesaria, sino a la fe en la bondad humana, la síntesis del optimismo, lo que nos permite, como dije al principio, tener deseos de levantarnos de la cama todos los días. ¿Cómo vivir en un contexto optimista cuando sabemos lo que el hombre es capaz? ¿Qué señales tomar para huir a tiempo y salvar a nuestros hijos y a nuestros nietos? ¿Es la huida el único camino? Y si alguna vez descubrimos la manera de ser realistas y ver de antemano lo que se avecina, ¿dónde huir en este mundo globalizado? ¿hacia dónde correr?

Seis millones de veces Uno. El Holocausto - Toker Weinstein

Comentarios bibliográficos. Seis Millones de Veces Uno. El Holocausto. , de Eliahu Toker y Ana Weinstein. Las celebraciones. Todo libro que se publica es una celebración. Todo libro que se publica acerca de la shoá, es una doble celebración, porque revela que, al menos para su autor y editor, el tema tiene vigencia. Pero este libro, agrega a ambas celebraciones, dos más: una, la forma y el contenido en que se ha presentado este texto pensado para la enseñanza y la otra, que haya sido un proyecto nacional.

Mi querido Eliahu. Además de la admiración que siento por él como poeta, me liga a Eliahu Toker, uno de los dos autores, un cariño profundo. Uno toma el texto de alguien querido también como algo querido. Así me acerqué a este libro, como quien va a conversar con alguien con quien sabe que puede conversar. He conocido a Eliahu en el contexto de la Shoah Foundation creada por Steven Spielberg en la que ambos participamos, o sea que nuestras primeras conversaciones fueron acerca de la shoá. Lo dicho: me acerqué a este libro con la mejor de las disposiciones. Los azares de la vida han determinado que aún no conozca personalmente a Anita Weinstein a quien felicito por la co-autoría de este libro tan valioso.

Mi inevitable subjetividad. No seré objetiva en mi comentario. No puedo serlo, no quiero serlo, no debo serlo. Este libro me toca directa y personalmente y es en la confluencia de este impacto genuino con mis propias reflexiones y experiencias que nacen estas palabras. Además de amiga de Eliahu, soy hija de sobrevivientes de la shoá y mi vida pivotea en gran medida y sin remedio alrededor de esta circunstancia. Desde que la shoá forma parte conciente de mi vida y de mi actividad como tema de investigación, lectura, escritura, conferencias, grupos, he sentido un cierto malestar por la forma en que se han tratado estas cuestiones. La shoá es para muchos algo que pasó hace más de cincuenta años, que les pasó a los judíos, perpetrado por los nazis con una malignidad atribuida a la maldad misma que les era innata, como si no se hubiera tratado de seres humanos, en su gran mayoría, comunes y corrientes. La shoá se conmemora habitualmente con actos que se repiten a sí mismos año tras año, los mismos discursos, las mismas velas, los mismos lamentos, las mismas inútiles advocaciones declarativas de nunca más, las mismas caras, la misma desinformación, la misma ausencia de las lecciones que se podrían aprender. De la shoá se habla como de un fenómeno repentino, sucedido vaya uno a saber cómo, y que así como empezó, terminó; dejémoslo allá, en Europa, parecemos decir, para qué revolver entre los escombros, mejor mirar hacia adelante. La poderosa lección para la humanidad que representa el estudio de la shoá queda en las sombras ante este tipo de enfoques. En estas tentaciones habituales de hacer como que se dice porque hay que recordar pero hablar sin decir nada que conmueva de verdad no ha caído Seis millones de veces uno.

El título. Ya el título marca una diferencia con el tratamiento que se ha hecho del tema hasta ahora porque nos invita de entrada al encuentro de lo humano involucrado en cada una de las víctimas, porque la shoá debería contarse varios millones de veces, una vez por cada persona que la ha padecido.

La diagramación. Tanto el formato, los colores elegidos (blanco, negro y rojo), la inclusión de fotografías, de títulos resaltados, de recuadros, de citas, resultan atractivas, activas, invitan a la interacción, a la movilidad. Es una diagramación hecha en códigos de hoy, con una estética que se reconoce y propone un acercamiento posible, con algo del hipertexto y un uso de lo icónico que los jóvenes pueden ver como propio.

El estilo. El estilo es didáctico y dialogal, son lecciones conversadas. Hay preguntas, hay respuestas, hay reflexiones, hay comentarios, hay testimonios, hay una evidente preocupación por el lector, por un lector de amplio espectro a quien se toma de la mano y se lo va guiando por este laberinto del horror. Se han elegido textos cortos, contundentes, que hacen innecesarias demasiadas bajadas de línea habitualmente entorpecedoras de la elaboración interna que debe surgir del trabajo personal del lector. Uno ve el trabajo en cada palabra, en cada oración, en cada párrafo, en cada mapa y en cada fotografía, el delicado equilibrio requerido para hacer el material y el contenido interesante, comprensible y conmovedor para cualquiera.

El contenido. No es fácil contar la shoá, contarla toda y no traicionarse al pretender hacer el lenguaje accesible. Los autores lo han logrado. Han encarado toda la complejidad de manera simple. Plantean, con justicia, que, si bien el genocidio estaba destinado al pueblo judío, la shoá es un problema de la humanidad toda. Incluyen todos los ingredientes necesarios para hacer de esta experiencia de la humanidad una escuela para el futuro (el racismo, la discriminación, la manipulación de las masas, la propaganda política, el falseamiento del lenguaje, los totalitarismos). Plantean las distintas formas de resistencia que los judíos encararon, sus dificultades, sus posibilidades y echan por la borda la vergonzosa acusación de cobardía, pasividad y sometimiento que tanto han sufrido los sobrevivientes. Recurre a estos últimos, especialmente a los que han venido a la Argentina, y se apoya en sus testimonios con fotografías en que se los ve jóvenes, así como eran durante la shoá. No olvidan a los salvadores no judíos que arriesgaron sus vidas y las de sus familias, a los espectadores que no quisieron o no pudieron o no supieron hacer nada y, termina con el poderoso capítulo dedicado al reverdecimiento del monstruo que, citando el efectivo corto del Centro Simon Wiesenthal, está mutando. No se queda en el planteo reduccionista y simplificador de que la shoá es algo que pasó allá y entonces y tiene la valentía de incluir el aquí y el ahora; en este espíritu se menciona a lo largo del texto varias veces la forma en que el antisemitismo se ha expresado en nuestro país y se incluyen testimonios y referencias que llegan hasta los atentados aún no esclarecidos de la embajada de Israel y la sede de la AMIA. El afán pedagógico de este libro se evidencia en la sección Apara pensar@ que hay al final de cada capítulo que propone preguntas que comprometen al lector de hoy y dan claves a los docentes del trabajo posible. Van algunos ejemplos de estas preguntas: )qué valores y convicciones se deben sustentar para delatar a vecinos o a perseguidos? )Cuál es el sentido de despojar a una persona de su nombre y adjudicarle un número? )La libertad de expresión debe ser ilimitada, incluyendo la libertad para defender o promover discriminaciones, persecuciones, torturas, asesinatos y masacres?

La shoá ya no es sólo un tema judío. El otro aspecto que señalé como digno de celebración es que la publicación de este libro sea un emprendimiento del Estado Nacional, que haya respondido a un decreto que instituye la enseñanza de la shoá en las escuelas públicas y que se lo distribuya en todo el territorio de nuestro país. El Estado Nacional asume como propio el tema, igual que el Washington Holocaust Memorial Museum que es parte del Estado Nacional Norteamericano y sus empleados son empleados estatales y su financiación proviene del presupuesto nacional. La shoá puede ser un poderoso instrumento de aprendizaje de conciencia cívica y comunitaria, de revisión y consolidación de valores tan descuidados en este momento como la responsabilidad, el respeto a la democracia y a la honestidad, la no aceptación de conductas autoritarias, la mirada atenta ante intentos de manipulación de la conducta, la defensa de los perseguidos, el reconocimiento del otro como un semejante, un humano, se trate de quién se trate. Celebro al Estado Nacional por haber encarado esta tarea. El Ministerio del Interior de esta administración saliente fracasó en el esclarecimiento de los atentados (¿no quiso-no supo-no pudo?: como sea, fracasó). Queda para la historia el dolor de que haya sido un judío quien haya estado al frente de un tal desaguisado de incapacidades o complicidades. La publicación de este libro (que no está a la venta sino que es distribuido gratuitamente a escuelas y según solicitud) no compensa ni enmienda nada de los dislates cometidos, pero los gobiernos cambian y el libro -junto al decreto y la voluntad de enseñar estos contenidos en las escuelas- permanecerá. Es lo que celebro.

Ana se pregunta por qué - Ana Baron

Ana Barón salió viva de la shoá. No está sola, hay otros que sobrevivieron. Escribió un testimonio que llamó “Todavía me pregunto ¿por qué?”. Tampoco es la única en hacerse esa pregunta. Como tantos “aparecidos de la shoá” querría saber por qué le pasó lo que le pasó, por qué salió viva de ese horror y toda esa muerte no la abandona, por qué su hermana y otros seres queridos no pudieron vivir, por qué la memoria no la deja en paz, por qué no pudo hablar durante tanto tiempo, por qué no entiende tantas cosas, por qué hay gente que no quiere escuchar, por qué hay gente que descalifica su dolor y sufrimiento, por qué la maldad, por qué la injusticia, por qué el olvido, por qué la arbitrariedad.

Ana Barón no es la única que se pregunta por qué. Ana Barón tampoco es la única que tuvo la fortaleza y la osadía de ponerlo por escrito. La acompañan en esta empresa, tan sólo en Buenos Aires, Genia Unger, Charles Papiernik, Jack Fucks, José Schicht, Iehuda Laufban......... y otros que, espero me disculpen por no nombrarlos pero mi memoria es también frágil a veces.

Todos ellos, igual que nosotros, los que nos acercamos a conocer sus experiencias, se preguntan, nos preguntamos: por qué. Estamos educados en la creencia de que el bien triunfa sobre el mal, de que la justicia reinará algún día, de que la civilización ordena y organiza la convivencia de los frágiles seres humanos. Y nos lo hemos creído.

Pensamientos voluntaristas, engañosos, frustrantes, que la experiencia insiste en desbaratar. No siempre triunfan el bien, la justicia y la convivencia. No siempre. Menos aún cuando el sistema político salvador nos promete que esta vez sí, esta vez se terminaron todos los problemas, esta vez tenemos la solución. A la humanidad nunca le fue bien con tales promesas. Los libros de historia están teñidos de sangre de las víctimas del “bien universal” y los poseedores de “la verdad”. No nos olvidemos que los nazis -ni los únicos, ni los últimos- prometían lo mismo.

He aprendido algunas cosas de la shoá. Unas poquitas, pero pueden ser útiles. Raquel Hodara suele decir que si algo ha enseñado la shoá es que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro ser humano. Es una enseñanza dura y al mismo tiempo poderosa que todavía espera ser enseñada en las escuelas.

También he aprendido que no nacemos ni buenos ni malos, que tenemos ambas potencialidades, que ciertas condiciones de vida pueden hacer crecer una o la otra. Así no más. Las religiones han intentado dominar la parte “mala” con la amenaza del castigo divino. Las leyes han intentado ponerle frenos con la amenzaa del castigo terreno. Ambas cosas, fuerza es reconocerlo, han tenido un éxito relativo en la sociedad. Las guerras, las ignominias, las injusticias, el hambre y la pobreza injustificados, la desesperanza, el desempleo creciente son prueba suficiente, a nivel planetario, de la estupidez y la irracionalidad de lo humano. Porque lo que dicen las religiones es bueno, así como lo que pregonan las leyes, pero siempre ha dependido de quién manipulaba tanto a la religión como a las leyes. Apoyados en la religión cristiana, por ejemplo, cuya doctrina tiene una raíz humanista de preservación de la vida, se ha cometido, entre otras cosas, el genocidio indígena en América. Se ha enarbolado la cruz y la espada para civilizar -léase: domesticar y esclavizar- a los infieles. Los poderes políticos conocen el poder de las creencias religiosas y los líderes hábiles han sabido siempre manipularlos para dominar a la masa que espera ser salvada.

Los sobrevivientes son testigos privilegiados de lo “mejor” de la irracionalidad humana. Finalmente han decidido romper su silencio de decenios y contar lo que vivieron. Cada testimonio es una pieza más de este muestrario de abyección.

Ana Barón produjo un testimonio escrito fresco, espontáneo, por momentos ingenuo pero siempre revelador. Tenía doce años cuando su mundo se desplomó y habla desde esa edad, con esa mirada que ha conservado casi intacta. Con palabras simples, sin pretensiones ni ínfulas, nos abre las puertas de su mundo de adolescente, de sus vergüenzas e ilusiones. La desnudez, los piojos, el hambre, la piel, la desprotección, la desolación son temas que encara sin pudor, como si nos abriera una hendija oculta para que podamos espiar.

Nos habla de la Transnistria, (¿conocía usted este campo?) un campo de concentración en Rumania (hoy Ucrania) y de Pichora, un campo de muerte de donde fue rescatada. Sí, fue rescatada por dos ucranianos pagados por el Joint a quienes contrató su madre que había quedado fuera del campo. Cuenta las experiencias en escondites, en los dos campos, la degradación corporal cotidiana y, al mismo tiempo, la milagrosa solidaridad, no sólo entre los prisioneros sino la que venía de algunos ucranianos.

Sí. Auschwitz no fue todo. Además de Auschwitz hubo otros campos.

Sí. Muchos ucranianos fueron asesinos y colaboradores, pero no todos. Hubo también ucranianos que ayudaron, que salvaron, que se arriesgaron.

El ser humano no resiste explicaciones simplistas, no se reduce a malo o bueno, blanco o negro. El ser humano emerge del relato de Ana Barón, en su complejidad no siempre comprensible, siempre milagrosa y sorprendente.

Permítaseme agregar un “por qué” a los ya planteados más arriba: ¿Por qué, o, mejor dicho, cómo han podido los aparecidos de la shoá seguir viviendo, sobreponerse, volver a caminar? ¿Cuál es la fuerza que los ha alentado a sostenerse? ¿De qué materia misteriosa estamos hechos los seres humanos que somos capaces de tanto (en los dos sentidos, claro, en los dos sentidos)?

En su última página dice “Debo agradecer esta segunda oportunidad que me dio la vida de poder sonreír sin forzarme de tener inquietudes, de continuar hambrienta por aprender todo lo que no sé y por abrir mis manos y mi corazón....”

Ojalá podamos nosotros abrir las manos y el corazón a vos Anita, a vos Genia, a vos Jack, a vos Charles, a vos Iehuda, a vos José..., a todos los que nos quieran contar.

Ojalá podamos.

LOS NIÑOS Y LA SHOÁ. UNA EXPERIENCIA EDUCATIVA.

Entré en esa pequeña aula sin saber qué iba a hacer. “¿Te animás con los chicos de entre 9 y 11?” me había preguntado unos instantes antes el director de la escuela hebrea de Bogotá, “los chicos más grandes quedaron tan entusiasmados con tu conferencia que los más chicos también querrían...”. ¿Cómo negarme? ¿Si había ido a Colombia para eso, para hablar acerca de la shoá? Era viernes, el último día de ese periplo que me había llevado casi una semana, pasando por Medellín, Cali y Barranquilla, dando conferencias a chicos en la mañana y a sus padres por la noche, a estudiantes universitarios en un encuentro organizado por estudiantes judeo colombianos en la Pontificia Universidad Javeriana (muchos de cuyos asistentes eran estudiantes de derecho canónico). La noche anterior había sido recibida por la comunidad judía de Bogotá en pleno y a sala llena había hablado y hablado a lo largo de dos horas entusiasmada por el entusiasmo que recibía. Era viernes, casi mediodía. Venía de un encuentro con los más grandes de la escuela, los que van de los 12 a los 16 años. Otra vez en esa gira, me había sorprendido el interés que mostraban los chicos, cómo, planteado de cierto modo, sentían el tema propio y actual. Igual que en nuestro país, en las diversas escuelas de Colombia se me había dicho que la shoá no atraía la atención ni el interés de los alumnos. “Están en otra, internet, la cosa instantánea... no les interesa...no les importa...parecen aburridos de escuchar siempre lo mismo y ya no quieren saber más nada... esta juventud es diferente a la nuestra, no hay ideales, son descreídos y desconfiados...” eran las explicaciones que se daban los docentes, desalentados por la falta de receptividad de los chicos al tema. No había sido ésa mi experiencia. Claro, yo tenía la libertad de no tener que atenerme a ningún programa ni método ni responder a nadie, de modo que inventé accesos que creía que podían conmover a los adolescentes y hacerlos participar. Y lo logré. Más de lo que suponía. Sin embargo, lo que sucedió ese viernes en el mediodía con los más chiquitos, superó cualquier expectativa imaginada.

Yo aún no lo sabía cuando debía responder al director de la escuela, si me animaba. “Animarme, me animo” le contesté, “si me vine hasta aquí e hice lo que hice, más bien que me animo... sólo que no sé qué decirles, no hicimos ningún trabajo previo como se hizo con los grandes... no sé qué saben, no sé cuánto pueden conceptualizar...”. “Probá unos cuarenta y cinco minutos....” “¿Cómo lleno cuarenta y cinco minutos? No! A lo sumo veinte, o una media hora... nada más.” “Bueno, los mando llamar” y ahí me quedé en la cafetería, rumiando y devanándome el cerebro tratando de armar algo, un esquema, alguna idea rectora mientras me reprendía a mí misma y me acordaba de cuando mi mamá acostumbrada retarme con sus “¿para qué te metés en estas cosas?”. En definitiva, no tenía la menor idea de cómo empezar, de cómo seguir ni de qué hacer. Mis conferencias con los más grandes había sido precedidas, a pedido mío, por un trabajo que yo había indicado y nuestros encuentros se sostenían en ello. Pero, ¿qué sabe un chico de 9 ó 10? ¿Hasta dónde se puede avanzar a esa edad? ¿Puedo arremeter con el tema de la responsabilidad individual, del juicio crítico, los dilemas a que nos enfrenta la shoá, la sordera ante las lecciones que nos enseña acerca de la naturaleza social y humana, en fin, todas las cosas que había encarado con los más grandes?

Y de pronto ya estaba en una pequeña aula donde empezaban a entrar los chiquitos. Se trataba de tres grados diferentes, unos 30 ó 35 chicos y sus seis maestros y maestras (dos por grupo). Miraba con terror a esas caritas que me observaban con curiosidad. Se fueron sentado en sillas chicas, como de aula de jardín y yo estaba de pie, apoyada en un escritorio que a duras penas sostenía mis ganas de salir corriendo, la angustia que sentía y el vacío que se me estaba haciendo a mis pies. El director también estaba presente y dijo a los chicos que yo había venido de la Argentina y que podíamos conversar acerca de algunas cosas que yo sabía y que podían ser importantes para ellos. Un rato antes, en la cafetería, me había contado que él era, como yo, hijo de sobrevivientes y que se había sentido muy tocado por algunas cosas que me había escuchado decir. “Vaya uno a saber si este tema será importante para los chicos... ojalá lo sea” pensé y tomé aire. Después de un silencio eterno y expectante, lo único que se me ocurrió decir fue “¿sabe alguno de ustedes qué es el holocausto?” (los colombianos no usan todavía la palabra shoá en forma habitual). Se levantaron algunas manos. “Es lo que Hitler les hizo a los judíos que los mató en Europa” respondió el chico que señalé primero. “Había otros, no era Hitler solo, yo lo vi en una película en la televisión” dijo otro que había levantado la mano. La palabra “televisión” fue mágica porque se levantaron otras manos y me fueron diciendo las cosas que sabían acerca de la shoá, todas, según decían, vistas en la televisión: los trenes, los campos, La Lista de Schindler “que no la entendí mucho pero era muy triste” y una nena dice “Y yo vi un señor que decía que Hitler no se había muerto, que eso es mentira... ¿usted qué piensa?”. “Mirá, le respondí, la verdad es que a mí no me importa si está vivo o no, aunque a estas alturas si estuviera vivo sería un milagro porque sería muy viejo, lo que me importa y me da miedo es que hay gente que piensa lo mismo que él y que está viva y por muchos lados”. Esto pareció intrigarlos y rápidamente su interés pareció centrarse en el tema del odio racial y hacia allí encaraban sus preguntas. “¿Por qué nos odian?”, “¿Por qué nos quisieron matar?”, “Qué les hicimos?” y así sucesivamente. Yo trataba de responder pero me daba cuenta de que no conseguía decirles lo que querían saber, que no encontraba el modo ni las palabras. Me sentía desalentada. No quería hablarles como a nenes chiquitos, es decir, como si no entendieran o como si fueran medio tontitos. No encontraba la forma de desarrollar conceptos, de hablarles respetuosamente pero en un código al que pudieran acceder. Por otra parte, no quería que la cosa fuera de preguntas y respuestas, un intercambio intelectual, quería que participaran, que se conmovieran, que les importara. Les propuse entonces un juego. Les propuse que hiciéramos una discusión en la que yo sería un niño nazi de diez años y ellos serían el niño judío que trata de convencer al nazi de no odiarlos, de no querer matarlos. No fue necesario esperar a que me dijeran que sí. Casi todas las manos estaban levantadas. Todos querían hablarle al niño nazi. Empezó un ping-pong encarnizado que, lamentablemente no fue grabado, de modo que deberé confiar en mi frágil memoria y traicionar inevitablemente lo que pasó con el pobre relato que sigue.

“¿Odias a los judíos?”, “Sí” le contesté.

“¿Por qué?”, “No sé... todos los odian... dicen que son malos” dije como si dijera una obviedad.

“Yo no soy malo” me dicen por ahí, “yo tampoco” dice otro.... “Es lo que dicen todos” digo yo, “son unos santitos... pero ni bien pueden roban, mienten...”.

“Eso es mentira!” protesta alguien, “en mi casa no somos así, mi mamá es buena, mi papá es bueno, mis abuelos....”, “Claro” contesto “entre ustedes son buenos, se ayudan, tienen secretos, pero ni bien se encuentran con nosotros nos roban, nos matan”.

“¿Quién mata?” preguntan, “Ustedes” respondo.

“Nosotros nunca matamos a nadie, en mi casa dicen que no hay que matar y que hasta para matar a un animal si se necesita para comer, hay que hacerlo sin que le duela”, “Sí, con los animales son buenos, pero con los cristianos....” lo desafío y miro con el rabillo del ojo a los maestros y profesores que en las escuelas hebreas de Colombia no son judíos.

“¿A qué cristiano matamos?”, “Para Pascua siempre buscan un niñito cristiano para matarlo, sacarle la sangre y hacer con eso ese pan raro que comen” le digo con resentimiento.

“¡Eso es mentira!” gritan varios a coro, las caras rojas, enojados, “¡Es mentira!”

“Mataron a Cristo! Mataron a Dios”, dije con perversidad y ya no miré a los maestros. “¿De dónde lo sacaste? ¿Quién te lo dijo?”, “Lo dicen todos, lo dicen mis maestros, lo dicen mis padres, mis hermanos, mis primos, los chicos de la cuadra y el que más lo dice es el cura, el monaguillo, lo dicen todos los domingos en misa...”. Difícil describir el revuelo, la indignación. Respondían ya sin esperar a que los señalara dándoles la palabra, argumentaban, se atropellaban. “En mi casa me enseñan que hay que ser bueno”, “Todos me dicen que no hay que pelearse”, “Nadie de mi familia nunca pero nunca mató a nadie”, “El pan ése de que hablás no se hace con sangre, eso no es verdad”, “La Biblia dice que no hay que matar”, “Tampoco mentir ni robar”, “A nadie, ni a los judíos ni a los cristianos” y así siguieron uno tras otro y yo los miraba encogiéndome de hombros diciendo, provocativamente “claro, qué me van a decir...” o “los judíos saben discutir” o “los judíos son inferiores porque no creen en Dios”, “En mi casa creemos en Dios” decía alguien pero yo proseguía atacando. Al cabo de un rato bastante largo -había perdido noción del paso del tiempo- decidí que el niño nazi (cuyo papel ya me quería sacar de encima) debía perder la discusión, que se lo merecían, pero que alguien debía darme un argumento lo suficientemente poderoso como para que eso sucediera. Y un chico dijo: “pero todas las personas somos iguales” y entonces bajé los brazos. “Acá terminó el juego, dije, me ganaron porque no sé qué decir a eso, tiene razón...”.

Tomé un poco de agua. Esperé a que se calmaran y entonces les pregunté cómo se imaginaban ellos que el niño nazi había llegado a creer todas esas falsedades respecto de los judíos. No supieron qué contestarme, pero era evidente que lo querían saber. Les hablé entonces de las cosas que a uno le dicen una vez y otra vez, una persona y otra persona, gente con autoridad, los maestros, los padres, los amigos, los chistes, los curas, los refranes, la televisión, y que se escuchan tanto que al final ya no se piensan si son verdad o mentira, que a uno se le van metiendo en la cabeza sin que uno se dé siquiera cuenta y que de pronto se encuentra pensando algo y creyéndolo sin saber bien de dónde lo sacó y sin importarle demasiado si es verdad o no. No se los dije en una oración como aquí, pero les dije todo eso y me tomé bien el trabajo de ver, por sus expresiones si me comprendían. Debido a que no estaba del todo segura, les dije: “Hablé tanto que no sé si fui clara, tal vez los aburrí o cansé, díganme ¿qué pueden aprender de todo esto?” y se hizo un silencio, un silencio denso, sumamente reflexivo, casi se los escuchaba pensar.

Desde la primera fila, una chiquita de no más de 9 años, menuda y tierna, murmuró por lo bajo: “que no hay que creerse todo lo que a uno le dicen”.

No podía dar crédito a mis oídos. “Por favor, repetilo en voz más alta”. Lo hizo: “QUE NO HAY QUE CREERSE TODO LO QUE A UNO LE DICEN”.

“Bien! Ahora decíselo al resto de los chicos, pero más fuerte que todavía no se escucha bien”. Se puso de pie y lo hizo. Después les pedí a todos que me ayudaran, que lo dijéramos juntos y bien fuerte así lo podían escuchar en toda la escuela y fue un coro inolvidable. Éramos unos treinta o treinta y cinco chicos y yo (no sé si los maestros nos acompañaban) gritando a voz en cuello

N OH A Y

Q U E

C R E E R S E

T O D O

L O

Q U E

A

U N O

L E

D I C E N

que aún resuena en mis oídos.

Octubre de 1999. Bogotá. Colombia. Viernes al mediodía. Habían pasado casi dos horas. Esos chiquitos de entre 9 y 11 años habían aprendido una de las la lecciones más potentes para comprender el odio y la intolerancia, el fundamento del prejuicio: que no hay que creerse todo lo que a uno le dicen.

Y yo salí enriquecida, habiendo aprendido: que se puede hablar de la shoá a los chicos de un modo en que les importe, porque cuando se le habla a la gente acerca de algo que le importa, se compromete, se lo apropia.

Ellos me enseñaron a mí algo que los pedagogos saben y que uno a menudo olvida: que cuando un alumno no aprende, es el maestro el que no ha aprendido la manera de enseñarle a ese alumno.