Daniel Baremboim ama a Wagner. Ama su música y se interna en ella como un amante cariñoso e inquieto. Daniel Baremboim no ama las ideas de Wagner ni tampoco el uso que los nazis han hecho tanto de unas –las ideas- como de la otra –la música. Daniel Baremboim cree que la música puede separarse del hombre y de las ideas. Afirma que una cosa no tiene nada que ver con la otra, que una –la música- persiste y persistirá, mientras que la otra –el hombre y sus ideas- desaparecerá. Disculpa un poco las ideas de Wagner diciendo, con razón, que eran compartidas por muchos intelectuales, académicos, políticos y periodistas en la Europa de fin de siglo XIX y principios de Siglo XX. Es verdad. Todos recordamos que Gustav Mahler se convirtió al cristianismo para poder ser nombrado Director de la Opera de Viena. La película Sunshine nos ilustra con maestría sobre todo ello. Pero Daniel Baremboim sabe que su disculpa es frágil porque brota frente al acorralamiento de tantas voces en contra. Creo, como tantas personas que respetamos la libertad de expresión y de opinión y nos oponemos firmemente a la censura, que la música de Wagner puede ser tocada en cualquier lado. La conducta del presidente de la Comisión de Educación y Cultura del Parlamento israelí, Zvulum Orlev, de declarar a Daniel Baremboim “persona cultural no grata” hasta que pida perdón me parece excesiva. Sí creo que podría tomarse la situación como pretexto para reflexionar sobre los usos de la razón.
Coincido, como tantos amantes de la música, con Baremboim en la belleza de la música de Wagner. Pero, dado que tiene ese “valor agregado” evocativo lacerante de haber sido usada como fondo de la ignominia nazi, debiera anunciarse previamente su ejecución de modo que los eventuales asistentes tengan la posibilidad de elegir estar o no. Baremboim interpretó un trozo de la música de Wagner de manera sorpresiva, en un bis, como un acto de imposición forzada y provocación, como si dijera: “les voy a demostrar que debe imperar la razón”. Su argumentación posterior confirma esta hipótesis.
Creo que estamos asistiendo, otra vez, a la lucha de la razón pura contra toda la complejidad de lo humano. Porque, repito, Baremboim tiene razón. Pero se basa sólo en la razón y deja afuera lo que una persona es en toda su complejidad. No somos sólo razón. Nuestra capacidad de razonar está junto y en el mismo nivel de importancia que nuestras emociones, nuestro estado de salud física y mental, nuestros recuerdos y evocaciones, nuestras necesidades y vulnerabilidad. ¡Curioso que un músico haya dejado afuera estas características que son la materia prima de la sensibilidad estética!
Ya los nazis habían hecho lo mismo. Sobre la superchería de un supuesto “antisemitismo científico” y la tergiversación de cuantas ideas encontraban a su paso torcidas hacia sus propósitos –por ejemplo el “superhombre” nitzscheano- construyeron un cuerpo ideológico racional y lógico que llevó a la muerte, además de a seis millones de judíos, a varias decenas de millones de europeos.
Fue un razonamiento racional el que decía que lo que no sirve hay que extirparlo; decían que de este modo procedía la naturaleza, que no hacía reparos en juicios morales.
Fue un razonamiento racional el que determinaba que una sociedad sería perfecta si sus individuos fueran perfectos; que los arios eran perfectos mientras que los no-arios eran dañinos.
Fue un razonamiento racional el que trasladó el concepto lingüísto de “ario” a la esfera biológica. Se construyeron así, con un razonamiento racional, mapas y cartas en donde se alertada a la población acerca de las características físicas de los máximos exponentes de la malformación de lo humano perfecto: los judíos.
Fue un razonamiento racional el que decidió industrializar la muerte. Después de matar de a uno a un millón y medio de judíos al principio de la invasión de la zona rusa en junio del 41, evaluaron que el método no era racional: una bala-una persona era antieconómico y además los transtornos que sufrían los pobres miembros de los Einzatsgruppen que tenían que matar artesanalmente llenaban los escritorios de los jerarcas con cartas de protesta de sus familiares. Con un razonamiento racional inventaron las fábricas de la muerte así como los métodos para deshacerse de los cadáveres y de utilizarlos, racionalmente, hasta sus últimas consecuencias.
La shoá es el exponente máximo de la aplicación de la fría racionalidad sobre lo humano y la pretensión de construir la sociedad perfecta. Su apotegma más acabado es “el fin justifica los medios”.
En el sueño comunista de la Unión Soviética pasó algo parecido. La no consideración de lo humano –envidias, ansias de poder, corruptibilidad, inseguridades, religión, etc.-, la suposición de que la razón impera por sobre todo, llevó a un sistema de injusticia y arbitrariedad que contradecía, en su esencia, la misma razón de su existencia. La traición de los soviéticos al sueño comunista tiene que ver con su estricta sujeción a una supuesta racionalidad, a la expectativa de que el motor de la razón era el más poderoso y todos se someterían con agrado a él. Otra vez la sociedad perfecta frente a la imperfección del hombre.
Los argumentos de Daniel Baremboim son racionales. Lo que Daniel Baremboim olvida o no toma en debida consideración, es que los asistentes de sus conciertos son personas, no evaluadores objetivos de bellas construcciones armónicas, que la música se recibe por distintos receptores: oídos, piel, memoria. Algunos de ellos no pueden más que hervir de indignación cuando son expuestos a revivir el horror de ese modo tan primario gracias al poder evocador de la música.
Como han dicho otros ya: mientras haya un sobreviviente de la shoá vivo, dado que no podemos ahorrarle ningún recuerdo, ninguna humillación, ninguno de sus familiares perdidos, ahorrémosle al menos el intenso dolor de la evocación.