Entré en esa pequeña aula sin saber qué iba a hacer. “¿Te animás con los chicos de entre 9 y 11?” me había preguntado unos instantes antes el director de la escuela hebrea de Bogotá, “los chicos más grandes quedaron tan entusiasmados con tu conferencia que los más chicos también querrían...”. ¿Cómo negarme? ¿Si había ido a Colombia para eso, para hablar acerca de la shoá? Era viernes, el último día de ese periplo que me había llevado casi una semana, pasando por Medellín, Cali y Barranquilla, dando conferencias a chicos en la mañana y a sus padres por la noche, a estudiantes universitarios en un encuentro organizado por estudiantes judeo colombianos en la Pontificia Universidad Javeriana (muchos de cuyos asistentes eran estudiantes de derecho canónico). La noche anterior había sido recibida por la comunidad judía de Bogotá en pleno y a sala llena había hablado y hablado a lo largo de dos horas entusiasmada por el entusiasmo que recibía. Era viernes, casi mediodía. Venía de un encuentro con los más grandes de la escuela, los que van de los 12 a los 16 años. Otra vez en esa gira, me había sorprendido el interés que mostraban los chicos, cómo, planteado de cierto modo, sentían el tema propio y actual. Igual que en nuestro país, en las diversas escuelas de Colombia se me había dicho que la shoá no atraía la atención ni el interés de los alumnos. “Están en otra, internet, la cosa instantánea... no les interesa...no les importa...parecen aburridos de escuchar siempre lo mismo y ya no quieren saber más nada... esta juventud es diferente a la nuestra, no hay ideales, son descreídos y desconfiados...” eran las explicaciones que se daban los docentes, desalentados por la falta de receptividad de los chicos al tema. No había sido ésa mi experiencia. Claro, yo tenía la libertad de no tener que atenerme a ningún programa ni método ni responder a nadie, de modo que inventé accesos que creía que podían conmover a los adolescentes y hacerlos participar. Y lo logré. Más de lo que suponía. Sin embargo, lo que sucedió ese viernes en el mediodía con los más chiquitos, superó cualquier expectativa imaginada.
Yo aún no lo sabía cuando debía responder al director de la escuela, si me animaba. “Animarme, me animo” le contesté, “si me vine hasta aquí e hice lo que hice, más bien que me animo... sólo que no sé qué decirles, no hicimos ningún trabajo previo como se hizo con los grandes... no sé qué saben, no sé cuánto pueden conceptualizar...”. “Probá unos cuarenta y cinco minutos....” “¿Cómo lleno cuarenta y cinco minutos? No! A lo sumo veinte, o una media hora... nada más.” “Bueno, los mando llamar” y ahí me quedé en la cafetería, rumiando y devanándome el cerebro tratando de armar algo, un esquema, alguna idea rectora mientras me reprendía a mí misma y me acordaba de cuando mi mamá acostumbrada retarme con sus “¿para qué te metés en estas cosas?”. En definitiva, no tenía la menor idea de cómo empezar, de cómo seguir ni de qué hacer. Mis conferencias con los más grandes había sido precedidas, a pedido mío, por un trabajo que yo había indicado y nuestros encuentros se sostenían en ello. Pero, ¿qué sabe un chico de 9 ó 10? ¿Hasta dónde se puede avanzar a esa edad? ¿Puedo arremeter con el tema de la responsabilidad individual, del juicio crítico, los dilemas a que nos enfrenta la shoá, la sordera ante las lecciones que nos enseña acerca de la naturaleza social y humana, en fin, todas las cosas que había encarado con los más grandes?
Y de pronto ya estaba en una pequeña aula donde empezaban a entrar los chiquitos. Se trataba de tres grados diferentes, unos 30 ó 35 chicos y sus seis maestros y maestras (dos por grupo). Miraba con terror a esas caritas que me observaban con curiosidad. Se fueron sentado en sillas chicas, como de aula de jardín y yo estaba de pie, apoyada en un escritorio que a duras penas sostenía mis ganas de salir corriendo, la angustia que sentía y el vacío que se me estaba haciendo a mis pies. El director también estaba presente y dijo a los chicos que yo había venido de la Argentina y que podíamos conversar acerca de algunas cosas que yo sabía y que podían ser importantes para ellos. Un rato antes, en la cafetería, me había contado que él era, como yo, hijo de sobrevivientes y que se había sentido muy tocado por algunas cosas que me había escuchado decir. “Vaya uno a saber si este tema será importante para los chicos... ojalá lo sea” pensé y tomé aire. Después de un silencio eterno y expectante, lo único que se me ocurrió decir fue “¿sabe alguno de ustedes qué es el holocausto?” (los colombianos no usan todavía la palabra shoá en forma habitual). Se levantaron algunas manos. “Es lo que Hitler les hizo a los judíos que los mató en Europa” respondió el chico que señalé primero. “Había otros, no era Hitler solo, yo lo vi en una película en la televisión” dijo otro que había levantado la mano. La palabra “televisión” fue mágica porque se levantaron otras manos y me fueron diciendo las cosas que sabían acerca de la shoá, todas, según decían, vistas en la televisión: los trenes, los campos, La Lista de Schindler “que no la entendí mucho pero era muy triste” y una nena dice “Y yo vi un señor que decía que Hitler no se había muerto, que eso es mentira... ¿usted qué piensa?”. “Mirá, le respondí, la verdad es que a mí no me importa si está vivo o no, aunque a estas alturas si estuviera vivo sería un milagro porque sería muy viejo, lo que me importa y me da miedo es que hay gente que piensa lo mismo que él y que está viva y por muchos lados”. Esto pareció intrigarlos y rápidamente su interés pareció centrarse en el tema del odio racial y hacia allí encaraban sus preguntas. “¿Por qué nos odian?”, “¿Por qué nos quisieron matar?”, “Qué les hicimos?” y así sucesivamente. Yo trataba de responder pero me daba cuenta de que no conseguía decirles lo que querían saber, que no encontraba el modo ni las palabras. Me sentía desalentada. No quería hablarles como a nenes chiquitos, es decir, como si no entendieran o como si fueran medio tontitos. No encontraba la forma de desarrollar conceptos, de hablarles respetuosamente pero en un código al que pudieran acceder. Por otra parte, no quería que la cosa fuera de preguntas y respuestas, un intercambio intelectual, quería que participaran, que se conmovieran, que les importara. Les propuse entonces un juego. Les propuse que hiciéramos una discusión en la que yo sería un niño nazi de diez años y ellos serían el niño judío que trata de convencer al nazi de no odiarlos, de no querer matarlos. No fue necesario esperar a que me dijeran que sí. Casi todas las manos estaban levantadas. Todos querían hablarle al niño nazi. Empezó un ping-pong encarnizado que, lamentablemente no fue grabado, de modo que deberé confiar en mi frágil memoria y traicionar inevitablemente lo que pasó con el pobre relato que sigue.
“¿Odias a los judíos?”, “Sí” le contesté.
“¿Por qué?”, “No sé... todos los odian... dicen que son malos” dije como si dijera una obviedad.
“Yo no soy malo” me dicen por ahí, “yo tampoco” dice otro.... “Es lo que dicen todos” digo yo, “son unos santitos... pero ni bien pueden roban, mienten...”.
“Eso es mentira!” protesta alguien, “en mi casa no somos así, mi mamá es buena, mi papá es bueno, mis abuelos....”, “Claro” contesto “entre ustedes son buenos, se ayudan, tienen secretos, pero ni bien se encuentran con nosotros nos roban, nos matan”.
“¿Quién mata?” preguntan, “Ustedes” respondo.
“Nosotros nunca matamos a nadie, en mi casa dicen que no hay que matar y que hasta para matar a un animal si se necesita para comer, hay que hacerlo sin que le duela”, “Sí, con los animales son buenos, pero con los cristianos....” lo desafío y miro con el rabillo del ojo a los maestros y profesores que en las escuelas hebreas de Colombia no son judíos.
“¿A qué cristiano matamos?”, “Para Pascua siempre buscan un niñito cristiano para matarlo, sacarle la sangre y hacer con eso ese pan raro que comen” le digo con resentimiento.
“¡Eso es mentira!” gritan varios a coro, las caras rojas, enojados, “¡Es mentira!”
“Mataron a Cristo! Mataron a Dios”, dije con perversidad y ya no miré a los maestros. “¿De dónde lo sacaste? ¿Quién te lo dijo?”, “Lo dicen todos, lo dicen mis maestros, lo dicen mis padres, mis hermanos, mis primos, los chicos de la cuadra y el que más lo dice es el cura, el monaguillo, lo dicen todos los domingos en misa...”. Difícil describir el revuelo, la indignación. Respondían ya sin esperar a que los señalara dándoles la palabra, argumentaban, se atropellaban. “En mi casa me enseñan que hay que ser bueno”, “Todos me dicen que no hay que pelearse”, “Nadie de mi familia nunca pero nunca mató a nadie”, “El pan ése de que hablás no se hace con sangre, eso no es verdad”, “La Biblia dice que no hay que matar”, “Tampoco mentir ni robar”, “A nadie, ni a los judíos ni a los cristianos” y así siguieron uno tras otro y yo los miraba encogiéndome de hombros diciendo, provocativamente “claro, qué me van a decir...” o “los judíos saben discutir” o “los judíos son inferiores porque no creen en Dios”, “En mi casa creemos en Dios” decía alguien pero yo proseguía atacando. Al cabo de un rato bastante largo -había perdido noción del paso del tiempo- decidí que el niño nazi (cuyo papel ya me quería sacar de encima) debía perder la discusión, que se lo merecían, pero que alguien debía darme un argumento lo suficientemente poderoso como para que eso sucediera. Y un chico dijo: “pero todas las personas somos iguales” y entonces bajé los brazos. “Acá terminó el juego, dije, me ganaron porque no sé qué decir a eso, tiene razón...”.
Tomé un poco de agua. Esperé a que se calmaran y entonces les pregunté cómo se imaginaban ellos que el niño nazi había llegado a creer todas esas falsedades respecto de los judíos. No supieron qué contestarme, pero era evidente que lo querían saber. Les hablé entonces de las cosas que a uno le dicen una vez y otra vez, una persona y otra persona, gente con autoridad, los maestros, los padres, los amigos, los chistes, los curas, los refranes, la televisión, y que se escuchan tanto que al final ya no se piensan si son verdad o mentira, que a uno se le van metiendo en la cabeza sin que uno se dé siquiera cuenta y que de pronto se encuentra pensando algo y creyéndolo sin saber bien de dónde lo sacó y sin importarle demasiado si es verdad o no. No se los dije en una oración como aquí, pero les dije todo eso y me tomé bien el trabajo de ver, por sus expresiones si me comprendían. Debido a que no estaba del todo segura, les dije: “Hablé tanto que no sé si fui clara, tal vez los aburrí o cansé, díganme ¿qué pueden aprender de todo esto?” y se hizo un silencio, un silencio denso, sumamente reflexivo, casi se los escuchaba pensar.
Desde la primera fila, una chiquita de no más de 9 años, menuda y tierna, murmuró por lo bajo: “que no hay que creerse todo lo que a uno le dicen”.
No podía dar crédito a mis oídos. “Por favor, repetilo en voz más alta”. Lo hizo: “QUE NO HAY QUE CREERSE TODO LO QUE A UNO LE DICEN”.
“Bien! Ahora decíselo al resto de los chicos, pero más fuerte que todavía no se escucha bien”. Se puso de pie y lo hizo. Después les pedí a todos que me ayudaran, que lo dijéramos juntos y bien fuerte así lo podían escuchar en toda la escuela y fue un coro inolvidable. Éramos unos treinta o treinta y cinco chicos y yo (no sé si los maestros nos acompañaban) gritando a voz en cuello
Q U E
C R E E R S E
T O D O
L O
Q U E
A
U N O
L E
D I C E N
que aún resuena en mis oídos.
Octubre de 1999. Bogotá. Colombia. Viernes al mediodía. Habían pasado casi dos horas. Esos chiquitos de entre 9 y 11 años habían aprendido una de las la lecciones más potentes para comprender el odio y la intolerancia, el fundamento del prejuicio: que no hay que creerse todo lo que a uno le dicen.
Y yo salí enriquecida, habiendo aprendido: que se puede hablar de la shoá a los chicos de un modo en que les importe, porque cuando se le habla a la gente acerca de algo que le importa, se compromete, se lo apropia.
Ellos me enseñaron a mí algo que los pedagogos saben y que uno a menudo olvida: que cuando un alumno no aprende, es el maestro el que no ha aprendido la manera de enseñarle a ese alumno.