Ana Barón salió viva de la shoá. No está sola, hay otros que sobrevivieron. Escribió un testimonio que llamó “Todavía me pregunto ¿por qué?”. Tampoco es la única en hacerse esa pregunta. Como tantos “aparecidos de la shoá” querría saber por qué le pasó lo que le pasó, por qué salió viva de ese horror y toda esa muerte no la abandona, por qué su hermana y otros seres queridos no pudieron vivir, por qué la memoria no la deja en paz, por qué no pudo hablar durante tanto tiempo, por qué no entiende tantas cosas, por qué hay gente que no quiere escuchar, por qué hay gente que descalifica su dolor y sufrimiento, por qué la maldad, por qué la injusticia, por qué el olvido, por qué la arbitrariedad.
Ana Barón no es la única que se pregunta por qué. Ana Barón tampoco es la única que tuvo la fortaleza y la osadía de ponerlo por escrito. La acompañan en esta empresa, tan sólo en Buenos Aires, Genia Unger, Charles Papiernik, Jack Fucks, José Schicht, Iehuda Laufban......... y otros que, espero me disculpen por no nombrarlos pero mi memoria es también frágil a veces.
Todos ellos, igual que nosotros, los que nos acercamos a conocer sus experiencias, se preguntan, nos preguntamos: por qué. Estamos educados en la creencia de que el bien triunfa sobre el mal, de que la justicia reinará algún día, de que la civilización ordena y organiza la convivencia de los frágiles seres humanos. Y nos lo hemos creído.
Pensamientos voluntaristas, engañosos, frustrantes, que la experiencia insiste en desbaratar. No siempre triunfan el bien, la justicia y la convivencia. No siempre. Menos aún cuando el sistema político salvador nos promete que esta vez sí, esta vez se terminaron todos los problemas, esta vez tenemos la solución. A la humanidad nunca le fue bien con tales promesas. Los libros de historia están teñidos de sangre de las víctimas del “bien universal” y los poseedores de “la verdad”. No nos olvidemos que los nazis -ni los únicos, ni los últimos- prometían lo mismo.
He aprendido algunas cosas de la shoá. Unas poquitas, pero pueden ser útiles. Raquel Hodara suele decir que si algo ha enseñado la shoá es que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro ser humano. Es una enseñanza dura y al mismo tiempo poderosa que todavía espera ser enseñada en las escuelas.
También he aprendido que no nacemos ni buenos ni malos, que tenemos ambas potencialidades, que ciertas condiciones de vida pueden hacer crecer una o la otra. Así no más. Las religiones han intentado dominar la parte “mala” con la amenaza del castigo divino. Las leyes han intentado ponerle frenos con la amenzaa del castigo terreno. Ambas cosas, fuerza es reconocerlo, han tenido un éxito relativo en la sociedad. Las guerras, las ignominias, las injusticias, el hambre y la pobreza injustificados, la desesperanza, el desempleo creciente son prueba suficiente, a nivel planetario, de la estupidez y la irracionalidad de lo humano. Porque lo que dicen las religiones es bueno, así como lo que pregonan las leyes, pero siempre ha dependido de quién manipulaba tanto a la religión como a las leyes. Apoyados en la religión cristiana, por ejemplo, cuya doctrina tiene una raíz humanista de preservación de la vida, se ha cometido, entre otras cosas, el genocidio indígena en América. Se ha enarbolado la cruz y la espada para civilizar -léase: domesticar y esclavizar- a los infieles. Los poderes políticos conocen el poder de las creencias religiosas y los líderes hábiles han sabido siempre manipularlos para dominar a la masa que espera ser salvada.
Los sobrevivientes son testigos privilegiados de lo “mejor” de la irracionalidad humana. Finalmente han decidido romper su silencio de decenios y contar lo que vivieron. Cada testimonio es una pieza más de este muestrario de abyección.
Ana Barón produjo un testimonio escrito fresco, espontáneo, por momentos ingenuo pero siempre revelador. Tenía doce años cuando su mundo se desplomó y habla desde esa edad, con esa mirada que ha conservado casi intacta. Con palabras simples, sin pretensiones ni ínfulas, nos abre las puertas de su mundo de adolescente, de sus vergüenzas e ilusiones. La desnudez, los piojos, el hambre, la piel, la desprotección, la desolación son temas que encara sin pudor, como si nos abriera una hendija oculta para que podamos espiar.
Nos habla de la Transnistria, (¿conocía usted este campo?) un campo de concentración en Rumania (hoy Ucrania) y de Pichora, un campo de muerte de donde fue rescatada. Sí, fue rescatada por dos ucranianos pagados por el Joint a quienes contrató su madre que había quedado fuera del campo. Cuenta las experiencias en escondites, en los dos campos, la degradación corporal cotidiana y, al mismo tiempo, la milagrosa solidaridad, no sólo entre los prisioneros sino la que venía de algunos ucranianos.
Sí. Auschwitz no fue todo. Además de Auschwitz hubo otros campos.
Sí. Muchos ucranianos fueron asesinos y colaboradores, pero no todos. Hubo también ucranianos que ayudaron, que salvaron, que se arriesgaron.
El ser humano no resiste explicaciones simplistas, no se reduce a malo o bueno, blanco o negro. El ser humano emerge del relato de Ana Barón, en su complejidad no siempre comprensible, siempre milagrosa y sorprendente.
Permítaseme agregar un “por qué” a los ya planteados más arriba: ¿Por qué, o, mejor dicho, cómo han podido los aparecidos de la shoá seguir viviendo, sobreponerse, volver a caminar? ¿Cuál es la fuerza que los ha alentado a sostenerse? ¿De qué materia misteriosa estamos hechos los seres humanos que somos capaces de tanto (en los dos sentidos, claro, en los dos sentidos)?
En su última página dice “Debo agradecer esta segunda oportunidad que me dio la vida de poder sonreír sin forzarme de tener inquietudes, de continuar hambrienta por aprender todo lo que no sé y por abrir mis manos y mi corazón....”
Ojalá podamos nosotros abrir las manos y el corazón a vos Anita, a vos Genia, a vos Jack, a vos Charles, a vos Iehuda, a vos José..., a todos los que nos quieran contar.
Ojalá podamos.