Otras cosas

Tres veces quién soy (cuento)

No puedo más. Si querés, seguí vos sola, dijo Crismarie en su huida del consultorio. ¿Qué hacemos con los Krumfuss? atinó a preguntar Mónica en el pasillo.

Hacé lo que quieras, respondió con los ojos cerrados Crismarie.

Mónica volvió donde la pareja seguía sentada y les informó que seguirían con la evaluación el próximo viernes.

La mujer se levantó mansamente y regresó a su habitación seguida por el hombre. Mientras la extraña pareja despareja se iba por el pasillo, volvió a rescatar a Crismarie, refugiada en el otro consultorio.

¿Cómo estás? ¿qué te pasó? No sabía cómo dirigirse a ella. Recién se habían conocido al final de la carrera compartiendo la evaluación de los Krumfuss.

¿Cómo estás? ¿qué te pasó? Repetía en su cabeza Crismarie. ¿Qué contestar? ¿podía confiar en una mujer que era casi una desconocida? Por otra parte ¿qué mejor que una desconocida para contarle, alguien que no tuviera nada que ver con ella, que probablemente comprendiera poco, pero que la escucharía sin juzgar?

Lo que pasa es que ni bien comprendí lo que estaba pasando, sentí un malestar que me fue cubriendo hasta que no pude más. Llegó un momento en que dejé de escuchar, sólo quería huir. Esa mujer, ese hijo...

A ver, tranquilizate, no entiendo nada, masculló Mónica ¿querés contarme? Es viernes, tenemos un ratito, vení, volvamos a nuestro consultorio y nos hacemos un café.

Crismarie agradecida por recuperar el aire, maniobraba con las cosas del café sabiendo que ni bien se sentara, contaría todo. Mónica, la veía moverse mientras, en su intento de comprender lo sucedido, pasaba revista a la situación que acababan de dejar atrás. La paciente que habían visto, Mercedes Epuyén, internada hacía una semana, había venido a la entrevista con su marido, Gunther Krumfuss. Gente de pocas palabras, de silencios planos, sin preguntas, no hicieron fácil la conversación. Generaba curiosidad su disarmonía física: Mercedes retacona, tosca y compacta, piel y ojos color pacha mama, pelo de alambre contrastaba con Gunther dorado, rubicundo y corpulento, un oso de ojos celestes, piel lechosa y panza de cerveza. “Psicosis puerperal” encabezaba la hoja de la historia clínica. En los datos registrados constaba que después del parto no sólo no había reconocido a su hijo ni lo había querido alimentar, sino que había intentado asfixiarlo. La pasividad de Mercedes y su gesto reservado no encajaban con esa descripción. Con paciencia, calidez y cuidado las dos aspirantes al Servicio Social consiguieron reconstruir la crónica de la tragedia. Mercedes vivía en El Bolsón, en el seno de una comunidad mapuche evangélica. Gunther llegó un día de Buenos Aires con el sueño de levantar una hostería con sus manos. Al cabo de dos años necesitó una mucama para ponerla en funcionamiento. La única que se ofreció fue Mercedes. Verlo y enamorarse fue todo uno. Nunca antes había estado cerca de un hombre tan luminoso. Le hacía acordar a esa estampita del niño Jesús que escondía en el forro de su libro de rezos. Un niño Jesús rosado, rubio y con ojos claros. Igualito a Gunther. El invierno es largo en El Bolsón, las noches frías y solitarias. Mercedes, mansa y feliz, quedó embarazada. Decidieron casarse. “Diosito mío, que sea igual a la estampita” rezaba día tras día, “cuando todos lo adoren, yo no lo voy a esconder, voy a dejar que lo vean y lo toquen. Otro milagro será, como cuando la Virgen María”. Se dormía beatíficamente viéndose junto a su Dios rubio rodeada del resto de sus hermanos en estado de éxtasis.

Negro como la noche negra, sombrío como su piel, oscuro como su estirpe, pelo de alambre, ojos de azabache, olor y sabor a tierra, bajo el signo de la pacha mama y de todos sus antepasados, así nació su hijo. Ni una palabra. Ni un solo sonido. Una ojeada, el recién nacido todo lo que recibió de Mercedes fue una fugaz ojeada, un parpadeo de incredulidad y después la ausencia. Ése no era su hijo. Ése no.

Fue en ese momento del relato arduamente reconstruido que Crismarie se había puesto de pie huyendo del consultorio con su No puedo más. Si querés, seguí vos sola.

¿Estás mejor?, le preguntó Mónica recibiendo el café.

Una se pasa la vida esquivando la que se viene, murmuró después de tomar un sorbo Crismarie, y de pronto, cuando menos lo esperás, se te aparece un espejo del que no te podés escapar.

¿La mapuche y el alemán, un espejo para vos? No entiendo ...interrumpió Mónica.

Tampoco yo, y la miró a los ojos con expresión de provocación: soy judía.

¿Judía? ¿Vos? Pero ... ¿y eso qué tiene que ver? ¿judía? ¿no era que estabas haciendo este curso para tu tarea de catequista en la parroquia?

Sí, pero soy judía... en realidad no, bueno, ése es el tema. No sé quién soy, no sé qué soy, no sé para qué lado tirar, me siento desgarrada.... No es que me siento como Mercedes Epuyén sino como algún día se va a sentir su pobre hijito, ése que por haber nacido oscuro ya es culpable para toda la eternidad.

Vamos Crismarie, ¿de qué me estás hablando? ¿qué bicho te picó? Además, ¿no te llamás Acassuso? ¿Qué judío se llama así?

Tenés razón, pero es mi apellido de casada, mi marido es católico apostólico y romano, como se debe, misa los domingos en la catedral de San Isidro, Yacht Club, casa de campo, estancia, cura confesor, todo lo que te imaginás, pero yo me llamo D´Argent.

¿Y? ¿No es un apellido francés?

Sí, claro, y gracias a eso me pude casar con Norberto Acassuso del Valle Heredia. Para la sociedad argentina, lo francés es chic y distinguido. Nunca se dieron cuenta de que éramos judíos. Encima D´Argent quiere decir “de plata” y el chiste es que vengo de una familia de banqueros, gente tan rica que hasta teníamos escudo familiar.

Mónica hablaba por primera vez en su vida con alguien rico, verdaderamente rico. Había mirado a Crismarie con el ligero desprecio que apenas encubre la envidia con que un intelectual de clase media mira a un oligarca. Era la concheta de San Isidro, chupacirios, algo afectada y superficial. Y ahora resultaba judía...

Pero, ¿por qué dejaron de ser judíos? preguntó.

Cuando mis padres llegaron a la Argentina, a fines del 41, decidieron que ser judíos era malo, que había sido la causa de sus sufrimientos, que a partir de entonces serían cristianos.

¿Y lo decidieron así como así? ¿y en 1941 llegaron? Pará, me estás diciendo muchas cosas todas juntas, ¿cómo hicieron?

El cónsul de Portugal que estaba en Bordeax les dio visas y así pudieron subir a un barco con rumbo para Sud América.

Un tipo como Schindler, ¿no?

¿Y ése quién es? quiso saber Crismarie.

Un alemán que salvó a muchos judíos, ¿no viste La lista de Schindler?

No, no la ví, pero ¿vos? ¿qué sabés de esto?

Lo que sabe cualquier judío, contestó riendo Mónica.

¿Vos? ¿judía? ¿Pero tu apellido no es Thalermann, Thalermann con dos enes ...?!

¿Y qué hay con eso?

¿No era que los apellidos que terminan en man y tienen dos enes son los de los alemanes no judíos?

Es una de las estupideces que se creen en Argentina, como si así pudieran asegurar quién es judío y quién no, ese miedo al contagio, explicó con cansancio de siglos Mónica.

Mirá las cosas que creía... Cada día me entero de algo sobre los judíos que no sabía. ¿Sabés que nunca antes había hablado con un judío?

Mónica no podía dar crédito a sus oídos: ¿Nunca antes habías hablado con un judío? ¿cómo hiciste? A mí me da la impresión de que estamos por todos lados. Enfin. Lamento decirte que no tuviste demasiada suerte al encontrarte conmigo, tengo mis propios problemas, en especial respecto de eso. Pero, decíme, todavía no entiendo nada. ¿Qué te puso tan mal? ¿qué tenés que ver con la pareja que vimos?

Es que me siento católica, católica por todos lados, es lo que aprendí, es en lo que me crié. Mis padres entendieron pronto que si querían volver a vivir bien, en la Argentina era indispensable no ser judíos. Nunca se habló de esto en casa, ni tampoco de nuestra familia judía. Me mandaron al Mallinkrodt como corresponde y allí me vinculé con la gente de la sociedad, me casé con una familia llena de vacas pastando en grandes campos y tuve ocho hijos como la Iglesia manda. Hace seis años me separé, ya grande como ves, y una tarde encuentro en casa de mamá, un álbum de fotos que nunca había visto. Había en él personajes vestidos de una manera extraña, con largos sobretodos negros, sombreros y barbas, porte erguido y orgulloso, mirada profunda y desafiante. “¿Quiénes son?” le pregunté a mamá, “mi abuelo y su hermano” fue su respuesta y me arrancó el álbum de las manos. “¿Por qué están vestidos así?” insistí. Sin poder huir, tomando la copa de un trago después de tantos años de guardar el secreto, me dijo: “Mi abuelo y su hermano eran rabinos”.

¿Así te lo dijo?

Sí, de golpe, como un cachetazo, de frente y sin respirar. Me quedé muda por unos minutos y a medida que me iba dando cuenta de la dimensión de lo que acababa de escuchar seguí “¿y por parte de madre también sos judía? ¿y papá? ¿y sus padres? ¿y los tíos?” y todos, absolutamente todos nuestros antepasados habían sido judíos. Todavía no me daba cuenta de que yo también era judía. Todavía no me preguntaba qué me hacía judía. ¿La sangre? Al final era lo mismo que decían los nazis. No podía salir de mi estupor. Todos mis antepasados judíos. Judíos ricos, judíos encumbrados, judíos respetados y reconocidos y valorados como judíos. ¡Judíos!, esos judíos que yo había aprendido a despreciar, de los que había aprendido a sospechar, a desconfiar por taimados, por traicioneros, por miserables, por comunistas, por capitalistas y por materialistas, por haber matado a Cristo, por no reconocer al verdadero hijo de Dios, y ahora resultaba que todo eso era yo. Pero yo no era así, no soy mala, no soy amarreta, no soy traicionera. ¿Era judía? Y si lo era ¿en qué me convertía ser judía? ¿y mi amor por la Iglesia? ¿todo se había perdido? ¿qué era? ¿dónde estaba?. El padre Agustín, mi confesor, fue un ángel guardián esos días. Me decía que habíamos seguido el mismo camino de la historia, que con nuestra conversión habíamos reconocido la verdadera religión, dónde estaba el verdadero mensaje de redención, que no me sintiera mal, que yo nunca había faltado a la verdad, que no saber no era pecado, que Dios me amaba como a su criatura más querida, que mi trabajo de catequesis, mi fe y mi entrega le eran preciosas.

Mónica nunca había escuchado un relato así. Dos veces en el mismo día. Dos relatos de desubicación, de desclasamientos, de desesperados intentos de aceptación, dos tragedias argentinas.

¿Le contaste a tus hijos? atinó a decir ocultando sus pensamientos.

Sólo a dos, a Rosario, la mayor y a Juan Manuel, el tercero.

¿Cómo reaccionaron?

A Rosario no le importó, me dijo que no me hiciera tanto rollo, que no tenía ninguna importancia y Juan Manuel se enojó, me insultó, se puso a gritar, me dijo que no quería escuchar más, que me callara la boca, que le había mentido, que lo dejara tranquilo.

¿Y qué vas a hacer con los demás?

Nada, ¿qué querés que haga? ¿querés que me odien los otros también? No voy a hacer nada...

¿Y tus amigos... alguien más sabe?

Sólo se lo conté a Finita, la de los Aguirre Ayala, y se quedó muda la pobre...Creo que ella se lo contó a otra gente porque ya hace un tiempo que siento algo cuando estamos juntos, no sé, hay algo que ya no es como antes, no sé si se cuidan al hablar, si me miran de una forma especial o soy yo que estoy susceptible por demás.... Fijate lo que me pasó hoy, me sentí como si Dios me hubiese enviado a esta gente como una burla, como si me dijera “vos sos como ese pobre bebé, tan diferente de cómo tendría que haber sido, como ese chiquito vos estás buscando en los espejos cuál es tu color, cuáles tus olores y melodías y no pude más”

Ya era tarde, más de las cuatro. Mónica pensó que si no se iba, no tendría tiempo de preparar todo. Además quería irse. Como antes Crismarie del consultorio, quería irse. Ahora era ella la que no podía más.

Te llamo el domingo, dijo mientras se ponía el tapado, me gustaría que nos encontremos, tenemos mucho de qué hablar.

Por cierto, dijo Crismarie, nunca antes había hablado con una judía,, sos la primera,

Sí, ya me lo habías dicho.

Ya sé, pero es que no tenés nada que ver con lo que esperaba. Sos igual que cualquiera.

Esta vez la huida fue de Mónica. Igual que cualquiera. Vaya comentario. ¿Qué será eso de ser como cualquiera? Si supiera, se dijo sin ironía. No tuvo que esperar mucho el colectivo. Por suerte pudo sentarse. El camino desde San Justo hasta su casa era largo. Tenía mucho tiempo para pensar. Crismarie la había enfrentado con crudeza con esa imagen que los antisemitas tenían de los judíos: dinero, dinero, dinero. Judíos ricos, judíos usureros, judíos esquilmadores. Viviendo entre judíos se pierde de vista la vigencia de estas ideas. ¡Ricos! Justo a ellos...! Si hasta su apellido era una parodia del prejuicio. Thalermann, Thalermann con dos enes.

“No puedo más, si querés seguí sola”, había dicho Crismarie. Sus palabras le volvían y se acoplaban al traqueteo del colectivo. ¿Qué es no poder más? ¿Escapar? Hay situaciones que no tienen escapatoria. Podía predecir las preguntas de Crismarie, la no-cristiana, la judía nueva, sus búsquedas, sus desgarramientos y tentaciones, peleas y reconciliaciones, ecos de otras preguntas de otros judíos en otros tiempos, en otros lugares. Huir del rechazo, huir de la injusticia y la arbitrariedad. ¿Cómo huir de este mundo expulsivo y deshumanizado? Huir, ¿adónde? ¿qué era ser como cualquiera?

Veía pasar unos paisajes pobres, tristes, sin ilusiones. Muchas de las calles no estaban asfaltadas y la lluvia había dejado lodazales a los costados de la ruta. Se estremeció al revivir los meses pasados en lo más hondo de la miseria en aquella villa alejada de toda esperanza, bajo un techo de chapas incompleto. Sentía una dolorosa hermandad con la gente que veía a través de la ventanilla. Quién le hubiera dicho no mucho tiempo atrás que ella sabría de la falta de agua corriente, de estar todos en una pieza, de cocinar con una garrafita un guiso aguachento o polenta, de no tener papel higiénico o baño. La caída había sido abrupta. Fueron cayendo, cayendo en un pozo negro que no parecía tener fondo. Primero el cierre del negocio de Pedro, después, en una vorágine, el cambio de escuela de los chicos, borrarse del club, quedarse sin seguro médico, sin teléfono y sin cable. No poder pagar el alquiler ni la luz ni el gas. Contar moneditas. La calle. Los días a la intemperie. El fracaso. La humillación. La vergüenza. La entrada en ese otro mundo que les solía ser tan lejano, el mundo que está siempre del otro lado de la vidriera, el de los pobres, el que era siempre de los otros. La aparición de Daniel aquella tarde en la villa, su oferta, su mano tendida, fue como la llegada del mesías. ¿Hay alguna familia judía?, preguntó cómo hacía siempre y la gente lo guió hasta donde estaban. Palmeó las manos, sonrió un shalóm y los rescató del barro, los devolvió mínimamente a la vida que conocían. Velo tras velo la oscuridad se fue corriendo. Pedro volvió a trabajar, los chicos a la escuela, tuvieron lugar de recreación, seguro médico, una red fraterna donde recibir consuelos. Nunca habían sido religiosos. Se habían burlado de muchas de las prácticas de los ortodoxos a quienes veían como fósiles anacrónicos y despreciables. Judíos nominalmente, de alguna cena en familia en Pesaj y Roshashaná, vivían igual que cualquier familia de clase media de Buenos Aires. Iguales que cualquiera, había dicho Crismarie. Era verdad. Como tantos iguales a ellos, judíos y no judíos, la clase se les había ido agujereando y fueron resbalando y perdiendo sustento, dignidad y respeto. Eso era la falta de trabajo y la miseria. La llave con la que pudieron salir vino en la mano de la religión. ¿Qué importaba pagar ese precio? ¿quién se los podría reprochar? ¿A quién dañaba que rezaran, que respetaran el sábado, que se cuidaran con la comida, que se encerraran más y más en su pequeño mundo de ropas grandes, oscuras y pudorosas? Nadie más había ido por ellos, ninguna otra mano se les había brindado. ¿Qué más que agradecimiento y aceptación podían devolver? Extrañaba, claro está, a algunos de sus amigos con los que ya no podían estar porque no comprendían el cambio, los criticaban, los acusaban de haberse vendido por un plato de lentejas. Seguían hablando como lo habían hecho ellos mismos unos meses atrás. ¿Podían comprender cómo era dormir en un portal sin saber qué iría a ser de ellos a la mañana siguiente? ¿Por qué les molestaba que no aceptaran su comida cuando los iban a visitar? ¿Por qué insistían en invitarlos los viernes cuando sabían que no podrían ir? ¿Para qué reunirse con ellos si en sus miradas veían la burla y el desprecio? La que había sido su mejor amiga, Perla, cada vez que podía le decía que no entendía cómo aguantaba estar siempre con mangas largas, cerrada hasta el cuello, con las polleras amplias y oscuras, que parecía una monja, una vieja triste y opaca, que dónde había quedado su alegría, su desparpajo, la frescura con la que se reía siempre... Eso mismo se preguntaba Mónica. ¿Dónde había quedado? ¿Quién se la había robado? Claro que se acordaba de aquellos días, de sus bromas, de la vida que parecía que iría a seguir por siempre y siempre igual. Claro que extrañaba aquella libertad de vestirse, ir y venir, decir y hacer lo que le pareciera. Pero nunca se lo confesaría a Perla ni a nadie.

Hay cosas que uno no quiere decir.

Hay cosas que uno no puede decir.

Hay cosas que uno no sabe decir.

Tres mujeres tanteando en la oscuridad, buscando justificaciones a la pregunta de por qué.

Sin darse cuenta había llegado a su casa, un sencillo departamento de dos ambientes en San Martín. Ya era casi las seis de la tarde. Puso el mantel blanco sobre la mesa, los platos, los vasos, los cubiertos, los candelabros y las velas. Sacó de la heladera la comida y encendió el horno. Desenvolvió una jalá dorada que colocó sobre una bandeja. Fue al baño. Abrió la ducha. Se sacó los zapatos, una a una las prendas que tenía puestas y quedó desnuda. El vapor del agua iba enturbiando el espejo. Se sacó la peluca y se puso a llorar.

BAREMBOIM-WAGNER: CUANDO LA RAZÓN NO BASTA.

Daniel Baremboim ama a Wagner. Ama su música y se interna en ella como un amante cariñoso e inquieto. Daniel Baremboim no ama las ideas de Wagner ni tampoco el uso que los nazis han hecho tanto de unas –las ideas- como de la otra –la música. Daniel Baremboim cree que la música puede separarse del hombre y de las ideas. Afirma que una cosa no tiene nada que ver con la otra, que una –la música- persiste y persistirá, mientras que la otra –el hombre y sus ideas- desaparecerá. Disculpa un poco las ideas de Wagner diciendo, con razón, que eran compartidas por muchos intelectuales, académicos, políticos y periodistas en la Europa de fin de siglo XIX y principios de Siglo XX. Es verdad. Todos recordamos que Gustav Mahler se convirtió al cristianismo para poder ser nombrado Director de la Opera de Viena. La película Sunshine nos ilustra con maestría sobre todo ello. Pero Daniel Baremboim sabe que su disculpa es frágil porque brota frente al acorralamiento de tantas voces en contra. Creo, como tantas personas que respetamos la libertad de expresión y de opinión y nos oponemos firmemente a la censura, que la música de Wagner puede ser tocada en cualquier lado. La conducta del presidente de la Comisión de Educación y Cultura del Parlamento israelí, Zvulum Orlev, de declarar a Daniel Baremboim “persona cultural no grata” hasta que pida perdón me parece excesiva. Sí creo que podría tomarse la situación como pretexto para reflexionar sobre los usos de la razón.

Coincido, como tantos amantes de la música, con Baremboim en la belleza de la música de Wagner. Pero, dado que tiene ese “valor agregado” evocativo lacerante de haber sido usada como fondo de la ignominia nazi, debiera anunciarse previamente su ejecución de modo que los eventuales asistentes tengan la posibilidad de elegir estar o no. Baremboim interpretó un trozo de la música de Wagner de manera sorpresiva, en un bis, como un acto de imposición forzada y provocación, como si dijera: “les voy a demostrar que debe imperar la razón”. Su argumentación posterior confirma esta hipótesis.

Creo que estamos asistiendo, otra vez, a la lucha de la razón pura contra toda la complejidad de lo humano. Porque, repito, Baremboim tiene razón. Pero se basa sólo en la razón y deja afuera lo que una persona es en toda su complejidad. No somos sólo razón. Nuestra capacidad de razonar está junto y en el mismo nivel de importancia que nuestras emociones, nuestro estado de salud física y mental, nuestros recuerdos y evocaciones, nuestras necesidades y vulnerabilidad. ¡Curioso que un músico haya dejado afuera estas características que son la materia prima de la sensibilidad estética!

Ya los nazis habían hecho lo mismo. Sobre la superchería de un supuesto “antisemitismo científico” y la tergiversación de cuantas ideas encontraban a su paso torcidas hacia sus propósitos –por ejemplo el “superhombre” nitzscheano- construyeron un cuerpo ideológico racional y lógico que llevó a la muerte, además de a seis millones de judíos, a varias decenas de millones de europeos.

Fue un razonamiento racional el que decía que lo que no sirve hay que extirparlo; decían que de este modo procedía la naturaleza, que no hacía reparos en juicios morales.

Fue un razonamiento racional el que determinaba que una sociedad sería perfecta si sus individuos fueran perfectos; que los arios eran perfectos mientras que los no-arios eran dañinos.

Fue un razonamiento racional el que trasladó el concepto lingüísto de “ario” a la esfera biológica. Se construyeron así, con un razonamiento racional, mapas y cartas en donde se alertada a la población acerca de las características físicas de los máximos exponentes de la malformación de lo humano perfecto: los judíos.

Fue un razonamiento racional el que decidió industrializar la muerte. Después de matar de a uno a un millón y medio de judíos al principio de la invasión de la zona rusa en junio del 41, evaluaron que el método no era racional: una bala-una persona era antieconómico y además los transtornos que sufrían los pobres miembros de los Einzatsgruppen que tenían que matar artesanalmente llenaban los escritorios de los jerarcas con cartas de protesta de sus familiares. Con un razonamiento racional inventaron las fábricas de la muerte así como los métodos para deshacerse de los cadáveres y de utilizarlos, racionalmente, hasta sus últimas consecuencias.

La shoá es el exponente máximo de la aplicación de la fría racionalidad sobre lo humano y la pretensión de construir la sociedad perfecta. Su apotegma más acabado es “el fin justifica los medios”.

En el sueño comunista de la Unión Soviética pasó algo parecido. La no consideración de lo humano –envidias, ansias de poder, corruptibilidad, inseguridades, religión, etc.-, la suposición de que la razón impera por sobre todo, llevó a un sistema de injusticia y arbitrariedad que contradecía, en su esencia, la misma razón de su existencia. La traición de los soviéticos al sueño comunista tiene que ver con su estricta sujeción a una supuesta racionalidad, a la expectativa de que el motor de la razón era el más poderoso y todos se someterían con agrado a él. Otra vez la sociedad perfecta frente a la imperfección del hombre.

Los argumentos de Daniel Baremboim son racionales. Lo que Daniel Baremboim olvida o no toma en debida consideración, es que los asistentes de sus conciertos son personas, no evaluadores objetivos de bellas construcciones armónicas, que la música se recibe por distintos receptores: oídos, piel, memoria. Algunos de ellos no pueden más que hervir de indignación cuando son expuestos a revivir el horror de ese modo tan primario gracias al poder evocador de la música.

Como han dicho otros ya: mientras haya un sobreviviente de la shoá vivo, dado que no podemos ahorrarle ningún recuerdo, ninguna humillación, ninguno de sus familiares perdidos, ahorrémosle al menos el intenso dolor de la evocación.

SOBREVIVIR AL FARAÓN - Pensamientos para Pésaj

Una de las tradiciones judías ha sido el sentarse a pensar en qué consiste la condición judía. Siglos de argumentaciones en distintos idiomas y cambiantes geografías y la cuestión sigue sin tener una respuesta unívoca. Algunos están convencidos de que se trata de una religión. Otros que es una cultura. Unos que es un pueblo, otros, una nación. Están hasta los que creen -no sólo los nazis- que se trata de una cuestión genética. Así, somos judíos porque nacimos, judíos porque nos lo dicen, judíos porque lo sentimos, judíos porque nos duele, judíos porque no hay otro remedio, judíos porque nos gusta, judíos porque nos señalan... en infinitas variedades de ser y sentirse judío. Los que lo niegan y hasta los que dicen “soy de origen judío”, que no se sabe si quiere decir, “no soy judío” o “mi familia es judía y yo no” o “nací judío pero yo no lo soy” y también los que no viven como judíos y no les importa, ni lo cuestionan ni lo piensan. Son tantos los matices, colores y diferencias de una misma trama que, lejos de mí la idea de tratar de definir la condición judía. Para lo que a mi vida-y este artículo-concierne, soy judía y así está bien.

Pero los judíos -les guste o no a los antijudíos, les guste o no a algunos judíos, lo sepa o no la mayoría de la gente- hemos dejado algunas improntas indelebles en la civilización occidental. Tal vez sea presuntuoso - aunque, ¿por qué no serlo?- pero hemos sido en cierta manera los propulsores de cosas tales como la importancia de la dieta alimentaria y de la higiene, de la lectura y la escritura como actividades del hombre común, del razonamiento y la argumentación, de la discusión y el respeto por el que más sabe, del humor frente a la catástrofe y la vulnerabilidad humanas, de la comedia musical, de los latkes, el gefilte fish y los beigalej, de las idishes mames, de Groucho Marx y Woody Allen. Vaya hazaña la del pueblo judío! Hemos conseguido que muchos de nuestros valores pertenezcan a toda la civilización. Pero todavía falta. Y lo que falta no es misión exclusiva de los judíos, pero es algo de lo que venimos hablando hace muchísimo tiempo, mucho antes de que existiera lo que hoy se llama la civilización occidental.

Dice Mark Twain en un texto sorprendente publicado en 1899 (1):

“Si las estadísticas son correctas, los judíos constituyen sólo el 1% de la raza humana. Este número revela que son una insignificante y ligera mota de polvo de estrellas en el destello de la Vía Láctea. Ciertamente, el Judío debería pasar desapercibido. Pero se lo ve y escucha. Y siempre se lo ha visto y escuchado.

Es tan prominente en el planeta como cualquier otro pueblo. Tomando en cuenta su pequeñez numérica, su importancia comercial fuera de toda proporción es sorprendente. Sus contribuciones a la lista mundial de grandes nombres en literatura, ciencia, arte, música, finanzas, medicina y pedagogía exceden también toda suposición.

En todas las épocas ha protagonizado una lucha maravillosa y lo ha hecho con las manos atadas a su espalda. Podría sentirse envanecido consigo mismo y ser disculpado por ello.

Los egipcios, los babilonios y los persas aparecieron, llenaron con sonido y esplendor el planeta, luego se desvanecieron en la materia de los sueños y desaparecieron.

Los griegos y los romanos los siguieron y también hicieron mucho ruido y también se fueron.

Otros pueblos han surgido y sostenido sus antorchas en alto por un tiempo. Pero también se agotaron y permanecen en alguna nebulosa o han desaparecido.

El Judío los vio a todos. Los venció y está ahora como siempre estuvo, sin exhibir ninguna decadencia, ningún deterioro debido al tiempo, ningún debilitamiento de sus componentes, ningún retardo en sus energías, ningún aplacamiento de su mente alerta y activa.

Todas las cosas son mortales menos el Judío. Todas las otras fuerzas pasan, pero él permanece”.

Y me pregunto y es lo que quiero proponer a los lectores para este número especial de Pesaj, si esta capacidad de permanencia no será también una característica de la condición judía, de ésa que, como dije antes, es tan difícil hablar. Permanencia significa fuerza, determinación, firmeza, convicción, valores. Dicen nuestros sabios: “Si sobrevivimos al faraón, sobreviviremos también a esto”.

¿Qué es “esto”?

“Esto” puede ser cualquier cosa.

“Esto” es todo aquello que uno cree que no va a poder soportar.

“Esto” es ese desafío mayor de la vida, ese gran obstáculo frente al cual oponemos la suprema decisión de seguir viviendo.

“Esto” es hoy, nuestro país, nuestras agudas y dolorosas circunstancias que nos sumergen en el desánimo y la desazón.

“Esto” es el dolor de ver la nueva fragmentación familiar de los hijos y nietos que se van ante esta realidad expulsiva.

“Esto” es el clima de desánimo y desesperanza generado por la ruptura del pacto social y la desconfianza en cualquier figura e institución públicas.

¿Qué hacer frente a este “esto” en estos días de Pesaj?

Pesaj nos recuerda que fuimos esclavos en Egipto.

Pesaj nos despierta del letargo y la parálisis, un sentimiento de impotencia que no puede generar nada.

Pesaj nos susurra que hay que defender al débil y al oprimido y hacerle un lugar en nuestra mesa.

Pesaj en la mesa familiar, los olores, los gustos, las caras que vemos en la luz de las velas, el orden de las cosas que evoca la permanencia, lo que está igual, lo que seguirá igual. Aunque en la mesa falten manjares, ojalá que todas las mesas puedan ser cubiertas con un mantel blanco y que las familias puedan compartir un trozo de matse y kneidlaj, un guefilte fish hecho de merluza y cebolla y dos velas.

Pesaj, estamos juntos y hablamos de las cosas que están y seguirán igual.

Está y seguirá igual el respeto por los valores familiares, el amor filial, la amistad y el matrimonio.

Está y seguirá igual la voluntad del diálogo y la resolución de conflictos mediante la conversación.

Está y seguirá igual el amor por la lectura, por la música y por la escritura.

Está y seguirá igual la consideración por los viejos -que así sea, porque ahora los viejos somos nosotros- y el ideal de verdad, justicia y dignidad para todos.

Alguno tal vez piense que soy una ilusa, que el enunciado de estos valores es sólo retórico, que los estamentos que deciden por nosotros no atienden más que a su propio beneficio, que nos están pasando por encima. Tiene razón. Soy una ilusa. Pero querría que todo lo que me da felicidad de la condición judía, que es la condición humana hecha libro -más enunciada que cumplida, es verdad- siguiera siendo un faro de luz, que se instalara y siguiera estando para todo el mundo.

El martes 26 de marzo estrenaremos el documental “Aquellos niños”. Hablamos allí de todas estas cosas, y no en el aire sino corporizadas en personas que saben lo que dicen porque la vida las ha doctorado en experiencias de avasallamientos y abyección. Pero estos sobrevivientes hablan sobre las personas que hicieron posible su supervivencia, los justos, los salvadores, los que se atrevieron allí donde la mayoría se asustaba. Son ellos, los rebeldes, los incorruptibles, a los que acudo cuando siento flaquear mi confianza en el género humano. Hay gente sensible, inteligente y valiente en este mundo tan golpeado. Es más: hay gente buena.

En la cena de Pesaj, saquemos de los armarios los utensilios y platos limpios de jametz pero también démosle una pulidita a nuestros viejos valores, los más simples, los que hacen que la vida valga la pena, regocijémosnos con ellos y transmitámoselos a nuestros nietos antes de que nuestros hijos se los lleven lejos de nuestros abrazos.

A guitn Peisaj far alemen: zai far cristn zai far idn! (Buen Pesaj para todos: sea cristianos, sea judíos).

(1)Sobre el pueblo judío. Mark Twain, Harper´s Septiembre 1899. Este artículo fue escrito como respuesta a un fuerte antisemitismo en los Estados Unidos. Compañías importantes no admitían judíos. Tampoco ciertas universidades los recibían o, al menos, limitaban su ingreso a estrictos cupos de admisión. Gente “respetable” como Henry Ford y Thomas Edison, expresaban abiertamente sus sentimientos antijudíos.

Psicotectura o arquiterapia: la reforma de mi casa

Publicado en "La obra" de "Arquitectos de la Comunidad", libro de Rodolfo Livingston.

“No sabés en qué te metés”

“A mí me costó mi matrimonio”

“Es lo más parecido a una experiencia psicótica”

“El polvillo, el polvillo es lo peor, se te mete por todos lados”

“Tener gente extraña todo el tiempo, perdés la privacidad, te invaden, hacen ruido”

“Lo mejor es alquilar algo y mudarse”

“Uno siempre se pelea con el arquitecto o el constructor. Tiene ideas fijas, no les importa lo que uno quiere sino su proyecto. Preparate a luchar”

“No tomes ninguna decisión importante porque vas a estar con los cables pelados todo el tiempo y no vas a poder pensar con sensatez”

Los peores augurios, las miradas más lastimeras, los suspiros más profundos, es lo que recibíamos ni bien anunciábamos nuestra intención de emprender una reforma en casa. En el imaginario popular, basado en muchas experiencias, una reforma es casi sinónimo de hecatombe.

A punto de terminar con la mía (con pintores en la casa bordando las penúltimas puntadas y un ejército de colocadores entrando y saliendo), estoy en condiciones de contar otra historia. Tal vez mis condiciones no fueron las habituales: además de nuestra entusiasta disposición, estuvimos en compañía de gente que lo ha hecho posible.

El llamado.

“¿Podría hablar con el arquitecto Livingston?”

“Soy yo”

“Lo llamo porque estamos pensando en una reforma en casa”

“De eso trabajo”

“Antes que nada, ¿tiene experiencia en terapia de pareja?”

“....Lo mío es la arquitectura. Le sugiero que consulte a un psicólogo”

“Nosotros necesitamos un psicotecto”

No me acuerdo cómo siguió el diálogo. Tal vez Rodolfo pensó que quería interesarlo diciendo algo fuera de lo común. Si pensó eso, estaba en lo cierto, pero además, con la aparente ligereza que permite una broma expresé lo que creía que necesitábamos. Lo llamé con muy pocas esperanzas porque el tema de la reforma venía siendo una fuente de conflictos y sufrimientos en mi matrimonio por lo menos en los últimos quince años. En un rincón de mi alma, temía –tal cual me había sido pronosticado- que nuestra pareja no sobreviviría a esta ordalía[1].

Hicimos la cita consabida después de que me informara del método de trabajo.

“Mejor a la mañana temprano” dije pensando en hacerle a mi marido una propuesta que le incomodara menos. “Si pueden, vengan todos los que conviven y traigan el plano de la casa”

La primera entrevista.

Casi no hablamos hasta llegar al estudio. Creo que los dos temíamos reabrir viejas heridas y discusiones sin salida. Un mediador, eso era lo que necesitábamos, alguien que nos permitiera conversar. En los meses previos habíamos convenido que nunca más hablaríamos a solas sobre el tema. Por razones que escapan al propósito de estas notas, se tocaban áreas sensibles y tan vulnerables que nos hacía imposible el encuentro. ¿Si hablar nos resultaba tan dolorosamente difícil, qué hacer? Finalmente decidimos establecer un “alguien” con quién lo pudiéramos hacer. “Un arquitecto” dijo mi marido. “Nadie conocido” dije yo, “nadie que quede enredado en nuestras dificultades”. “Alguien creativo, inteligente y abierto, que tenga experiencia en reformas y que no sea caro” retrucó él. “Tiene que resultarnos confiable y creíble” terminé yo (como soy yo quien escribe me doy el gusto de terminar la conversación).

Habíamos leído artículos escritos por Livingston. A ambos nos había parecido de una sensatez meridiana. Sabíamos que algunos de los problemas de nuestra casa resultaban de “remiendos” hechos sin un criterio de conjunto, “para ahorrarnos el costo de un proyecto”, “realizado por amigos o conocidos” con quienes había sido tan difícil negociar por temor a que se ofendieran, además nos estaban haciendo un favor. Propuse a Rodolfo. Estábamos de acuerdo. “Buena señal” pensé ligeramente sorprendida por lo fácil que había sido.

Creo que era un viernes. La cita era ocho y media de la mañana. “¿Cómo será el estudio de este arquitecto tan famoso?” me anticipaba. Ansiosos, expectantes tocamos el timbre. El edificio se veía sencillo, como de los cuarentas. No era nada modernoso ni pretencioso. “Buena señal” volví a pensar. Ascensor, puerta, timbre y nos abre Rodolfo himself con aspecto de recién bañado, el pelo mojado, la cara fresca escudriñándonos con curiosidad mientras nos hacía pasar. Dos ambientes espaciosos, luminosos, mesa grande, estanterías con carpetas de muchos colores, una computadora, objetos, fotos... “¿un café?” y nos tendió un puente para esos momentos de reconocimiento y ubicación.

Nos escuchó con atención. Tomó algunas notas. Nos informó de su método. Aceptamos emprender la primera etapa. En algún momento entró Victoria, la joven arquitecta que en otros encuentros y llamados telefónicos sería una especie de manantial cristalino. Con su sonrisa sin recelos nos cantó un “¡hola!” abierto.

Nos decidimos. Se venía nomás la primera etapa.

Concertamos la visita a casa para la conversación, las fotos y las tomas de medidas. “¿Qué tal el sábado de la semana que viene?”, le propusimos, “es un día que todos estamos en casa, relajados, con todo el tiempo del mundo”. Le gustó y convino con Victoria la visita para ese día, nos entregó una carpeta verde con todo el plan, el método de pago, una reglita muy mona, su tarjeta y nos fuimos. Estábamos bien. Nos había gustado la propuesta, el estilo. Le creímos.

La visita a casa.

Puntual, tocó el timbre a las 9 de la mañana. Aunque era diciembre, todavía no hacía mucho calor. Rodolfo vestía un pantalón blanco, zapatos cómodos, una camisa colorida y llevaba una carpeta de color azul y una cámara de fotos. Así era el efecto que yo necesitaba para mi casa: ligero, fresco, informal y alegre. La cosa venía bien. “¡Qué linda cuadra!” fue su primer comentario. Me gustó que inaugurara la mañana con esas palabras, me sonaron a “ustedes me gustan”.

“Victoria llega en un rato con el metro. Yo empiezo a tomar las fotos” y lo fuimos llevando por todos lados, parándonos detrás de él intentando ver nuestra casa con sus ojos nuevos, midiéndola, evaluándola, temiendo su crítica o un juicio severo, buscando indicios en sus gestos para ver si le gustaba, si le encontraba posibilidades. Después de tanta controversia, no teníamos mucha esperanza de que podríamos tener una casa parecida a lo que a ambos nos gustaba. ¿Qué iría a pensar de nosotros, de nuestra vida, de nuestros gustos? Esperábamos de Rodolfo algo así como una sentencia, tal vez una promesa de que algo del sueño se podría llevar a cabo. Disponíamos de un monto de dinero limitado y nuestros ingresos no nos permiten pensar en los tan conocidos “adicionales” que hacen de una reforma, un precipicio económico.

Llegó Victoria y empezó a hacer su propio recorrido tomando medidas minuciosamente y registrando cada medición.

Después vino la conversación. Nuestros sueños, nuestros deseos, qué nos gustaba, qué no nos gustaba, cómo nos veíamos. Algunas cosas nos resultaron fáciles, lo teníamos claro. Otras nos sorprendía, nos hacía volver a pensarnos viviendo allí, viéndonos en la vida que nos gustaba llevar. Algunas respuestas de los demás nos convalidaban, otras nos sorprendían. Volví a pensar que uno cree que conoce a su familia y hay tanto de cada uno que no sabemos. La gran sorpresa fue que nuestros sueños no sólo no eran divergentes ni diferentes sino absolutamente complementarios. “Pucha” pensé con dolor ”todo este tiempo estábamos queriendo lo mismo” y empecé a mirar a mi marido con otros ojos. Volví a sentir que nos habíamos elegido, que lo volvería a hacer, que tras casi veinticinco años de camino juntos llevando adelante la empresa de la vida, codo a codo, hacía mucho que habíamos dejado de mirarnos de frente. La conversación con Rodolfo nos recuperó en nuestra mirada. “Esto del psicotecto o arquiterapeuta funciona” pensé con humor. “Alguna vez se lo voy a contar”.

Nos deliramos sin limitaciones ante la divertida mirada de esta especie de fauno travieso que no parecía temerle a nada y que nos estimulaba a volar.

“Vienen las fiestas, en estos días el trabajo es irregular. Lo dejamos para enero. A fin de enero me voy a Cuba, pero las distintas propuestas estarán listas antes de que yo me vaya, los llamo. Si yo no estoy, les entrega Victoria”.

Así fue. Rodolfo había dejado la cosa en marcha y se había tenido que ir. Hice una cita para retirar las propuestas y llevármelas para nuestras vacaciones en febrero.

La entrega de propuestas.

Llegué al estudio con una ansiedad que volaba. Rodolfo nos había avisado que lo que vendría serían diferentes alternativas que considerarían los deseos de todos en un plan de reforma de toda la casa. De eso, una vez elegido lo que nos gustara, podríamos decidir qué se haría. Que el proceso era un contínuum, que debíamos mirar los dibujos, pensar, re-elaborarlos, ver qué nos gustaba y qué no de cada uno, en qué nos veíamos reflejados y en qué no y que con ello empezaríamos los ajustes hasta llegar al proyecto deseado. Yo sabía todo eso pero esperaba EL proyecto, terminado, con moño y todo. Esperaba que al desplegarse los dibujos ante mí yo me quedara boquiabierta ante la visión de mi sueño hecho realidad. Lo que Rodolfo me había dicho me había entrado por una oreja y había sido despedido sin trámites ni demoras por la otra. No estaba preparada para lo que vi. ¡Me tiran abajo la casa! ¡Están locos! ¿Para eso le pagamos? ¿De dónde vamos a sacar plata para pagar eso? ¿y dónde vamos a vivir si lo hacemos? La taquicardia me aturdía. Sin aire, con algo de vértigo, miraba los dibujos que Victoria, tostada y descansada al regreso de sus vacaciones, desplegaba y explicaba. Escuchaba como quien ve una película en un idioma que no entiende sin cartelitos abajo que traduzcan. Estaba en shock. Para no parecer una completa idiota, de vez en cuando preguntaba algo, alguna nimiedad, un pretexto para que la pobre Victoria no se quedara hablando sola sin ningún eco. Me quería ir. Hacía fuerza por no llorar, por no expresar mi rabia. Quedaba mal. Me decía “pará, Rodolfo te avisó, esto no es definitivo, esto recién empieza”. Igual que hablarle a la lámpara. Recordé el parto de mi primer hijo. Aunque sabía todo lo que iría a pasar, contra toda expectativa, lo que yo esperaba era ese bebé de seis meses de las propagandas, gordito, terminadito, sonriente y haciendo ajó para la foto. El momento en que vi por primera vez a mi primer hijo, ese momento tantas veces anticipado, fue una mezcla de vivencias, extraño, yo estaba ahí y al mismo tiempo no estaba, la cosa no era como secretamente había anhelado, el dolor había sido de verdad, los ruidos, las conversaciones, mis sensaciones, estaban lejos de lo que solía imaginar cuando me veía teniendo a mi primer hijo. Encima, después del parto, con el bebé ya nacido, había que volver a pujar para expulsar a la placenta. Yo ya me quería ir, quería amamantarlo, quería ser esa imagen que tantas veces había visualizado de la madre incondicional, amantísima, maravillosa. Había quedado ahí, sola conmigo, a los veintiún años, con las pedestres sensaciones de frío, confusión, estupor tan poco románticas, tan poco cinematográficas. Recordaba las palabras de Rodolfo anticipándome algo de todo esto. Pero nada, sorda a mí misma, frustrada, aturdida, la saludé a Victoria y me fui arrastrando los pies.

Llegué a casa y tenía varios llamados en el contestador. Mis amigos, parientes, conocidos, todos querían saber “qué dijo Livingston”. Al único que llamé fue a mi marido. “¿Y?” preguntó. “No sé, lo tenés que ver” respondí desanimada. Entendió. “¿No te gusta?”. “No, no es eso –pretendí explicar- no entiendo, es como poner una bomba y hacer todo de nuevo. Me parece que me angustia” y hablando empecé a entender algo. Si la propuesta era un cambio tan absoluto, si mi casa debía ser tanto cambiada, entonces mi casa, lo que yo había elegido, armado, sobado, adornado, todo eso no valía nada, nuestras decisiones habían sido una sucesión de barbaridades, la cosa no tenía arreglo, ¿nosotros no teníamos arreglo? Fue sorprendente descubrir el grado de identificación que tenía con mi casa, hasta dónde la confundía con nosotros mismos. Estos sentimientos fueron cambiando con la decantación del shock.

Esa noche compartimos nuestro desaliento. “Si la cosa es así, me parece que no conviene hacer nada. Tasemos la casa, pongámosla en venta y compremos algo que ya esté hecho y se parezca más a lo que queremos”. Y esa propuesta me hizo recuperar la ilusión. Especialmente ese redescubrimiento de acuerdos esenciales al interior de nuestra relación. Dentro de la desilusión reinante, fue un regalo inesperado: a los dos nos pasaba lo mismo. Ésta fue una consecuencia no buscada en todo el proceso y nos resultó altamente benéfica porque nos unió en la sólida convicción de buscar y elegir cosas similares.

Empezó el camino de las citas con las inmobiliarias, las tasaciones, las opiniones, las dificultades del mercado, las visitas a casas en venta en el rango del dinero disponible... Fueron largos meses de avances y retrocesos. Nuestra casa no era fácil de vender, necesitaba del “novio” como les gustaba decir a los agentes inmobiliarios. Por otra parte, lo que íbamos viendo estaba más lejos de lo que queríamos que nuestra querida, defectuosa y propia casa. Mientras, cada vez que salía al patio y veía ese rincón con plantas que me regalaba flores en todo momento del año, me ponía a llorar. “Me gusta ese rincón” me dije un día aunque sabía que no se trataba de eso, que el rincón se podría rehacer en otro lado. “De acá no me quiero ir” pensé en un momento y la idea no me dejaba hasta que la pronuncié en voz alta, me la escuché y se lo dije a mi marido. Curiosamente, otra vez estuvimos de acuerdo. “Llamemos a Rodolfo” dijimos. Y lo volvimos a ver.

Los ajustes.

Volvimos al estudio de otra manera. Nadie nos preguntó la razón de la demora en volver a llamar, nadie nos miró con crítica ni con prevención. Me sentí rara y al mismo tiempo bien, centrada otra vez. Señalamos qué de las propuestas nos venía bien, qué queríamos, qué no queríamos de ninguna manera, cuál era nuestro límite económico y energético. Rodolfo escuchó atentamente, asentía de a ratos, tomaba notas, preguntaba alguna cosa y volvía a tomar notas. Las ideas se fueron acotando, delimitando. Nos estábamos entendiendo. Nuestras objeciones eran tomadas como si fueran sensatas. Sentí que éramos respetados, atendidos. No vi ninguna sorpresa en Rodolfo. En ese momento me di cuenta de que su expectativa era precisamente lo que estaba sucediendo, que viniéramos con ideas concretas, mejor dibujadas, que una vez vistos algunos proyectos posibles, una vez aceptado ese universo tan revolucionariamente modificado, estábamos en otras condiciones para decir qué nos venía bien. Eso hicimos. El diálogo fue fluido, conciso. Hablábamos en plural sin miedo: habíamos cambiado los “yo creo” defensivos por un “nos gustaría” asumido y frontal. Nos miré en este proceso y no solamente el proyecto volvió a ser soñable sino que nuestra pareja se me reveló con otra luz. Después de conciliábulos con amigos y familiares, traíamos ideas, propuestas, sugerencias que fueron escuchadas y tomadas muy en cuenta.

“Bueno”, concluyó Rodolfo, “ya está. Ahora déjennos juntar todo esto y los llamamos”. Me asusté. ¿Y qué tal si lo que proponían había que cambiarlo, o tocar algo? “Pero... qué vas a hacer?” atiné a murmurar. “Hay un momento en que tenés que confiar” me dijo el psicotecto Livingston: “es éste”.

El proyecto final.

Llegamos a la cita mucho más tranquilos. Habíamos aprendido que nada es definitivo, que todo se podía volver a pensar, que el diálogo era el contexto de lo que estaba sucediendo, que no había nada que temer, que estábamos con gente inteligente y, especialmente, buena gente.

Nos gustó mucho lo que vimos. Esta vez sentí que era precisamente lo que quería. Después de largos meses a la deriva, me sentía como cuando el vigía en las tres carabelas gritó “¡tierra!”. Era un proyecto pequeño, acotado a uno de los espacios de la casa, el central, el de la convivencia, del encuentro y se habían considerado todas la molestias y había modificaciones sensatas, bellas y que generaban un espacio acorde con nuestra vida. Mirando para atrás, las penurias previas se veían absurdas.

“Ahora si quieren hacer la obra, necesitan los planos de obra”.

Los queríamos. Arreglamos la plata y la fecha de entrega.

“¿Nos podés recomendar algún constructor?” le pedimos, “alguien como vos, buena gente, que no cobre mucho, que obre con sensatez y sea confiable”.

“Tengo a alguien así, cuando retiren el plano de obra, lo hablamos”.

Los planos de obra.

Recibimos los planos de obra con los cassettes. Una tarde de sábado, desplegamos los planos en la mesa de la cocina y pusimos el primer cassette. Paso a paso, primero Rodolfo, después Victoria, nos fueron llevando de la mano por el plano, por los detalles, por las resoluciones, las alternativas y se fueron anticipando a nuestras dudas, preguntas y consideraciones. Quedamos agotados pero al cabo, teníamos la obra en la cabeza. Rodolfo tenía razón: podríamos ser nosotros los directores de la obra. No sé si somos buenos alumnos o qué, pero nunca más escuchamos los cassettes. No fue necesario.

La constructora.

“Pechi, Pechi Cabrera se llama” nos dijo Rodolfo, “es una arquitecta que ha hecho muchas obras mías, es buena persona, inteligente, sensata y tiene dos virtudes invalorables: cumple el plazo y no tiene adicionales. Yo no cobro nada, se las recomiendo porque me lo pidieron”. No necesitábamos más. La llamamos y fuimos a conocerla munidos de los planos y cassettes.

Nos cayó muy bien. Fresca, frontal, abierta, expeditiva, de esa gente que te mira bien a los ojos y te da fuerte y firme la mano. Nos gustó a los dos. “Déjenme ver lo que hay que hacer y los llamo”.

Nos llamó, nos visitó y luego nos presentó un plan de trabajo, honorarios y plan de pagos, todo escrito, claro, sin espacios oscuros ni malos entendidos, hasta había estimaciones de costos de elementos que debíamos comprar nosotros (revestimientos, sanitarios, etc) para que pudiéramos tener un panorama general de los gastos a considerar. Junto a ella estaba Bruno Cammilli, su colaborador, una persona de sonrisa amable y mirada aguda y tierna.

“¿Cuándo empezamos?” respondimos casi sin consultarnos a nosotros mismos. Ya habíamos asumido que estar juntos hacía casi veinticinco años no había sido por casualidad o inercia (mi amigo Eduardo citaba a su tío Elías quién decía: hace cuarenta y siete años que nos peleamos con mi mujer y todavía hay gente que cree que nos llevamos mal).

Estábamos en julio (casi siete meses después de la primera entrevista con Rodolfo). “La primer semana de agosto les viene bien?” sugirió Pechi. “¡Hecho!” respondimos.

LA OBRA

Prodromos. La cosa empezó unos días antes. Había que vaciar completamente los lugares donde se emprenderían las tareas. Una mudanza. Cajas, planificación, plástico para envolver, cinta plástica para pegar. “¿Dónde está la tijera?” fue el grito de guerra que rebotada en las paredes que se iban quedando desnudas. Agolpamos todo en un espacio y mudamos a otra habitación los enseres de cocina (microondas, hornito eléctrico, cafetera, platos, cubiertos) que nos serían necesarios durante la transición. Nos redistribuimos tratando de ocasionarnos las alteraciones menos incómodas. Estábamos todos de acuerdo. Todos sabíamos que la experiencia no sería fácil y, sin habérnoslo dicho, se nos veía decididos a sufrir lo menos posible. No digo que la familia Ingals –no damos con el physique du rol-, pero no estábamos tan mal.

Caen paredes. El lunes por la mañana, a la hora convenida, recibimos el pelotón de demolición. “Va a haber mucho ruido” nos había anticipado Pechi. Hubo. Hubo verdaderamente mucho ruido. Yo era la única que estaba en casa casi todo el día porque es donde llevo acabo mi labor profesional. Los demás llegaban a la noche y hacían la recorrida inquisitiva con el consabido “¿qué hicieron hoy?” y yo pasaba el parte del día.

Tirar paredes es dramático, rápido y conmovedor. De pronto cada cachito de pared guarda algún momento, una escena que uno teme desaparezca de la memoria. “Tengo fotos” es el pensamiento tranquilizador, “ese día sacamos fotos”. Pero igual, es un momento de despedida, de concreción evidente de un cambio que se avecina. Hasta ese momento la cosa había sido en dibujo, imaginación, sueños. La maza golpeando, los cascotes y el polvillo, eran pesadamente reales.

Y la casa se empieza a transformar y muy violentamente aparecen paredes nuevas, nuevos recorridos, ventanas que no existían, puertas que ahora son paredes... Uno no puede recorrer ese espacio de memoria como lo había hecho hasta ese momento. Como quien reaprende los primeros pasos, se van caminando uno a uno los cambios, incorporándolos, imaginando cómo se verá cuando esté terminado, cuando uno ya esté sentado y todo otra vez en su sitio. Pero no será “su” sitio, será un nuevo sitio y a uno no le da la cabeza para visualizarlo. Es demasiado.

El equipo técnico. En una sucesión rápida aparecen hombres de todos tamaños y estilos: albañiles, electricistas, plomeros, colocadores, descolocadores, en fin, un ejército cotidiano. Poco a poco se van aprendiendo los nombres, los lugares, a reconocer cada una de las miradas. Curioso, nunca me sentí invadida. No tengo dudas de que Pechi elige a la gente con la que trabaja porque no puede ser casualidad la buena onda, la armonía, el espíritu de concertación constante que reinaron en todo el transcurso de la reforma. Y a esto puedo agregar al carpintero, al herrero, al porteroelectrólogo, los pintores, los fabricantes de los muebles de la cocina, los colocadores de las distintas cosas que empezaron a aparecer, todos sin excepción, de buen talante, serios, responsables y, en general, cumplidores.

A mí me encantaba ver a una mujer al frente de semejante ejército. Firme, amable, muy inteligente, allanaba las dificultades, hacía posible lo que se veía difícil. El temido pronóstico de peleas con el constructor, de adicionales, de incumplimiento, se deshizo estrepitosamente. Se puede hacer una obra de otra manera. Doy fe.

Los días de tormenta (o de tormento). Y no es que no hayan pasado cosas. Un día se inundó todo, era sábado, ya no había nadie. Entramos en pánico. Una rejilla estaba tapada, además se veía muy chica y cuando metimos la mano, el caño era sí de chiquito. “Ya nos pasó” pensamos, “nos estafaron, nos pusieron cualquier cosa, total uno no ve lo que hay adentro y después vienen las sorpresas”. Desalentados esperamos que alguien viniera en nuestra ayuda. En pocos minutos llegó Bruno, destapó el obstáculo y, como miraba con enojo la rejilla, le preguntamos qué pasaba. Dijo “esta rejilla no va acá, además el caño tiene que ser más ancho, no sé cómo no nos dimos cuenta, esto es una barbaridad!” y mi marido y yo nos miramos y el alivio nos acarició mansamente.

“Me equivoqué”, “esto está mal” o cosas por el estilo, son un bálsamo en una reforma. Los augurios habían sido que los constructores vienen envueltos en una capa de soberbia, que creen siempre que hacen todo bien, que nunca aceptan un error y menos hacerse cargo económicamente. Llamen a gente como Pechi y Bruno y sufran por otra cosa (la vida misma ofrece suficientes razones si uno las busca con prolijidad). Como la tormenta de la rejilla, varias otras se presentaron, pero se solucionaban.

Mi trabajo no es reformar casas, de modo que cada dificultad se me aparecía como un problema insalvable, me daba mucho miedo. Después de varias veces de ver cómo se volvía a romper lo que ya se había roto y compuesto para re-tocar otra cosa que se había tocado y que se lo tomaban con tranquilidad, empecé a entregarme yo al placer demiúrgico de la creación. Las paredes no son como el cuerpo de uno. Lo que se rompe se arregla y si se hace bien no quedan cicatrices. Perdida la santidad de la pared construida –templo pequeño burgués de una ilusoria seguridad-, empecé a mirar mi casa con una mirada renovada. “¿Y si tiramos esta pared también?” me deliré un día. Yo misma no podía creer lo que proponía. Claro, era un adicional, pero se evaluó, se presupuestó y decidimos hacerlo.

¡Help! Acá otra vez volví al estudio de Rodolfo, a ver cómo se seguía, qué ideas y todo en el mejor de los climas, distendidos, sonrientes, me tranquilizaban porque yo creía que estaba abusando, que lo de ellos ya había terminado y no me correspondía nada más. Varias veces me dijeron que acudiera a ellos siempre que quisiera, que las consultas estaban incluidas en lo que había pagado, que me sintiera libre. Y volví varias veces con otros temas, con pisos, con colores, con preguntas, y había chistes, historias, chispeantes conversaciones y siempre Cuba y Fidel y el malecón y a veces Victoria u otra gente que pasaba por ahí y se quedaba prendida en la charla.

Una vez vuelto a pensar algún detalle, la cosa seguía con Pechi. Y llegó el momento de tomar decisiones de artefactos, objetos, griferías y las mil y una cosa que hay que colocar. Siempre que se lo pedimos, Pechi nos acompañó, nos asesoró, supo qué preguntar y a dónde ir. Fue, en este segundo momento, nuestra asesora y confidente, siempre –perdón con la insistencia, pero es importantísimo- con amabilidad y buen talante. Y la cosa se va haciendo un poco más personal y uno va empezando a tener otras conversaciones y otros lazos. La reforma de una casa sucede en el interior de la vida, saca afuera lo que hay, lo lindo y lo no tanto y el constructor ve todo y no es indiferente de quién se trate porque uno no exhibe con facilidad su intimidad ante alguien que no resulte confiable. Otra vez la aceptación, la no crítica como antes con Rodolfo, fue el piso sin el cual no se habría podido caminar con esta fluidez.

No todo fue un lecho de rosas. No puedo decir que pasamos estos casi tres meses alegremente. Tuvimos nuestros días, nuestras nubes y lluvias. También algunas tormentas. Pero sabíamos que escamparía al rato y escampaba. Cosas que faltaban, cosas que sobraban, cosas que no salían como nos habíamos imaginado y había que acomodarse, cambios sobre la marcha, limitaciones existentes en la casa....como éstas, hubo situaciones que nos pusieron en un borde del que nunca nos caímos. Uno aguanta, pero también puede cansarse. Uno se cansa de estar apretado, incómodo, de no comer comida cocinada en la casa (parece mentira: yo creía que comer siempre comida comprada era una de las maravillas del mundo y hete aquí que no, que me moría por hacerme un bife a la plancha o una sopita de verduras), de no tener sus lugares, de cerrar puertas para que no entre el polvillo, de circular por la casa como un extranjero. Y si bien tuvimos bastante suerte con el cumplimiento de los plazos de algunas entregas, otros se retrasaron y uno se impacienta y siempre ese temor de que nos dejen colgados, de que no vengan. Sí, no fue una fiesta. Pero, las prevenciones de nuestros conocidos habían sido tan malas que lo que pasamos fue leve. Eran tantas mi ganas de habitar una casa que tuviera que ver con nosotros, con nuestra vida, que nada me parecía demasiado grave de soportar y no es que yo sea una persona complaciente.

El disfrute del viaje. En el transcurso de los días empecé a dejar de temer por cómo iría a quedar. Me encantaba lo que estaba pasando. Me iba a la noche, cuando el silencio y la soledad hacían que el espacio fuera mío, sin testigos, sin otra luz que la que venía de afuera, y me paraba en los distintos rincones. Los sobaba con golosa anticipación, imaginaba cómo nos veríamos ocupando los nuevos espacios, rodeados de los tan poco tradicionales colores que nos habíamos animado a poner. ¿Seríamos diferentes en ese espacio diferente? ¿Habría sido este proceso un encuentro sorpresivo de nuevas alternativas? “No te hagas ilusiones” me decía enseguida, “somos quienes somos y seguiremos siendo quienes seremos”. Enseguida me contestaba: “Hay escenarios que pueden generar mejores cosas que otros. La casa nos cobija pero también nos constituye, nos convoca, nos provoca. En esta casa me va a gustar mucho más vivir”.

Casi casi, para darnos el alta de la arquiterapia.

Aprendí cómo sobrevivir a una reforma

Aunque no conozco la dinámica interna de otros procesos, me imagino qué cosas podrían llegar a devenir en serias dificultades. Acá, además de sobreviviente encarnada, pongo en juego algunas cosas que conozco por mi trabajo (soy psicóloga, especializada en terapia de pareja y familia).

Se requiere de la firme decisión de emprender el cambio. Decisión que debe ser unánime y no conseguida bajo presión de ninguna especie. Si alguien no quiere, si alguien lo ha aceptado por estar bajo un chantaje emocional, tarde o temprano se cobrará la factura: sabotajes, discusiones, desplantes, síntomas varios, infelicidad segura.

En las familias suele haber bandos. Los activos y los pasivos. Los rápidos y los lentos. Los ocurrentes y los apáticos. Los revolucionarios y los conservadores. Cada categoría implica estilos, visiones del mundo, acercamientos, distancias, tempos. Así como el saciado no comprende al hambriento, el que está en uno de los bandos no comprende bien a quien está en el otro. No sólo la unanimidad en la decisión de la reforma, también se requiere una acomodación mutua –si es que no se había hecho antes- a las diferentes formas de ser. Esto se expondrá a diario durante la reforma, en cada decisión, en cada paso nuevo. No es fácil. Tampoco imposible.

Es necesario, como me dijera Rodolfo, tener la capacidad de entregarse en un punto y confiar. Gente demasiado susceptible, paranoica o temerosa, tendrá grandes dificultades en cerrar los ojos y dejarse llevar. Los peligros que siempre sospechan que pueden concretarse, les hará muy difícil de sobrellevar los momentos ambiguos del proceso, las esperas, las cosas que salen mal (siempre hay cosas que salen mal), especialmente, la imperfección de los seres humanos. No digo que sea imposible, pero para gente patológicamente desconfiada, una reforma puede ser fuente de gran sufrimiento. También pueden tomarlo como una oportunidad que les brinda la vida de ver si se puede jugar de otra manera. Esto me lleva a otro requisito.

El espíritu deportivo. Sin él me imagino que la cosa puede ser demasiaaaado cuesta arriba. No sólo la meta, sino también el camino, de eso se trata. Cada momento, hasta los frustrantes, es un momento de eso que se ha emprendido y que implica tanta energía, ilusiones, temores y expectativas. Es como si uno estuviera de viaje conociendo un lugar exótico: atención a los olores, las sensaciones, las carencias, las nuevas valoraciones, los reconocimientos. El espíritu deportivo nos permite explorarnos mientras vamos cambiándonos en nuestra propia casa.

Aprendí algunas dificultades que deben enfrentar los arquitectos y constructores.

La visualización. Los dueños de casa no somos arquitectos, no estamos entrenados en pensar en volúmenes, no sabemos jugar con desestructuraciones. “A un tonto no le muestres media obra” solía decir mi abuela. Somos, en general, tontos visuales. Los arquitectos tienen una capacidad de visualización que el común de la gente no tiene, no estamos entrenados. Qué difícil debe ser ayudarnos a ver lo que ellos con imaginar les basta.

Las distintas voces. En nuestra sociedad, la mujer, incluso la que desarrolla una actividad fuera de su casa, sigue siendo la reina del hogar. A ella le competen la caja chica, las decisiones cotidianas, el orden y la limpieza, la ropa, la comida, la cocina, las relaciones con la familia y los amigos. La usuaria principal de una reforma es la mujer. A menudo, supongo, es el motor del cambio. El hombre suele asumir una posición más conservadora y empieza a interesarse con la entrada de los electricistas, los plomeros, los gasistas, los “tubólogos” y “cañólogos”, es decir, los que se ocupan de lo que quedará “adentro” de las paredes, lo estructural.

Cada uno de los miembros de la pareja requiere ser escuchado, respondido y tranquilizado. Sea que sigan el patrón clásico, sea que hayan inventado uno propio.

Un gran maestro en la terapia familiar, Carl Whitaker, decía “si querés que la familia vuelva a su sesión de terapia, cuidado con la mamá, no la enojes”.

¿Sólo una casa? La reforma de una casa de familia es mucho más que eso. No se trata sólo de paredes, ladrillos, marcos, pisos, bloques, estructuras, volúmenes y alternativas. Se trata de algo vulnerable, débil, asustado, se trata de gente. Gente común, gente más o menos, como lo es todo el mundo, gente que sabe algunas cosas y muchas otras no, gente que puede unas pocas cosas y muchas otras no. Gente con limitaciones, con pudores, con emociones. Gente que anhela el cariño y el reconocimiento –igual que los arquitectos, constructores y todos los demás. Gente que hace lo que puede y que a veces pide demasiado porque olvidan que los arquitectos, constructores, etc, también son gente como ellos, igualmente vulnerables, débiles y asustados.

Por todo eso, los dueños de casa necesitamos que nos guíen con mano firme pero cariñosa, hacia los escenarios posibles. Recuerden lo fácil que podemos herirnos –tanto como los arquitectos, constructores y todos los demás- y lo difícil que nos resulta confesarlo –tan difícil como a los arquitectos, constructores y todos los demás-. Estas dificultades, si no se pueden compartir, se expresan de otras maneras (malhumor, desplantes, dificultades en el pago, desacuerdos, etc) y a menudo no son comprendidas –probablemente, igual que les pase a los arquitectos, constructores y todos los demás- .

Para Pechi y Rodolfo, que nos guiaron con mano amable y firme, nos respetaron, aceptaron, contuvieron, nunca nos hirieron, nos confesaron algunas cosas, generaron dulces complicidades y nos hicieron –en tiempo y forma- la casa que queríamos.

[1] Las ordalías eran las pruebas a que la Inquisición sometía a algunas personas para ver si estaban poseídas por el diablo. Había ordalías del fuego, del agua, etc. Por ejemplo, se ataba una pesada piedra a una persona y se la echaba amordazada y maniatada a un lago. Si no sobrevivía era porque estaba poseída.

Memoria Activa, discurso 2001

No se puede pelear todas las batallas ni protestar por todas las injusticias. Lo que sí se puede es, al pelear por una, por la que uno siente próxima, no olvidar establecer la necesaria conexión que hay con otras cosas. Vivimos un momento particular de la historia de la humanidad sobreviviendo a la caída de varios muros.

En la Shoá, quizás el principio de este fin, la caída del gueto de Varsovia, de los otros guetos, de la construcción de las fábricas de la muerte y junto con ello, la noción aterradora de que ya no queda nada, que no hay crueldad ni iniquidad que los humanos no puedan hacer y además justificar. Cayó el muro de la vergüenza.

El muro de Berlín, símbolo último de la última de las fracasadas utopías sociales que alentaban cierta esperanza en los desposeídos y alejados de toda posibilidad e igualdad. Con ello, la caída de las ilusiones, ya nada se puede esperar, es el mundo del capitalismo globalizado, del sálvese quién pueda, del matar o morir, del éxito a cambio de cualquier cosa. El único Dios venerado es el santo inversor al que no hay que enojar ni preocupar. Cayó el muro de la esperanza.

Con la vergüenza y la esperanza se nos cayó el sueño del progreso y la racionalidad, y sucumbimos a la tecnología, al pragmatismo y al inhumano todo vale. Nos van vaciando los ideales en este nuevo mundo de incluidos y excluidos. Los excluidos no tienen lugar ni en los planes ni en las estadísticas. Son los nuevos desaparecidos. En este mundo de novedades desgraciadamente no tan nuevas, junto a los neo-nazis y a los neo-liberales, tenemos a los neo-desaparecidos.

¿Qué hace uno como ser humano, como argentino, como judío o, como en mi caso, como hija de sobrevivientes de la Shoá? ¿Qué hace con la responsabilidad que uno tiene? ¿Cómo pensar, cómo responder a todo esto, cómo incluirse? Los sobrevivientes de la Shoá me han enseñado y me han hecho pensar mucho en la conducta de los testigos, los no-judíos de los territorios ocupados, los que se jugaron y salvaron gente, los que fueron indiferentes, los que no se atrevieron a hacer nada, los que se fueron dejando llevar por los hechos hasta verse envueltos, muchas veces sin quererlo, en un camino sin retorno. Me han enseñado que debemos anteceder la reflexión a nuestra conducta, que no podemos darnos el lujo de actuar sin pensar, porque cada uno de nosotros es responsable por toda la sociedad.

Pero uno empieza a pensar recién cuando siente el agua al cuello. Mientras el agua va subiendo, uno se inventa estrategias para seguir a flote, necesita un tiempo hasta darse cuenta de que está por no hacer pié. A veces pasan cosas que cruzan una frontera, una especie de cachetazo que lo despierta a uno del letargo de la comodidad y la inercia. El ataque a la AMIA fue una de esas cosas y, lo que está sucediendo después, la impunidad continuada, nos sume en el desaliento, la perplejidad y el desencanto. El ataque a la AMIA y la posterior impunidad, urdidas sobre el punto final y la obediencia debida y seguidos por el asesinato de Cabezas, y tantos otros hechos encarpetados, hizo caer el otro muro: Cayó el muro de la justicia.

Cayó para todos los argentinos. Este intrincado enredo de vergonzosas maniobras para que nada se sepa, para que nada se investigue, revela un estado de cosas, una especie de radiografía brutal de nuestra realidad.

¿Cómo salir del desaliento, el desencanto y la perplejidad?

Hans Küng (en “Proyecto de una ética mundial”), perplejo como muchos de nosotros ante ciertas conductas que se observan de modo cada vez más general, se pregunta:

- ¿por qué no mentir, engañar, robar o matar, cuando ello resulta ventajoso y muchas veces no hay que temer se descubiertos o castigados?

- ¿por qué debería un político resistir a la corrupción si tiene garantizada la discreción de sus corruptores y la indiferencia de la gente?

- ¿por qué un comerciante o un banco o un grupo de inversores tendría que poner límite a sus ganancias cuando se proclama públicamente sin la mínima vergüenza moral la avaricia o el slogan “enriquécete”?

- ¿por qué no ha de poder un pueblo, un grupo humano si dispone de los medios necesarios, odiar, molestar o en determinados casos, exiliar o liquidar a una minoría de distintas costumbres, de distinta fe , o extranjera?

Son buenas preguntas para desarrollar una materia de civilidad y convivencia en las escuelas y universidades, en los partidos políticos y en las reuniones de directorio de los Bancos y Emporios económicos.

Pero sigue Hans Küng con preguntas aún más inquietantes:

- ¿por qué tiene el hombre que ser amable, tolerante y altruista en vez de desconsiderado y brutal?

- ¿por qué debería un empresario o un banco, si nadie lo controla, comportarse de modo plenamente correcto, o un funcionario sindical o un político, incluso en detrimento de su carrera, actuar no sólo en favor de su organización sino en beneficio del bienestar general?

- ¿por qué la tolerancia, el respeto, el aprecio de un pueblo para con otro, de una religión para con otra?

- ¿por qué debe el hombre –individuo, grupo, nación- comportarse de un modo humano, verdaderamente humano? ¿por qué tal comportamiento debe ser incondicional? ¿por qué nos afecta a todos?

Son preguntas sobre la ética. La ética es la reflexión que sustenta nuestra conducta, cada vez que hacemos algo, lo hacemos parados en algún razonamiento que justifica lo que hacemos. No nos asustemos de la palabra, ética es algo que tenemos todos y que ejercitamos cada vez que tomamos una decisión. Tal vez sea una ética irreflexiva y que pueda ser cambiada si la sometemos al juicio y a la razón, a la humanidad y a la inteligencia.

Lamentablemente muchas de las decisiones parecen tomarse sin reflexión, sin juicio, sin razón, sin humanidad y sin inteligencia.

Algo hay que no está bien en este mundo y que permite que la maldad sea justificada. Algo hay que no está bien.

Todas las grandes religiones –cito otra vez a Küng- (los tres monoteísmos, budismos, shintoísmo, hinduísmo, etc) coinciden en cinco grandes preceptos aplicables en todos los ámbitos, también en la economía y la política:

1) no matar, 2) no mentir, 3) no robar, 4) no cometer actos deshonestos, 5) honrar a los padres y amar a los hijos.

¿Qué ha pasado con estas simples nociones?

Aunque parezcan cosas sencillas, parecen haberse devaluado. En un contexto de caída de sentidos y valores no es fácil pensar y acatar estos simples principios. Pero hay gente que sí está formada, que sí ha reflexionado, que encima pontifica y enuncia, siempre para los demás, claro, lo que hay que hacer, escribe libros, hace discursos, gana elecciones, decide por nosotros. Muchos miembros de la clase política, gobernantes, jueces y empresarios se comportan como si las leyes universales a ellos no les compitieran, ellos sí pueden mentir, robar, corromper, ser corrompidos, defraudar a los demás. Ése es el modelo que ofrecen a una mayoría aletargada cuyo contacto más reflexivo con el mundo es a través de la televisión con un mensaje de “compre, compre, compre, si no puede comprar, no nos interesa, no existe”.

Desencanto, perplejidad, desaliento.

Me siento ahogada, intoxicada por la inmundicia de algunos, por los que destruyen día a día lo que hace que sigamos mereciendo el nombre de humanos. Hoy ni siquiera ya da lo mismo ser derecho que traidor, para algunos, es mejor ser traidor: lo eligen, lo sostiene, lo justifican, lo valoran. Este despliegue de maldad insolente me cachetea la cara todos los días, tengo las mejillas en carne viva de tanto golpe. En este mundo en el que todo es igual, en el que nada es mejor, en el que cualquiera es un señor y el que no afana es un gil está la Plaza de la Memoria como un anticambalache que abre una pequeña rendija por donde entra el aire puro y se renueva la esperanza. Acá decimos cada lunes que no es verdad que a nadie importa si naciste honrao: a mí sí me importa, a cada uno de ustedes les importa, a otra gente también le importa. Sobre esto se sustenta hoy nuestra esperanza.

Carta abierta al Rabino Ovadia Yosef.

Florida (Argentina), 10 de agosto de 2000 Sr Ovadia Yosef,

De mi consideración:

El sábado 5 de agosto pasado, usted, como líder del partido israelí religioso ultraortodoxo Shas, dijo: "Los nazis no han matado gratuitamente a esos seis millones de infortunados judíos. Eran la re-encarnación de almas que habían pecado y que habían hecho cosas que no había que hacer".

Ante estas palabras, algunos lo han calificado de "viejo bobo" (legislador israelí Shinui Yosef Lapid); otros señalaron que "no puede ser tomado con seriedad teológica sino mas bien pensar que es un problema de senilidad" (rabino Daniel Goldman); otros lo protegieron arguyendo que habría que considerar el contexto en que sus palabras fueron dichas (Tzví Grunblat de Jabad Lubavich). Alegar senilidad, descontextualización o estupidez son argumentos pobres y faltos de respeto para quien es el líder de la tercera fuerza política israelí. Usted es más que eso. Hitler era más que un psicópata.

Le recuerdo algunos hechos que nos ubican y nos dicen quién es usted.

- Usted, además de rabino venerado de la comunidad sefaradí, es una pieza clave en cualquier coalición del gobierno israelí por los 17 escaños que su partido tiene en la Knesset. En la reciente elección de presidente que fue ganada por Moshé Katzav del Likud en contra del estadista y humanista Shimon Peres, los votos de Shás, su partido, resultaron cruciales.

- También, como voz de su partido, se opone firmemente a los intentos de hacer la paz con los palestinos y califica a Barak como "descerebrado" por intentarlo.

- A los 80 años –que viva hasta los 120- , no es el primer incidente que protagoniza: a principios de año había maldecido al jefe del partido Meretz diciendo que debía ser "borrado de la faz de la Tierra".

Palabras e ideas extrañas en un rabino. ¿No debiera ser un faro de humanismo que transmita el mensaje profundamente ético del judaísmo? Ha llegado a mis oídos que se lo acusa de ciertos delitos económicos y no es de despreciar la idea de que sus tristes declaraciones hayan tenido el objetivo inmediato de distraer la atención.

Pero es éste tan sólo un hecho circunstancial. Sus ideas ya estaban y no sólo en usted. Permítame decirle que no son nuevas. Los sobrevivientes y aquellos que estamos inmersos en sus experiencias, las conocemos hace mucho, especialmente durante la shoá en que algunos religiosos ortodoxos bombardeaban a las víctimas con estas ideas apocalípticas. La shoá estaba sucediendo –decían- porque los judíos se habían apartado de la "buena senda", se habían asimilado, no honraban el shabat ni los preceptos; la shoá era un castigo de Dios frente al cual había que someterse con resignación. Usaban a la shoá como perverso argumento de evangelización. Estos religiosos oscurantistas son cómplices de muchas muertes porque no han estimulado en los judíos la búsqueda de caminos de salvación acá en la Tierra. Por suerte, no fueron mayoría en la shoá. Por suerte, hubo judíos que se rebelaron, buscaron alternativas y algunos lograron sobrevivir. Quedaron, infortunadamente, los 6 millones de inocentes asesinados sin posibilidad de defensa ni de reacción que pesan sobre la conciencia de la humanidad.

Preguntarnos qué culpa podrían tener es una pregunta que no debe hacerse. Ya Raquel Hodara, que vive en Jerusalén igual que usted, nos aleccionó acerca de las preguntas que no deben hacerse sobre la shoá, porque revelan que quien pregunta no sabe nada de cómo fue la shoá. La pregunta por la culpa de las víctimas es capciosa e inyecta la posibilidad, aunque sea remota, de que esa culpa efectivamente hubiera existido.

Le recuerdo que la palabra holocausto, purificación de la víctima propiciatoria, voluntaria y en el fuego, tristemente alude a lo mismo que usted piensa: la idea del pecado y la expiación que justifica la muerte de los seis millones. Los que pensamos de otro modo, los que creemos en la inocencia esencial de las víctimas, preferimos la palabra shoá, que es sólo descriptiva de un fenómeno de desolación, destrucción y devastación. Aunque fíjese usted que tampoco esa palabra refleja lo que realmente sucedió. No existe tal palabra debido a que la palabra shoá designa una catástrofe natural, mientras que lo sucedido no fue natural, fue decisión de los hombres. Todavía no existe una palabra que lo denomine.

Surge la pregunta de si cree o si no cree en lo que dijo.

Si no cree lo que dijo, uno se pregunta por qué lo dijo. ¿Por razones y objetivos políticos? ¿Para ganar algún espacio de negociación? ¿O fue por razones pedagógicas?. como un padre que educa a sus hijos amenazándolos con castigos si se portan mal, ¿ven lo que les pasó a los seis millones que se habían apartado de la buena senda?: por eso fueron masacrados. Sólo que los judíos no somos niños que deban ser amenazados para que se porten bien. A menos que sea ésa su concepción de lo que es ser un buen judío.

Si, por otra parte, usted cree lo que dijo, me hace pensar que usted, el máximo dirigente del tercer partido político de Israel, el venerado rabino sefaradí, tiene una concepción de Dios como de un titiritero, cruel y vengativo que decide matar a los seres humanos para darles una lección.

No sé si su problema es teológico, pedagógico o político pero su palabra no es inocua y quiero decirle que aunque sea gran conocedor de la Biblia y judío, no nos representa a todos los judíos. No me representa a mí al menos. No habla por mí, no piensa por mí.

Probablemente me resultaría muy difícil hablar con usted si se diera la improbable ocasión, porque no parece sensible al diálogo. Menos con una mujer, que no califica ni para una minian. Usted representa al tipo de pensamiento totalitario, fascista y fundamentalista de los que alucinan ser poseedores de la verdad, para quienes todo aquél que no piensa igual, se le opone y se vuelve un enemigo; ¿y con el enemigo qué se hace, cómo se lo combate? De ver a un oponente como enemigo a decidir eliminarlo porque corrompe la bases de la sociedad, hay un paso, y a menudo es muy corto.

No está solo en este terreno. Son muchos los representantes de este tipo de pensamiento que han asolado a la humanidad: Hitler y Stalin son los más dignos exponentes en este siglo veinte. Pero no han estado solos, ni lo están. Los hemos visto tanto en religión como en política, tanto en el periodismo como en las ciencias.

Frente al peligro que entrañan sus palabras y su prédica, nuestra única herramienta son nuestras palabras y nuestra prédica. Los sobrevivientes y todos aquellos sensibles al tema de la shoá, los bien pensantes, los respetuosos del derecho del otro a vivir aunque piense distinto, tenemos algo que decirle a usted, que probablemente nunca nos escuche, y tenemos algo que decirle a quienes puedan sentirse tentados de escucharlo y creer en sus palabras. Debemos explicar hasta el cansancio que la shoá, como todo fenómeno social y humano, no puede ser reducido a una sola causa, son muchos los factores que convergieron para que un tal desastre fuera posible. Hoy quiero señalar tan sólo uno de esos factores: la existencia de ideologías que, alegando la salvación de algunos, propende la eliminación de otros. El nazismo fue una doctrina que proponía una reingeniería social: reinventarían una nueva sociedad, perfecta, pura, y para conseguirlo, matarían a aquéllos considerados por la misma ideología como imperfectos e impuros. Mucha gente se ha dejado seducir por ese canto de sirenas y ha colaborado con el asesinato sin darse cuenta de que se estaba matando, junto a tantos inocentes, la esencia de la democracia y la libertad, que se estaba matando los mejores ideales humanos. ¡Cómo duele observar el paralelo entre sus enunciados y las ideas nazis! Me duelen todos los muertos. Me duelen los sobrevivientes que han sido testigos de la total arbitrariedad de los nazis y que hoy deben escuchar sus ideas insultantes que los humillan otra vez con una culpa absurda e inexistente. Usted nos recuerda el viejo olor del odio, ese odio tan conocido que se ve en la mirada del antisemita. El fundamentalismo judío no es nuevo, pero este fundamentalismo que termina justificando a los nazis, haciéndose de sus mismas banderas, nos sume en la confusión y en la sorpresa. Sr rabino Yosef, como me ha pasado con otros judíos públicos que me han avergonzado, usted hoy me avergüenza. No sólo como judía, que es una parte esencial de quién soy: más que nada me avergüenza como ser humano.

Los sobrevivientes, los bien pensantes, los humanistas, los respetuosos de los derechos humanos, sean del color o grupo étnico que fueren, le decimos: señor rabino, usted tiene el derecho de pensar como quiera, de decir lo que quiera, pero su melodía es similar a los "rechts, links, rechts, links" del temido ángel de la muerte.

Usted es un ser humano como yo, pero está de la vereda de enfrente, alineado ciegamente con el ejército de la destrucción. Si pensara como usted, me preguntaría qué pecado de otra vida estará expiando por lo cual ese Dios que usted describe lo castiga con el oprobio de pensar como nuestros asesinos.

Le saludo respetuosamente a pesar de todo

Diana Wang, Hija de sobrevivientes de la Shoá

LA SHOÁ: VERSIONES OFICIALES Y ASPECTOS A REVISAR.

PARTE I. NO ME TOQUEN MI SHOÁ. La Shoá suscita ardorosas polémicas. Es un tema muy sensible, tanto es así que quienes tienen sus ideas formadas, las sostienen con fijeza, las generalizan, las vuelven verdades incontrovertibles, nociones universales que no admiten ser confrontadas.

Decir algo así como “no todos los polacos han sido cómplices de los nazis” o “tal miembro del Judenrat colaboró con la resistencia judía” puede provocar reacciones airadas ante la amenaza de tocar convicciones profundas. En la agria discusión que se sucede, se advierte una cierta imposibilidad de tocar estas ideas establecidas, resistencia a informaciones nuevas y rechazo a revisar prejuicios propios y ajenos.

LA SHOÁ EXIGE UNA TOMA DE POSICIÓN.

La Shoá exige tomas de posición respecto a los distintos aspectos involucrados. Podemos mencionar desde el lado de los perpetradores: el antisemitismo, la Iglesia católica, los nazis, los alemanes, los no judíos de los territorios ocupados, la crueldad y la maldad; desde el lado de las víctimas: la conducta de los judíos en su camino a la muerte, la resignación o la aceptación, los guetos, el Judenrat, los traidores, la resistencia judía, los sobrevivientes, y desde el lado más amplio del contexto general: los testigos, los países cómplices, los negocios con los nazis, la Shoá como accidente de la modernidad o la Shoá como producto de la modernidad, entre varios más. Muchos de estos aspectos no producen discusiones. Otros, por el contrario, sí.

Cada uno de nosotros –judíos y no judíos- nos hemos ubicado ante la Shoá de alguna manera particular, con un cuerpo de ideas estructurado y firme. La posibilidad de una ligera alteración de estas “verdades” produce una apasionada rebeldía.

Nuestra posición ante la Shoá nos define como seres humanos en un mundo en el que aún late el prejuicio antisemita y en el que persisten el genocidio y la práctica de liquidar al definido como enemigo. Pero la Shoá, mirada de frente y sin prejuicios, nos enfrenta con lo más bajo y lo más alto de lo humano, con la humillación y con la dignidad, con la debilidad y la fortaleza, con lo que aparece ante la situación límite, cuando se está afuera de lo que uno cree que es la civilización (tal vez y, es lo que más espanta, la Shoá sea la culminación de lo que creíamos que era la civilización). La Shoá ha puesto a todos sus participantes ante dilemas desconocidos con anterioridad por la humanidad, dilemas familiares, políticos, humanitarios, falsas opciones. La Shoá propone una profunda revisión, aún no encarada, acerca del lugar del dirigente, del tema del camino de la toma de decisiones, de la responsabilidad, de la indiferencia, de la corrupción. La Shoá, encarada sin miedo, nos obliga a revisar algunas convicciones democráticas (Hitler accedió mediante el voto, igual que Bussi y Paty y Rico), a diferenciar entre lo legal y lo legítimo (¿es legítimo enviar a un ser humano a la muerte aún cuando sea legal denunciar al declarado como enemigo–un judío o un subversivo-? ¿cuál es la regla superior, la ley o con la propia conciencia?).

Para los judíos, el tema de Shoá tiene aún algo más que para el común de la humanidad. Por un lado, los destinatarios de la masacre fuimos nosotros, nosotros en tanto pueblo, nosotros en tanto nuestros familiares directos, nosotros en tanto nuestra cultura y nuestro futuro. Al mismo tiempo, especialmente los que nos hemos criado en sociedades antisemitas, sabemos que cualquier cosa que se diga sobre la conducta de algunos judíos, califica a todos los judíos. Hay cosas que se atribuyen a judíos durante la Shoá –por ejemplo la cobardía- que, si nos califican a todos los demás, nos resultan, además de injustas, muy pesadas de sobrellevar.

La Shoá nos fuerza a una confrontación si se quiere siniestra. Ha sido un muestrario exhaustivo de los más desgarradores dilemas éticos a los que los seres humanos se pueden enfrentar, tanto las personas comunes como los dirigentes, tanto judíos como no judíos, tanto víctimas como testigos, tanto los países comprometidos como los observadores indiferentes. A la Shoá mejor acallarla, mantenerla dormida, no revolver, so pena de vernos- a nosotros mismos en tanto seres humanos, a nuestra sociedad, a nuestra idea sobre la civilización y la modernidad- en un espejo insoportablemente deformante.

La Shoá aún no se ha mirado en su aspecto más horroroso, en la experiencia que ha mostrado que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro. Este aspecto es el que considero esencial y urgente que abordemos. Entiendo que es difícil. Entiendo que pueda resultar insoportable adentrarse en la trama compleja que tarde o temprano lo enfrenta a uno con la temida pregunta: “¿qué habría hecho yo?”.

QUÉ HABRÍA HECHO YO.

¿Qué habría hecho yo en cada uno de las posiciones durante esta tragedia? Desde las víctimas, desde los perpetradores, desde los testigos, desde los cómplices silenciosos, desde los cómplices activos, desde los involuntarios engranajes que permitieron el funcionamiento de la maquinaria de destrucción.

¿Qué habría hecho yo? ¿Qué habría hecho usted? Preguntas que, para ser pensadas, requieren de un conocimiento cabal de cómo eran las circunstancias, del contexto histórico, de los hechos inmediatamente anteriores, de la cultura predominante, de la educación impartida y recibida. Si no se consideran estos contextos, si uno se pregunta “qué habría hecho yo” en el aire, la respuesta no es válida, estaría desubicada en tiempo, espacio y circunstancia. No es lo mismo pensarse hoy, aquí y ahora que allá y entonces. Si seguimos manteniendo a la Shoá congelada en nociones preconcebidas, no hay modo de aprender nada acerca de nosotros mismos.

Vaya a modo de ejemplo, tres situaciones que fueron reales y que resumí en lo que sigue para que estas reflexiones puedan verse encarnadas en personas y en situaciones concretas.

SI HUBIERA SIDO UN ALEMÁN. “Nací en una casa protestante. Mi papá trabaja en el correo. Cuando subieron los nazis, era mejor estar afiliado al partido, por las dudas. Mi papá lo hizo aún cuando no estaba de acuerdo con algunas barbaridades que decían. No contra los judíos, porque se sabe que son aprovechadores y miserables, aunque no todos, porque en mi clase había algunos chicos judíos que eran buenos. Nadie en casa habría aceptado la idea de asesinarlos. Echarlos de Alemania tal vez no estaba tan mal porque habría así más trabajo para los alemanes. El hecho es que cuando empezó la guerra, debido a mi insuficiencia cardíaca, no me enviaron al frente. Papá me consiguió un trabajo en los ferrocarriles. Allí me pasé toda la guerra, en un puesto de oficinista, aburrido, controlando planillas de todos los trenes que pasaban por mi estación.”

¿Qué habría hecho yo en su lugar? ¿habría rechazado el trabajo de control de trenes? ¿habría tratado de averiguar –si es que no lo sabía- qué transportaban esos trenes o mejor me dedicaba a lo mío? ¿qué consecuencias tendría para toda mi familia si yo me ponía a husmear donde no me correspondía? ¿qué habría sido diferente si yo hubiera hecho otra cosa? ¿podía cambiarse el curso de la guerra?

Salvando las debidas distancias, ¿cuánta es la población en el planeta que colabora hoy día, sin saberlo, sin quererlo, o peor aún, sin querer saberlo, con el actual estado de cosas?, ¿cuántos son engranajes voluntarios de esta maquinaria deshumanizada expulsadora de gente? Empleados en consultorías, en bancos, en entidades financieras, secretarias, programadores, telefonistas, - por no mencionar al ejército de ingenieros, diseñadores, químicos, biólogos y otros que trabajan para industrias químicas, armamentistas, etc.- ¿cuántas de estas personas tienen conciencia de que están colaborando con un mundo que los va echando de sus beneficios como una trituradora de carne? ¿Y si dejan sus puestos, cuál es la ventaja, qué obtienen a cambio? ¿y qué podrían cambiar? Ya sé que no es lo mismo. Pero los invito a pensar en ello.

SI HUBIERA SIDO UN POLACO. “Toda la vida envidié a estos judíos que no sé qué se creen, con sus libros, con sus fiestas, con esas cosas raras que tienen, cómplices de la muerte de Dios nuestro señor, cada uno de ellos, judíos piojosos, que se pudran en el infierno como dice el padre Kristian. Y encima vienen estos alemanes que también se creen superiores y son crueles, no nos quieren a los polacos, nos desprecian, mejor cuidarse con ellos, no vaya a ser que nos confundan con judíos, mejor quedar bien con ellos. No sé qué voy a hacer si la familia Izraelensztejn me pide ayuda. Sé que lo harán porque ellos nos ayudaron tantas veces. No puedo decirles que no. Mi Janek siempre jugaba al fútbol con su Idele, no me va a perdonar si no los ayudo. Pero ¿qué hacer? ¿dónde los pongo? ¿y si me descubren? La semana pasada mataron al leñador y a toda su familia, a sus tres chicos, a su suegra enferma, hasta a una tía que estaba de visita, a todos los mataron porque descubrieron que escondía a una mujer judía con su bebita. No sé qué voy a hacer si me piden que los ayude.”

¿Qué haría yo? ¿Arriesgaría la vida de mi familia, a mis hijos, a mi marido, a mí misma, para salvar a esta gente que aprendí a odiar? No es tan fácil porque una cosa es odiarlos y otra cosa es que se mueran. Pero una cosa es ayudarlos y otra cosa es que nos maten a todos nosotros.

Salvando otra vez las debidas distancias, cuál es nuestra actitud ante los “negros” (en nuestra versión folklórica), los tanos, los gallegos, los coreanos, los paraguayos, los indios, los gitanos, los religiosos, los laicos, los “lo que sea”. Si algún miembro de estos grupos diferentes a nosotros nos pide alojamiento en una situación de peligro rodeados de posibles denunciadores, ¿qué haremos? ¿lo pondríamos siquiera en consideración? ¿cuántos de nosotros hemos albergado a perseguidos durante la reciente dictadura militar?

SI HUBIERA SIDO UN JUDÍO DURANTE LA SHOÁ. “Ya no nos queda ni comida ni agua ni tenemos cómo calentarnos. Hace un frío atroz. El gueto está devastado. Han sacado a todos. Quedamos mamá, yo y los más chiquitos. Cuando escuchamos el “¡Juden Rauss!”, nos miramos y decidimos salir. No podemos sostenernos más escondidos. Llegamos a la calle y vemos a otros desdichados como nosotros, salidos a la luz con la última esperanza de seguir vivos. Nos hacen caminar. Vamos de la mano temiendo perdernos unos de los otros. Queremos seguir juntos adonde sea, como sea. Mamá me dice que huya, que los deje, que me salve. ¿Cómo irme? ¿Qué será de ellos? ¿Qué será de mí? ¿Adónde ir? No me decido. Tengo varias oportunidades de correr pero no me decido. Hay gente que se escapa. Les disparan. Matan a algunos. Otros lo consiguen y se pierden entre las calles. Llegamos a la estación y esperamos largas horas mientras el frío nos desintegra. Nos abrazamos tratando de darnos calor unos a los otros. Los más chicos lloran. Mamá ya no insiste, sabe que no los dejaré. No sabemos bien dónde nos llevan. No les creemos que a un campo de trabajo, ya no les creemos nada. Pensar que cuando entraron los alemanes mis padres se pusieron contentos porque decían que eran honorables, que no eran unos animales como los polacos, que en la primera guerra se habían portado bien, que no había nada que temer. ¿A quién creerle? ¿Cómo saber qué es lo que pasa de verdad? ¿Qué habrá sido de papá? Llega el tren. Nos empujan como si fuéramos ganado. Tratamos de seguir juntos. Alguna gente se resiste. Los matan sin miramientos. Vemos como en segundos algunos conocidos se vuelven cuerpos inertes cubiertos de sangre y como sus familias deben subir al tren igual que todos sin siquiera poder mirar para atrás. Mi natural rebeldía me impulsa a no aceptar, pero no puedo dejarlos, no me lo perdonaría nunca.”

¿Yo qué haría? ¿Me habría quedado con mi familia o habría huido?

¿Y cómo me sentiría hoy día si por haber huido me hubiera salvado?

¿Y cómo me sentiría hoy día si aún sin haber huido no hubiese podido salvarlos y yo hubiese permanecido con vida?

¿Cómo y a quién contárselo?

¿Cómo y a quién pedirle consuelo?

¿Cómo perdonarme el seguir viviendo?

Parte II. LA SHOÁ CONGELADA.

Hay una tendencia a congelar a la Shoá en algunas nociones elementales y vaciarla de su contenido más vivo, inquietante y provocador. Si preguntamos a nuestro alrededor, veremos que casi invariablemente, la Shoá es seis millones de judíos asesinados, campos de concentración (que no se sabe bien en qué se diferencian de los guetos), Auschwitz y los hornos crematorios, el levantamiento del gueto de Varsovia, los SS y su crueldad, los nazis y el antisemitismo, y la svástika. Podrían recitarlo así, de corrido y después, rubricarlo con un estentóreo “nunca más” que aplaca la conciencia y a otra cosa.

Si nos acercamos a algún sobreviviente o a un judío informado, o a algún activista o interesado político, obtendremos una información más detallada, opiniones formadas y conceptualizaciones acerca del fenómeno pero generalmente dentro de la versión oficial, la. “políticamente correcta” de cómo la Shoá debe entenderse, pensarse y proyectarse.

LA VERSIÓN “OFICIAL” Y LO QUE SERÍA BUENO REVISAR.

Me voy a referir a la conveniencia de revisión de los siguientes aspectos: a) la generalización sobre la población no judía de los territorios ocupados, b) las atribuciones de traición a los miembros de los Judenräte, c) la suposición de la cobardía de los judíos que se dejaron matar sin resistencia, d) al tono y e) los contenidos con los que se suele encarar a la Shoá.

A) “Todos los polacos...” (la generalización).

- La versión oficial es que los pueblos locales, alemanes, austríacos, húngaros, polacos, ucranianos, letones, estones, rumanos, rusos, checoeslovacos, yugoeslavos, franceses, holandeses, belgas, etc, todos y cada uno de sus habitantes, son –fueron y serán- antisemitas (repito: todos –es decir, todos- y son – es decir, nacen con un gen antijudío-). malos, crueles, brutos, sanguinarios y de los que salvaron judíos, que podrían ser la excepción a la regla, por ello, mejor no hablar.

- Revisión necesaria. Algunos miembros de los pueblos locales, es decir, polacos, ucranianos, etc, educados por siglos en el prejuicio antijudío más rígido fueron esenciales para la salvación de judíos aún en circunstancias muy adversas, tanto es así que es difícil encontrar a sobrevivientes que no deban su supervivencia a algún no judío en algún momento de la Shoá. Recientes investigaciones señalan que cada salvador no judío era sostenido por una red de, por lo menos, diez personas que colaboraban con él en su tarea. Esto no significa que debamos exagerar ni aplaudir al pueblo polaco, porque no fueron muchos, pero sí hubo algunos, los suficientes para que no podamos decir con ligereza “todos los polacos...”. Nosotros, los judíos, no podemos usar los métodos que tanto nos han hecho sufrir, no podemos generalizar, tenemos la obligación de revisar los prejuicios. El trabajo de los salvadores, los obstáculos que debieron enfrentar (tanto internos como externos), su lúcida conciencia, son aún lecciones que esperan ser transmitidas a las nuevas generaciones. Los salvadores no judíos son un ejemplo que nos permite alentar esperanzas acerca del género humano. En este mundo pragmático y mercantil no nos podemos dar el lujo de olvidarlos.

Los sobrevivientes vivieron en carne propia el antijudaísmo cotidiano, por ejemplo en Polonia, y es comprensible que sientan una rebelión profunda ante estas proposiciones. El odio que mamaron en las calles, en las escuelas, a todo su alrededor, se mantiene vivo en sus recuerdos, mantiene viva la humillación que solían recibir y no aceptan de buen grado la idea que aquí propongo de que no todos ni siempre hayan sido así. Cada uno recuerda a un vecino, a un compañero, a alguien en particular que se ha ensañado, que ha disfrutado con su desgracia, que ha tomado provecho de ella. Los que hemos tenido la suerte de conocer el antijudaísmo argentino, “educado” e hipócrita, no podemos conocer la profundidad vivencial de su herida y, por ello, nos puede resultar difícil comprender su rechazo a pensar las cosas de otro modo.

B) Sobre la resistencia judía: gloria y vergüenza.

- La versión oficial es que seis millones de judíos fueron víctimas y sucumbieron de un modo que implica vergüenza debido a la aparente falta de resistencia, por la entrega sin lucha. El levantamiento del gueto de Varsovia será glorificado y enaltecido hasta el cansancio, no sólo por el valor de esa gesta sino, y fundamentalmente, por su ejemplaridad porque es lo único de lo que nos podemos enorgullecer y que nos permite acallar la vergüenza de las “ovejas que se dejaron llevar cobardemente al matadero”. El resto de los judíos, los sobrevivientes, los que no tienen historias gloriosas que contar, no cuentan.

- Revisión necesaria. La resistencia judía tuvo muchas caras. La resistencia armada fue poca y muy pobre debido, no a la “innata cobardía de los judíos” sino a factores bien concretos relativos a la forma en que el proceso de exterminio tuvo lugar, a sus progresivas etapas, a lo inimaginable previamente de la decisión del asesinato masivo, a la carencia de armas y recursos económicos, a la dificultad de organización como resultante de los métodos utilizados, etc. La mayoría de los judíos se resistió a su deshumanización de las forma que pudo hasta cuando y cuánto pudo. Los lugares (guetos, campos de trabajo o exterminio, escondites, etc) y el momento (la política nazi fue cambiando a lo largo de los y 6 años) determinaron las formas de la resistencia que merecen ser conocidos y reconocidos en forma pública por el heroísmo demostrado en el sostén cotidiano de la vida.

C) Judenrat, el lugar del dirigente, “a la sombra de la traición”.

- La versión oficial dice que hay una pequeña parte de la vergüenza judía, doblemente vergonzosa, formada por aquellos judíos que fueron, supuestamente, cómplices del aparato asesino, en especial los miembros de cada Judenrat y más en especial los de la policía judía de los guetos. Tanto es así que en la Argentina, la palabra Judenrat se utiliza como sinónimo de traidor.

- Revisión necesaria. Los miembros de los Consejos Judíos, Judenräte, se enfrentaron a los dilemas más desgarradores de los que se tiene noción: “para que el resto viva, deben entregar 1.000 judíos por día”. Si no lo hacían, los mataban y designaban a otro Consejo y/o elegían a 1000 personas al azar, porque se debía llenar un tren, había un esquema que cumplir. ¿Qué hacer? ¿obedecer? ¿cómo? ¿y cómo desobedecer? ¿qué parámetros existen para tomar una tal decisión? En la película“La decisión de Sophie” una madre debe elegir a uno de sus hijos porque los dos no pueden quedar vivos. ¿Cómo se puede tomar una tal decisión? No tomarla implica la muerte de los tres. Tomarla permite que se salve uno. ¿Pero cómo elegir cuál hijo debe morir? De este tipo eran los dilemas cotidianos que debían enfrentar los miembros de los Judenräte.

Una concienzuda revisión y esclarecimiento de sus conductas, una debida ponderación de los diferentes contextos –geográfico e histórico- en los que tuvo lugar, atentaría contra nociones aparentemente tranquilizadoras porque los podríamos seguir paso a paso, comprender sus decisiones, ponernos en su lugar y aparecería la pregunta más terrible a la que nos enfrenta la Shoá: ¿qué habría hecho yo? Es necesario mencionar los testimonios de sobrevivientes que han vivido los efectos de algunas decisiones tomadas por su Judenrat. Relatan a veces situaciones dolorosísimas debido a la vivencia de haber sido traicionados por quienes se suponía que velarían por ellos. Lo que dicen es verdad y debe ser tomado en cuenta. Cada testimonio revela una pequeña porción de lo sucedido, es una pieza más del rompecabezas. Es nuestra obligación hoy, considerar esa porción, ubicarla donde corresponda – quién, dónde, cuándo, cómo, por qué- y recién entonces reflexionar y opinar. Las decisiones de cada Judenrat en los diversos momentos deben ser ponderadas según las circunstancias, circunstancias a menudo desconocidas por las personas que sufrieron sus consecuencias.

Tal vez haya una cierta complacencia en culpar al dirigente, - por cierto que no sólo en la Shoá, tal vez por eso es tan difícil de revisar -, y en perder de vista las diversas restricciones, presiones y cuidados con las que se toma cada decisión. También se pierde de vista que el dirigente es tan sólo un ser humano, que –en el mejor de los casos, es decir si es honesto y buena persona- hace lo que puede a su mejor y leal saber y entender. Y que a veces eso no es suficiente ni útil ni bueno para todos. Culpando a los dirigentes, nos vemos aligerados de peso y responsabilidad y nos evitamos reflexionar en sus limitaciones y posibilidades.

D) La solemnidad.

- Según la versión oficial, el tono con el que se hable de la Shoá será formal, acartonado, casi religioso, con las consabidas frases hechas llenas de voluntaristas e ingenuas buenas intenciones, con una solemnidad propia de lo sagrado, propio de la trascendencia, más allá de nuestra vida de todos los días. La solemnidad es una forma de mostrar que no sabemos cómo encarar el tema de la Shoá, no sabemos qué hacer con ello ni cómo conmover a la gente que ya no oye, como si lleváramos una brasa encendida en las manos y nos la vamos pasando sin saber qué hacer con ella. Los discursos se repiten a sí mismos, casi los mismos adjetivos, las mismas proclamas de no olvidar, los mismos acentos, cadencias y abstracciones. Un tono que no propende el pensar en el mundo de hoy, en nuestra conducta poco solidaria o irresponsable, un tono que se conforma con alertar con la no repetición y evita embarrarse en las incomodidades, en lo que fue de verdad la Shoá para sus participantes, en las torturas de quienes han sobrevivido y aún no son escuchados salvo parcialmente, y sólo cuando dicen lo que los demás quieren escuchar.

- Revisión necesaria. Debiéramos aprender a usar un tono que permita pensar, que nos ayude a comprender que la Shoá es un tema que nos es propio (y no me refiero exclusivamente a los judíos), que nos compromete como ciudadanos, como miembros de la humanidad. El tono en el que se propone el tema de la Shoá debiera permitir pensar, podría volverse menos acartonado y permitir el diálogo de las ideas, sin miedos ni eufemismos; si lo que hay que decir es “ciego” no decir “no vidente”, si lo que hay que decir es “pis” no decir “orina”. Soy de aquellos que creen que la reflexión sobre la Shoá no sólo es posible sino que es imprescindible pero que depende de la forma en que se la presente. El tono –y también el contenido como plantearé más adelante- implica un tipo de análisis, un tipo de propuesta y una intención de diálogo o de monólogo. Aristóteles definía como tragedia al género que se ocupa de los dioses y las cuestiones trascendentes y comedia al que se ocupa de los seres humanos y las cosas de la vida. Si el tono es de tragedia los personajes serán héroes –dioses o semidioses en la Grecia antigua-, poderosos, infalibles, preclaros, la historia relatada será universal, La Historia de La Humanidad, la lucha del bien contra el mal, su sentido será trascendente, importante, fundante, ejemplificador, habrá que cuidarse bien de qué se dice y cómo porque se está dando un modelo; en un tono de tragedia se obtura la reflexión, está todo dicho, no hay nada más que agregar, es definitivo. Si el tono fuera de comedia, los personajes serían más pequeños, humanos, débiles, falibles, confusos, actuarían según sus posibilidades limitadas, las historias serían particulares sin ninguna pretensión de aleccionar sobre nada sino reflejos de recortes de vidas, se hablaría de experiencias de personas concretas, no de la historia de la humanidad. El tono de comedia (insisto que uso la palabra en el sentido aristotélico, no en el sentido en que se usa hoy de “algo ligero para reír”) permite algo tan esencial para la transmisión como la identificación del público con los personajes del relato. Cualquier persona puede identificarse con otra persona. Nadie puede identificarse con un héroe, está muy lejos de nuestra experiencia.

La posibilidad de ponerse en el lugar del otro se sostiene en la identificación y es la única forma de escuchar, comprender y aprender.

E) El horror, sólo el horror.

- La versión oficial es que la Shoá debe ser mostrada en sus aspectos más crudos para que “nunca más” se repita (con la idea ingenua de que la mera repetición produce automáticamente la vacuna). Es habitual la descalificación cuando se presenta algún aspecto menos “horroroso” de la Shoá, descalificación que se vuelve muchas veces autodescalificación. Hay sobrevivientes que dicen “¿qué puedo decir yo si nunca estuve en un campo?” dejando su experiencia en la clandestinidad, en algún escondite, errando por distintos destinos todos peligrosos, sus pérdidas familiares y vitales, en suma, dejando todo lo sufrido en la categoría de lo no “tan” terrible, por ende, sin valor para ser transmitido.

- Revisión necesaria. No sólo mencionar o centrarse en el horror y atreverse a la cotidianeidad, perder el miedo a lo que parece ser ligero. Contar sólo el horror – alimentar el morbo – no sólo no ha resultado una vacuna eficiente para el tan anhelado “nunca más” sino que ha producido el efecto paradojal del rechazo, la gente no recibe de buen grado, salvo que disfrute de ello por razones patológicas, que se le arrojen cadáveres ni ser manchados con desesperanza, vómito, cenizas y barro. El horror está tan alejado de la experiencia cotidiana que, después de la fascinación primera, produce un distanciamiento a menudo definitivo. “No quiero escuchar más hablar de la Shoá” es lo que dice mucha gente.

Sin embargo, los mismos aspectos de la Shoá pueden ser encarados desde otros ángulos más potables para la capacidad y disposición de recepción de la gente común. Un ejemplo de ello es la historia de Anna Frank y su diario en cuyas páginas el horror aparece por ausencia, porque todos sabemos qué pasaba; si no se tratara de judíos, de Holanda, de la Shoá y de la muerte de su autora, habría sido un diario de una adolescente, como tantos, un texto sin ninguna trascendencia. Y es ahí donde la Shoá se encarna para cualquiera y ha merecido por ello tanta notoriedad.

Otros contenidos más cotidianos podrían permitir que algunos oídos se reabran y sea posible la reflexión acerca de su propio lugar en el mundo, la solidaridad, la educación, la responsabilidad y la democracia.

A modo de conclusión.

Podría preguntárseme ¿qué tiene que ver la democracia con todo esto?

Hitler ascendió al poder gracias al voto de la mayoría, en un sistema democrático y apoyado por muchos judíos. Nuestro sistema de vida está en juego. El sistema democrático, de entre todo lo que hay, es lo mejor pero está lejos de ser bueno si no nos resguarda de estas cosas. Es que no basta con votar. Votar a ciegas es suicida. Tampoco sugiero el voto calificado. No voy a decir nada nuevo: la educación es el pilar que nos sostiene. Y la Shoá, propuesta como un tema de reflexión y aprendizaje, toca todos los aspectos que debemos ejercitar como ciudadanos, como dueños de la “cosa pública” que eso es lo que significa república. Y es con la Shoá que se puede probar sin ninguna duda y de manera concreta, el valor y el sostén de la educación, del juicio crítico, de la reflexión, de la necesidad de tomas de posición, de la responsabilidad, de la pésima inversión social que es la indiferencia.

La última frontera - Otro aniversario del atentado a la AMIA

Querido Nico[1], Los 18 de julio, desde hace cinco años, son para mí, al mismo tiempo, un feliz cumpleaños y un triste aniversario. El mismo día en que nos agolpábamos llenos de rabia e indignación porque hacía un año del ataque a la AMIA, naciste vos, promesa de futuro, tierno y desvalido, pregunta abierta, como nacemos todos.

Hoy cumplís cinco, uno menos que el atentado, y se te acaba de caer tu primer diente de leche. ¡Qué rabia cuando advertiste que te lo habías tragado! El ratoncito no te iba a traer nada... Pero no fue así. Al despertar por la mañana, encontraste algo debajo de tu almohada. Tu ratoncito es protector, confiable y bueno. Nosotros, que nos hemos tragado junto a nuestra pérdida, la impotencia y la indignación, ya casi hemos perdido la esperanza de despertar una mañana y encontrar una respuesta. Nuestro supuesto protector no nos protege. ¿Será confiable? ¿Será bueno?

Cada 18 de julio, la celebración de un nuevo año de tu vida me brinda la oportunidad de regocijarme con la esperanza, pero se me vuelve a abrir la misma pregunta: ¿qué es lo que te estamos dejando, qué país, qué sostenes, cuál será tu futuro?

Con tu diente de leche, se ha empezado a caer tu inocencia. La nuestra se cayó hace tiempo. Fue cacheteada, vejada, torturada, muerta y cremada. La Shoá fue el comienzo del fin de nuestra inocencia: “no hay nada que un hombre no pueda hacerle a otro” ha sido su más insoportable lección. Pero no la quisimos escuchar. No te voy a contar paso a paso nuestros tropiezos. Llegamos a este fin del siglo XX maltrechos, sedientos pero aún con cierta esperanza vigente: no se nos podía proteger de los ataques, pero se descubriría a los culpables. Hoy, después de seis años, el esclarecimiento del ataque a la AMIA representa la última oportunidad que le damos a nuestro protector para que haga lo que debe hacer, protegernos. Nuestra capacidad de creer está herida de muerte.

Y nos quedamos casi desnudos, querido Nico, y muy solos.

La vieja inocencia, hecha trizas, y encima no nos queda en qué o en quién creer.

Cinco años y ya tenés por delante toda esta desesperanza. ¡Qué comienzo más difícil! ¿Qué vas a ser cuando seas grande? ¿Cómo va a ser “ser grande” cuando seas grande? ¿Te irás a dormir alguna vez soñando en un mundo mejor? ¿Te dejaremos siquiera la posibilidad del sueño?

¡Feliz cumpleaños querido Nico! Un nuevo año de pasos nuevos, de habilidades adquiridas, de ir conquistando tu lugar en el mundo y el amor de quienes te rodean.

Sexto aniversario del ataque a la AMIA. Un nuevo año vacío de realizaciones, más hondo el escepticismo, como la piel de zapa, más y más encogida la esperanza.

Pero vos, Nico, sos nuestro futuro. Así como en los cuentos infantiles en que las hadas acudían a brindar sus dones al recién nacido, ¿qué regalarte?

Tengo algo. No es mucho. Es una cosita así de chiquita. Ponela en la palma de tu mano. Con cuidado. Mirala con cariño. Acariciala. Dejala crecer y dale aliento de vez en cuando. Lo que tengo para darte es nuestra débil y moribunda esperanza, nuestra última frontera. Y no está sola. Con ella va nuestra -¿empecinada? ¿quijotesca?- insistencia. Seguiremos reclamando justicia para que aquél que nos promete protección, cumpla y nos proteja, señalando de frente y sin dobleces a los culpables.

¡Por la vida!, Diana.

[1] Nico es el nieto mayor de mi querida amiga Sarita.

Abuelas y frutillas

Nadie nos pidió permiso. Ya era hora sin embargo.

Y un día, empezamos a ser abuela, abu, mamama, mamina, meme, mumi, nonna, bobe, baba, babu...

Un bebé, un bebé de nuestra hija, un bebé de nuestro hijo.

Después de los meses de embarazo, no podía ser una total sorpresa. Sin embargo, hay una zona en la que nos resulta extraño que quien era un bebé hasta ayer nomás, tenga hoy un bebé. Hoy nos toca a nosotras preguntarnos cómo es que pasó tan rápido.

Pero nos recuperamos. Rápidamente. Y también recuperamos el placer de acunar, de oler, de sostener, de mecer, y tejemos batitas, y leemos revistas y hacemos memoria para recordar cómo era y qué consejos dar y a veces nos miran esperando nuestro sabio consejo y nos descubrimos dándolo o paralizadas porque no se nos ocurra nada digno de las circunstancias.

Ser abuela no es igual para todas. Como para mí ha sido y sigue siendo gozoso, sólo me referiré a ello. No sé cómo lo vive visceralmente la mujer que sostiene su identidad y auto estima en la ilusión de la eterna juventud. Supongo que no le será fácil.

Como sea, el primer nieto le marca a una, le guste o no, el paso del tiempo. Coincide a menudo con la menopausia en esa danza armoniosa de la vida. Hoy la menopausia, lejos de indicar el fin, es un nuevo comienzo. Las mujeres post menopáusicas ya no zurcimos zoquetes cerca del fuego esperando con resignación los bigotes y la muerte, somos hoy una especie de vendaval energético munidas de la infaltable pinza de depilar, claro, pero con una voluntad y curiosidad y vitalidad sin límites.

Somos un nuevo modelo de abuela.

Somos la abuela que da cita. Te cuido al bebé los jueves de 3 a 7 de la tarde. Somos abuelas con vidas propias y anhelos de realización personal. Vivas, vigentes, vigorosas, enamoradizas, nos enamoramos de ese cachito de carne tierna y vemos su evolución y crecimiento como la renovación de la promesa de la magia y el misterio de la vida.

Solía decir que los hijos son como el marido y los nietos como el amante. Los hijos: la responsabilidad, los nietos: el disfrute. Imagen potente porque propone, junto con la abuelidad, la ruptura del pacto de exclusividad sexual del matrimonio Todo junto, provocativo, seductor, inquietante. ¿Abuelas seductoras? ¿Abuelas sexualmente activas? ¿de qué abuelas estamos hablando? ¿Cómo es esto de ser abuelas hoy?

Enamoradas de nuestros nietos, apasionadas en nuestros encuentros con ellos, disfrutándolos lo más posible porque somos concientes del paso del tiempo y de la aventura de la niñez y el amor, al mismo tiempo, nos hemos hecho ciudadanas del mundo y hacia allí vamos. Produciendo, creando, transmitiendo, investigando, buscando, encontrando, perdiendo, inventando.

Los jueves de 3 a 7 de la tarde. También los domingos al mediodía. O alguna noche, ¿por qué no? Eso sí, los llevamos al teatro, si tenemos con qué, les compramos juguetes y les hacemos los gustos y nos preguntamos por qué no recordamos haberlo pasado tan bien con nuestros hijos cuando eran chiquitos.

El otro día estaba en casa de una amiga que cumplía años y estaba su nietita más chica, una delicia de menos de dos años que era el centro de todas nuestras miradas. Cuando trajeron la torta, fue derechito a sacar la frutilla ubicada en el centro, metió los dedos en la crema y se la comió. Pensé avergonzada que jamás habría permitido tamaña conducta en ninguno de mis hijos y me encogí en el asiento observando con gozo y placer el modo en que se comía la frutilla. Nadie la reprendió. Algunos, como yo, disfrutaban mirándola. ¿Será que la edad nos ha puesto menos represores? ¿Será que valoramos más lo que tenemos entre manos? ¿Será que la conciencia del paso del tiempo nos ha jerarquizado el presente? ¿será que nosotras también estamos aprendiendo que podemos meter los dedos en la crema y comernos la frutilla de la torta?

Pesimistas, optimistas y realistas (lecciones de la Shoá)

Los que estamos cerca de sobrevivientes de la Shoá hemos dejado de sorprendernos ante la aparición de reflexiones que atentan aparentemente contra nuestro sentido común. Los sobrevivientes son poseedores de un saber que a los que hemos vivido una vida normal siempre nos es ajeno. Es de lamentar la poca presencia de sus reflexiones en nuestra sociedad. He escuchado algunas veces el siguiente pensamiento: Los que se fueron de Europa antes del 39 eran los pesimistas. Los que nos quedamos, éramos los optimistas.

Como tantas cosas que enuncian los sobrevivientes cuando se sienten los suficientemente confiados como para abrir sus corazones, esta reflexión me conmovió profundamente.

El optimismo. La vida es una empresa que nunca podrá tener éxito, porque termina con la muerte. Si uno pensara así no tendría fuerzas para levantarse de la cama cada mañana, no podría enfrentar las mil y una adversidad, los desafíos, las dificultades que entraña el vivir cotidiano. Si uno pensara así, no podría disfrutar de las pequeñas y grandes cosas que el mero hecho de estar vivos proveen (el amor, la familia, el sentirse apreciado, el sol, el sonido de la lluvia, la música, el calor del abrigo, una labor creativa..., en fin, la vida, lo que tiene la lindo la vida). Para vivir, para levantarse de la cama, uno tiene que ser optimista. Levántese contento decía Carlos Ginés por la radio todas las mañanas, antes de que se pusiera de moda despertarnos con noticias a cual más demoledora en estos programas de la mañana. La actitud positiva, la mente abierta, la mirada confiada, generan expectativas de amor, de trato benévolo, de buena onda, proponen una conversación amable y permiten que las cosas fluyan más delicadamente y hasta que algunas sean posibles. Emprender cualquier empresa que sea -casarse, tener hijos, un negocio, una profesión, una novela, un viaje, una noche de amor- requiere, antes que nada, de la intención de que salga bien, de la íntima convicción de que va a salir bien, una especie de crédito que se da por anticipado. Pensar en hacer algo, es, primero, pensar en que va a salir bien. La actitud positiva es el combustible sine qua non de cualquier motor vital. La actitud positiva es necesaria, pero no suficiente, se requieren otras cosas. Pero, si una tal actitud no existe, el resto no importa. Incluso en temas de salud, física y mental, es la actitud positiva central en la superación de malestares, enfermedades y penurias. La sabiduría popular lo recoge en la frase Ala fe puede mover montañas@, esto es, la profunda convicción de que algo es posible, da tanta fuerza que contribuye en que la cosa suceda. A modo de profecía autocumplidora, la actitud positiva genera una energía favorable, promueve la solidaridad y la colaboración, el trabajo en equipo y da la fuerza necesaria para seguir adelante en situaciones que requieren paciencia, trabajo, rutina, constancia.

Y los sobrevivientes, con esa frase que tiran al pasar, dicen que, por el contrario, lo que fue bueno durante la Shoá fue ser pesimistas, que los optimistas alimentaron los hornos. Un optimista es crédulo. Un optimista confía en le género humano. Un optimista cree en el mandamiento que para algunos resume nuestra Torá, que dice que no le hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti y cree que nadie le hará a él lo que él no haría a otros. Un optimista enuncia los derechos del hombre. Un optimista cree en el amor. Un optimista cree que el bien triunfa sobre el mal. Un optimista cree en la racionalidad de los humanos. Un optimista cree en los ideales.

Y los sobrevivientes me muestran otra vez ese espejo deformante de la realidad que es la Shoá y me dicen que no fue así, que los optimistas fueron diezmados, arrasados, aniquilados. Que los locos (muchos creían que estaban locos) que decidieron huir, dejar sus lugares, sus casas, sus historias, sus trabajos, sus posesiones, sus profesiones e irse a lugares desconocidos donde se hablaban vaya a saber qué lenguas, con vaya a saber qué gentes, donde iban a tener que empezar de nuevo, los que, en definitiva, se salvaron, eran los pesimistas.

Los pesimistas. Un pesimista cree que lo peor puede pasar. Las leyes de Murphy son un ejemplo de pesimismo en clave de humor: Si algo malo puede pasar, va a pasar. La actitud pesimista es cataclísmica, es apocalíptica, ve peligros por todos lados, es paranoica, desconfiada. La actitud pesimista es suspicaz, sospecha de todo y de todos, duerme en constante alerta, está dispuesta a la huida. Una actitud pesimista hace que la botella se vea medio vacía, que para asegurar que los pantalones no se caerán se debe usar cinturón y tiradores, genera una persona previsora, precavida, cautelosa, recelosa. Una actitud pesimista impide la exhibición de la alegría por temor a ser envidiado, ni el disfrute del dinero por temor a ser robado. La actitud pesimista produce conductas que confirman las sospechas porque los pesimistas son vistos con poca simpatía, generan climas desagradables, densos, pesados, sonríen poco, son tortuosos y torturados. Un paciente con actitud pesimista es un mal paciente para cualquier médico, trabaja en contra en sus pos-operatorios, tiene recuperaciones complicadas, no se entrega puesto que no confía, siempre tiene miedo.

Un pesimista sale con paraguas y piloto y galochas y con media hora antes por si hay embotellamiento de tránsito en caso de que llueva. Siempre espera lo peor. Y cuando lo peor sucede, era el único que estaba preparado.

Y la Shoá fue de lo peor.

Los realistas. Hay quien considera que una de las características de quienes salieron vivos de la Shoá, es su sentido de realidad. Vieron, comprendieron, midieron y pesaron adecuadamente lo que veían y actuaron en consecuencia. Eso es lo que creen. Es lo que necesitan creer para que no se les abra el piso bajo los pies. Hay entonces un método, es sólo cuestión de encontrarlo. ¿Cómo quedan parados los otros, los que no lo vieron ni comprendieron ni midieron ni pesaron adecuadamente las cosas, las siete millones de víctimas incluyendo al millón que sobrevivió? Debemos aclarar que no todos los que se quedaron lo hicieron por elección. Muchos no disponían de los medios para irse a pesar de desearlo. Pero la gran mayoría no puso en consideración esta eventualidad, convencidos de que, como tantas otras veces en la historia del pueblo judío, la tormenta pasaría, no había que irritar a los antisemitas, quedarse quietos, y se calmarían una vez saciada su sed de sangre. Como tantas otras veces. ¿Huir? ¿Dónde? ¿Cómo? No es para tanto. Fueron optimistas. Decidieron quedarse y hoy, comparados con los que se fueron, los que hicieron lo correcto, los visionarios, los hiper-realistas, son vistos por mucha gente, por los mismos judíos, por sus propios parientes, como negadores, autistas, incapaces, tontos, encerrados en guetos físicos o mentales, aislados del mundo.

Lo que sabemos hoy entonces no se sabía. Es muy difícil pensar como si no se supiera. Visto desde hoy, año 2000, mirando para atrás, sabiendo lo que hoy sabemos, pensamos en las seis millones de víctimas judías de los nazis y no sabemos qué contestarnos ante las preguntas de ¿por qué se quedaron? ¿por qué no lucharon? ¿por qué se dejaron llevar a la muerte? La ausencia de respuestas, al menos la ausencia de respuestas honorables, puede avergonzarnos y confundirnos. Las respuestas posibles pasan por hipótesis de cobardía (los judíos están entrenados en la humillación y la aceptan, son sometidos), de incapacidad (los judíos son comerciantes o intelectuales, no saben defenderse), de egoísmo (cada uno pensó en sí mismo y en su familia, no se organizaron). Son respuestas dolorosas e incorrectas que revelan, como suele decir Raquel Hodara, todo lo que no se sabe acerca de la Shoá y que expresan un juicio severísimo sobre las víctimas.

El plan de exterminio. Los nazis no tenían un plan de exterminio hasta enero del 42 en la conferencia de Wansee donde se decidió la Asolución final@. Recién a partir de entonces se emprendió la industria de la muerte que culminó con el monumento a la misma, Auschwitz. Los estudiosos más serios de la Shoá coinciden en que la decisión de eliminar a los judíos se fue gestando a medida que la situación lo fue requiriendo, pero que no fue la idea original. La situación se complicó enormemente cuando rompieron el pacto con la Unión Soviética y ocuparon los territorios del este en 1941. La intención original de traslado de los judíos se volvió inmanejable. Eran tantos que comenzaron a matarlos. Al principio, fue de manera artesanal para lo cual enviaron a los Einzatsgruppen. Asesinaron de este modo a un millón y medio de judíos en las poblaciones de la Polonia oriental. Pero los miembros de estos kommandos, sufrían profundas perturbaciones psíquicas que los atormentaban luego de las matanzas a mano. Cundió la alarma en los altos mandos. Matar a los judíos era la única salida que veían, pero hacerlo a costa de enfermar a sus tropas era un costo demasiado elevado. Ello determinó, junto con la insuficiente disposición de insumos necesarios (armas, balas, etc) para matar a tanta gente la imposibilidad de la matanza artesanal que llevó a la conferencia de Wansee en enero del 42 .

Es importante conocer estos datos que revelan que los propios nazis fueron llegando a la decisión de la muerte masiva, paso a paso, ellos mismos no lo sabían el primero de septiembre de 1939 cuando invadieron Polonia. Tampoco era una decisión oficial cuando la Kristallnacht el año anterior. Tampoco lo sospechaban en la conferencia de Évian en el mismo 1938 los representantes de los distintos gobiernos que no aceptaron recibir a los judíos en sus territorios ante el requerimiento de los nazis (sólo la República Dominicana abrió sus puertas). El asesinato masivo e industrial fue conocido, sin lugar a dudas, por los servicios de inteligencia de Inglaterra, recién a fines de 1942. ¿Cómo podían imaginarlo los judíos tres años antes? ¿Quién podía imaginar que algo así podía suceder? Si hoy mismo cuando vemos los documentos, cuando nos adentramos en la mecánica burocrática necesaria para implementar este asesinato masivo, nos cuesta creer lo que vemos, ¿cómo podemos pedir que lo previeran entonces, cuando nunca antes en la historia de la humanidad había sucedido? ¿por qué los judíos iban a temer que sucediera una cosa diferente a la que siempre les había pasado?

Acá también. Recuerdo cuando me dijeron en 1976 que había campos de concentración en la Argentina. La primera vez, no lo creí. Pensé no puede ser, acá no pasan esas cosas. Confieso que lo pensé y lo digo con dolor y con pudor. En 1976 yo conocía lo que había pasado en la Shoá, yo ya sabía que era posible decidir el asesinato como política de Estado y, sin embargo, no lo creí. No vivo en un gueto ni encerrada en ningún círculo, leo los diarios, miro noticieros por televisión, estoy al tanto de lo que pasa acá y en el mundo y no lo creí.

La confrontación ética. No lo podía creer. No lo quería creer. ¿Campos de concentración? ¿Asesinatos? ¿Acá? ¿Ordenados por el gobierno? ¿Llevados adelante por el ejército, la armada, la policía? ¿Todos ellos asesinos? ¿Todos? ¿Y la Iglesia no dice nada? ¡No! No lo podía creer. Atenta contra las nociones esenciales que sostienen nuestra vida. Para creer que una cosa así sea posible, debemos primero desvestirnos de las hipótesis básicas sobre las que estamos parados. Esa desnudez ética nos arroja a un mundo incierto, pantanoso, nos cambia las reglas del juego, ya no sabemos en quién confiar y en quién no, qué está bien y qué está mal, cuándo callar y cuándo hablar, qué esperar, cómo luchar, para qué vivir. Creer que está bien matar a quien es diferente o piensa diferente o como sea, creer que está bien que lo decida un gobierno, lo legalice y que uno será un buen ciudadano si se somete y colabora con ello, establece nuevas reglas en el contrato social, reglas que contradicen la ley más primitiva del no matarás, la ley que permite la convivencia social. Acepto ser acusada de ingenua. Mi tonto consuelo es que no estuve sola, que muchos me acompañaron en esta triste ingenuidad, muchos de los cayeron al río embriagados en pentonaval. No soy la única optimista. Creo que somos muchos. Para bien o para mal.

Los nazis no avisaron. Los judíos de Europa de antes de 1939, la mayoría de ellos, si bien sentían y veían la situación como peligrosa, no supusieron, -no tenían cómo-, lo que iría a pasar poco tiempo después. No pudieron protegerse. Los nazis no avisaron de antemano, no publicaron comunicados informado de su decisión de exterminio. Por el contrario, lo ocultaron enunciándolo eufemísticamente (reubicación, campos de trabajo), engañaron, contaron con que la gente no imaginaría sus planes, que confiarían en sus palabras. Se aseguraban de esta manera una menor resistencia y una mayor aceptación del común de la gente, los alemanes, polacos, ucranianos, etc, necesarios para llevar adelante sus planes. La colaboración habría sido más difícil por cierto si hubiesen enunciado sus verdaderos propósitos. No prometían por cierto ningún paraíso a los judíos, de modo que lo que decían parecía posible. Nadie dudaba acerca de su odio, del antijudaísmo profundo que profesaban. A lo largo de siglos los judíos habían aprendido a evitarlos, a seguir sus vidas a pesar de ello. ¿Por qué no creerles cuando los arreaban como ganado con la promesa de llevarlos a algún lugar? ¿Cómo creerles a quienes decían que eran asesinos, que lo que hacían era llevar a la gente a lugares sólo para matarlos? ¿Quién podría creer una cosa tan absurda? Mensajeros del diablo, gente que busca notoriedad, exagerados, eso pensaban de los agoreros, de los pesimistas. Una vez conocidos los hechos, hoy día por ejemplo, es difícil ponernos en el lugar de los que vivían antes que todo sucediera y antes de que todo se supiera. Querríamos volver el tiempo atrás y decirles ¡huyan! ¡no importa dónde! ¡dejen todo atrás, no importa, tomen a sus hijos y a sus padres y escapen lo más pronto que puedan!. Pero eso sólo sucede en las novelas de ciencia ficción. El reloj no vuelve. Las preguntas que buscan ser respondidas. En lugar de avergonzarnos por la supuesta inocencia, estupidez, ceguera o como quiera que se opine sobre la conducta de los judíos optimistas que se quedaron en Europa, miremos más cerca y veamos qué podemos aprender de todo esto, si es que hubiera algo que se pudiera aprender.

¿Tropezaremos otra vez con la misma piedra? ¿Cómo evitarlo?

Y acá es donde volvemos a nuestro punto de partida: ¿cómo saber de antemano cuando la realidad justifica el peor de los pesimismos? ¿cómo precaverse, prevenirse? ¿cuál pronóstico es el válido? ¿cómo saber el grado y extensión del peligro? ¿cómo anticiparse cuando el cielo se nubla imaginando que no será sólo una tormenta sino un tornado, un terremoto, un maremoto, el fin del mundo? ¿qué servicio meteorológico es lo suficientemente confiable como para que nos avise con tiempo y nos permita ser realistas? Si lo que sostiene nuestra vida, lo que nos permite soportar tanta cosa y superar tantas otras, es nuestra fe. No me refiero a la fe religiosa, aunque para quien la tenga es igualmente útil y necesaria, sino a la fe en la bondad humana, la síntesis del optimismo, lo que nos permite, como dije al principio, tener deseos de levantarnos de la cama todos los días. ¿Cómo vivir en un contexto optimista cuando sabemos lo que el hombre es capaz? ¿Qué señales tomar para huir a tiempo y salvar a nuestros hijos y a nuestros nietos? ¿Es la huida el único camino? Y si alguna vez descubrimos la manera de ser realistas y ver de antemano lo que se avecina, ¿dónde huir en este mundo globalizado? ¿hacia dónde correr?