Publicado en "La obra" de "Arquitectos de la Comunidad", libro de Rodolfo Livingston.
“No sabés en qué te metés”
“A mí me costó mi matrimonio”
“Es lo más parecido a una experiencia psicótica”
“El polvillo, el polvillo es lo peor, se te mete por todos lados”
“Tener gente extraña todo el tiempo, perdés la privacidad, te invaden, hacen ruido”
“Lo mejor es alquilar algo y mudarse”
“Uno siempre se pelea con el arquitecto o el constructor. Tiene ideas fijas, no les importa lo que uno quiere sino su proyecto. Preparate a luchar”
“No tomes ninguna decisión importante porque vas a estar con los cables pelados todo el tiempo y no vas a poder pensar con sensatez”
Los peores augurios, las miradas más lastimeras, los suspiros más profundos, es lo que recibíamos ni bien anunciábamos nuestra intención de emprender una reforma en casa. En el imaginario popular, basado en muchas experiencias, una reforma es casi sinónimo de hecatombe.
A punto de terminar con la mía (con pintores en la casa bordando las penúltimas puntadas y un ejército de colocadores entrando y saliendo), estoy en condiciones de contar otra historia. Tal vez mis condiciones no fueron las habituales: además de nuestra entusiasta disposición, estuvimos en compañía de gente que lo ha hecho posible.
El llamado.
“¿Podría hablar con el arquitecto Livingston?”
“Soy yo”
“Lo llamo porque estamos pensando en una reforma en casa”
“De eso trabajo”
“Antes que nada, ¿tiene experiencia en terapia de pareja?”
“....Lo mío es la arquitectura. Le sugiero que consulte a un psicólogo”
“Nosotros necesitamos un psicotecto”
No me acuerdo cómo siguió el diálogo. Tal vez Rodolfo pensó que quería interesarlo diciendo algo fuera de lo común. Si pensó eso, estaba en lo cierto, pero además, con la aparente ligereza que permite una broma expresé lo que creía que necesitábamos. Lo llamé con muy pocas esperanzas porque el tema de la reforma venía siendo una fuente de conflictos y sufrimientos en mi matrimonio por lo menos en los últimos quince años. En un rincón de mi alma, temía –tal cual me había sido pronosticado- que nuestra pareja no sobreviviría a esta ordalía[1].
Hicimos la cita consabida después de que me informara del método de trabajo.
“Mejor a la mañana temprano” dije pensando en hacerle a mi marido una propuesta que le incomodara menos. “Si pueden, vengan todos los que conviven y traigan el plano de la casa”
La primera entrevista.
Casi no hablamos hasta llegar al estudio. Creo que los dos temíamos reabrir viejas heridas y discusiones sin salida. Un mediador, eso era lo que necesitábamos, alguien que nos permitiera conversar. En los meses previos habíamos convenido que nunca más hablaríamos a solas sobre el tema. Por razones que escapan al propósito de estas notas, se tocaban áreas sensibles y tan vulnerables que nos hacía imposible el encuentro. ¿Si hablar nos resultaba tan dolorosamente difícil, qué hacer? Finalmente decidimos establecer un “alguien” con quién lo pudiéramos hacer. “Un arquitecto” dijo mi marido. “Nadie conocido” dije yo, “nadie que quede enredado en nuestras dificultades”. “Alguien creativo, inteligente y abierto, que tenga experiencia en reformas y que no sea caro” retrucó él. “Tiene que resultarnos confiable y creíble” terminé yo (como soy yo quien escribe me doy el gusto de terminar la conversación).
Habíamos leído artículos escritos por Livingston. A ambos nos había parecido de una sensatez meridiana. Sabíamos que algunos de los problemas de nuestra casa resultaban de “remiendos” hechos sin un criterio de conjunto, “para ahorrarnos el costo de un proyecto”, “realizado por amigos o conocidos” con quienes había sido tan difícil negociar por temor a que se ofendieran, además nos estaban haciendo un favor. Propuse a Rodolfo. Estábamos de acuerdo. “Buena señal” pensé ligeramente sorprendida por lo fácil que había sido.
Creo que era un viernes. La cita era ocho y media de la mañana. “¿Cómo será el estudio de este arquitecto tan famoso?” me anticipaba. Ansiosos, expectantes tocamos el timbre. El edificio se veía sencillo, como de los cuarentas. No era nada modernoso ni pretencioso. “Buena señal” volví a pensar. Ascensor, puerta, timbre y nos abre Rodolfo himself con aspecto de recién bañado, el pelo mojado, la cara fresca escudriñándonos con curiosidad mientras nos hacía pasar. Dos ambientes espaciosos, luminosos, mesa grande, estanterías con carpetas de muchos colores, una computadora, objetos, fotos... “¿un café?” y nos tendió un puente para esos momentos de reconocimiento y ubicación.
Nos escuchó con atención. Tomó algunas notas. Nos informó de su método. Aceptamos emprender la primera etapa. En algún momento entró Victoria, la joven arquitecta que en otros encuentros y llamados telefónicos sería una especie de manantial cristalino. Con su sonrisa sin recelos nos cantó un “¡hola!” abierto.
Nos decidimos. Se venía nomás la primera etapa.
Concertamos la visita a casa para la conversación, las fotos y las tomas de medidas. “¿Qué tal el sábado de la semana que viene?”, le propusimos, “es un día que todos estamos en casa, relajados, con todo el tiempo del mundo”. Le gustó y convino con Victoria la visita para ese día, nos entregó una carpeta verde con todo el plan, el método de pago, una reglita muy mona, su tarjeta y nos fuimos. Estábamos bien. Nos había gustado la propuesta, el estilo. Le creímos.
La visita a casa.
Puntual, tocó el timbre a las 9 de la mañana. Aunque era diciembre, todavía no hacía mucho calor. Rodolfo vestía un pantalón blanco, zapatos cómodos, una camisa colorida y llevaba una carpeta de color azul y una cámara de fotos. Así era el efecto que yo necesitaba para mi casa: ligero, fresco, informal y alegre. La cosa venía bien. “¡Qué linda cuadra!” fue su primer comentario. Me gustó que inaugurara la mañana con esas palabras, me sonaron a “ustedes me gustan”.
“Victoria llega en un rato con el metro. Yo empiezo a tomar las fotos” y lo fuimos llevando por todos lados, parándonos detrás de él intentando ver nuestra casa con sus ojos nuevos, midiéndola, evaluándola, temiendo su crítica o un juicio severo, buscando indicios en sus gestos para ver si le gustaba, si le encontraba posibilidades. Después de tanta controversia, no teníamos mucha esperanza de que podríamos tener una casa parecida a lo que a ambos nos gustaba. ¿Qué iría a pensar de nosotros, de nuestra vida, de nuestros gustos? Esperábamos de Rodolfo algo así como una sentencia, tal vez una promesa de que algo del sueño se podría llevar a cabo. Disponíamos de un monto de dinero limitado y nuestros ingresos no nos permiten pensar en los tan conocidos “adicionales” que hacen de una reforma, un precipicio económico.
Llegó Victoria y empezó a hacer su propio recorrido tomando medidas minuciosamente y registrando cada medición.
Después vino la conversación. Nuestros sueños, nuestros deseos, qué nos gustaba, qué no nos gustaba, cómo nos veíamos. Algunas cosas nos resultaron fáciles, lo teníamos claro. Otras nos sorprendía, nos hacía volver a pensarnos viviendo allí, viéndonos en la vida que nos gustaba llevar. Algunas respuestas de los demás nos convalidaban, otras nos sorprendían. Volví a pensar que uno cree que conoce a su familia y hay tanto de cada uno que no sabemos. La gran sorpresa fue que nuestros sueños no sólo no eran divergentes ni diferentes sino absolutamente complementarios. “Pucha” pensé con dolor ”todo este tiempo estábamos queriendo lo mismo” y empecé a mirar a mi marido con otros ojos. Volví a sentir que nos habíamos elegido, que lo volvería a hacer, que tras casi veinticinco años de camino juntos llevando adelante la empresa de la vida, codo a codo, hacía mucho que habíamos dejado de mirarnos de frente. La conversación con Rodolfo nos recuperó en nuestra mirada. “Esto del psicotecto o arquiterapeuta funciona” pensé con humor. “Alguna vez se lo voy a contar”.
Nos deliramos sin limitaciones ante la divertida mirada de esta especie de fauno travieso que no parecía temerle a nada y que nos estimulaba a volar.
“Vienen las fiestas, en estos días el trabajo es irregular. Lo dejamos para enero. A fin de enero me voy a Cuba, pero las distintas propuestas estarán listas antes de que yo me vaya, los llamo. Si yo no estoy, les entrega Victoria”.
Así fue. Rodolfo había dejado la cosa en marcha y se había tenido que ir. Hice una cita para retirar las propuestas y llevármelas para nuestras vacaciones en febrero.
La entrega de propuestas.
Llegué al estudio con una ansiedad que volaba. Rodolfo nos había avisado que lo que vendría serían diferentes alternativas que considerarían los deseos de todos en un plan de reforma de toda la casa. De eso, una vez elegido lo que nos gustara, podríamos decidir qué se haría. Que el proceso era un contínuum, que debíamos mirar los dibujos, pensar, re-elaborarlos, ver qué nos gustaba y qué no de cada uno, en qué nos veíamos reflejados y en qué no y que con ello empezaríamos los ajustes hasta llegar al proyecto deseado. Yo sabía todo eso pero esperaba EL proyecto, terminado, con moño y todo. Esperaba que al desplegarse los dibujos ante mí yo me quedara boquiabierta ante la visión de mi sueño hecho realidad. Lo que Rodolfo me había dicho me había entrado por una oreja y había sido despedido sin trámites ni demoras por la otra. No estaba preparada para lo que vi. ¡Me tiran abajo la casa! ¡Están locos! ¿Para eso le pagamos? ¿De dónde vamos a sacar plata para pagar eso? ¿y dónde vamos a vivir si lo hacemos? La taquicardia me aturdía. Sin aire, con algo de vértigo, miraba los dibujos que Victoria, tostada y descansada al regreso de sus vacaciones, desplegaba y explicaba. Escuchaba como quien ve una película en un idioma que no entiende sin cartelitos abajo que traduzcan. Estaba en shock. Para no parecer una completa idiota, de vez en cuando preguntaba algo, alguna nimiedad, un pretexto para que la pobre Victoria no se quedara hablando sola sin ningún eco. Me quería ir. Hacía fuerza por no llorar, por no expresar mi rabia. Quedaba mal. Me decía “pará, Rodolfo te avisó, esto no es definitivo, esto recién empieza”. Igual que hablarle a la lámpara. Recordé el parto de mi primer hijo. Aunque sabía todo lo que iría a pasar, contra toda expectativa, lo que yo esperaba era ese bebé de seis meses de las propagandas, gordito, terminadito, sonriente y haciendo ajó para la foto. El momento en que vi por primera vez a mi primer hijo, ese momento tantas veces anticipado, fue una mezcla de vivencias, extraño, yo estaba ahí y al mismo tiempo no estaba, la cosa no era como secretamente había anhelado, el dolor había sido de verdad, los ruidos, las conversaciones, mis sensaciones, estaban lejos de lo que solía imaginar cuando me veía teniendo a mi primer hijo. Encima, después del parto, con el bebé ya nacido, había que volver a pujar para expulsar a la placenta. Yo ya me quería ir, quería amamantarlo, quería ser esa imagen que tantas veces había visualizado de la madre incondicional, amantísima, maravillosa. Había quedado ahí, sola conmigo, a los veintiún años, con las pedestres sensaciones de frío, confusión, estupor tan poco románticas, tan poco cinematográficas. Recordaba las palabras de Rodolfo anticipándome algo de todo esto. Pero nada, sorda a mí misma, frustrada, aturdida, la saludé a Victoria y me fui arrastrando los pies.
Llegué a casa y tenía varios llamados en el contestador. Mis amigos, parientes, conocidos, todos querían saber “qué dijo Livingston”. Al único que llamé fue a mi marido. “¿Y?” preguntó. “No sé, lo tenés que ver” respondí desanimada. Entendió. “¿No te gusta?”. “No, no es eso –pretendí explicar- no entiendo, es como poner una bomba y hacer todo de nuevo. Me parece que me angustia” y hablando empecé a entender algo. Si la propuesta era un cambio tan absoluto, si mi casa debía ser tanto cambiada, entonces mi casa, lo que yo había elegido, armado, sobado, adornado, todo eso no valía nada, nuestras decisiones habían sido una sucesión de barbaridades, la cosa no tenía arreglo, ¿nosotros no teníamos arreglo? Fue sorprendente descubrir el grado de identificación que tenía con mi casa, hasta dónde la confundía con nosotros mismos. Estos sentimientos fueron cambiando con la decantación del shock.
Esa noche compartimos nuestro desaliento. “Si la cosa es así, me parece que no conviene hacer nada. Tasemos la casa, pongámosla en venta y compremos algo que ya esté hecho y se parezca más a lo que queremos”. Y esa propuesta me hizo recuperar la ilusión. Especialmente ese redescubrimiento de acuerdos esenciales al interior de nuestra relación. Dentro de la desilusión reinante, fue un regalo inesperado: a los dos nos pasaba lo mismo. Ésta fue una consecuencia no buscada en todo el proceso y nos resultó altamente benéfica porque nos unió en la sólida convicción de buscar y elegir cosas similares.
Empezó el camino de las citas con las inmobiliarias, las tasaciones, las opiniones, las dificultades del mercado, las visitas a casas en venta en el rango del dinero disponible... Fueron largos meses de avances y retrocesos. Nuestra casa no era fácil de vender, necesitaba del “novio” como les gustaba decir a los agentes inmobiliarios. Por otra parte, lo que íbamos viendo estaba más lejos de lo que queríamos que nuestra querida, defectuosa y propia casa. Mientras, cada vez que salía al patio y veía ese rincón con plantas que me regalaba flores en todo momento del año, me ponía a llorar. “Me gusta ese rincón” me dije un día aunque sabía que no se trataba de eso, que el rincón se podría rehacer en otro lado. “De acá no me quiero ir” pensé en un momento y la idea no me dejaba hasta que la pronuncié en voz alta, me la escuché y se lo dije a mi marido. Curiosamente, otra vez estuvimos de acuerdo. “Llamemos a Rodolfo” dijimos. Y lo volvimos a ver.
Los ajustes.
Volvimos al estudio de otra manera. Nadie nos preguntó la razón de la demora en volver a llamar, nadie nos miró con crítica ni con prevención. Me sentí rara y al mismo tiempo bien, centrada otra vez. Señalamos qué de las propuestas nos venía bien, qué queríamos, qué no queríamos de ninguna manera, cuál era nuestro límite económico y energético. Rodolfo escuchó atentamente, asentía de a ratos, tomaba notas, preguntaba alguna cosa y volvía a tomar notas. Las ideas se fueron acotando, delimitando. Nos estábamos entendiendo. Nuestras objeciones eran tomadas como si fueran sensatas. Sentí que éramos respetados, atendidos. No vi ninguna sorpresa en Rodolfo. En ese momento me di cuenta de que su expectativa era precisamente lo que estaba sucediendo, que viniéramos con ideas concretas, mejor dibujadas, que una vez vistos algunos proyectos posibles, una vez aceptado ese universo tan revolucionariamente modificado, estábamos en otras condiciones para decir qué nos venía bien. Eso hicimos. El diálogo fue fluido, conciso. Hablábamos en plural sin miedo: habíamos cambiado los “yo creo” defensivos por un “nos gustaría” asumido y frontal. Nos miré en este proceso y no solamente el proyecto volvió a ser soñable sino que nuestra pareja se me reveló con otra luz. Después de conciliábulos con amigos y familiares, traíamos ideas, propuestas, sugerencias que fueron escuchadas y tomadas muy en cuenta.
“Bueno”, concluyó Rodolfo, “ya está. Ahora déjennos juntar todo esto y los llamamos”. Me asusté. ¿Y qué tal si lo que proponían había que cambiarlo, o tocar algo? “Pero... qué vas a hacer?” atiné a murmurar. “Hay un momento en que tenés que confiar” me dijo el psicotecto Livingston: “es éste”.
El proyecto final.
Llegamos a la cita mucho más tranquilos. Habíamos aprendido que nada es definitivo, que todo se podía volver a pensar, que el diálogo era el contexto de lo que estaba sucediendo, que no había nada que temer, que estábamos con gente inteligente y, especialmente, buena gente.
Nos gustó mucho lo que vimos. Esta vez sentí que era precisamente lo que quería. Después de largos meses a la deriva, me sentía como cuando el vigía en las tres carabelas gritó “¡tierra!”. Era un proyecto pequeño, acotado a uno de los espacios de la casa, el central, el de la convivencia, del encuentro y se habían considerado todas la molestias y había modificaciones sensatas, bellas y que generaban un espacio acorde con nuestra vida. Mirando para atrás, las penurias previas se veían absurdas.
“Ahora si quieren hacer la obra, necesitan los planos de obra”.
Los queríamos. Arreglamos la plata y la fecha de entrega.
“¿Nos podés recomendar algún constructor?” le pedimos, “alguien como vos, buena gente, que no cobre mucho, que obre con sensatez y sea confiable”.
“Tengo a alguien así, cuando retiren el plano de obra, lo hablamos”.
Los planos de obra.
Recibimos los planos de obra con los cassettes. Una tarde de sábado, desplegamos los planos en la mesa de la cocina y pusimos el primer cassette. Paso a paso, primero Rodolfo, después Victoria, nos fueron llevando de la mano por el plano, por los detalles, por las resoluciones, las alternativas y se fueron anticipando a nuestras dudas, preguntas y consideraciones. Quedamos agotados pero al cabo, teníamos la obra en la cabeza. Rodolfo tenía razón: podríamos ser nosotros los directores de la obra. No sé si somos buenos alumnos o qué, pero nunca más escuchamos los cassettes. No fue necesario.
La constructora.
“Pechi, Pechi Cabrera se llama” nos dijo Rodolfo, “es una arquitecta que ha hecho muchas obras mías, es buena persona, inteligente, sensata y tiene dos virtudes invalorables: cumple el plazo y no tiene adicionales. Yo no cobro nada, se las recomiendo porque me lo pidieron”. No necesitábamos más. La llamamos y fuimos a conocerla munidos de los planos y cassettes.
Nos cayó muy bien. Fresca, frontal, abierta, expeditiva, de esa gente que te mira bien a los ojos y te da fuerte y firme la mano. Nos gustó a los dos. “Déjenme ver lo que hay que hacer y los llamo”.
Nos llamó, nos visitó y luego nos presentó un plan de trabajo, honorarios y plan de pagos, todo escrito, claro, sin espacios oscuros ni malos entendidos, hasta había estimaciones de costos de elementos que debíamos comprar nosotros (revestimientos, sanitarios, etc) para que pudiéramos tener un panorama general de los gastos a considerar. Junto a ella estaba Bruno Cammilli, su colaborador, una persona de sonrisa amable y mirada aguda y tierna.
“¿Cuándo empezamos?” respondimos casi sin consultarnos a nosotros mismos. Ya habíamos asumido que estar juntos hacía casi veinticinco años no había sido por casualidad o inercia (mi amigo Eduardo citaba a su tío Elías quién decía: hace cuarenta y siete años que nos peleamos con mi mujer y todavía hay gente que cree que nos llevamos mal).
Estábamos en julio (casi siete meses después de la primera entrevista con Rodolfo). “La primer semana de agosto les viene bien?” sugirió Pechi. “¡Hecho!” respondimos.
LA OBRA
Prodromos. La cosa empezó unos días antes. Había que vaciar completamente los lugares donde se emprenderían las tareas. Una mudanza. Cajas, planificación, plástico para envolver, cinta plástica para pegar. “¿Dónde está la tijera?” fue el grito de guerra que rebotada en las paredes que se iban quedando desnudas. Agolpamos todo en un espacio y mudamos a otra habitación los enseres de cocina (microondas, hornito eléctrico, cafetera, platos, cubiertos) que nos serían necesarios durante la transición. Nos redistribuimos tratando de ocasionarnos las alteraciones menos incómodas. Estábamos todos de acuerdo. Todos sabíamos que la experiencia no sería fácil y, sin habérnoslo dicho, se nos veía decididos a sufrir lo menos posible. No digo que la familia Ingals –no damos con el physique du rol-, pero no estábamos tan mal.
Caen paredes. El lunes por la mañana, a la hora convenida, recibimos el pelotón de demolición. “Va a haber mucho ruido” nos había anticipado Pechi. Hubo. Hubo verdaderamente mucho ruido. Yo era la única que estaba en casa casi todo el día porque es donde llevo acabo mi labor profesional. Los demás llegaban a la noche y hacían la recorrida inquisitiva con el consabido “¿qué hicieron hoy?” y yo pasaba el parte del día.
Tirar paredes es dramático, rápido y conmovedor. De pronto cada cachito de pared guarda algún momento, una escena que uno teme desaparezca de la memoria. “Tengo fotos” es el pensamiento tranquilizador, “ese día sacamos fotos”. Pero igual, es un momento de despedida, de concreción evidente de un cambio que se avecina. Hasta ese momento la cosa había sido en dibujo, imaginación, sueños. La maza golpeando, los cascotes y el polvillo, eran pesadamente reales.
Y la casa se empieza a transformar y muy violentamente aparecen paredes nuevas, nuevos recorridos, ventanas que no existían, puertas que ahora son paredes... Uno no puede recorrer ese espacio de memoria como lo había hecho hasta ese momento. Como quien reaprende los primeros pasos, se van caminando uno a uno los cambios, incorporándolos, imaginando cómo se verá cuando esté terminado, cuando uno ya esté sentado y todo otra vez en su sitio. Pero no será “su” sitio, será un nuevo sitio y a uno no le da la cabeza para visualizarlo. Es demasiado.
El equipo técnico. En una sucesión rápida aparecen hombres de todos tamaños y estilos: albañiles, electricistas, plomeros, colocadores, descolocadores, en fin, un ejército cotidiano. Poco a poco se van aprendiendo los nombres, los lugares, a reconocer cada una de las miradas. Curioso, nunca me sentí invadida. No tengo dudas de que Pechi elige a la gente con la que trabaja porque no puede ser casualidad la buena onda, la armonía, el espíritu de concertación constante que reinaron en todo el transcurso de la reforma. Y a esto puedo agregar al carpintero, al herrero, al porteroelectrólogo, los pintores, los fabricantes de los muebles de la cocina, los colocadores de las distintas cosas que empezaron a aparecer, todos sin excepción, de buen talante, serios, responsables y, en general, cumplidores.
A mí me encantaba ver a una mujer al frente de semejante ejército. Firme, amable, muy inteligente, allanaba las dificultades, hacía posible lo que se veía difícil. El temido pronóstico de peleas con el constructor, de adicionales, de incumplimiento, se deshizo estrepitosamente. Se puede hacer una obra de otra manera. Doy fe.
Los días de tormenta (o de tormento). Y no es que no hayan pasado cosas. Un día se inundó todo, era sábado, ya no había nadie. Entramos en pánico. Una rejilla estaba tapada, además se veía muy chica y cuando metimos la mano, el caño era sí de chiquito. “Ya nos pasó” pensamos, “nos estafaron, nos pusieron cualquier cosa, total uno no ve lo que hay adentro y después vienen las sorpresas”. Desalentados esperamos que alguien viniera en nuestra ayuda. En pocos minutos llegó Bruno, destapó el obstáculo y, como miraba con enojo la rejilla, le preguntamos qué pasaba. Dijo “esta rejilla no va acá, además el caño tiene que ser más ancho, no sé cómo no nos dimos cuenta, esto es una barbaridad!” y mi marido y yo nos miramos y el alivio nos acarició mansamente.
“Me equivoqué”, “esto está mal” o cosas por el estilo, son un bálsamo en una reforma. Los augurios habían sido que los constructores vienen envueltos en una capa de soberbia, que creen siempre que hacen todo bien, que nunca aceptan un error y menos hacerse cargo económicamente. Llamen a gente como Pechi y Bruno y sufran por otra cosa (la vida misma ofrece suficientes razones si uno las busca con prolijidad). Como la tormenta de la rejilla, varias otras se presentaron, pero se solucionaban.
Mi trabajo no es reformar casas, de modo que cada dificultad se me aparecía como un problema insalvable, me daba mucho miedo. Después de varias veces de ver cómo se volvía a romper lo que ya se había roto y compuesto para re-tocar otra cosa que se había tocado y que se lo tomaban con tranquilidad, empecé a entregarme yo al placer demiúrgico de la creación. Las paredes no son como el cuerpo de uno. Lo que se rompe se arregla y si se hace bien no quedan cicatrices. Perdida la santidad de la pared construida –templo pequeño burgués de una ilusoria seguridad-, empecé a mirar mi casa con una mirada renovada. “¿Y si tiramos esta pared también?” me deliré un día. Yo misma no podía creer lo que proponía. Claro, era un adicional, pero se evaluó, se presupuestó y decidimos hacerlo.
¡Help! Acá otra vez volví al estudio de Rodolfo, a ver cómo se seguía, qué ideas y todo en el mejor de los climas, distendidos, sonrientes, me tranquilizaban porque yo creía que estaba abusando, que lo de ellos ya había terminado y no me correspondía nada más. Varias veces me dijeron que acudiera a ellos siempre que quisiera, que las consultas estaban incluidas en lo que había pagado, que me sintiera libre. Y volví varias veces con otros temas, con pisos, con colores, con preguntas, y había chistes, historias, chispeantes conversaciones y siempre Cuba y Fidel y el malecón y a veces Victoria u otra gente que pasaba por ahí y se quedaba prendida en la charla.
Una vez vuelto a pensar algún detalle, la cosa seguía con Pechi. Y llegó el momento de tomar decisiones de artefactos, objetos, griferías y las mil y una cosa que hay que colocar. Siempre que se lo pedimos, Pechi nos acompañó, nos asesoró, supo qué preguntar y a dónde ir. Fue, en este segundo momento, nuestra asesora y confidente, siempre –perdón con la insistencia, pero es importantísimo- con amabilidad y buen talante. Y la cosa se va haciendo un poco más personal y uno va empezando a tener otras conversaciones y otros lazos. La reforma de una casa sucede en el interior de la vida, saca afuera lo que hay, lo lindo y lo no tanto y el constructor ve todo y no es indiferente de quién se trate porque uno no exhibe con facilidad su intimidad ante alguien que no resulte confiable. Otra vez la aceptación, la no crítica como antes con Rodolfo, fue el piso sin el cual no se habría podido caminar con esta fluidez.
No todo fue un lecho de rosas. No puedo decir que pasamos estos casi tres meses alegremente. Tuvimos nuestros días, nuestras nubes y lluvias. También algunas tormentas. Pero sabíamos que escamparía al rato y escampaba. Cosas que faltaban, cosas que sobraban, cosas que no salían como nos habíamos imaginado y había que acomodarse, cambios sobre la marcha, limitaciones existentes en la casa....como éstas, hubo situaciones que nos pusieron en un borde del que nunca nos caímos. Uno aguanta, pero también puede cansarse. Uno se cansa de estar apretado, incómodo, de no comer comida cocinada en la casa (parece mentira: yo creía que comer siempre comida comprada era una de las maravillas del mundo y hete aquí que no, que me moría por hacerme un bife a la plancha o una sopita de verduras), de no tener sus lugares, de cerrar puertas para que no entre el polvillo, de circular por la casa como un extranjero. Y si bien tuvimos bastante suerte con el cumplimiento de los plazos de algunas entregas, otros se retrasaron y uno se impacienta y siempre ese temor de que nos dejen colgados, de que no vengan. Sí, no fue una fiesta. Pero, las prevenciones de nuestros conocidos habían sido tan malas que lo que pasamos fue leve. Eran tantas mi ganas de habitar una casa que tuviera que ver con nosotros, con nuestra vida, que nada me parecía demasiado grave de soportar y no es que yo sea una persona complaciente.
El disfrute del viaje. En el transcurso de los días empecé a dejar de temer por cómo iría a quedar. Me encantaba lo que estaba pasando. Me iba a la noche, cuando el silencio y la soledad hacían que el espacio fuera mío, sin testigos, sin otra luz que la que venía de afuera, y me paraba en los distintos rincones. Los sobaba con golosa anticipación, imaginaba cómo nos veríamos ocupando los nuevos espacios, rodeados de los tan poco tradicionales colores que nos habíamos animado a poner. ¿Seríamos diferentes en ese espacio diferente? ¿Habría sido este proceso un encuentro sorpresivo de nuevas alternativas? “No te hagas ilusiones” me decía enseguida, “somos quienes somos y seguiremos siendo quienes seremos”. Enseguida me contestaba: “Hay escenarios que pueden generar mejores cosas que otros. La casa nos cobija pero también nos constituye, nos convoca, nos provoca. En esta casa me va a gustar mucho más vivir”.
Casi casi, para darnos el alta de la arquiterapia.
Aprendí cómo sobrevivir a una reforma
Aunque no conozco la dinámica interna de otros procesos, me imagino qué cosas podrían llegar a devenir en serias dificultades. Acá, además de sobreviviente encarnada, pongo en juego algunas cosas que conozco por mi trabajo (soy psicóloga, especializada en terapia de pareja y familia).
Se requiere de la firme decisión de emprender el cambio. Decisión que debe ser unánime y no conseguida bajo presión de ninguna especie. Si alguien no quiere, si alguien lo ha aceptado por estar bajo un chantaje emocional, tarde o temprano se cobrará la factura: sabotajes, discusiones, desplantes, síntomas varios, infelicidad segura.
En las familias suele haber bandos. Los activos y los pasivos. Los rápidos y los lentos. Los ocurrentes y los apáticos. Los revolucionarios y los conservadores. Cada categoría implica estilos, visiones del mundo, acercamientos, distancias, tempos. Así como el saciado no comprende al hambriento, el que está en uno de los bandos no comprende bien a quien está en el otro. No sólo la unanimidad en la decisión de la reforma, también se requiere una acomodación mutua –si es que no se había hecho antes- a las diferentes formas de ser. Esto se expondrá a diario durante la reforma, en cada decisión, en cada paso nuevo. No es fácil. Tampoco imposible.
Es necesario, como me dijera Rodolfo, tener la capacidad de entregarse en un punto y confiar. Gente demasiado susceptible, paranoica o temerosa, tendrá grandes dificultades en cerrar los ojos y dejarse llevar. Los peligros que siempre sospechan que pueden concretarse, les hará muy difícil de sobrellevar los momentos ambiguos del proceso, las esperas, las cosas que salen mal (siempre hay cosas que salen mal), especialmente, la imperfección de los seres humanos. No digo que sea imposible, pero para gente patológicamente desconfiada, una reforma puede ser fuente de gran sufrimiento. También pueden tomarlo como una oportunidad que les brinda la vida de ver si se puede jugar de otra manera. Esto me lleva a otro requisito.
El espíritu deportivo. Sin él me imagino que la cosa puede ser demasiaaaado cuesta arriba. No sólo la meta, sino también el camino, de eso se trata. Cada momento, hasta los frustrantes, es un momento de eso que se ha emprendido y que implica tanta energía, ilusiones, temores y expectativas. Es como si uno estuviera de viaje conociendo un lugar exótico: atención a los olores, las sensaciones, las carencias, las nuevas valoraciones, los reconocimientos. El espíritu deportivo nos permite explorarnos mientras vamos cambiándonos en nuestra propia casa.
Aprendí algunas dificultades que deben enfrentar los arquitectos y constructores.
La visualización. Los dueños de casa no somos arquitectos, no estamos entrenados en pensar en volúmenes, no sabemos jugar con desestructuraciones. “A un tonto no le muestres media obra” solía decir mi abuela. Somos, en general, tontos visuales. Los arquitectos tienen una capacidad de visualización que el común de la gente no tiene, no estamos entrenados. Qué difícil debe ser ayudarnos a ver lo que ellos con imaginar les basta.
Las distintas voces. En nuestra sociedad, la mujer, incluso la que desarrolla una actividad fuera de su casa, sigue siendo la reina del hogar. A ella le competen la caja chica, las decisiones cotidianas, el orden y la limpieza, la ropa, la comida, la cocina, las relaciones con la familia y los amigos. La usuaria principal de una reforma es la mujer. A menudo, supongo, es el motor del cambio. El hombre suele asumir una posición más conservadora y empieza a interesarse con la entrada de los electricistas, los plomeros, los gasistas, los “tubólogos” y “cañólogos”, es decir, los que se ocupan de lo que quedará “adentro” de las paredes, lo estructural.
Cada uno de los miembros de la pareja requiere ser escuchado, respondido y tranquilizado. Sea que sigan el patrón clásico, sea que hayan inventado uno propio.
Un gran maestro en la terapia familiar, Carl Whitaker, decía “si querés que la familia vuelva a su sesión de terapia, cuidado con la mamá, no la enojes”.
¿Sólo una casa? La reforma de una casa de familia es mucho más que eso. No se trata sólo de paredes, ladrillos, marcos, pisos, bloques, estructuras, volúmenes y alternativas. Se trata de algo vulnerable, débil, asustado, se trata de gente. Gente común, gente más o menos, como lo es todo el mundo, gente que sabe algunas cosas y muchas otras no, gente que puede unas pocas cosas y muchas otras no. Gente con limitaciones, con pudores, con emociones. Gente que anhela el cariño y el reconocimiento –igual que los arquitectos, constructores y todos los demás. Gente que hace lo que puede y que a veces pide demasiado porque olvidan que los arquitectos, constructores, etc, también son gente como ellos, igualmente vulnerables, débiles y asustados.
Por todo eso, los dueños de casa necesitamos que nos guíen con mano firme pero cariñosa, hacia los escenarios posibles. Recuerden lo fácil que podemos herirnos –tanto como los arquitectos, constructores y todos los demás- y lo difícil que nos resulta confesarlo –tan difícil como a los arquitectos, constructores y todos los demás-. Estas dificultades, si no se pueden compartir, se expresan de otras maneras (malhumor, desplantes, dificultades en el pago, desacuerdos, etc) y a menudo no son comprendidas –probablemente, igual que les pase a los arquitectos, constructores y todos los demás- .
Para Pechi y Rodolfo, que nos guiaron con mano amable y firme, nos respetaron, aceptaron, contuvieron, nunca nos hirieron, nos confesaron algunas cosas, generaron dulces complicidades y nos hicieron –en tiempo y forma- la casa que queríamos.
[1] Las ordalías eran las pruebas a que la Inquisición sometía a algunas personas para ver si estaban poseídas por el diablo. Había ordalías del fuego, del agua, etc. Por ejemplo, se ataba una pesada piedra a una persona y se la echaba amordazada y maniatada a un lago. Si no sobrevivía era porque estaba poseída.