Los que estamos cerca de sobrevivientes de la Shoá hemos dejado de sorprendernos ante la aparición de reflexiones que atentan aparentemente contra nuestro sentido común. Los sobrevivientes son poseedores de un saber que a los que hemos vivido una vida normal siempre nos es ajeno. Es de lamentar la poca presencia de sus reflexiones en nuestra sociedad. He escuchado algunas veces el siguiente pensamiento: Los que se fueron de Europa antes del 39 eran los pesimistas. Los que nos quedamos, éramos los optimistas.
Como tantas cosas que enuncian los sobrevivientes cuando se sienten los suficientemente confiados como para abrir sus corazones, esta reflexión me conmovió profundamente.
El optimismo. La vida es una empresa que nunca podrá tener éxito, porque termina con la muerte. Si uno pensara así no tendría fuerzas para levantarse de la cama cada mañana, no podría enfrentar las mil y una adversidad, los desafíos, las dificultades que entraña el vivir cotidiano. Si uno pensara así, no podría disfrutar de las pequeñas y grandes cosas que el mero hecho de estar vivos proveen (el amor, la familia, el sentirse apreciado, el sol, el sonido de la lluvia, la música, el calor del abrigo, una labor creativa..., en fin, la vida, lo que tiene la lindo la vida). Para vivir, para levantarse de la cama, uno tiene que ser optimista. Levántese contento decía Carlos Ginés por la radio todas las mañanas, antes de que se pusiera de moda despertarnos con noticias a cual más demoledora en estos programas de la mañana. La actitud positiva, la mente abierta, la mirada confiada, generan expectativas de amor, de trato benévolo, de buena onda, proponen una conversación amable y permiten que las cosas fluyan más delicadamente y hasta que algunas sean posibles. Emprender cualquier empresa que sea -casarse, tener hijos, un negocio, una profesión, una novela, un viaje, una noche de amor- requiere, antes que nada, de la intención de que salga bien, de la íntima convicción de que va a salir bien, una especie de crédito que se da por anticipado. Pensar en hacer algo, es, primero, pensar en que va a salir bien. La actitud positiva es el combustible sine qua non de cualquier motor vital. La actitud positiva es necesaria, pero no suficiente, se requieren otras cosas. Pero, si una tal actitud no existe, el resto no importa. Incluso en temas de salud, física y mental, es la actitud positiva central en la superación de malestares, enfermedades y penurias. La sabiduría popular lo recoge en la frase Ala fe puede mover montañas@, esto es, la profunda convicción de que algo es posible, da tanta fuerza que contribuye en que la cosa suceda. A modo de profecía autocumplidora, la actitud positiva genera una energía favorable, promueve la solidaridad y la colaboración, el trabajo en equipo y da la fuerza necesaria para seguir adelante en situaciones que requieren paciencia, trabajo, rutina, constancia.
Y los sobrevivientes, con esa frase que tiran al pasar, dicen que, por el contrario, lo que fue bueno durante la Shoá fue ser pesimistas, que los optimistas alimentaron los hornos. Un optimista es crédulo. Un optimista confía en le género humano. Un optimista cree en el mandamiento que para algunos resume nuestra Torá, que dice que no le hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti y cree que nadie le hará a él lo que él no haría a otros. Un optimista enuncia los derechos del hombre. Un optimista cree en el amor. Un optimista cree que el bien triunfa sobre el mal. Un optimista cree en la racionalidad de los humanos. Un optimista cree en los ideales.
Y los sobrevivientes me muestran otra vez ese espejo deformante de la realidad que es la Shoá y me dicen que no fue así, que los optimistas fueron diezmados, arrasados, aniquilados. Que los locos (muchos creían que estaban locos) que decidieron huir, dejar sus lugares, sus casas, sus historias, sus trabajos, sus posesiones, sus profesiones e irse a lugares desconocidos donde se hablaban vaya a saber qué lenguas, con vaya a saber qué gentes, donde iban a tener que empezar de nuevo, los que, en definitiva, se salvaron, eran los pesimistas.
Los pesimistas. Un pesimista cree que lo peor puede pasar. Las leyes de Murphy son un ejemplo de pesimismo en clave de humor: Si algo malo puede pasar, va a pasar. La actitud pesimista es cataclísmica, es apocalíptica, ve peligros por todos lados, es paranoica, desconfiada. La actitud pesimista es suspicaz, sospecha de todo y de todos, duerme en constante alerta, está dispuesta a la huida. Una actitud pesimista hace que la botella se vea medio vacía, que para asegurar que los pantalones no se caerán se debe usar cinturón y tiradores, genera una persona previsora, precavida, cautelosa, recelosa. Una actitud pesimista impide la exhibición de la alegría por temor a ser envidiado, ni el disfrute del dinero por temor a ser robado. La actitud pesimista produce conductas que confirman las sospechas porque los pesimistas son vistos con poca simpatía, generan climas desagradables, densos, pesados, sonríen poco, son tortuosos y torturados. Un paciente con actitud pesimista es un mal paciente para cualquier médico, trabaja en contra en sus pos-operatorios, tiene recuperaciones complicadas, no se entrega puesto que no confía, siempre tiene miedo.
Un pesimista sale con paraguas y piloto y galochas y con media hora antes por si hay embotellamiento de tránsito en caso de que llueva. Siempre espera lo peor. Y cuando lo peor sucede, era el único que estaba preparado.
Y la Shoá fue de lo peor.
Los realistas. Hay quien considera que una de las características de quienes salieron vivos de la Shoá, es su sentido de realidad. Vieron, comprendieron, midieron y pesaron adecuadamente lo que veían y actuaron en consecuencia. Eso es lo que creen. Es lo que necesitan creer para que no se les abra el piso bajo los pies. Hay entonces un método, es sólo cuestión de encontrarlo. ¿Cómo quedan parados los otros, los que no lo vieron ni comprendieron ni midieron ni pesaron adecuadamente las cosas, las siete millones de víctimas incluyendo al millón que sobrevivió? Debemos aclarar que no todos los que se quedaron lo hicieron por elección. Muchos no disponían de los medios para irse a pesar de desearlo. Pero la gran mayoría no puso en consideración esta eventualidad, convencidos de que, como tantas otras veces en la historia del pueblo judío, la tormenta pasaría, no había que irritar a los antisemitas, quedarse quietos, y se calmarían una vez saciada su sed de sangre. Como tantas otras veces. ¿Huir? ¿Dónde? ¿Cómo? No es para tanto. Fueron optimistas. Decidieron quedarse y hoy, comparados con los que se fueron, los que hicieron lo correcto, los visionarios, los hiper-realistas, son vistos por mucha gente, por los mismos judíos, por sus propios parientes, como negadores, autistas, incapaces, tontos, encerrados en guetos físicos o mentales, aislados del mundo.
Lo que sabemos hoy entonces no se sabía. Es muy difícil pensar como si no se supiera. Visto desde hoy, año 2000, mirando para atrás, sabiendo lo que hoy sabemos, pensamos en las seis millones de víctimas judías de los nazis y no sabemos qué contestarnos ante las preguntas de ¿por qué se quedaron? ¿por qué no lucharon? ¿por qué se dejaron llevar a la muerte? La ausencia de respuestas, al menos la ausencia de respuestas honorables, puede avergonzarnos y confundirnos. Las respuestas posibles pasan por hipótesis de cobardía (los judíos están entrenados en la humillación y la aceptan, son sometidos), de incapacidad (los judíos son comerciantes o intelectuales, no saben defenderse), de egoísmo (cada uno pensó en sí mismo y en su familia, no se organizaron). Son respuestas dolorosas e incorrectas que revelan, como suele decir Raquel Hodara, todo lo que no se sabe acerca de la Shoá y que expresan un juicio severísimo sobre las víctimas.
El plan de exterminio. Los nazis no tenían un plan de exterminio hasta enero del 42 en la conferencia de Wansee donde se decidió la Asolución final@. Recién a partir de entonces se emprendió la industria de la muerte que culminó con el monumento a la misma, Auschwitz. Los estudiosos más serios de la Shoá coinciden en que la decisión de eliminar a los judíos se fue gestando a medida que la situación lo fue requiriendo, pero que no fue la idea original. La situación se complicó enormemente cuando rompieron el pacto con la Unión Soviética y ocuparon los territorios del este en 1941. La intención original de traslado de los judíos se volvió inmanejable. Eran tantos que comenzaron a matarlos. Al principio, fue de manera artesanal para lo cual enviaron a los Einzatsgruppen. Asesinaron de este modo a un millón y medio de judíos en las poblaciones de la Polonia oriental. Pero los miembros de estos kommandos, sufrían profundas perturbaciones psíquicas que los atormentaban luego de las matanzas a mano. Cundió la alarma en los altos mandos. Matar a los judíos era la única salida que veían, pero hacerlo a costa de enfermar a sus tropas era un costo demasiado elevado. Ello determinó, junto con la insuficiente disposición de insumos necesarios (armas, balas, etc) para matar a tanta gente la imposibilidad de la matanza artesanal que llevó a la conferencia de Wansee en enero del 42 .
Es importante conocer estos datos que revelan que los propios nazis fueron llegando a la decisión de la muerte masiva, paso a paso, ellos mismos no lo sabían el primero de septiembre de 1939 cuando invadieron Polonia. Tampoco era una decisión oficial cuando la Kristallnacht el año anterior. Tampoco lo sospechaban en la conferencia de Évian en el mismo 1938 los representantes de los distintos gobiernos que no aceptaron recibir a los judíos en sus territorios ante el requerimiento de los nazis (sólo la República Dominicana abrió sus puertas). El asesinato masivo e industrial fue conocido, sin lugar a dudas, por los servicios de inteligencia de Inglaterra, recién a fines de 1942. ¿Cómo podían imaginarlo los judíos tres años antes? ¿Quién podía imaginar que algo así podía suceder? Si hoy mismo cuando vemos los documentos, cuando nos adentramos en la mecánica burocrática necesaria para implementar este asesinato masivo, nos cuesta creer lo que vemos, ¿cómo podemos pedir que lo previeran entonces, cuando nunca antes en la historia de la humanidad había sucedido? ¿por qué los judíos iban a temer que sucediera una cosa diferente a la que siempre les había pasado?
Acá también. Recuerdo cuando me dijeron en 1976 que había campos de concentración en la Argentina. La primera vez, no lo creí. Pensé no puede ser, acá no pasan esas cosas. Confieso que lo pensé y lo digo con dolor y con pudor. En 1976 yo conocía lo que había pasado en la Shoá, yo ya sabía que era posible decidir el asesinato como política de Estado y, sin embargo, no lo creí. No vivo en un gueto ni encerrada en ningún círculo, leo los diarios, miro noticieros por televisión, estoy al tanto de lo que pasa acá y en el mundo y no lo creí.
La confrontación ética. No lo podía creer. No lo quería creer. ¿Campos de concentración? ¿Asesinatos? ¿Acá? ¿Ordenados por el gobierno? ¿Llevados adelante por el ejército, la armada, la policía? ¿Todos ellos asesinos? ¿Todos? ¿Y la Iglesia no dice nada? ¡No! No lo podía creer. Atenta contra las nociones esenciales que sostienen nuestra vida. Para creer que una cosa así sea posible, debemos primero desvestirnos de las hipótesis básicas sobre las que estamos parados. Esa desnudez ética nos arroja a un mundo incierto, pantanoso, nos cambia las reglas del juego, ya no sabemos en quién confiar y en quién no, qué está bien y qué está mal, cuándo callar y cuándo hablar, qué esperar, cómo luchar, para qué vivir. Creer que está bien matar a quien es diferente o piensa diferente o como sea, creer que está bien que lo decida un gobierno, lo legalice y que uno será un buen ciudadano si se somete y colabora con ello, establece nuevas reglas en el contrato social, reglas que contradicen la ley más primitiva del no matarás, la ley que permite la convivencia social. Acepto ser acusada de ingenua. Mi tonto consuelo es que no estuve sola, que muchos me acompañaron en esta triste ingenuidad, muchos de los cayeron al río embriagados en pentonaval. No soy la única optimista. Creo que somos muchos. Para bien o para mal.
Los nazis no avisaron. Los judíos de Europa de antes de 1939, la mayoría de ellos, si bien sentían y veían la situación como peligrosa, no supusieron, -no tenían cómo-, lo que iría a pasar poco tiempo después. No pudieron protegerse. Los nazis no avisaron de antemano, no publicaron comunicados informado de su decisión de exterminio. Por el contrario, lo ocultaron enunciándolo eufemísticamente (reubicación, campos de trabajo), engañaron, contaron con que la gente no imaginaría sus planes, que confiarían en sus palabras. Se aseguraban de esta manera una menor resistencia y una mayor aceptación del común de la gente, los alemanes, polacos, ucranianos, etc, necesarios para llevar adelante sus planes. La colaboración habría sido más difícil por cierto si hubiesen enunciado sus verdaderos propósitos. No prometían por cierto ningún paraíso a los judíos, de modo que lo que decían parecía posible. Nadie dudaba acerca de su odio, del antijudaísmo profundo que profesaban. A lo largo de siglos los judíos habían aprendido a evitarlos, a seguir sus vidas a pesar de ello. ¿Por qué no creerles cuando los arreaban como ganado con la promesa de llevarlos a algún lugar? ¿Cómo creerles a quienes decían que eran asesinos, que lo que hacían era llevar a la gente a lugares sólo para matarlos? ¿Quién podría creer una cosa tan absurda? Mensajeros del diablo, gente que busca notoriedad, exagerados, eso pensaban de los agoreros, de los pesimistas. Una vez conocidos los hechos, hoy día por ejemplo, es difícil ponernos en el lugar de los que vivían antes que todo sucediera y antes de que todo se supiera. Querríamos volver el tiempo atrás y decirles ¡huyan! ¡no importa dónde! ¡dejen todo atrás, no importa, tomen a sus hijos y a sus padres y escapen lo más pronto que puedan!. Pero eso sólo sucede en las novelas de ciencia ficción. El reloj no vuelve. Las preguntas que buscan ser respondidas. En lugar de avergonzarnos por la supuesta inocencia, estupidez, ceguera o como quiera que se opine sobre la conducta de los judíos optimistas que se quedaron en Europa, miremos más cerca y veamos qué podemos aprender de todo esto, si es que hubiera algo que se pudiera aprender.
¿Tropezaremos otra vez con la misma piedra? ¿Cómo evitarlo?
Y acá es donde volvemos a nuestro punto de partida: ¿cómo saber de antemano cuando la realidad justifica el peor de los pesimismos? ¿cómo precaverse, prevenirse? ¿cuál pronóstico es el válido? ¿cómo saber el grado y extensión del peligro? ¿cómo anticiparse cuando el cielo se nubla imaginando que no será sólo una tormenta sino un tornado, un terremoto, un maremoto, el fin del mundo? ¿qué servicio meteorológico es lo suficientemente confiable como para que nos avise con tiempo y nos permita ser realistas? Si lo que sostiene nuestra vida, lo que nos permite soportar tanta cosa y superar tantas otras, es nuestra fe. No me refiero a la fe religiosa, aunque para quien la tenga es igualmente útil y necesaria, sino a la fe en la bondad humana, la síntesis del optimismo, lo que nos permite, como dije al principio, tener deseos de levantarnos de la cama todos los días. ¿Cómo vivir en un contexto optimista cuando sabemos lo que el hombre es capaz? ¿Qué señales tomar para huir a tiempo y salvar a nuestros hijos y a nuestros nietos? ¿Es la huida el único camino? Y si alguna vez descubrimos la manera de ser realistas y ver de antemano lo que se avecina, ¿dónde huir en este mundo globalizado? ¿hacia dónde correr?