Tres veces quién soy (cuento)

No puedo más. Si querés, seguí vos sola, dijo Crismarie en su huida del consultorio. ¿Qué hacemos con los Krumfuss? atinó a preguntar Mónica en el pasillo.

Hacé lo que quieras, respondió con los ojos cerrados Crismarie.

Mónica volvió donde la pareja seguía sentada y les informó que seguirían con la evaluación el próximo viernes.

La mujer se levantó mansamente y regresó a su habitación seguida por el hombre. Mientras la extraña pareja despareja se iba por el pasillo, volvió a rescatar a Crismarie, refugiada en el otro consultorio.

¿Cómo estás? ¿qué te pasó? No sabía cómo dirigirse a ella. Recién se habían conocido al final de la carrera compartiendo la evaluación de los Krumfuss.

¿Cómo estás? ¿qué te pasó? Repetía en su cabeza Crismarie. ¿Qué contestar? ¿podía confiar en una mujer que era casi una desconocida? Por otra parte ¿qué mejor que una desconocida para contarle, alguien que no tuviera nada que ver con ella, que probablemente comprendiera poco, pero que la escucharía sin juzgar?

Lo que pasa es que ni bien comprendí lo que estaba pasando, sentí un malestar que me fue cubriendo hasta que no pude más. Llegó un momento en que dejé de escuchar, sólo quería huir. Esa mujer, ese hijo...

A ver, tranquilizate, no entiendo nada, masculló Mónica ¿querés contarme? Es viernes, tenemos un ratito, vení, volvamos a nuestro consultorio y nos hacemos un café.

Crismarie agradecida por recuperar el aire, maniobraba con las cosas del café sabiendo que ni bien se sentara, contaría todo. Mónica, la veía moverse mientras, en su intento de comprender lo sucedido, pasaba revista a la situación que acababan de dejar atrás. La paciente que habían visto, Mercedes Epuyén, internada hacía una semana, había venido a la entrevista con su marido, Gunther Krumfuss. Gente de pocas palabras, de silencios planos, sin preguntas, no hicieron fácil la conversación. Generaba curiosidad su disarmonía física: Mercedes retacona, tosca y compacta, piel y ojos color pacha mama, pelo de alambre contrastaba con Gunther dorado, rubicundo y corpulento, un oso de ojos celestes, piel lechosa y panza de cerveza. “Psicosis puerperal” encabezaba la hoja de la historia clínica. En los datos registrados constaba que después del parto no sólo no había reconocido a su hijo ni lo había querido alimentar, sino que había intentado asfixiarlo. La pasividad de Mercedes y su gesto reservado no encajaban con esa descripción. Con paciencia, calidez y cuidado las dos aspirantes al Servicio Social consiguieron reconstruir la crónica de la tragedia. Mercedes vivía en El Bolsón, en el seno de una comunidad mapuche evangélica. Gunther llegó un día de Buenos Aires con el sueño de levantar una hostería con sus manos. Al cabo de dos años necesitó una mucama para ponerla en funcionamiento. La única que se ofreció fue Mercedes. Verlo y enamorarse fue todo uno. Nunca antes había estado cerca de un hombre tan luminoso. Le hacía acordar a esa estampita del niño Jesús que escondía en el forro de su libro de rezos. Un niño Jesús rosado, rubio y con ojos claros. Igualito a Gunther. El invierno es largo en El Bolsón, las noches frías y solitarias. Mercedes, mansa y feliz, quedó embarazada. Decidieron casarse. “Diosito mío, que sea igual a la estampita” rezaba día tras día, “cuando todos lo adoren, yo no lo voy a esconder, voy a dejar que lo vean y lo toquen. Otro milagro será, como cuando la Virgen María”. Se dormía beatíficamente viéndose junto a su Dios rubio rodeada del resto de sus hermanos en estado de éxtasis.

Negro como la noche negra, sombrío como su piel, oscuro como su estirpe, pelo de alambre, ojos de azabache, olor y sabor a tierra, bajo el signo de la pacha mama y de todos sus antepasados, así nació su hijo. Ni una palabra. Ni un solo sonido. Una ojeada, el recién nacido todo lo que recibió de Mercedes fue una fugaz ojeada, un parpadeo de incredulidad y después la ausencia. Ése no era su hijo. Ése no.

Fue en ese momento del relato arduamente reconstruido que Crismarie se había puesto de pie huyendo del consultorio con su No puedo más. Si querés, seguí vos sola.

¿Estás mejor?, le preguntó Mónica recibiendo el café.

Una se pasa la vida esquivando la que se viene, murmuró después de tomar un sorbo Crismarie, y de pronto, cuando menos lo esperás, se te aparece un espejo del que no te podés escapar.

¿La mapuche y el alemán, un espejo para vos? No entiendo ...interrumpió Mónica.

Tampoco yo, y la miró a los ojos con expresión de provocación: soy judía.

¿Judía? ¿Vos? Pero ... ¿y eso qué tiene que ver? ¿judía? ¿no era que estabas haciendo este curso para tu tarea de catequista en la parroquia?

Sí, pero soy judía... en realidad no, bueno, ése es el tema. No sé quién soy, no sé qué soy, no sé para qué lado tirar, me siento desgarrada.... No es que me siento como Mercedes Epuyén sino como algún día se va a sentir su pobre hijito, ése que por haber nacido oscuro ya es culpable para toda la eternidad.

Vamos Crismarie, ¿de qué me estás hablando? ¿qué bicho te picó? Además, ¿no te llamás Acassuso? ¿Qué judío se llama así?

Tenés razón, pero es mi apellido de casada, mi marido es católico apostólico y romano, como se debe, misa los domingos en la catedral de San Isidro, Yacht Club, casa de campo, estancia, cura confesor, todo lo que te imaginás, pero yo me llamo D´Argent.

¿Y? ¿No es un apellido francés?

Sí, claro, y gracias a eso me pude casar con Norberto Acassuso del Valle Heredia. Para la sociedad argentina, lo francés es chic y distinguido. Nunca se dieron cuenta de que éramos judíos. Encima D´Argent quiere decir “de plata” y el chiste es que vengo de una familia de banqueros, gente tan rica que hasta teníamos escudo familiar.

Mónica hablaba por primera vez en su vida con alguien rico, verdaderamente rico. Había mirado a Crismarie con el ligero desprecio que apenas encubre la envidia con que un intelectual de clase media mira a un oligarca. Era la concheta de San Isidro, chupacirios, algo afectada y superficial. Y ahora resultaba judía...

Pero, ¿por qué dejaron de ser judíos? preguntó.

Cuando mis padres llegaron a la Argentina, a fines del 41, decidieron que ser judíos era malo, que había sido la causa de sus sufrimientos, que a partir de entonces serían cristianos.

¿Y lo decidieron así como así? ¿y en 1941 llegaron? Pará, me estás diciendo muchas cosas todas juntas, ¿cómo hicieron?

El cónsul de Portugal que estaba en Bordeax les dio visas y así pudieron subir a un barco con rumbo para Sud América.

Un tipo como Schindler, ¿no?

¿Y ése quién es? quiso saber Crismarie.

Un alemán que salvó a muchos judíos, ¿no viste La lista de Schindler?

No, no la ví, pero ¿vos? ¿qué sabés de esto?

Lo que sabe cualquier judío, contestó riendo Mónica.

¿Vos? ¿judía? ¿Pero tu apellido no es Thalermann, Thalermann con dos enes ...?!

¿Y qué hay con eso?

¿No era que los apellidos que terminan en man y tienen dos enes son los de los alemanes no judíos?

Es una de las estupideces que se creen en Argentina, como si así pudieran asegurar quién es judío y quién no, ese miedo al contagio, explicó con cansancio de siglos Mónica.

Mirá las cosas que creía... Cada día me entero de algo sobre los judíos que no sabía. ¿Sabés que nunca antes había hablado con un judío?

Mónica no podía dar crédito a sus oídos: ¿Nunca antes habías hablado con un judío? ¿cómo hiciste? A mí me da la impresión de que estamos por todos lados. Enfin. Lamento decirte que no tuviste demasiada suerte al encontrarte conmigo, tengo mis propios problemas, en especial respecto de eso. Pero, decíme, todavía no entiendo nada. ¿Qué te puso tan mal? ¿qué tenés que ver con la pareja que vimos?

Es que me siento católica, católica por todos lados, es lo que aprendí, es en lo que me crié. Mis padres entendieron pronto que si querían volver a vivir bien, en la Argentina era indispensable no ser judíos. Nunca se habló de esto en casa, ni tampoco de nuestra familia judía. Me mandaron al Mallinkrodt como corresponde y allí me vinculé con la gente de la sociedad, me casé con una familia llena de vacas pastando en grandes campos y tuve ocho hijos como la Iglesia manda. Hace seis años me separé, ya grande como ves, y una tarde encuentro en casa de mamá, un álbum de fotos que nunca había visto. Había en él personajes vestidos de una manera extraña, con largos sobretodos negros, sombreros y barbas, porte erguido y orgulloso, mirada profunda y desafiante. “¿Quiénes son?” le pregunté a mamá, “mi abuelo y su hermano” fue su respuesta y me arrancó el álbum de las manos. “¿Por qué están vestidos así?” insistí. Sin poder huir, tomando la copa de un trago después de tantos años de guardar el secreto, me dijo: “Mi abuelo y su hermano eran rabinos”.

¿Así te lo dijo?

Sí, de golpe, como un cachetazo, de frente y sin respirar. Me quedé muda por unos minutos y a medida que me iba dando cuenta de la dimensión de lo que acababa de escuchar seguí “¿y por parte de madre también sos judía? ¿y papá? ¿y sus padres? ¿y los tíos?” y todos, absolutamente todos nuestros antepasados habían sido judíos. Todavía no me daba cuenta de que yo también era judía. Todavía no me preguntaba qué me hacía judía. ¿La sangre? Al final era lo mismo que decían los nazis. No podía salir de mi estupor. Todos mis antepasados judíos. Judíos ricos, judíos encumbrados, judíos respetados y reconocidos y valorados como judíos. ¡Judíos!, esos judíos que yo había aprendido a despreciar, de los que había aprendido a sospechar, a desconfiar por taimados, por traicioneros, por miserables, por comunistas, por capitalistas y por materialistas, por haber matado a Cristo, por no reconocer al verdadero hijo de Dios, y ahora resultaba que todo eso era yo. Pero yo no era así, no soy mala, no soy amarreta, no soy traicionera. ¿Era judía? Y si lo era ¿en qué me convertía ser judía? ¿y mi amor por la Iglesia? ¿todo se había perdido? ¿qué era? ¿dónde estaba?. El padre Agustín, mi confesor, fue un ángel guardián esos días. Me decía que habíamos seguido el mismo camino de la historia, que con nuestra conversión habíamos reconocido la verdadera religión, dónde estaba el verdadero mensaje de redención, que no me sintiera mal, que yo nunca había faltado a la verdad, que no saber no era pecado, que Dios me amaba como a su criatura más querida, que mi trabajo de catequesis, mi fe y mi entrega le eran preciosas.

Mónica nunca había escuchado un relato así. Dos veces en el mismo día. Dos relatos de desubicación, de desclasamientos, de desesperados intentos de aceptación, dos tragedias argentinas.

¿Le contaste a tus hijos? atinó a decir ocultando sus pensamientos.

Sólo a dos, a Rosario, la mayor y a Juan Manuel, el tercero.

¿Cómo reaccionaron?

A Rosario no le importó, me dijo que no me hiciera tanto rollo, que no tenía ninguna importancia y Juan Manuel se enojó, me insultó, se puso a gritar, me dijo que no quería escuchar más, que me callara la boca, que le había mentido, que lo dejara tranquilo.

¿Y qué vas a hacer con los demás?

Nada, ¿qué querés que haga? ¿querés que me odien los otros también? No voy a hacer nada...

¿Y tus amigos... alguien más sabe?

Sólo se lo conté a Finita, la de los Aguirre Ayala, y se quedó muda la pobre...Creo que ella se lo contó a otra gente porque ya hace un tiempo que siento algo cuando estamos juntos, no sé, hay algo que ya no es como antes, no sé si se cuidan al hablar, si me miran de una forma especial o soy yo que estoy susceptible por demás.... Fijate lo que me pasó hoy, me sentí como si Dios me hubiese enviado a esta gente como una burla, como si me dijera “vos sos como ese pobre bebé, tan diferente de cómo tendría que haber sido, como ese chiquito vos estás buscando en los espejos cuál es tu color, cuáles tus olores y melodías y no pude más”

Ya era tarde, más de las cuatro. Mónica pensó que si no se iba, no tendría tiempo de preparar todo. Además quería irse. Como antes Crismarie del consultorio, quería irse. Ahora era ella la que no podía más.

Te llamo el domingo, dijo mientras se ponía el tapado, me gustaría que nos encontremos, tenemos mucho de qué hablar.

Por cierto, dijo Crismarie, nunca antes había hablado con una judía,, sos la primera,

Sí, ya me lo habías dicho.

Ya sé, pero es que no tenés nada que ver con lo que esperaba. Sos igual que cualquiera.

Esta vez la huida fue de Mónica. Igual que cualquiera. Vaya comentario. ¿Qué será eso de ser como cualquiera? Si supiera, se dijo sin ironía. No tuvo que esperar mucho el colectivo. Por suerte pudo sentarse. El camino desde San Justo hasta su casa era largo. Tenía mucho tiempo para pensar. Crismarie la había enfrentado con crudeza con esa imagen que los antisemitas tenían de los judíos: dinero, dinero, dinero. Judíos ricos, judíos usureros, judíos esquilmadores. Viviendo entre judíos se pierde de vista la vigencia de estas ideas. ¡Ricos! Justo a ellos...! Si hasta su apellido era una parodia del prejuicio. Thalermann, Thalermann con dos enes.

“No puedo más, si querés seguí sola”, había dicho Crismarie. Sus palabras le volvían y se acoplaban al traqueteo del colectivo. ¿Qué es no poder más? ¿Escapar? Hay situaciones que no tienen escapatoria. Podía predecir las preguntas de Crismarie, la no-cristiana, la judía nueva, sus búsquedas, sus desgarramientos y tentaciones, peleas y reconciliaciones, ecos de otras preguntas de otros judíos en otros tiempos, en otros lugares. Huir del rechazo, huir de la injusticia y la arbitrariedad. ¿Cómo huir de este mundo expulsivo y deshumanizado? Huir, ¿adónde? ¿qué era ser como cualquiera?

Veía pasar unos paisajes pobres, tristes, sin ilusiones. Muchas de las calles no estaban asfaltadas y la lluvia había dejado lodazales a los costados de la ruta. Se estremeció al revivir los meses pasados en lo más hondo de la miseria en aquella villa alejada de toda esperanza, bajo un techo de chapas incompleto. Sentía una dolorosa hermandad con la gente que veía a través de la ventanilla. Quién le hubiera dicho no mucho tiempo atrás que ella sabría de la falta de agua corriente, de estar todos en una pieza, de cocinar con una garrafita un guiso aguachento o polenta, de no tener papel higiénico o baño. La caída había sido abrupta. Fueron cayendo, cayendo en un pozo negro que no parecía tener fondo. Primero el cierre del negocio de Pedro, después, en una vorágine, el cambio de escuela de los chicos, borrarse del club, quedarse sin seguro médico, sin teléfono y sin cable. No poder pagar el alquiler ni la luz ni el gas. Contar moneditas. La calle. Los días a la intemperie. El fracaso. La humillación. La vergüenza. La entrada en ese otro mundo que les solía ser tan lejano, el mundo que está siempre del otro lado de la vidriera, el de los pobres, el que era siempre de los otros. La aparición de Daniel aquella tarde en la villa, su oferta, su mano tendida, fue como la llegada del mesías. ¿Hay alguna familia judía?, preguntó cómo hacía siempre y la gente lo guió hasta donde estaban. Palmeó las manos, sonrió un shalóm y los rescató del barro, los devolvió mínimamente a la vida que conocían. Velo tras velo la oscuridad se fue corriendo. Pedro volvió a trabajar, los chicos a la escuela, tuvieron lugar de recreación, seguro médico, una red fraterna donde recibir consuelos. Nunca habían sido religiosos. Se habían burlado de muchas de las prácticas de los ortodoxos a quienes veían como fósiles anacrónicos y despreciables. Judíos nominalmente, de alguna cena en familia en Pesaj y Roshashaná, vivían igual que cualquier familia de clase media de Buenos Aires. Iguales que cualquiera, había dicho Crismarie. Era verdad. Como tantos iguales a ellos, judíos y no judíos, la clase se les había ido agujereando y fueron resbalando y perdiendo sustento, dignidad y respeto. Eso era la falta de trabajo y la miseria. La llave con la que pudieron salir vino en la mano de la religión. ¿Qué importaba pagar ese precio? ¿quién se los podría reprochar? ¿A quién dañaba que rezaran, que respetaran el sábado, que se cuidaran con la comida, que se encerraran más y más en su pequeño mundo de ropas grandes, oscuras y pudorosas? Nadie más había ido por ellos, ninguna otra mano se les había brindado. ¿Qué más que agradecimiento y aceptación podían devolver? Extrañaba, claro está, a algunos de sus amigos con los que ya no podían estar porque no comprendían el cambio, los criticaban, los acusaban de haberse vendido por un plato de lentejas. Seguían hablando como lo habían hecho ellos mismos unos meses atrás. ¿Podían comprender cómo era dormir en un portal sin saber qué iría a ser de ellos a la mañana siguiente? ¿Por qué les molestaba que no aceptaran su comida cuando los iban a visitar? ¿Por qué insistían en invitarlos los viernes cuando sabían que no podrían ir? ¿Para qué reunirse con ellos si en sus miradas veían la burla y el desprecio? La que había sido su mejor amiga, Perla, cada vez que podía le decía que no entendía cómo aguantaba estar siempre con mangas largas, cerrada hasta el cuello, con las polleras amplias y oscuras, que parecía una monja, una vieja triste y opaca, que dónde había quedado su alegría, su desparpajo, la frescura con la que se reía siempre... Eso mismo se preguntaba Mónica. ¿Dónde había quedado? ¿Quién se la había robado? Claro que se acordaba de aquellos días, de sus bromas, de la vida que parecía que iría a seguir por siempre y siempre igual. Claro que extrañaba aquella libertad de vestirse, ir y venir, decir y hacer lo que le pareciera. Pero nunca se lo confesaría a Perla ni a nadie.

Hay cosas que uno no quiere decir.

Hay cosas que uno no puede decir.

Hay cosas que uno no sabe decir.

Tres mujeres tanteando en la oscuridad, buscando justificaciones a la pregunta de por qué.

Sin darse cuenta había llegado a su casa, un sencillo departamento de dos ambientes en San Martín. Ya era casi las seis de la tarde. Puso el mantel blanco sobre la mesa, los platos, los vasos, los cubiertos, los candelabros y las velas. Sacó de la heladera la comida y encendió el horno. Desenvolvió una jalá dorada que colocó sobre una bandeja. Fue al baño. Abrió la ducha. Se sacó los zapatos, una a una las prendas que tenía puestas y quedó desnuda. El vapor del agua iba enturbiando el espejo. Se sacó la peluca y se puso a llorar.