Memoria Activa, discurso 2001

No se puede pelear todas las batallas ni protestar por todas las injusticias. Lo que sí se puede es, al pelear por una, por la que uno siente próxima, no olvidar establecer la necesaria conexión que hay con otras cosas. Vivimos un momento particular de la historia de la humanidad sobreviviendo a la caída de varios muros.

En la Shoá, quizás el principio de este fin, la caída del gueto de Varsovia, de los otros guetos, de la construcción de las fábricas de la muerte y junto con ello, la noción aterradora de que ya no queda nada, que no hay crueldad ni iniquidad que los humanos no puedan hacer y además justificar. Cayó el muro de la vergüenza.

El muro de Berlín, símbolo último de la última de las fracasadas utopías sociales que alentaban cierta esperanza en los desposeídos y alejados de toda posibilidad e igualdad. Con ello, la caída de las ilusiones, ya nada se puede esperar, es el mundo del capitalismo globalizado, del sálvese quién pueda, del matar o morir, del éxito a cambio de cualquier cosa. El único Dios venerado es el santo inversor al que no hay que enojar ni preocupar. Cayó el muro de la esperanza.

Con la vergüenza y la esperanza se nos cayó el sueño del progreso y la racionalidad, y sucumbimos a la tecnología, al pragmatismo y al inhumano todo vale. Nos van vaciando los ideales en este nuevo mundo de incluidos y excluidos. Los excluidos no tienen lugar ni en los planes ni en las estadísticas. Son los nuevos desaparecidos. En este mundo de novedades desgraciadamente no tan nuevas, junto a los neo-nazis y a los neo-liberales, tenemos a los neo-desaparecidos.

¿Qué hace uno como ser humano, como argentino, como judío o, como en mi caso, como hija de sobrevivientes de la Shoá? ¿Qué hace con la responsabilidad que uno tiene? ¿Cómo pensar, cómo responder a todo esto, cómo incluirse? Los sobrevivientes de la Shoá me han enseñado y me han hecho pensar mucho en la conducta de los testigos, los no-judíos de los territorios ocupados, los que se jugaron y salvaron gente, los que fueron indiferentes, los que no se atrevieron a hacer nada, los que se fueron dejando llevar por los hechos hasta verse envueltos, muchas veces sin quererlo, en un camino sin retorno. Me han enseñado que debemos anteceder la reflexión a nuestra conducta, que no podemos darnos el lujo de actuar sin pensar, porque cada uno de nosotros es responsable por toda la sociedad.

Pero uno empieza a pensar recién cuando siente el agua al cuello. Mientras el agua va subiendo, uno se inventa estrategias para seguir a flote, necesita un tiempo hasta darse cuenta de que está por no hacer pié. A veces pasan cosas que cruzan una frontera, una especie de cachetazo que lo despierta a uno del letargo de la comodidad y la inercia. El ataque a la AMIA fue una de esas cosas y, lo que está sucediendo después, la impunidad continuada, nos sume en el desaliento, la perplejidad y el desencanto. El ataque a la AMIA y la posterior impunidad, urdidas sobre el punto final y la obediencia debida y seguidos por el asesinato de Cabezas, y tantos otros hechos encarpetados, hizo caer el otro muro: Cayó el muro de la justicia.

Cayó para todos los argentinos. Este intrincado enredo de vergonzosas maniobras para que nada se sepa, para que nada se investigue, revela un estado de cosas, una especie de radiografía brutal de nuestra realidad.

¿Cómo salir del desaliento, el desencanto y la perplejidad?

Hans Küng (en “Proyecto de una ética mundial”), perplejo como muchos de nosotros ante ciertas conductas que se observan de modo cada vez más general, se pregunta:

- ¿por qué no mentir, engañar, robar o matar, cuando ello resulta ventajoso y muchas veces no hay que temer se descubiertos o castigados?

- ¿por qué debería un político resistir a la corrupción si tiene garantizada la discreción de sus corruptores y la indiferencia de la gente?

- ¿por qué un comerciante o un banco o un grupo de inversores tendría que poner límite a sus ganancias cuando se proclama públicamente sin la mínima vergüenza moral la avaricia o el slogan “enriquécete”?

- ¿por qué no ha de poder un pueblo, un grupo humano si dispone de los medios necesarios, odiar, molestar o en determinados casos, exiliar o liquidar a una minoría de distintas costumbres, de distinta fe , o extranjera?

Son buenas preguntas para desarrollar una materia de civilidad y convivencia en las escuelas y universidades, en los partidos políticos y en las reuniones de directorio de los Bancos y Emporios económicos.

Pero sigue Hans Küng con preguntas aún más inquietantes:

- ¿por qué tiene el hombre que ser amable, tolerante y altruista en vez de desconsiderado y brutal?

- ¿por qué debería un empresario o un banco, si nadie lo controla, comportarse de modo plenamente correcto, o un funcionario sindical o un político, incluso en detrimento de su carrera, actuar no sólo en favor de su organización sino en beneficio del bienestar general?

- ¿por qué la tolerancia, el respeto, el aprecio de un pueblo para con otro, de una religión para con otra?

- ¿por qué debe el hombre –individuo, grupo, nación- comportarse de un modo humano, verdaderamente humano? ¿por qué tal comportamiento debe ser incondicional? ¿por qué nos afecta a todos?

Son preguntas sobre la ética. La ética es la reflexión que sustenta nuestra conducta, cada vez que hacemos algo, lo hacemos parados en algún razonamiento que justifica lo que hacemos. No nos asustemos de la palabra, ética es algo que tenemos todos y que ejercitamos cada vez que tomamos una decisión. Tal vez sea una ética irreflexiva y que pueda ser cambiada si la sometemos al juicio y a la razón, a la humanidad y a la inteligencia.

Lamentablemente muchas de las decisiones parecen tomarse sin reflexión, sin juicio, sin razón, sin humanidad y sin inteligencia.

Algo hay que no está bien en este mundo y que permite que la maldad sea justificada. Algo hay que no está bien.

Todas las grandes religiones –cito otra vez a Küng- (los tres monoteísmos, budismos, shintoísmo, hinduísmo, etc) coinciden en cinco grandes preceptos aplicables en todos los ámbitos, también en la economía y la política:

1) no matar, 2) no mentir, 3) no robar, 4) no cometer actos deshonestos, 5) honrar a los padres y amar a los hijos.

¿Qué ha pasado con estas simples nociones?

Aunque parezcan cosas sencillas, parecen haberse devaluado. En un contexto de caída de sentidos y valores no es fácil pensar y acatar estos simples principios. Pero hay gente que sí está formada, que sí ha reflexionado, que encima pontifica y enuncia, siempre para los demás, claro, lo que hay que hacer, escribe libros, hace discursos, gana elecciones, decide por nosotros. Muchos miembros de la clase política, gobernantes, jueces y empresarios se comportan como si las leyes universales a ellos no les compitieran, ellos sí pueden mentir, robar, corromper, ser corrompidos, defraudar a los demás. Ése es el modelo que ofrecen a una mayoría aletargada cuyo contacto más reflexivo con el mundo es a través de la televisión con un mensaje de “compre, compre, compre, si no puede comprar, no nos interesa, no existe”.

Desencanto, perplejidad, desaliento.

Me siento ahogada, intoxicada por la inmundicia de algunos, por los que destruyen día a día lo que hace que sigamos mereciendo el nombre de humanos. Hoy ni siquiera ya da lo mismo ser derecho que traidor, para algunos, es mejor ser traidor: lo eligen, lo sostiene, lo justifican, lo valoran. Este despliegue de maldad insolente me cachetea la cara todos los días, tengo las mejillas en carne viva de tanto golpe. En este mundo en el que todo es igual, en el que nada es mejor, en el que cualquiera es un señor y el que no afana es un gil está la Plaza de la Memoria como un anticambalache que abre una pequeña rendija por donde entra el aire puro y se renueva la esperanza. Acá decimos cada lunes que no es verdad que a nadie importa si naciste honrao: a mí sí me importa, a cada uno de ustedes les importa, a otra gente también le importa. Sobre esto se sustenta hoy nuestra esperanza.