PARTE I. NO ME TOQUEN MI SHOÁ. La Shoá suscita ardorosas polémicas. Es un tema muy sensible, tanto es así que quienes tienen sus ideas formadas, las sostienen con fijeza, las generalizan, las vuelven verdades incontrovertibles, nociones universales que no admiten ser confrontadas.
Decir algo así como “no todos los polacos han sido cómplices de los nazis” o “tal miembro del Judenrat colaboró con la resistencia judía” puede provocar reacciones airadas ante la amenaza de tocar convicciones profundas. En la agria discusión que se sucede, se advierte una cierta imposibilidad de tocar estas ideas establecidas, resistencia a informaciones nuevas y rechazo a revisar prejuicios propios y ajenos.
LA SHOÁ EXIGE UNA TOMA DE POSICIÓN.
La Shoá exige tomas de posición respecto a los distintos aspectos involucrados. Podemos mencionar desde el lado de los perpetradores: el antisemitismo, la Iglesia católica, los nazis, los alemanes, los no judíos de los territorios ocupados, la crueldad y la maldad; desde el lado de las víctimas: la conducta de los judíos en su camino a la muerte, la resignación o la aceptación, los guetos, el Judenrat, los traidores, la resistencia judía, los sobrevivientes, y desde el lado más amplio del contexto general: los testigos, los países cómplices, los negocios con los nazis, la Shoá como accidente de la modernidad o la Shoá como producto de la modernidad, entre varios más. Muchos de estos aspectos no producen discusiones. Otros, por el contrario, sí.
Cada uno de nosotros –judíos y no judíos- nos hemos ubicado ante la Shoá de alguna manera particular, con un cuerpo de ideas estructurado y firme. La posibilidad de una ligera alteración de estas “verdades” produce una apasionada rebeldía.
Nuestra posición ante la Shoá nos define como seres humanos en un mundo en el que aún late el prejuicio antisemita y en el que persisten el genocidio y la práctica de liquidar al definido como enemigo. Pero la Shoá, mirada de frente y sin prejuicios, nos enfrenta con lo más bajo y lo más alto de lo humano, con la humillación y con la dignidad, con la debilidad y la fortaleza, con lo que aparece ante la situación límite, cuando se está afuera de lo que uno cree que es la civilización (tal vez y, es lo que más espanta, la Shoá sea la culminación de lo que creíamos que era la civilización). La Shoá ha puesto a todos sus participantes ante dilemas desconocidos con anterioridad por la humanidad, dilemas familiares, políticos, humanitarios, falsas opciones. La Shoá propone una profunda revisión, aún no encarada, acerca del lugar del dirigente, del tema del camino de la toma de decisiones, de la responsabilidad, de la indiferencia, de la corrupción. La Shoá, encarada sin miedo, nos obliga a revisar algunas convicciones democráticas (Hitler accedió mediante el voto, igual que Bussi y Paty y Rico), a diferenciar entre lo legal y lo legítimo (¿es legítimo enviar a un ser humano a la muerte aún cuando sea legal denunciar al declarado como enemigo–un judío o un subversivo-? ¿cuál es la regla superior, la ley o con la propia conciencia?).
Para los judíos, el tema de Shoá tiene aún algo más que para el común de la humanidad. Por un lado, los destinatarios de la masacre fuimos nosotros, nosotros en tanto pueblo, nosotros en tanto nuestros familiares directos, nosotros en tanto nuestra cultura y nuestro futuro. Al mismo tiempo, especialmente los que nos hemos criado en sociedades antisemitas, sabemos que cualquier cosa que se diga sobre la conducta de algunos judíos, califica a todos los judíos. Hay cosas que se atribuyen a judíos durante la Shoá –por ejemplo la cobardía- que, si nos califican a todos los demás, nos resultan, además de injustas, muy pesadas de sobrellevar.
La Shoá nos fuerza a una confrontación si se quiere siniestra. Ha sido un muestrario exhaustivo de los más desgarradores dilemas éticos a los que los seres humanos se pueden enfrentar, tanto las personas comunes como los dirigentes, tanto judíos como no judíos, tanto víctimas como testigos, tanto los países comprometidos como los observadores indiferentes. A la Shoá mejor acallarla, mantenerla dormida, no revolver, so pena de vernos- a nosotros mismos en tanto seres humanos, a nuestra sociedad, a nuestra idea sobre la civilización y la modernidad- en un espejo insoportablemente deformante.
La Shoá aún no se ha mirado en su aspecto más horroroso, en la experiencia que ha mostrado que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro. Este aspecto es el que considero esencial y urgente que abordemos. Entiendo que es difícil. Entiendo que pueda resultar insoportable adentrarse en la trama compleja que tarde o temprano lo enfrenta a uno con la temida pregunta: “¿qué habría hecho yo?”.
QUÉ HABRÍA HECHO YO.
¿Qué habría hecho yo en cada uno de las posiciones durante esta tragedia? Desde las víctimas, desde los perpetradores, desde los testigos, desde los cómplices silenciosos, desde los cómplices activos, desde los involuntarios engranajes que permitieron el funcionamiento de la maquinaria de destrucción.
¿Qué habría hecho yo? ¿Qué habría hecho usted? Preguntas que, para ser pensadas, requieren de un conocimiento cabal de cómo eran las circunstancias, del contexto histórico, de los hechos inmediatamente anteriores, de la cultura predominante, de la educación impartida y recibida. Si no se consideran estos contextos, si uno se pregunta “qué habría hecho yo” en el aire, la respuesta no es válida, estaría desubicada en tiempo, espacio y circunstancia. No es lo mismo pensarse hoy, aquí y ahora que allá y entonces. Si seguimos manteniendo a la Shoá congelada en nociones preconcebidas, no hay modo de aprender nada acerca de nosotros mismos.
Vaya a modo de ejemplo, tres situaciones que fueron reales y que resumí en lo que sigue para que estas reflexiones puedan verse encarnadas en personas y en situaciones concretas.
SI HUBIERA SIDO UN ALEMÁN. “Nací en una casa protestante. Mi papá trabaja en el correo. Cuando subieron los nazis, era mejor estar afiliado al partido, por las dudas. Mi papá lo hizo aún cuando no estaba de acuerdo con algunas barbaridades que decían. No contra los judíos, porque se sabe que son aprovechadores y miserables, aunque no todos, porque en mi clase había algunos chicos judíos que eran buenos. Nadie en casa habría aceptado la idea de asesinarlos. Echarlos de Alemania tal vez no estaba tan mal porque habría así más trabajo para los alemanes. El hecho es que cuando empezó la guerra, debido a mi insuficiencia cardíaca, no me enviaron al frente. Papá me consiguió un trabajo en los ferrocarriles. Allí me pasé toda la guerra, en un puesto de oficinista, aburrido, controlando planillas de todos los trenes que pasaban por mi estación.”
¿Qué habría hecho yo en su lugar? ¿habría rechazado el trabajo de control de trenes? ¿habría tratado de averiguar –si es que no lo sabía- qué transportaban esos trenes o mejor me dedicaba a lo mío? ¿qué consecuencias tendría para toda mi familia si yo me ponía a husmear donde no me correspondía? ¿qué habría sido diferente si yo hubiera hecho otra cosa? ¿podía cambiarse el curso de la guerra?
Salvando las debidas distancias, ¿cuánta es la población en el planeta que colabora hoy día, sin saberlo, sin quererlo, o peor aún, sin querer saberlo, con el actual estado de cosas?, ¿cuántos son engranajes voluntarios de esta maquinaria deshumanizada expulsadora de gente? Empleados en consultorías, en bancos, en entidades financieras, secretarias, programadores, telefonistas, - por no mencionar al ejército de ingenieros, diseñadores, químicos, biólogos y otros que trabajan para industrias químicas, armamentistas, etc.- ¿cuántas de estas personas tienen conciencia de que están colaborando con un mundo que los va echando de sus beneficios como una trituradora de carne? ¿Y si dejan sus puestos, cuál es la ventaja, qué obtienen a cambio? ¿y qué podrían cambiar? Ya sé que no es lo mismo. Pero los invito a pensar en ello.
SI HUBIERA SIDO UN POLACO. “Toda la vida envidié a estos judíos que no sé qué se creen, con sus libros, con sus fiestas, con esas cosas raras que tienen, cómplices de la muerte de Dios nuestro señor, cada uno de ellos, judíos piojosos, que se pudran en el infierno como dice el padre Kristian. Y encima vienen estos alemanes que también se creen superiores y son crueles, no nos quieren a los polacos, nos desprecian, mejor cuidarse con ellos, no vaya a ser que nos confundan con judíos, mejor quedar bien con ellos. No sé qué voy a hacer si la familia Izraelensztejn me pide ayuda. Sé que lo harán porque ellos nos ayudaron tantas veces. No puedo decirles que no. Mi Janek siempre jugaba al fútbol con su Idele, no me va a perdonar si no los ayudo. Pero ¿qué hacer? ¿dónde los pongo? ¿y si me descubren? La semana pasada mataron al leñador y a toda su familia, a sus tres chicos, a su suegra enferma, hasta a una tía que estaba de visita, a todos los mataron porque descubrieron que escondía a una mujer judía con su bebita. No sé qué voy a hacer si me piden que los ayude.”
¿Qué haría yo? ¿Arriesgaría la vida de mi familia, a mis hijos, a mi marido, a mí misma, para salvar a esta gente que aprendí a odiar? No es tan fácil porque una cosa es odiarlos y otra cosa es que se mueran. Pero una cosa es ayudarlos y otra cosa es que nos maten a todos nosotros.
Salvando otra vez las debidas distancias, cuál es nuestra actitud ante los “negros” (en nuestra versión folklórica), los tanos, los gallegos, los coreanos, los paraguayos, los indios, los gitanos, los religiosos, los laicos, los “lo que sea”. Si algún miembro de estos grupos diferentes a nosotros nos pide alojamiento en una situación de peligro rodeados de posibles denunciadores, ¿qué haremos? ¿lo pondríamos siquiera en consideración? ¿cuántos de nosotros hemos albergado a perseguidos durante la reciente dictadura militar?
SI HUBIERA SIDO UN JUDÍO DURANTE LA SHOÁ. “Ya no nos queda ni comida ni agua ni tenemos cómo calentarnos. Hace un frío atroz. El gueto está devastado. Han sacado a todos. Quedamos mamá, yo y los más chiquitos. Cuando escuchamos el “¡Juden Rauss!”, nos miramos y decidimos salir. No podemos sostenernos más escondidos. Llegamos a la calle y vemos a otros desdichados como nosotros, salidos a la luz con la última esperanza de seguir vivos. Nos hacen caminar. Vamos de la mano temiendo perdernos unos de los otros. Queremos seguir juntos adonde sea, como sea. Mamá me dice que huya, que los deje, que me salve. ¿Cómo irme? ¿Qué será de ellos? ¿Qué será de mí? ¿Adónde ir? No me decido. Tengo varias oportunidades de correr pero no me decido. Hay gente que se escapa. Les disparan. Matan a algunos. Otros lo consiguen y se pierden entre las calles. Llegamos a la estación y esperamos largas horas mientras el frío nos desintegra. Nos abrazamos tratando de darnos calor unos a los otros. Los más chicos lloran. Mamá ya no insiste, sabe que no los dejaré. No sabemos bien dónde nos llevan. No les creemos que a un campo de trabajo, ya no les creemos nada. Pensar que cuando entraron los alemanes mis padres se pusieron contentos porque decían que eran honorables, que no eran unos animales como los polacos, que en la primera guerra se habían portado bien, que no había nada que temer. ¿A quién creerle? ¿Cómo saber qué es lo que pasa de verdad? ¿Qué habrá sido de papá? Llega el tren. Nos empujan como si fuéramos ganado. Tratamos de seguir juntos. Alguna gente se resiste. Los matan sin miramientos. Vemos como en segundos algunos conocidos se vuelven cuerpos inertes cubiertos de sangre y como sus familias deben subir al tren igual que todos sin siquiera poder mirar para atrás. Mi natural rebeldía me impulsa a no aceptar, pero no puedo dejarlos, no me lo perdonaría nunca.”
¿Yo qué haría? ¿Me habría quedado con mi familia o habría huido?
¿Y cómo me sentiría hoy día si por haber huido me hubiera salvado?
¿Y cómo me sentiría hoy día si aún sin haber huido no hubiese podido salvarlos y yo hubiese permanecido con vida?
¿Cómo y a quién contárselo?
¿Cómo y a quién pedirle consuelo?
¿Cómo perdonarme el seguir viviendo?
Parte II. LA SHOÁ CONGELADA.
Hay una tendencia a congelar a la Shoá en algunas nociones elementales y vaciarla de su contenido más vivo, inquietante y provocador. Si preguntamos a nuestro alrededor, veremos que casi invariablemente, la Shoá es seis millones de judíos asesinados, campos de concentración (que no se sabe bien en qué se diferencian de los guetos), Auschwitz y los hornos crematorios, el levantamiento del gueto de Varsovia, los SS y su crueldad, los nazis y el antisemitismo, y la svástika. Podrían recitarlo así, de corrido y después, rubricarlo con un estentóreo “nunca más” que aplaca la conciencia y a otra cosa.
Si nos acercamos a algún sobreviviente o a un judío informado, o a algún activista o interesado político, obtendremos una información más detallada, opiniones formadas y conceptualizaciones acerca del fenómeno pero generalmente dentro de la versión oficial, la. “políticamente correcta” de cómo la Shoá debe entenderse, pensarse y proyectarse.
LA VERSIÓN “OFICIAL” Y LO QUE SERÍA BUENO REVISAR.
Me voy a referir a la conveniencia de revisión de los siguientes aspectos: a) la generalización sobre la población no judía de los territorios ocupados, b) las atribuciones de traición a los miembros de los Judenräte, c) la suposición de la cobardía de los judíos que se dejaron matar sin resistencia, d) al tono y e) los contenidos con los que se suele encarar a la Shoá.
A) “Todos los polacos...” (la generalización).
- La versión oficial es que los pueblos locales, alemanes, austríacos, húngaros, polacos, ucranianos, letones, estones, rumanos, rusos, checoeslovacos, yugoeslavos, franceses, holandeses, belgas, etc, todos y cada uno de sus habitantes, son –fueron y serán- antisemitas (repito: todos –es decir, todos- y son – es decir, nacen con un gen antijudío-). malos, crueles, brutos, sanguinarios y de los que salvaron judíos, que podrían ser la excepción a la regla, por ello, mejor no hablar.
- Revisión necesaria. Algunos miembros de los pueblos locales, es decir, polacos, ucranianos, etc, educados por siglos en el prejuicio antijudío más rígido fueron esenciales para la salvación de judíos aún en circunstancias muy adversas, tanto es así que es difícil encontrar a sobrevivientes que no deban su supervivencia a algún no judío en algún momento de la Shoá. Recientes investigaciones señalan que cada salvador no judío era sostenido por una red de, por lo menos, diez personas que colaboraban con él en su tarea. Esto no significa que debamos exagerar ni aplaudir al pueblo polaco, porque no fueron muchos, pero sí hubo algunos, los suficientes para que no podamos decir con ligereza “todos los polacos...”. Nosotros, los judíos, no podemos usar los métodos que tanto nos han hecho sufrir, no podemos generalizar, tenemos la obligación de revisar los prejuicios. El trabajo de los salvadores, los obstáculos que debieron enfrentar (tanto internos como externos), su lúcida conciencia, son aún lecciones que esperan ser transmitidas a las nuevas generaciones. Los salvadores no judíos son un ejemplo que nos permite alentar esperanzas acerca del género humano. En este mundo pragmático y mercantil no nos podemos dar el lujo de olvidarlos.
Los sobrevivientes vivieron en carne propia el antijudaísmo cotidiano, por ejemplo en Polonia, y es comprensible que sientan una rebelión profunda ante estas proposiciones. El odio que mamaron en las calles, en las escuelas, a todo su alrededor, se mantiene vivo en sus recuerdos, mantiene viva la humillación que solían recibir y no aceptan de buen grado la idea que aquí propongo de que no todos ni siempre hayan sido así. Cada uno recuerda a un vecino, a un compañero, a alguien en particular que se ha ensañado, que ha disfrutado con su desgracia, que ha tomado provecho de ella. Los que hemos tenido la suerte de conocer el antijudaísmo argentino, “educado” e hipócrita, no podemos conocer la profundidad vivencial de su herida y, por ello, nos puede resultar difícil comprender su rechazo a pensar las cosas de otro modo.
B) Sobre la resistencia judía: gloria y vergüenza.
- La versión oficial es que seis millones de judíos fueron víctimas y sucumbieron de un modo que implica vergüenza debido a la aparente falta de resistencia, por la entrega sin lucha. El levantamiento del gueto de Varsovia será glorificado y enaltecido hasta el cansancio, no sólo por el valor de esa gesta sino, y fundamentalmente, por su ejemplaridad porque es lo único de lo que nos podemos enorgullecer y que nos permite acallar la vergüenza de las “ovejas que se dejaron llevar cobardemente al matadero”. El resto de los judíos, los sobrevivientes, los que no tienen historias gloriosas que contar, no cuentan.
- Revisión necesaria. La resistencia judía tuvo muchas caras. La resistencia armada fue poca y muy pobre debido, no a la “innata cobardía de los judíos” sino a factores bien concretos relativos a la forma en que el proceso de exterminio tuvo lugar, a sus progresivas etapas, a lo inimaginable previamente de la decisión del asesinato masivo, a la carencia de armas y recursos económicos, a la dificultad de organización como resultante de los métodos utilizados, etc. La mayoría de los judíos se resistió a su deshumanización de las forma que pudo hasta cuando y cuánto pudo. Los lugares (guetos, campos de trabajo o exterminio, escondites, etc) y el momento (la política nazi fue cambiando a lo largo de los y 6 años) determinaron las formas de la resistencia que merecen ser conocidos y reconocidos en forma pública por el heroísmo demostrado en el sostén cotidiano de la vida.
C) Judenrat, el lugar del dirigente, “a la sombra de la traición”.
- La versión oficial dice que hay una pequeña parte de la vergüenza judía, doblemente vergonzosa, formada por aquellos judíos que fueron, supuestamente, cómplices del aparato asesino, en especial los miembros de cada Judenrat y más en especial los de la policía judía de los guetos. Tanto es así que en la Argentina, la palabra Judenrat se utiliza como sinónimo de traidor.
- Revisión necesaria. Los miembros de los Consejos Judíos, Judenräte, se enfrentaron a los dilemas más desgarradores de los que se tiene noción: “para que el resto viva, deben entregar 1.000 judíos por día”. Si no lo hacían, los mataban y designaban a otro Consejo y/o elegían a 1000 personas al azar, porque se debía llenar un tren, había un esquema que cumplir. ¿Qué hacer? ¿obedecer? ¿cómo? ¿y cómo desobedecer? ¿qué parámetros existen para tomar una tal decisión? En la película“La decisión de Sophie” una madre debe elegir a uno de sus hijos porque los dos no pueden quedar vivos. ¿Cómo se puede tomar una tal decisión? No tomarla implica la muerte de los tres. Tomarla permite que se salve uno. ¿Pero cómo elegir cuál hijo debe morir? De este tipo eran los dilemas cotidianos que debían enfrentar los miembros de los Judenräte.
Una concienzuda revisión y esclarecimiento de sus conductas, una debida ponderación de los diferentes contextos –geográfico e histórico- en los que tuvo lugar, atentaría contra nociones aparentemente tranquilizadoras porque los podríamos seguir paso a paso, comprender sus decisiones, ponernos en su lugar y aparecería la pregunta más terrible a la que nos enfrenta la Shoá: ¿qué habría hecho yo? Es necesario mencionar los testimonios de sobrevivientes que han vivido los efectos de algunas decisiones tomadas por su Judenrat. Relatan a veces situaciones dolorosísimas debido a la vivencia de haber sido traicionados por quienes se suponía que velarían por ellos. Lo que dicen es verdad y debe ser tomado en cuenta. Cada testimonio revela una pequeña porción de lo sucedido, es una pieza más del rompecabezas. Es nuestra obligación hoy, considerar esa porción, ubicarla donde corresponda – quién, dónde, cuándo, cómo, por qué- y recién entonces reflexionar y opinar. Las decisiones de cada Judenrat en los diversos momentos deben ser ponderadas según las circunstancias, circunstancias a menudo desconocidas por las personas que sufrieron sus consecuencias.
Tal vez haya una cierta complacencia en culpar al dirigente, - por cierto que no sólo en la Shoá, tal vez por eso es tan difícil de revisar -, y en perder de vista las diversas restricciones, presiones y cuidados con las que se toma cada decisión. También se pierde de vista que el dirigente es tan sólo un ser humano, que –en el mejor de los casos, es decir si es honesto y buena persona- hace lo que puede a su mejor y leal saber y entender. Y que a veces eso no es suficiente ni útil ni bueno para todos. Culpando a los dirigentes, nos vemos aligerados de peso y responsabilidad y nos evitamos reflexionar en sus limitaciones y posibilidades.
D) La solemnidad.
- Según la versión oficial, el tono con el que se hable de la Shoá será formal, acartonado, casi religioso, con las consabidas frases hechas llenas de voluntaristas e ingenuas buenas intenciones, con una solemnidad propia de lo sagrado, propio de la trascendencia, más allá de nuestra vida de todos los días. La solemnidad es una forma de mostrar que no sabemos cómo encarar el tema de la Shoá, no sabemos qué hacer con ello ni cómo conmover a la gente que ya no oye, como si lleváramos una brasa encendida en las manos y nos la vamos pasando sin saber qué hacer con ella. Los discursos se repiten a sí mismos, casi los mismos adjetivos, las mismas proclamas de no olvidar, los mismos acentos, cadencias y abstracciones. Un tono que no propende el pensar en el mundo de hoy, en nuestra conducta poco solidaria o irresponsable, un tono que se conforma con alertar con la no repetición y evita embarrarse en las incomodidades, en lo que fue de verdad la Shoá para sus participantes, en las torturas de quienes han sobrevivido y aún no son escuchados salvo parcialmente, y sólo cuando dicen lo que los demás quieren escuchar.
- Revisión necesaria. Debiéramos aprender a usar un tono que permita pensar, que nos ayude a comprender que la Shoá es un tema que nos es propio (y no me refiero exclusivamente a los judíos), que nos compromete como ciudadanos, como miembros de la humanidad. El tono en el que se propone el tema de la Shoá debiera permitir pensar, podría volverse menos acartonado y permitir el diálogo de las ideas, sin miedos ni eufemismos; si lo que hay que decir es “ciego” no decir “no vidente”, si lo que hay que decir es “pis” no decir “orina”. Soy de aquellos que creen que la reflexión sobre la Shoá no sólo es posible sino que es imprescindible pero que depende de la forma en que se la presente. El tono –y también el contenido como plantearé más adelante- implica un tipo de análisis, un tipo de propuesta y una intención de diálogo o de monólogo. Aristóteles definía como tragedia al género que se ocupa de los dioses y las cuestiones trascendentes y comedia al que se ocupa de los seres humanos y las cosas de la vida. Si el tono es de tragedia los personajes serán héroes –dioses o semidioses en la Grecia antigua-, poderosos, infalibles, preclaros, la historia relatada será universal, La Historia de La Humanidad, la lucha del bien contra el mal, su sentido será trascendente, importante, fundante, ejemplificador, habrá que cuidarse bien de qué se dice y cómo porque se está dando un modelo; en un tono de tragedia se obtura la reflexión, está todo dicho, no hay nada más que agregar, es definitivo. Si el tono fuera de comedia, los personajes serían más pequeños, humanos, débiles, falibles, confusos, actuarían según sus posibilidades limitadas, las historias serían particulares sin ninguna pretensión de aleccionar sobre nada sino reflejos de recortes de vidas, se hablaría de experiencias de personas concretas, no de la historia de la humanidad. El tono de comedia (insisto que uso la palabra en el sentido aristotélico, no en el sentido en que se usa hoy de “algo ligero para reír”) permite algo tan esencial para la transmisión como la identificación del público con los personajes del relato. Cualquier persona puede identificarse con otra persona. Nadie puede identificarse con un héroe, está muy lejos de nuestra experiencia.
La posibilidad de ponerse en el lugar del otro se sostiene en la identificación y es la única forma de escuchar, comprender y aprender.
E) El horror, sólo el horror.
- La versión oficial es que la Shoá debe ser mostrada en sus aspectos más crudos para que “nunca más” se repita (con la idea ingenua de que la mera repetición produce automáticamente la vacuna). Es habitual la descalificación cuando se presenta algún aspecto menos “horroroso” de la Shoá, descalificación que se vuelve muchas veces autodescalificación. Hay sobrevivientes que dicen “¿qué puedo decir yo si nunca estuve en un campo?” dejando su experiencia en la clandestinidad, en algún escondite, errando por distintos destinos todos peligrosos, sus pérdidas familiares y vitales, en suma, dejando todo lo sufrido en la categoría de lo no “tan” terrible, por ende, sin valor para ser transmitido.
- Revisión necesaria. No sólo mencionar o centrarse en el horror y atreverse a la cotidianeidad, perder el miedo a lo que parece ser ligero. Contar sólo el horror – alimentar el morbo – no sólo no ha resultado una vacuna eficiente para el tan anhelado “nunca más” sino que ha producido el efecto paradojal del rechazo, la gente no recibe de buen grado, salvo que disfrute de ello por razones patológicas, que se le arrojen cadáveres ni ser manchados con desesperanza, vómito, cenizas y barro. El horror está tan alejado de la experiencia cotidiana que, después de la fascinación primera, produce un distanciamiento a menudo definitivo. “No quiero escuchar más hablar de la Shoá” es lo que dice mucha gente.
Sin embargo, los mismos aspectos de la Shoá pueden ser encarados desde otros ángulos más potables para la capacidad y disposición de recepción de la gente común. Un ejemplo de ello es la historia de Anna Frank y su diario en cuyas páginas el horror aparece por ausencia, porque todos sabemos qué pasaba; si no se tratara de judíos, de Holanda, de la Shoá y de la muerte de su autora, habría sido un diario de una adolescente, como tantos, un texto sin ninguna trascendencia. Y es ahí donde la Shoá se encarna para cualquiera y ha merecido por ello tanta notoriedad.
Otros contenidos más cotidianos podrían permitir que algunos oídos se reabran y sea posible la reflexión acerca de su propio lugar en el mundo, la solidaridad, la educación, la responsabilidad y la democracia.
A modo de conclusión.
Podría preguntárseme ¿qué tiene que ver la democracia con todo esto?
Hitler ascendió al poder gracias al voto de la mayoría, en un sistema democrático y apoyado por muchos judíos. Nuestro sistema de vida está en juego. El sistema democrático, de entre todo lo que hay, es lo mejor pero está lejos de ser bueno si no nos resguarda de estas cosas. Es que no basta con votar. Votar a ciegas es suicida. Tampoco sugiero el voto calificado. No voy a decir nada nuevo: la educación es el pilar que nos sostiene. Y la Shoá, propuesta como un tema de reflexión y aprendizaje, toca todos los aspectos que debemos ejercitar como ciudadanos, como dueños de la “cosa pública” que eso es lo que significa república. Y es con la Shoá que se puede probar sin ninguna duda y de manera concreta, el valor y el sostén de la educación, del juicio crítico, de la reflexión, de la necesidad de tomas de posición, de la responsabilidad, de la pésima inversión social que es la indiferencia.