Otras cosas

Carta abierta al Rabino Ovadia Yosef.

Florida (Argentina), 10 de agosto de 2000 Sr Ovadia Yosef,

De mi consideración:

El sábado 5 de agosto pasado, usted, como líder del partido israelí religioso ultraortodoxo Shas, dijo: "Los nazis no han matado gratuitamente a esos seis millones de infortunados judíos. Eran la re-encarnación de almas que habían pecado y que habían hecho cosas que no había que hacer".

Ante estas palabras, algunos lo han calificado de "viejo bobo" (legislador israelí Shinui Yosef Lapid); otros señalaron que "no puede ser tomado con seriedad teológica sino mas bien pensar que es un problema de senilidad" (rabino Daniel Goldman); otros lo protegieron arguyendo que habría que considerar el contexto en que sus palabras fueron dichas (Tzví Grunblat de Jabad Lubavich). Alegar senilidad, descontextualización o estupidez son argumentos pobres y faltos de respeto para quien es el líder de la tercera fuerza política israelí. Usted es más que eso. Hitler era más que un psicópata.

Le recuerdo algunos hechos que nos ubican y nos dicen quién es usted.

- Usted, además de rabino venerado de la comunidad sefaradí, es una pieza clave en cualquier coalición del gobierno israelí por los 17 escaños que su partido tiene en la Knesset. En la reciente elección de presidente que fue ganada por Moshé Katzav del Likud en contra del estadista y humanista Shimon Peres, los votos de Shás, su partido, resultaron cruciales.

- También, como voz de su partido, se opone firmemente a los intentos de hacer la paz con los palestinos y califica a Barak como "descerebrado" por intentarlo.

- A los 80 años –que viva hasta los 120- , no es el primer incidente que protagoniza: a principios de año había maldecido al jefe del partido Meretz diciendo que debía ser "borrado de la faz de la Tierra".

Palabras e ideas extrañas en un rabino. ¿No debiera ser un faro de humanismo que transmita el mensaje profundamente ético del judaísmo? Ha llegado a mis oídos que se lo acusa de ciertos delitos económicos y no es de despreciar la idea de que sus tristes declaraciones hayan tenido el objetivo inmediato de distraer la atención.

Pero es éste tan sólo un hecho circunstancial. Sus ideas ya estaban y no sólo en usted. Permítame decirle que no son nuevas. Los sobrevivientes y aquellos que estamos inmersos en sus experiencias, las conocemos hace mucho, especialmente durante la shoá en que algunos religiosos ortodoxos bombardeaban a las víctimas con estas ideas apocalípticas. La shoá estaba sucediendo –decían- porque los judíos se habían apartado de la "buena senda", se habían asimilado, no honraban el shabat ni los preceptos; la shoá era un castigo de Dios frente al cual había que someterse con resignación. Usaban a la shoá como perverso argumento de evangelización. Estos religiosos oscurantistas son cómplices de muchas muertes porque no han estimulado en los judíos la búsqueda de caminos de salvación acá en la Tierra. Por suerte, no fueron mayoría en la shoá. Por suerte, hubo judíos que se rebelaron, buscaron alternativas y algunos lograron sobrevivir. Quedaron, infortunadamente, los 6 millones de inocentes asesinados sin posibilidad de defensa ni de reacción que pesan sobre la conciencia de la humanidad.

Preguntarnos qué culpa podrían tener es una pregunta que no debe hacerse. Ya Raquel Hodara, que vive en Jerusalén igual que usted, nos aleccionó acerca de las preguntas que no deben hacerse sobre la shoá, porque revelan que quien pregunta no sabe nada de cómo fue la shoá. La pregunta por la culpa de las víctimas es capciosa e inyecta la posibilidad, aunque sea remota, de que esa culpa efectivamente hubiera existido.

Le recuerdo que la palabra holocausto, purificación de la víctima propiciatoria, voluntaria y en el fuego, tristemente alude a lo mismo que usted piensa: la idea del pecado y la expiación que justifica la muerte de los seis millones. Los que pensamos de otro modo, los que creemos en la inocencia esencial de las víctimas, preferimos la palabra shoá, que es sólo descriptiva de un fenómeno de desolación, destrucción y devastación. Aunque fíjese usted que tampoco esa palabra refleja lo que realmente sucedió. No existe tal palabra debido a que la palabra shoá designa una catástrofe natural, mientras que lo sucedido no fue natural, fue decisión de los hombres. Todavía no existe una palabra que lo denomine.

Surge la pregunta de si cree o si no cree en lo que dijo.

Si no cree lo que dijo, uno se pregunta por qué lo dijo. ¿Por razones y objetivos políticos? ¿Para ganar algún espacio de negociación? ¿O fue por razones pedagógicas?. como un padre que educa a sus hijos amenazándolos con castigos si se portan mal, ¿ven lo que les pasó a los seis millones que se habían apartado de la buena senda?: por eso fueron masacrados. Sólo que los judíos no somos niños que deban ser amenazados para que se porten bien. A menos que sea ésa su concepción de lo que es ser un buen judío.

Si, por otra parte, usted cree lo que dijo, me hace pensar que usted, el máximo dirigente del tercer partido político de Israel, el venerado rabino sefaradí, tiene una concepción de Dios como de un titiritero, cruel y vengativo que decide matar a los seres humanos para darles una lección.

No sé si su problema es teológico, pedagógico o político pero su palabra no es inocua y quiero decirle que aunque sea gran conocedor de la Biblia y judío, no nos representa a todos los judíos. No me representa a mí al menos. No habla por mí, no piensa por mí.

Probablemente me resultaría muy difícil hablar con usted si se diera la improbable ocasión, porque no parece sensible al diálogo. Menos con una mujer, que no califica ni para una minian. Usted representa al tipo de pensamiento totalitario, fascista y fundamentalista de los que alucinan ser poseedores de la verdad, para quienes todo aquél que no piensa igual, se le opone y se vuelve un enemigo; ¿y con el enemigo qué se hace, cómo se lo combate? De ver a un oponente como enemigo a decidir eliminarlo porque corrompe la bases de la sociedad, hay un paso, y a menudo es muy corto.

No está solo en este terreno. Son muchos los representantes de este tipo de pensamiento que han asolado a la humanidad: Hitler y Stalin son los más dignos exponentes en este siglo veinte. Pero no han estado solos, ni lo están. Los hemos visto tanto en religión como en política, tanto en el periodismo como en las ciencias.

Frente al peligro que entrañan sus palabras y su prédica, nuestra única herramienta son nuestras palabras y nuestra prédica. Los sobrevivientes y todos aquellos sensibles al tema de la shoá, los bien pensantes, los respetuosos del derecho del otro a vivir aunque piense distinto, tenemos algo que decirle a usted, que probablemente nunca nos escuche, y tenemos algo que decirle a quienes puedan sentirse tentados de escucharlo y creer en sus palabras. Debemos explicar hasta el cansancio que la shoá, como todo fenómeno social y humano, no puede ser reducido a una sola causa, son muchos los factores que convergieron para que un tal desastre fuera posible. Hoy quiero señalar tan sólo uno de esos factores: la existencia de ideologías que, alegando la salvación de algunos, propende la eliminación de otros. El nazismo fue una doctrina que proponía una reingeniería social: reinventarían una nueva sociedad, perfecta, pura, y para conseguirlo, matarían a aquéllos considerados por la misma ideología como imperfectos e impuros. Mucha gente se ha dejado seducir por ese canto de sirenas y ha colaborado con el asesinato sin darse cuenta de que se estaba matando, junto a tantos inocentes, la esencia de la democracia y la libertad, que se estaba matando los mejores ideales humanos. ¡Cómo duele observar el paralelo entre sus enunciados y las ideas nazis! Me duelen todos los muertos. Me duelen los sobrevivientes que han sido testigos de la total arbitrariedad de los nazis y que hoy deben escuchar sus ideas insultantes que los humillan otra vez con una culpa absurda e inexistente. Usted nos recuerda el viejo olor del odio, ese odio tan conocido que se ve en la mirada del antisemita. El fundamentalismo judío no es nuevo, pero este fundamentalismo que termina justificando a los nazis, haciéndose de sus mismas banderas, nos sume en la confusión y en la sorpresa. Sr rabino Yosef, como me ha pasado con otros judíos públicos que me han avergonzado, usted hoy me avergüenza. No sólo como judía, que es una parte esencial de quién soy: más que nada me avergüenza como ser humano.

Los sobrevivientes, los bien pensantes, los humanistas, los respetuosos de los derechos humanos, sean del color o grupo étnico que fueren, le decimos: señor rabino, usted tiene el derecho de pensar como quiera, de decir lo que quiera, pero su melodía es similar a los "rechts, links, rechts, links" del temido ángel de la muerte.

Usted es un ser humano como yo, pero está de la vereda de enfrente, alineado ciegamente con el ejército de la destrucción. Si pensara como usted, me preguntaría qué pecado de otra vida estará expiando por lo cual ese Dios que usted describe lo castiga con el oprobio de pensar como nuestros asesinos.

Le saludo respetuosamente a pesar de todo

Diana Wang, Hija de sobrevivientes de la Shoá

LA SHOÁ: VERSIONES OFICIALES Y ASPECTOS A REVISAR.

PARTE I. NO ME TOQUEN MI SHOÁ. La Shoá suscita ardorosas polémicas. Es un tema muy sensible, tanto es así que quienes tienen sus ideas formadas, las sostienen con fijeza, las generalizan, las vuelven verdades incontrovertibles, nociones universales que no admiten ser confrontadas.

Decir algo así como “no todos los polacos han sido cómplices de los nazis” o “tal miembro del Judenrat colaboró con la resistencia judía” puede provocar reacciones airadas ante la amenaza de tocar convicciones profundas. En la agria discusión que se sucede, se advierte una cierta imposibilidad de tocar estas ideas establecidas, resistencia a informaciones nuevas y rechazo a revisar prejuicios propios y ajenos.

LA SHOÁ EXIGE UNA TOMA DE POSICIÓN.

La Shoá exige tomas de posición respecto a los distintos aspectos involucrados. Podemos mencionar desde el lado de los perpetradores: el antisemitismo, la Iglesia católica, los nazis, los alemanes, los no judíos de los territorios ocupados, la crueldad y la maldad; desde el lado de las víctimas: la conducta de los judíos en su camino a la muerte, la resignación o la aceptación, los guetos, el Judenrat, los traidores, la resistencia judía, los sobrevivientes, y desde el lado más amplio del contexto general: los testigos, los países cómplices, los negocios con los nazis, la Shoá como accidente de la modernidad o la Shoá como producto de la modernidad, entre varios más. Muchos de estos aspectos no producen discusiones. Otros, por el contrario, sí.

Cada uno de nosotros –judíos y no judíos- nos hemos ubicado ante la Shoá de alguna manera particular, con un cuerpo de ideas estructurado y firme. La posibilidad de una ligera alteración de estas “verdades” produce una apasionada rebeldía.

Nuestra posición ante la Shoá nos define como seres humanos en un mundo en el que aún late el prejuicio antisemita y en el que persisten el genocidio y la práctica de liquidar al definido como enemigo. Pero la Shoá, mirada de frente y sin prejuicios, nos enfrenta con lo más bajo y lo más alto de lo humano, con la humillación y con la dignidad, con la debilidad y la fortaleza, con lo que aparece ante la situación límite, cuando se está afuera de lo que uno cree que es la civilización (tal vez y, es lo que más espanta, la Shoá sea la culminación de lo que creíamos que era la civilización). La Shoá ha puesto a todos sus participantes ante dilemas desconocidos con anterioridad por la humanidad, dilemas familiares, políticos, humanitarios, falsas opciones. La Shoá propone una profunda revisión, aún no encarada, acerca del lugar del dirigente, del tema del camino de la toma de decisiones, de la responsabilidad, de la indiferencia, de la corrupción. La Shoá, encarada sin miedo, nos obliga a revisar algunas convicciones democráticas (Hitler accedió mediante el voto, igual que Bussi y Paty y Rico), a diferenciar entre lo legal y lo legítimo (¿es legítimo enviar a un ser humano a la muerte aún cuando sea legal denunciar al declarado como enemigo–un judío o un subversivo-? ¿cuál es la regla superior, la ley o con la propia conciencia?).

Para los judíos, el tema de Shoá tiene aún algo más que para el común de la humanidad. Por un lado, los destinatarios de la masacre fuimos nosotros, nosotros en tanto pueblo, nosotros en tanto nuestros familiares directos, nosotros en tanto nuestra cultura y nuestro futuro. Al mismo tiempo, especialmente los que nos hemos criado en sociedades antisemitas, sabemos que cualquier cosa que se diga sobre la conducta de algunos judíos, califica a todos los judíos. Hay cosas que se atribuyen a judíos durante la Shoá –por ejemplo la cobardía- que, si nos califican a todos los demás, nos resultan, además de injustas, muy pesadas de sobrellevar.

La Shoá nos fuerza a una confrontación si se quiere siniestra. Ha sido un muestrario exhaustivo de los más desgarradores dilemas éticos a los que los seres humanos se pueden enfrentar, tanto las personas comunes como los dirigentes, tanto judíos como no judíos, tanto víctimas como testigos, tanto los países comprometidos como los observadores indiferentes. A la Shoá mejor acallarla, mantenerla dormida, no revolver, so pena de vernos- a nosotros mismos en tanto seres humanos, a nuestra sociedad, a nuestra idea sobre la civilización y la modernidad- en un espejo insoportablemente deformante.

La Shoá aún no se ha mirado en su aspecto más horroroso, en la experiencia que ha mostrado que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro. Este aspecto es el que considero esencial y urgente que abordemos. Entiendo que es difícil. Entiendo que pueda resultar insoportable adentrarse en la trama compleja que tarde o temprano lo enfrenta a uno con la temida pregunta: “¿qué habría hecho yo?”.

QUÉ HABRÍA HECHO YO.

¿Qué habría hecho yo en cada uno de las posiciones durante esta tragedia? Desde las víctimas, desde los perpetradores, desde los testigos, desde los cómplices silenciosos, desde los cómplices activos, desde los involuntarios engranajes que permitieron el funcionamiento de la maquinaria de destrucción.

¿Qué habría hecho yo? ¿Qué habría hecho usted? Preguntas que, para ser pensadas, requieren de un conocimiento cabal de cómo eran las circunstancias, del contexto histórico, de los hechos inmediatamente anteriores, de la cultura predominante, de la educación impartida y recibida. Si no se consideran estos contextos, si uno se pregunta “qué habría hecho yo” en el aire, la respuesta no es válida, estaría desubicada en tiempo, espacio y circunstancia. No es lo mismo pensarse hoy, aquí y ahora que allá y entonces. Si seguimos manteniendo a la Shoá congelada en nociones preconcebidas, no hay modo de aprender nada acerca de nosotros mismos.

Vaya a modo de ejemplo, tres situaciones que fueron reales y que resumí en lo que sigue para que estas reflexiones puedan verse encarnadas en personas y en situaciones concretas.

SI HUBIERA SIDO UN ALEMÁN. “Nací en una casa protestante. Mi papá trabaja en el correo. Cuando subieron los nazis, era mejor estar afiliado al partido, por las dudas. Mi papá lo hizo aún cuando no estaba de acuerdo con algunas barbaridades que decían. No contra los judíos, porque se sabe que son aprovechadores y miserables, aunque no todos, porque en mi clase había algunos chicos judíos que eran buenos. Nadie en casa habría aceptado la idea de asesinarlos. Echarlos de Alemania tal vez no estaba tan mal porque habría así más trabajo para los alemanes. El hecho es que cuando empezó la guerra, debido a mi insuficiencia cardíaca, no me enviaron al frente. Papá me consiguió un trabajo en los ferrocarriles. Allí me pasé toda la guerra, en un puesto de oficinista, aburrido, controlando planillas de todos los trenes que pasaban por mi estación.”

¿Qué habría hecho yo en su lugar? ¿habría rechazado el trabajo de control de trenes? ¿habría tratado de averiguar –si es que no lo sabía- qué transportaban esos trenes o mejor me dedicaba a lo mío? ¿qué consecuencias tendría para toda mi familia si yo me ponía a husmear donde no me correspondía? ¿qué habría sido diferente si yo hubiera hecho otra cosa? ¿podía cambiarse el curso de la guerra?

Salvando las debidas distancias, ¿cuánta es la población en el planeta que colabora hoy día, sin saberlo, sin quererlo, o peor aún, sin querer saberlo, con el actual estado de cosas?, ¿cuántos son engranajes voluntarios de esta maquinaria deshumanizada expulsadora de gente? Empleados en consultorías, en bancos, en entidades financieras, secretarias, programadores, telefonistas, - por no mencionar al ejército de ingenieros, diseñadores, químicos, biólogos y otros que trabajan para industrias químicas, armamentistas, etc.- ¿cuántas de estas personas tienen conciencia de que están colaborando con un mundo que los va echando de sus beneficios como una trituradora de carne? ¿Y si dejan sus puestos, cuál es la ventaja, qué obtienen a cambio? ¿y qué podrían cambiar? Ya sé que no es lo mismo. Pero los invito a pensar en ello.

SI HUBIERA SIDO UN POLACO. “Toda la vida envidié a estos judíos que no sé qué se creen, con sus libros, con sus fiestas, con esas cosas raras que tienen, cómplices de la muerte de Dios nuestro señor, cada uno de ellos, judíos piojosos, que se pudran en el infierno como dice el padre Kristian. Y encima vienen estos alemanes que también se creen superiores y son crueles, no nos quieren a los polacos, nos desprecian, mejor cuidarse con ellos, no vaya a ser que nos confundan con judíos, mejor quedar bien con ellos. No sé qué voy a hacer si la familia Izraelensztejn me pide ayuda. Sé que lo harán porque ellos nos ayudaron tantas veces. No puedo decirles que no. Mi Janek siempre jugaba al fútbol con su Idele, no me va a perdonar si no los ayudo. Pero ¿qué hacer? ¿dónde los pongo? ¿y si me descubren? La semana pasada mataron al leñador y a toda su familia, a sus tres chicos, a su suegra enferma, hasta a una tía que estaba de visita, a todos los mataron porque descubrieron que escondía a una mujer judía con su bebita. No sé qué voy a hacer si me piden que los ayude.”

¿Qué haría yo? ¿Arriesgaría la vida de mi familia, a mis hijos, a mi marido, a mí misma, para salvar a esta gente que aprendí a odiar? No es tan fácil porque una cosa es odiarlos y otra cosa es que se mueran. Pero una cosa es ayudarlos y otra cosa es que nos maten a todos nosotros.

Salvando otra vez las debidas distancias, cuál es nuestra actitud ante los “negros” (en nuestra versión folklórica), los tanos, los gallegos, los coreanos, los paraguayos, los indios, los gitanos, los religiosos, los laicos, los “lo que sea”. Si algún miembro de estos grupos diferentes a nosotros nos pide alojamiento en una situación de peligro rodeados de posibles denunciadores, ¿qué haremos? ¿lo pondríamos siquiera en consideración? ¿cuántos de nosotros hemos albergado a perseguidos durante la reciente dictadura militar?

SI HUBIERA SIDO UN JUDÍO DURANTE LA SHOÁ. “Ya no nos queda ni comida ni agua ni tenemos cómo calentarnos. Hace un frío atroz. El gueto está devastado. Han sacado a todos. Quedamos mamá, yo y los más chiquitos. Cuando escuchamos el “¡Juden Rauss!”, nos miramos y decidimos salir. No podemos sostenernos más escondidos. Llegamos a la calle y vemos a otros desdichados como nosotros, salidos a la luz con la última esperanza de seguir vivos. Nos hacen caminar. Vamos de la mano temiendo perdernos unos de los otros. Queremos seguir juntos adonde sea, como sea. Mamá me dice que huya, que los deje, que me salve. ¿Cómo irme? ¿Qué será de ellos? ¿Qué será de mí? ¿Adónde ir? No me decido. Tengo varias oportunidades de correr pero no me decido. Hay gente que se escapa. Les disparan. Matan a algunos. Otros lo consiguen y se pierden entre las calles. Llegamos a la estación y esperamos largas horas mientras el frío nos desintegra. Nos abrazamos tratando de darnos calor unos a los otros. Los más chicos lloran. Mamá ya no insiste, sabe que no los dejaré. No sabemos bien dónde nos llevan. No les creemos que a un campo de trabajo, ya no les creemos nada. Pensar que cuando entraron los alemanes mis padres se pusieron contentos porque decían que eran honorables, que no eran unos animales como los polacos, que en la primera guerra se habían portado bien, que no había nada que temer. ¿A quién creerle? ¿Cómo saber qué es lo que pasa de verdad? ¿Qué habrá sido de papá? Llega el tren. Nos empujan como si fuéramos ganado. Tratamos de seguir juntos. Alguna gente se resiste. Los matan sin miramientos. Vemos como en segundos algunos conocidos se vuelven cuerpos inertes cubiertos de sangre y como sus familias deben subir al tren igual que todos sin siquiera poder mirar para atrás. Mi natural rebeldía me impulsa a no aceptar, pero no puedo dejarlos, no me lo perdonaría nunca.”

¿Yo qué haría? ¿Me habría quedado con mi familia o habría huido?

¿Y cómo me sentiría hoy día si por haber huido me hubiera salvado?

¿Y cómo me sentiría hoy día si aún sin haber huido no hubiese podido salvarlos y yo hubiese permanecido con vida?

¿Cómo y a quién contárselo?

¿Cómo y a quién pedirle consuelo?

¿Cómo perdonarme el seguir viviendo?

Parte II. LA SHOÁ CONGELADA.

Hay una tendencia a congelar a la Shoá en algunas nociones elementales y vaciarla de su contenido más vivo, inquietante y provocador. Si preguntamos a nuestro alrededor, veremos que casi invariablemente, la Shoá es seis millones de judíos asesinados, campos de concentración (que no se sabe bien en qué se diferencian de los guetos), Auschwitz y los hornos crematorios, el levantamiento del gueto de Varsovia, los SS y su crueldad, los nazis y el antisemitismo, y la svástika. Podrían recitarlo así, de corrido y después, rubricarlo con un estentóreo “nunca más” que aplaca la conciencia y a otra cosa.

Si nos acercamos a algún sobreviviente o a un judío informado, o a algún activista o interesado político, obtendremos una información más detallada, opiniones formadas y conceptualizaciones acerca del fenómeno pero generalmente dentro de la versión oficial, la. “políticamente correcta” de cómo la Shoá debe entenderse, pensarse y proyectarse.

LA VERSIÓN “OFICIAL” Y LO QUE SERÍA BUENO REVISAR.

Me voy a referir a la conveniencia de revisión de los siguientes aspectos: a) la generalización sobre la población no judía de los territorios ocupados, b) las atribuciones de traición a los miembros de los Judenräte, c) la suposición de la cobardía de los judíos que se dejaron matar sin resistencia, d) al tono y e) los contenidos con los que se suele encarar a la Shoá.

A) “Todos los polacos...” (la generalización).

- La versión oficial es que los pueblos locales, alemanes, austríacos, húngaros, polacos, ucranianos, letones, estones, rumanos, rusos, checoeslovacos, yugoeslavos, franceses, holandeses, belgas, etc, todos y cada uno de sus habitantes, son –fueron y serán- antisemitas (repito: todos –es decir, todos- y son – es decir, nacen con un gen antijudío-). malos, crueles, brutos, sanguinarios y de los que salvaron judíos, que podrían ser la excepción a la regla, por ello, mejor no hablar.

- Revisión necesaria. Algunos miembros de los pueblos locales, es decir, polacos, ucranianos, etc, educados por siglos en el prejuicio antijudío más rígido fueron esenciales para la salvación de judíos aún en circunstancias muy adversas, tanto es así que es difícil encontrar a sobrevivientes que no deban su supervivencia a algún no judío en algún momento de la Shoá. Recientes investigaciones señalan que cada salvador no judío era sostenido por una red de, por lo menos, diez personas que colaboraban con él en su tarea. Esto no significa que debamos exagerar ni aplaudir al pueblo polaco, porque no fueron muchos, pero sí hubo algunos, los suficientes para que no podamos decir con ligereza “todos los polacos...”. Nosotros, los judíos, no podemos usar los métodos que tanto nos han hecho sufrir, no podemos generalizar, tenemos la obligación de revisar los prejuicios. El trabajo de los salvadores, los obstáculos que debieron enfrentar (tanto internos como externos), su lúcida conciencia, son aún lecciones que esperan ser transmitidas a las nuevas generaciones. Los salvadores no judíos son un ejemplo que nos permite alentar esperanzas acerca del género humano. En este mundo pragmático y mercantil no nos podemos dar el lujo de olvidarlos.

Los sobrevivientes vivieron en carne propia el antijudaísmo cotidiano, por ejemplo en Polonia, y es comprensible que sientan una rebelión profunda ante estas proposiciones. El odio que mamaron en las calles, en las escuelas, a todo su alrededor, se mantiene vivo en sus recuerdos, mantiene viva la humillación que solían recibir y no aceptan de buen grado la idea que aquí propongo de que no todos ni siempre hayan sido así. Cada uno recuerda a un vecino, a un compañero, a alguien en particular que se ha ensañado, que ha disfrutado con su desgracia, que ha tomado provecho de ella. Los que hemos tenido la suerte de conocer el antijudaísmo argentino, “educado” e hipócrita, no podemos conocer la profundidad vivencial de su herida y, por ello, nos puede resultar difícil comprender su rechazo a pensar las cosas de otro modo.

B) Sobre la resistencia judía: gloria y vergüenza.

- La versión oficial es que seis millones de judíos fueron víctimas y sucumbieron de un modo que implica vergüenza debido a la aparente falta de resistencia, por la entrega sin lucha. El levantamiento del gueto de Varsovia será glorificado y enaltecido hasta el cansancio, no sólo por el valor de esa gesta sino, y fundamentalmente, por su ejemplaridad porque es lo único de lo que nos podemos enorgullecer y que nos permite acallar la vergüenza de las “ovejas que se dejaron llevar cobardemente al matadero”. El resto de los judíos, los sobrevivientes, los que no tienen historias gloriosas que contar, no cuentan.

- Revisión necesaria. La resistencia judía tuvo muchas caras. La resistencia armada fue poca y muy pobre debido, no a la “innata cobardía de los judíos” sino a factores bien concretos relativos a la forma en que el proceso de exterminio tuvo lugar, a sus progresivas etapas, a lo inimaginable previamente de la decisión del asesinato masivo, a la carencia de armas y recursos económicos, a la dificultad de organización como resultante de los métodos utilizados, etc. La mayoría de los judíos se resistió a su deshumanización de las forma que pudo hasta cuando y cuánto pudo. Los lugares (guetos, campos de trabajo o exterminio, escondites, etc) y el momento (la política nazi fue cambiando a lo largo de los y 6 años) determinaron las formas de la resistencia que merecen ser conocidos y reconocidos en forma pública por el heroísmo demostrado en el sostén cotidiano de la vida.

C) Judenrat, el lugar del dirigente, “a la sombra de la traición”.

- La versión oficial dice que hay una pequeña parte de la vergüenza judía, doblemente vergonzosa, formada por aquellos judíos que fueron, supuestamente, cómplices del aparato asesino, en especial los miembros de cada Judenrat y más en especial los de la policía judía de los guetos. Tanto es así que en la Argentina, la palabra Judenrat se utiliza como sinónimo de traidor.

- Revisión necesaria. Los miembros de los Consejos Judíos, Judenräte, se enfrentaron a los dilemas más desgarradores de los que se tiene noción: “para que el resto viva, deben entregar 1.000 judíos por día”. Si no lo hacían, los mataban y designaban a otro Consejo y/o elegían a 1000 personas al azar, porque se debía llenar un tren, había un esquema que cumplir. ¿Qué hacer? ¿obedecer? ¿cómo? ¿y cómo desobedecer? ¿qué parámetros existen para tomar una tal decisión? En la película“La decisión de Sophie” una madre debe elegir a uno de sus hijos porque los dos no pueden quedar vivos. ¿Cómo se puede tomar una tal decisión? No tomarla implica la muerte de los tres. Tomarla permite que se salve uno. ¿Pero cómo elegir cuál hijo debe morir? De este tipo eran los dilemas cotidianos que debían enfrentar los miembros de los Judenräte.

Una concienzuda revisión y esclarecimiento de sus conductas, una debida ponderación de los diferentes contextos –geográfico e histórico- en los que tuvo lugar, atentaría contra nociones aparentemente tranquilizadoras porque los podríamos seguir paso a paso, comprender sus decisiones, ponernos en su lugar y aparecería la pregunta más terrible a la que nos enfrenta la Shoá: ¿qué habría hecho yo? Es necesario mencionar los testimonios de sobrevivientes que han vivido los efectos de algunas decisiones tomadas por su Judenrat. Relatan a veces situaciones dolorosísimas debido a la vivencia de haber sido traicionados por quienes se suponía que velarían por ellos. Lo que dicen es verdad y debe ser tomado en cuenta. Cada testimonio revela una pequeña porción de lo sucedido, es una pieza más del rompecabezas. Es nuestra obligación hoy, considerar esa porción, ubicarla donde corresponda – quién, dónde, cuándo, cómo, por qué- y recién entonces reflexionar y opinar. Las decisiones de cada Judenrat en los diversos momentos deben ser ponderadas según las circunstancias, circunstancias a menudo desconocidas por las personas que sufrieron sus consecuencias.

Tal vez haya una cierta complacencia en culpar al dirigente, - por cierto que no sólo en la Shoá, tal vez por eso es tan difícil de revisar -, y en perder de vista las diversas restricciones, presiones y cuidados con las que se toma cada decisión. También se pierde de vista que el dirigente es tan sólo un ser humano, que –en el mejor de los casos, es decir si es honesto y buena persona- hace lo que puede a su mejor y leal saber y entender. Y que a veces eso no es suficiente ni útil ni bueno para todos. Culpando a los dirigentes, nos vemos aligerados de peso y responsabilidad y nos evitamos reflexionar en sus limitaciones y posibilidades.

D) La solemnidad.

- Según la versión oficial, el tono con el que se hable de la Shoá será formal, acartonado, casi religioso, con las consabidas frases hechas llenas de voluntaristas e ingenuas buenas intenciones, con una solemnidad propia de lo sagrado, propio de la trascendencia, más allá de nuestra vida de todos los días. La solemnidad es una forma de mostrar que no sabemos cómo encarar el tema de la Shoá, no sabemos qué hacer con ello ni cómo conmover a la gente que ya no oye, como si lleváramos una brasa encendida en las manos y nos la vamos pasando sin saber qué hacer con ella. Los discursos se repiten a sí mismos, casi los mismos adjetivos, las mismas proclamas de no olvidar, los mismos acentos, cadencias y abstracciones. Un tono que no propende el pensar en el mundo de hoy, en nuestra conducta poco solidaria o irresponsable, un tono que se conforma con alertar con la no repetición y evita embarrarse en las incomodidades, en lo que fue de verdad la Shoá para sus participantes, en las torturas de quienes han sobrevivido y aún no son escuchados salvo parcialmente, y sólo cuando dicen lo que los demás quieren escuchar.

- Revisión necesaria. Debiéramos aprender a usar un tono que permita pensar, que nos ayude a comprender que la Shoá es un tema que nos es propio (y no me refiero exclusivamente a los judíos), que nos compromete como ciudadanos, como miembros de la humanidad. El tono en el que se propone el tema de la Shoá debiera permitir pensar, podría volverse menos acartonado y permitir el diálogo de las ideas, sin miedos ni eufemismos; si lo que hay que decir es “ciego” no decir “no vidente”, si lo que hay que decir es “pis” no decir “orina”. Soy de aquellos que creen que la reflexión sobre la Shoá no sólo es posible sino que es imprescindible pero que depende de la forma en que se la presente. El tono –y también el contenido como plantearé más adelante- implica un tipo de análisis, un tipo de propuesta y una intención de diálogo o de monólogo. Aristóteles definía como tragedia al género que se ocupa de los dioses y las cuestiones trascendentes y comedia al que se ocupa de los seres humanos y las cosas de la vida. Si el tono es de tragedia los personajes serán héroes –dioses o semidioses en la Grecia antigua-, poderosos, infalibles, preclaros, la historia relatada será universal, La Historia de La Humanidad, la lucha del bien contra el mal, su sentido será trascendente, importante, fundante, ejemplificador, habrá que cuidarse bien de qué se dice y cómo porque se está dando un modelo; en un tono de tragedia se obtura la reflexión, está todo dicho, no hay nada más que agregar, es definitivo. Si el tono fuera de comedia, los personajes serían más pequeños, humanos, débiles, falibles, confusos, actuarían según sus posibilidades limitadas, las historias serían particulares sin ninguna pretensión de aleccionar sobre nada sino reflejos de recortes de vidas, se hablaría de experiencias de personas concretas, no de la historia de la humanidad. El tono de comedia (insisto que uso la palabra en el sentido aristotélico, no en el sentido en que se usa hoy de “algo ligero para reír”) permite algo tan esencial para la transmisión como la identificación del público con los personajes del relato. Cualquier persona puede identificarse con otra persona. Nadie puede identificarse con un héroe, está muy lejos de nuestra experiencia.

La posibilidad de ponerse en el lugar del otro se sostiene en la identificación y es la única forma de escuchar, comprender y aprender.

E) El horror, sólo el horror.

- La versión oficial es que la Shoá debe ser mostrada en sus aspectos más crudos para que “nunca más” se repita (con la idea ingenua de que la mera repetición produce automáticamente la vacuna). Es habitual la descalificación cuando se presenta algún aspecto menos “horroroso” de la Shoá, descalificación que se vuelve muchas veces autodescalificación. Hay sobrevivientes que dicen “¿qué puedo decir yo si nunca estuve en un campo?” dejando su experiencia en la clandestinidad, en algún escondite, errando por distintos destinos todos peligrosos, sus pérdidas familiares y vitales, en suma, dejando todo lo sufrido en la categoría de lo no “tan” terrible, por ende, sin valor para ser transmitido.

- Revisión necesaria. No sólo mencionar o centrarse en el horror y atreverse a la cotidianeidad, perder el miedo a lo que parece ser ligero. Contar sólo el horror – alimentar el morbo – no sólo no ha resultado una vacuna eficiente para el tan anhelado “nunca más” sino que ha producido el efecto paradojal del rechazo, la gente no recibe de buen grado, salvo que disfrute de ello por razones patológicas, que se le arrojen cadáveres ni ser manchados con desesperanza, vómito, cenizas y barro. El horror está tan alejado de la experiencia cotidiana que, después de la fascinación primera, produce un distanciamiento a menudo definitivo. “No quiero escuchar más hablar de la Shoá” es lo que dice mucha gente.

Sin embargo, los mismos aspectos de la Shoá pueden ser encarados desde otros ángulos más potables para la capacidad y disposición de recepción de la gente común. Un ejemplo de ello es la historia de Anna Frank y su diario en cuyas páginas el horror aparece por ausencia, porque todos sabemos qué pasaba; si no se tratara de judíos, de Holanda, de la Shoá y de la muerte de su autora, habría sido un diario de una adolescente, como tantos, un texto sin ninguna trascendencia. Y es ahí donde la Shoá se encarna para cualquiera y ha merecido por ello tanta notoriedad.

Otros contenidos más cotidianos podrían permitir que algunos oídos se reabran y sea posible la reflexión acerca de su propio lugar en el mundo, la solidaridad, la educación, la responsabilidad y la democracia.

A modo de conclusión.

Podría preguntárseme ¿qué tiene que ver la democracia con todo esto?

Hitler ascendió al poder gracias al voto de la mayoría, en un sistema democrático y apoyado por muchos judíos. Nuestro sistema de vida está en juego. El sistema democrático, de entre todo lo que hay, es lo mejor pero está lejos de ser bueno si no nos resguarda de estas cosas. Es que no basta con votar. Votar a ciegas es suicida. Tampoco sugiero el voto calificado. No voy a decir nada nuevo: la educación es el pilar que nos sostiene. Y la Shoá, propuesta como un tema de reflexión y aprendizaje, toca todos los aspectos que debemos ejercitar como ciudadanos, como dueños de la “cosa pública” que eso es lo que significa república. Y es con la Shoá que se puede probar sin ninguna duda y de manera concreta, el valor y el sostén de la educación, del juicio crítico, de la reflexión, de la necesidad de tomas de posición, de la responsabilidad, de la pésima inversión social que es la indiferencia.

La última frontera - Otro aniversario del atentado a la AMIA

Querido Nico[1], Los 18 de julio, desde hace cinco años, son para mí, al mismo tiempo, un feliz cumpleaños y un triste aniversario. El mismo día en que nos agolpábamos llenos de rabia e indignación porque hacía un año del ataque a la AMIA, naciste vos, promesa de futuro, tierno y desvalido, pregunta abierta, como nacemos todos.

Hoy cumplís cinco, uno menos que el atentado, y se te acaba de caer tu primer diente de leche. ¡Qué rabia cuando advertiste que te lo habías tragado! El ratoncito no te iba a traer nada... Pero no fue así. Al despertar por la mañana, encontraste algo debajo de tu almohada. Tu ratoncito es protector, confiable y bueno. Nosotros, que nos hemos tragado junto a nuestra pérdida, la impotencia y la indignación, ya casi hemos perdido la esperanza de despertar una mañana y encontrar una respuesta. Nuestro supuesto protector no nos protege. ¿Será confiable? ¿Será bueno?

Cada 18 de julio, la celebración de un nuevo año de tu vida me brinda la oportunidad de regocijarme con la esperanza, pero se me vuelve a abrir la misma pregunta: ¿qué es lo que te estamos dejando, qué país, qué sostenes, cuál será tu futuro?

Con tu diente de leche, se ha empezado a caer tu inocencia. La nuestra se cayó hace tiempo. Fue cacheteada, vejada, torturada, muerta y cremada. La Shoá fue el comienzo del fin de nuestra inocencia: “no hay nada que un hombre no pueda hacerle a otro” ha sido su más insoportable lección. Pero no la quisimos escuchar. No te voy a contar paso a paso nuestros tropiezos. Llegamos a este fin del siglo XX maltrechos, sedientos pero aún con cierta esperanza vigente: no se nos podía proteger de los ataques, pero se descubriría a los culpables. Hoy, después de seis años, el esclarecimiento del ataque a la AMIA representa la última oportunidad que le damos a nuestro protector para que haga lo que debe hacer, protegernos. Nuestra capacidad de creer está herida de muerte.

Y nos quedamos casi desnudos, querido Nico, y muy solos.

La vieja inocencia, hecha trizas, y encima no nos queda en qué o en quién creer.

Cinco años y ya tenés por delante toda esta desesperanza. ¡Qué comienzo más difícil! ¿Qué vas a ser cuando seas grande? ¿Cómo va a ser “ser grande” cuando seas grande? ¿Te irás a dormir alguna vez soñando en un mundo mejor? ¿Te dejaremos siquiera la posibilidad del sueño?

¡Feliz cumpleaños querido Nico! Un nuevo año de pasos nuevos, de habilidades adquiridas, de ir conquistando tu lugar en el mundo y el amor de quienes te rodean.

Sexto aniversario del ataque a la AMIA. Un nuevo año vacío de realizaciones, más hondo el escepticismo, como la piel de zapa, más y más encogida la esperanza.

Pero vos, Nico, sos nuestro futuro. Así como en los cuentos infantiles en que las hadas acudían a brindar sus dones al recién nacido, ¿qué regalarte?

Tengo algo. No es mucho. Es una cosita así de chiquita. Ponela en la palma de tu mano. Con cuidado. Mirala con cariño. Acariciala. Dejala crecer y dale aliento de vez en cuando. Lo que tengo para darte es nuestra débil y moribunda esperanza, nuestra última frontera. Y no está sola. Con ella va nuestra -¿empecinada? ¿quijotesca?- insistencia. Seguiremos reclamando justicia para que aquél que nos promete protección, cumpla y nos proteja, señalando de frente y sin dobleces a los culpables.

¡Por la vida!, Diana.

[1] Nico es el nieto mayor de mi querida amiga Sarita.

Abuelas y frutillas

Nadie nos pidió permiso. Ya era hora sin embargo.

Y un día, empezamos a ser abuela, abu, mamama, mamina, meme, mumi, nonna, bobe, baba, babu...

Un bebé, un bebé de nuestra hija, un bebé de nuestro hijo.

Después de los meses de embarazo, no podía ser una total sorpresa. Sin embargo, hay una zona en la que nos resulta extraño que quien era un bebé hasta ayer nomás, tenga hoy un bebé. Hoy nos toca a nosotras preguntarnos cómo es que pasó tan rápido.

Pero nos recuperamos. Rápidamente. Y también recuperamos el placer de acunar, de oler, de sostener, de mecer, y tejemos batitas, y leemos revistas y hacemos memoria para recordar cómo era y qué consejos dar y a veces nos miran esperando nuestro sabio consejo y nos descubrimos dándolo o paralizadas porque no se nos ocurra nada digno de las circunstancias.

Ser abuela no es igual para todas. Como para mí ha sido y sigue siendo gozoso, sólo me referiré a ello. No sé cómo lo vive visceralmente la mujer que sostiene su identidad y auto estima en la ilusión de la eterna juventud. Supongo que no le será fácil.

Como sea, el primer nieto le marca a una, le guste o no, el paso del tiempo. Coincide a menudo con la menopausia en esa danza armoniosa de la vida. Hoy la menopausia, lejos de indicar el fin, es un nuevo comienzo. Las mujeres post menopáusicas ya no zurcimos zoquetes cerca del fuego esperando con resignación los bigotes y la muerte, somos hoy una especie de vendaval energético munidas de la infaltable pinza de depilar, claro, pero con una voluntad y curiosidad y vitalidad sin límites.

Somos un nuevo modelo de abuela.

Somos la abuela que da cita. Te cuido al bebé los jueves de 3 a 7 de la tarde. Somos abuelas con vidas propias y anhelos de realización personal. Vivas, vigentes, vigorosas, enamoradizas, nos enamoramos de ese cachito de carne tierna y vemos su evolución y crecimiento como la renovación de la promesa de la magia y el misterio de la vida.

Solía decir que los hijos son como el marido y los nietos como el amante. Los hijos: la responsabilidad, los nietos: el disfrute. Imagen potente porque propone, junto con la abuelidad, la ruptura del pacto de exclusividad sexual del matrimonio Todo junto, provocativo, seductor, inquietante. ¿Abuelas seductoras? ¿Abuelas sexualmente activas? ¿de qué abuelas estamos hablando? ¿Cómo es esto de ser abuelas hoy?

Enamoradas de nuestros nietos, apasionadas en nuestros encuentros con ellos, disfrutándolos lo más posible porque somos concientes del paso del tiempo y de la aventura de la niñez y el amor, al mismo tiempo, nos hemos hecho ciudadanas del mundo y hacia allí vamos. Produciendo, creando, transmitiendo, investigando, buscando, encontrando, perdiendo, inventando.

Los jueves de 3 a 7 de la tarde. También los domingos al mediodía. O alguna noche, ¿por qué no? Eso sí, los llevamos al teatro, si tenemos con qué, les compramos juguetes y les hacemos los gustos y nos preguntamos por qué no recordamos haberlo pasado tan bien con nuestros hijos cuando eran chiquitos.

El otro día estaba en casa de una amiga que cumplía años y estaba su nietita más chica, una delicia de menos de dos años que era el centro de todas nuestras miradas. Cuando trajeron la torta, fue derechito a sacar la frutilla ubicada en el centro, metió los dedos en la crema y se la comió. Pensé avergonzada que jamás habría permitido tamaña conducta en ninguno de mis hijos y me encogí en el asiento observando con gozo y placer el modo en que se comía la frutilla. Nadie la reprendió. Algunos, como yo, disfrutaban mirándola. ¿Será que la edad nos ha puesto menos represores? ¿Será que valoramos más lo que tenemos entre manos? ¿Será que la conciencia del paso del tiempo nos ha jerarquizado el presente? ¿será que nosotras también estamos aprendiendo que podemos meter los dedos en la crema y comernos la frutilla de la torta?

Pesimistas, optimistas y realistas (lecciones de la Shoá)

Los que estamos cerca de sobrevivientes de la Shoá hemos dejado de sorprendernos ante la aparición de reflexiones que atentan aparentemente contra nuestro sentido común. Los sobrevivientes son poseedores de un saber que a los que hemos vivido una vida normal siempre nos es ajeno. Es de lamentar la poca presencia de sus reflexiones en nuestra sociedad. He escuchado algunas veces el siguiente pensamiento: Los que se fueron de Europa antes del 39 eran los pesimistas. Los que nos quedamos, éramos los optimistas.

Como tantas cosas que enuncian los sobrevivientes cuando se sienten los suficientemente confiados como para abrir sus corazones, esta reflexión me conmovió profundamente.

El optimismo. La vida es una empresa que nunca podrá tener éxito, porque termina con la muerte. Si uno pensara así no tendría fuerzas para levantarse de la cama cada mañana, no podría enfrentar las mil y una adversidad, los desafíos, las dificultades que entraña el vivir cotidiano. Si uno pensara así, no podría disfrutar de las pequeñas y grandes cosas que el mero hecho de estar vivos proveen (el amor, la familia, el sentirse apreciado, el sol, el sonido de la lluvia, la música, el calor del abrigo, una labor creativa..., en fin, la vida, lo que tiene la lindo la vida). Para vivir, para levantarse de la cama, uno tiene que ser optimista. Levántese contento decía Carlos Ginés por la radio todas las mañanas, antes de que se pusiera de moda despertarnos con noticias a cual más demoledora en estos programas de la mañana. La actitud positiva, la mente abierta, la mirada confiada, generan expectativas de amor, de trato benévolo, de buena onda, proponen una conversación amable y permiten que las cosas fluyan más delicadamente y hasta que algunas sean posibles. Emprender cualquier empresa que sea -casarse, tener hijos, un negocio, una profesión, una novela, un viaje, una noche de amor- requiere, antes que nada, de la intención de que salga bien, de la íntima convicción de que va a salir bien, una especie de crédito que se da por anticipado. Pensar en hacer algo, es, primero, pensar en que va a salir bien. La actitud positiva es el combustible sine qua non de cualquier motor vital. La actitud positiva es necesaria, pero no suficiente, se requieren otras cosas. Pero, si una tal actitud no existe, el resto no importa. Incluso en temas de salud, física y mental, es la actitud positiva central en la superación de malestares, enfermedades y penurias. La sabiduría popular lo recoge en la frase Ala fe puede mover montañas@, esto es, la profunda convicción de que algo es posible, da tanta fuerza que contribuye en que la cosa suceda. A modo de profecía autocumplidora, la actitud positiva genera una energía favorable, promueve la solidaridad y la colaboración, el trabajo en equipo y da la fuerza necesaria para seguir adelante en situaciones que requieren paciencia, trabajo, rutina, constancia.

Y los sobrevivientes, con esa frase que tiran al pasar, dicen que, por el contrario, lo que fue bueno durante la Shoá fue ser pesimistas, que los optimistas alimentaron los hornos. Un optimista es crédulo. Un optimista confía en le género humano. Un optimista cree en el mandamiento que para algunos resume nuestra Torá, que dice que no le hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti y cree que nadie le hará a él lo que él no haría a otros. Un optimista enuncia los derechos del hombre. Un optimista cree en el amor. Un optimista cree que el bien triunfa sobre el mal. Un optimista cree en la racionalidad de los humanos. Un optimista cree en los ideales.

Y los sobrevivientes me muestran otra vez ese espejo deformante de la realidad que es la Shoá y me dicen que no fue así, que los optimistas fueron diezmados, arrasados, aniquilados. Que los locos (muchos creían que estaban locos) que decidieron huir, dejar sus lugares, sus casas, sus historias, sus trabajos, sus posesiones, sus profesiones e irse a lugares desconocidos donde se hablaban vaya a saber qué lenguas, con vaya a saber qué gentes, donde iban a tener que empezar de nuevo, los que, en definitiva, se salvaron, eran los pesimistas.

Los pesimistas. Un pesimista cree que lo peor puede pasar. Las leyes de Murphy son un ejemplo de pesimismo en clave de humor: Si algo malo puede pasar, va a pasar. La actitud pesimista es cataclísmica, es apocalíptica, ve peligros por todos lados, es paranoica, desconfiada. La actitud pesimista es suspicaz, sospecha de todo y de todos, duerme en constante alerta, está dispuesta a la huida. Una actitud pesimista hace que la botella se vea medio vacía, que para asegurar que los pantalones no se caerán se debe usar cinturón y tiradores, genera una persona previsora, precavida, cautelosa, recelosa. Una actitud pesimista impide la exhibición de la alegría por temor a ser envidiado, ni el disfrute del dinero por temor a ser robado. La actitud pesimista produce conductas que confirman las sospechas porque los pesimistas son vistos con poca simpatía, generan climas desagradables, densos, pesados, sonríen poco, son tortuosos y torturados. Un paciente con actitud pesimista es un mal paciente para cualquier médico, trabaja en contra en sus pos-operatorios, tiene recuperaciones complicadas, no se entrega puesto que no confía, siempre tiene miedo.

Un pesimista sale con paraguas y piloto y galochas y con media hora antes por si hay embotellamiento de tránsito en caso de que llueva. Siempre espera lo peor. Y cuando lo peor sucede, era el único que estaba preparado.

Y la Shoá fue de lo peor.

Los realistas. Hay quien considera que una de las características de quienes salieron vivos de la Shoá, es su sentido de realidad. Vieron, comprendieron, midieron y pesaron adecuadamente lo que veían y actuaron en consecuencia. Eso es lo que creen. Es lo que necesitan creer para que no se les abra el piso bajo los pies. Hay entonces un método, es sólo cuestión de encontrarlo. ¿Cómo quedan parados los otros, los que no lo vieron ni comprendieron ni midieron ni pesaron adecuadamente las cosas, las siete millones de víctimas incluyendo al millón que sobrevivió? Debemos aclarar que no todos los que se quedaron lo hicieron por elección. Muchos no disponían de los medios para irse a pesar de desearlo. Pero la gran mayoría no puso en consideración esta eventualidad, convencidos de que, como tantas otras veces en la historia del pueblo judío, la tormenta pasaría, no había que irritar a los antisemitas, quedarse quietos, y se calmarían una vez saciada su sed de sangre. Como tantas otras veces. ¿Huir? ¿Dónde? ¿Cómo? No es para tanto. Fueron optimistas. Decidieron quedarse y hoy, comparados con los que se fueron, los que hicieron lo correcto, los visionarios, los hiper-realistas, son vistos por mucha gente, por los mismos judíos, por sus propios parientes, como negadores, autistas, incapaces, tontos, encerrados en guetos físicos o mentales, aislados del mundo.

Lo que sabemos hoy entonces no se sabía. Es muy difícil pensar como si no se supiera. Visto desde hoy, año 2000, mirando para atrás, sabiendo lo que hoy sabemos, pensamos en las seis millones de víctimas judías de los nazis y no sabemos qué contestarnos ante las preguntas de ¿por qué se quedaron? ¿por qué no lucharon? ¿por qué se dejaron llevar a la muerte? La ausencia de respuestas, al menos la ausencia de respuestas honorables, puede avergonzarnos y confundirnos. Las respuestas posibles pasan por hipótesis de cobardía (los judíos están entrenados en la humillación y la aceptan, son sometidos), de incapacidad (los judíos son comerciantes o intelectuales, no saben defenderse), de egoísmo (cada uno pensó en sí mismo y en su familia, no se organizaron). Son respuestas dolorosas e incorrectas que revelan, como suele decir Raquel Hodara, todo lo que no se sabe acerca de la Shoá y que expresan un juicio severísimo sobre las víctimas.

El plan de exterminio. Los nazis no tenían un plan de exterminio hasta enero del 42 en la conferencia de Wansee donde se decidió la Asolución final@. Recién a partir de entonces se emprendió la industria de la muerte que culminó con el monumento a la misma, Auschwitz. Los estudiosos más serios de la Shoá coinciden en que la decisión de eliminar a los judíos se fue gestando a medida que la situación lo fue requiriendo, pero que no fue la idea original. La situación se complicó enormemente cuando rompieron el pacto con la Unión Soviética y ocuparon los territorios del este en 1941. La intención original de traslado de los judíos se volvió inmanejable. Eran tantos que comenzaron a matarlos. Al principio, fue de manera artesanal para lo cual enviaron a los Einzatsgruppen. Asesinaron de este modo a un millón y medio de judíos en las poblaciones de la Polonia oriental. Pero los miembros de estos kommandos, sufrían profundas perturbaciones psíquicas que los atormentaban luego de las matanzas a mano. Cundió la alarma en los altos mandos. Matar a los judíos era la única salida que veían, pero hacerlo a costa de enfermar a sus tropas era un costo demasiado elevado. Ello determinó, junto con la insuficiente disposición de insumos necesarios (armas, balas, etc) para matar a tanta gente la imposibilidad de la matanza artesanal que llevó a la conferencia de Wansee en enero del 42 .

Es importante conocer estos datos que revelan que los propios nazis fueron llegando a la decisión de la muerte masiva, paso a paso, ellos mismos no lo sabían el primero de septiembre de 1939 cuando invadieron Polonia. Tampoco era una decisión oficial cuando la Kristallnacht el año anterior. Tampoco lo sospechaban en la conferencia de Évian en el mismo 1938 los representantes de los distintos gobiernos que no aceptaron recibir a los judíos en sus territorios ante el requerimiento de los nazis (sólo la República Dominicana abrió sus puertas). El asesinato masivo e industrial fue conocido, sin lugar a dudas, por los servicios de inteligencia de Inglaterra, recién a fines de 1942. ¿Cómo podían imaginarlo los judíos tres años antes? ¿Quién podía imaginar que algo así podía suceder? Si hoy mismo cuando vemos los documentos, cuando nos adentramos en la mecánica burocrática necesaria para implementar este asesinato masivo, nos cuesta creer lo que vemos, ¿cómo podemos pedir que lo previeran entonces, cuando nunca antes en la historia de la humanidad había sucedido? ¿por qué los judíos iban a temer que sucediera una cosa diferente a la que siempre les había pasado?

Acá también. Recuerdo cuando me dijeron en 1976 que había campos de concentración en la Argentina. La primera vez, no lo creí. Pensé no puede ser, acá no pasan esas cosas. Confieso que lo pensé y lo digo con dolor y con pudor. En 1976 yo conocía lo que había pasado en la Shoá, yo ya sabía que era posible decidir el asesinato como política de Estado y, sin embargo, no lo creí. No vivo en un gueto ni encerrada en ningún círculo, leo los diarios, miro noticieros por televisión, estoy al tanto de lo que pasa acá y en el mundo y no lo creí.

La confrontación ética. No lo podía creer. No lo quería creer. ¿Campos de concentración? ¿Asesinatos? ¿Acá? ¿Ordenados por el gobierno? ¿Llevados adelante por el ejército, la armada, la policía? ¿Todos ellos asesinos? ¿Todos? ¿Y la Iglesia no dice nada? ¡No! No lo podía creer. Atenta contra las nociones esenciales que sostienen nuestra vida. Para creer que una cosa así sea posible, debemos primero desvestirnos de las hipótesis básicas sobre las que estamos parados. Esa desnudez ética nos arroja a un mundo incierto, pantanoso, nos cambia las reglas del juego, ya no sabemos en quién confiar y en quién no, qué está bien y qué está mal, cuándo callar y cuándo hablar, qué esperar, cómo luchar, para qué vivir. Creer que está bien matar a quien es diferente o piensa diferente o como sea, creer que está bien que lo decida un gobierno, lo legalice y que uno será un buen ciudadano si se somete y colabora con ello, establece nuevas reglas en el contrato social, reglas que contradicen la ley más primitiva del no matarás, la ley que permite la convivencia social. Acepto ser acusada de ingenua. Mi tonto consuelo es que no estuve sola, que muchos me acompañaron en esta triste ingenuidad, muchos de los cayeron al río embriagados en pentonaval. No soy la única optimista. Creo que somos muchos. Para bien o para mal.

Los nazis no avisaron. Los judíos de Europa de antes de 1939, la mayoría de ellos, si bien sentían y veían la situación como peligrosa, no supusieron, -no tenían cómo-, lo que iría a pasar poco tiempo después. No pudieron protegerse. Los nazis no avisaron de antemano, no publicaron comunicados informado de su decisión de exterminio. Por el contrario, lo ocultaron enunciándolo eufemísticamente (reubicación, campos de trabajo), engañaron, contaron con que la gente no imaginaría sus planes, que confiarían en sus palabras. Se aseguraban de esta manera una menor resistencia y una mayor aceptación del común de la gente, los alemanes, polacos, ucranianos, etc, necesarios para llevar adelante sus planes. La colaboración habría sido más difícil por cierto si hubiesen enunciado sus verdaderos propósitos. No prometían por cierto ningún paraíso a los judíos, de modo que lo que decían parecía posible. Nadie dudaba acerca de su odio, del antijudaísmo profundo que profesaban. A lo largo de siglos los judíos habían aprendido a evitarlos, a seguir sus vidas a pesar de ello. ¿Por qué no creerles cuando los arreaban como ganado con la promesa de llevarlos a algún lugar? ¿Cómo creerles a quienes decían que eran asesinos, que lo que hacían era llevar a la gente a lugares sólo para matarlos? ¿Quién podría creer una cosa tan absurda? Mensajeros del diablo, gente que busca notoriedad, exagerados, eso pensaban de los agoreros, de los pesimistas. Una vez conocidos los hechos, hoy día por ejemplo, es difícil ponernos en el lugar de los que vivían antes que todo sucediera y antes de que todo se supiera. Querríamos volver el tiempo atrás y decirles ¡huyan! ¡no importa dónde! ¡dejen todo atrás, no importa, tomen a sus hijos y a sus padres y escapen lo más pronto que puedan!. Pero eso sólo sucede en las novelas de ciencia ficción. El reloj no vuelve. Las preguntas que buscan ser respondidas. En lugar de avergonzarnos por la supuesta inocencia, estupidez, ceguera o como quiera que se opine sobre la conducta de los judíos optimistas que se quedaron en Europa, miremos más cerca y veamos qué podemos aprender de todo esto, si es que hubiera algo que se pudiera aprender.

¿Tropezaremos otra vez con la misma piedra? ¿Cómo evitarlo?

Y acá es donde volvemos a nuestro punto de partida: ¿cómo saber de antemano cuando la realidad justifica el peor de los pesimismos? ¿cómo precaverse, prevenirse? ¿cuál pronóstico es el válido? ¿cómo saber el grado y extensión del peligro? ¿cómo anticiparse cuando el cielo se nubla imaginando que no será sólo una tormenta sino un tornado, un terremoto, un maremoto, el fin del mundo? ¿qué servicio meteorológico es lo suficientemente confiable como para que nos avise con tiempo y nos permita ser realistas? Si lo que sostiene nuestra vida, lo que nos permite soportar tanta cosa y superar tantas otras, es nuestra fe. No me refiero a la fe religiosa, aunque para quien la tenga es igualmente útil y necesaria, sino a la fe en la bondad humana, la síntesis del optimismo, lo que nos permite, como dije al principio, tener deseos de levantarnos de la cama todos los días. ¿Cómo vivir en un contexto optimista cuando sabemos lo que el hombre es capaz? ¿Qué señales tomar para huir a tiempo y salvar a nuestros hijos y a nuestros nietos? ¿Es la huida el único camino? Y si alguna vez descubrimos la manera de ser realistas y ver de antemano lo que se avecina, ¿dónde huir en este mundo globalizado? ¿hacia dónde correr?

El pedido de perdón de la Iglesia: I have a dream! ¡yo tengo un sueño!)

La Iglesia Católica pide perdón. Se ha publicado la versión en castellano -supongo que la oficial- del pedido de perdón de la Iglesia Católica por los pecados de sus hijos, tanto los pasados como los presentes (La Nación, 10 de marzo de 2000, páginas 10 y 11).

Es éste, creo, un paso importante en el camino de recuperación del respeto por los principios humanitarios enunciados en la palabra de Jesús del que tantas y tan dolorosas veces se ha desviado la Iglesia Católica.

Yo, judía, hija de sobrevivientes de la Shoá, buscadora de ese hermano que alguna vez tuvo mi apellido y que hoy vaya a saber si vive, dónde está y cómo se llama, preguntadora de porqués muchas veces sin respuesta, celebro este pedido de perdón que la Iglesia, en la voz de su actual Papa, ha dirigido a Dios (sic). Lo celebro y espero que no se detenga la marcha, que este camino emprendido siga adelante y que abra perspectivas esperanzadoras para las futuras generaciones.

Es en este espíritu que quiero señalar algunos elementos del texto en cuestión y un sueño que me gustaría ver realizado.

Me referiré tan sólo a los tres párrafos relativos al pedido de perdón por lo hecho a los judíos que forman parte del quinto punto titulado "Discernimiento ético". Mis reparos están relacionados con el uso de ciertas palabras y su probable alusión a la forma de ver a los judíos que sigue pareciendo conflictiva, aún dentro de este texto de pedido de perdón. Es más flagrante esta evidencia cuando se observa que se ha tenido el sumo cuidado de hablar de Shoá en lugar del incorrecto pero popular término "holocausto". No ha sucedido igual con otras palabras utilizadas.

¿"Hebreos" es mejor que "judíos"? Los tres párrafos en donde se refiere a los judíos, están bajo el subtítulo: Cristianos y hebreos. Desde allí y en lo que sigue dice hebreo toda vez que debiera decir judío. Por ej: ...Ala relación de la Iglesia con el pueblo hebreo...la historia de las relaciones entre cristianos y hebreos...la hostilidad o desconfianza de numerosos cristianos hacia los hebreos...del pueblo hebreo nacieron la Virgen María y los Apóstoles...los hebreos son nuestros hermanos queridos y amados. La palabra hebreo, sea en singular o plural, aparece exactamente 12 (doce) veces en los tres párrafos del texto.

La palabra judío y la sintaxis. Por el contrario, la única vez que aparece la palabra judío es cuando dice que "hay que preguntarse si la persecución del nazismo respecto a los hebreos no haya sido facilitada por los prejuicios antijudíos presentes en las mentes y en los corazones de algunos cristianos"(los subrayados son míos). No puedo resistirme a la pequeña disgresión de analizar la sintaxis de esta oración:

a) Formula un hecho innegable -la persecución nazi facilitada por los prejuicios antijudíos- como si fuera una hipótesis a comprobar ("hay que preguntarse si...") y b) antecede con un "no" su sospecha de que los prejuicios antijudíos hayan facilitado la persecución. Reveladora sintaxis de una intención buena, pero no del todo firme.

En este fragmento vuelvo a observar que, aún cuando lo habitual es escuchar prejuicio antisemita, se ha usado las palabras prejuicio antijudío de forma correcta y apropiada. Repito que revela un cuidado atento de las palabras usadas. Pero, dado ese mismo cuidado, no puedo dejar de señalar que es la única vez que los judíos llamados por su nombre aparecen en el texto. La única vez que dice judío dice antijudíos.

En resumen, dice judío cuando está cerca del prejuicio, a algo que está mal, a una emoción, ligado a una patología social, mientras que dice hebreo cuando se refiere al pueblo, un concepto descriptivo, limpio, inodoro, potable.

¿Por qué hebreos? Hasta donde sé, los textos emitidos por la Iglesia, son analizados, estudiados y evaluados concienzudamente, pasan varios filtros de asesores de todo orden, incluso los lingüísticos. Para la redacción del documento "Memoria y Reconciliación" una comisión de más de 30 teólogos trabajó bajo la coordinación del cardenal alemán Josef Ratzinger (cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe -ex Santo Oficio-). La sede de la Iglesia está en el Vaticano, en el corazón de Roma. En Italia se suele llamar ebrei a los judíos, la antigua denominación del pueblo judío. No sucede lo mismo en idioma castellano, en el cual se dice judíos o, también, israelitas. En ambos términos hay una concordancia entre la palabra y aquello que designa: judíos es de Judá e israelitas es del pueblo de Israel. Hebreos, por el contrario, es los que hablan hebreo identificando un idioma con un pueblo. Es tan inapropiado como decir latinos a los cristianos.

La lingüística y el racismo "científico". El término hebreos tiene un origen lingüístico, no denomina a un pueblo sino a los hablantes de una lengua. Y aquí sucede un fenómeno curioso y si se quiere sorprendente: lo mismo sucede con las palabras antisemitismo y ario. Ambas provienen de contextos lingüísticos y ambas, han sido trasladadas impunemente al contexto étnico por los creadores del antisemitismo "científico" del siglo pasado en el floreciente y civilizado Imperio Austro Húngaro y en Francia.

Semitas y judíos. Merced a la difusión del ideario "científico" antijudío, se comenzó a llamar semitas a los judíos dejando de lado que, en términos lingüísticos, también les correspondería ese nombre a otros pueblos, como por ejemplo a los árabes (pensado así vemos el absurdo de proponer a los árabes como antisemitas, un semita es un antisemita). A partir de entonces, se comenzó a usar indistintamente semita y judío, así como también antisemita y antijudío.

En los países católicos, la palabra semita parecía permitir nombrar a los judíos de modo más aceptable, más "científico". Las palabras judío y antijudío son fuertes, pesadas, corpóreas (en castellano, hasta en la emisión del sonido, esa jota inicial que raspa en la garganta, es tan poco elegante). Las palabras semita y antisemita son más ligeras, asépticas, más decentes, su sonido es más delicado, si se quiere susurrante. En una conversación cualquiera, uno dice judío y la palabra queda resaltada, misteriosamente acentuada en el contexto de la oración, mientras que si uno dice semita, la palabra se mezcla como una igual entre las otras.

Lo ario. Otro tanto sucede con la palabra y el concepto ario. Lo ario es la lengua, el origen indo-europeo, no hay tal cosa como lo ario referido a lo corporal, a lo genético o a lo étnico. Los fundadores del racismo pretendidamente científico, tomaron la palabra ario referida a un linaje de lenguas y la trasladó a personas, a su biología, a su herencia, a su sangre, mediante esta malhadada invención del concepto de razas y todas esas vilezas y paparruchadas que tanto dolor causaron y persisten en causar a la humanidad.

¿Igual que los nazis? De modo que, la Iglesia Católica, que tanto cuida sus dichos, que tanto estudia y prepara sus enunciados, en su pedido de perdón habla de los judíos y dice hebreos, es decir, toma un concepto del dominio de lo lingüístico -un idioma- y lo traslada a lo étnico -un pueblo-, lo mismo que habían hecho los odiadores científicos y los teóricos nazis. Vaya con la sorpresa. No se deben haber dado cuenta. Lo deben haber hecho sin querer. No hay que ser mal pensado. O, tal vez, lo que sucede sea más simple que todas las cosas turbias que a uno se le ocurren, tal vez simplemente no querían irritar a nadie del amplio espectro de su grey, querían que el texto no despertara resentimientos y la palabra judío, quizá todavía siga oliendo mal, sea sospechosa y haya que mejorarla por una más admisible y potable, que se pueda leer sin que a uno se le borronee el texto. Hebreo está bien y todo el mundo entiende.

¿Por qué no decir judío? Por otra parte está la referencia al origen de Jesús a quién se menciona como descendiente de David. Ya sé. No va a faltar quién piense que soy demasiaaaaaaaado susceptible, pero, digo, me pregunto, no sé, disculpen la irreverencia ¿por qué no escribir directamente y sin eufemismos Jesús, de quien se dice que era judío? ¿Por qué disfrazarlo? )Qué es lo que no se puede decir todavía?

La mala palabra. Obviamente, no se puede decir judío. Lo repito: no se puede decir judío. No se puede decir que Jesús era judío. No se puede decir que el primero de enero se conmemora la circuncisión de Jesús, acto que lo marcaba para siempre como hijo del pacto, un judío más. ¿No se puede pensar judío? ¿Qué es lo que perturba tanto? ¿Qué clase de pedido de perdón es éste en el que la víctima no puede ser denominada por su nombre?

Es especialmente doloroso que estas imprecisiones se hayan colado en este texto que es, no me cabe duda, una mano tendida. Tomo esa mano, la aprieto. Yo, nadie importante, tan solo una judía que con jutzpa (arrogancia, provocación) bien judía, miro a los ojos a Su Santidad Juan Pablo II, el Papa de la Santa Iglesia Católica y veo la buena voluntad, veo la disposición, y digo entonces lo que, a mi parecer, todavía falta.

Mi sueño. Me gustaría abrir el diario y leer alguna vez un texto oficial, en su versión oficial en castellano, distribuida oficialmente por voceros oficiales de la Iglesia, con estas palabras:

"Reconocemos que la Iglesia Católica, a lo largo de muchos siglos, ha sostenido y diseminado acusaciones falsas, mentiras y arbitrariedades acerca del pueblo judío, al que ha demonizado y escarnecido; que, mediante esa estrategia desarrollada ante un público crédulo e iletrado, ha construido al judío como un enemigo al que se debía combatir, un pueblo del que era imprescindible desconfiar y sospechar y con cuyos miembros era inconveniente cualquier intercambio. Reconocemos que estos contenidos han sido difundidos en las prédicas de gran parte de los curas en todo el mundo y que dicha palabras han alimentado el odio y el resentimiento de los cristianos hacia sus hermanos, los judíos. Lamentamos profundamente que estos sentimientos, cuyo objetivo no era el asesinato, hayan sido en gran parte su sustento en esta tragedia irrecuperable que ha sido la Shoá. Por todo ello pedimos perdón, a Dios por no haber honrado sus designios, por habernos dejado sumergir en el odio y habernos olvidado del amor; también pedimos perdón a nuestros hermanos judíos y a todos aquellos que han sido víctimas del odio racial.

No creemos, sin embargo, que baste el pedido de perdón por este pecado tan arraigado y de consecuencias tan nefastas. Queremos enmendarnos de manera concreta. Por ello a partir de ahora, desandaremos con firmeza el camino equivocado que habíamos recorrido y en nuestra prédicas habituales, en la catequesis y en toda oportunidad que tengamos de ser escuchados, insistiremos en el reconocimiento de nuestros graves pecados, en la dignidad que confiere al ser humano el pedido de perdón y la revisión de los errores cometidos; hablaremos acerca del pueblo judío, transmitiremos sus enseñanzas milenarias, su filosofía humanística y su ética del respeto por la vida de la que somos herederos, e instruiremos a nuestros fieles y, en especial, a nuestros párrocos, la firme tarea de rescatar el espíritu de Cristo y su evangelio, ofreciendo al mundo una vida de valores inspirada en la fe, porque la gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios (tomado del texto publicado por la Iglesia)." Como el reverendo Martin Luther King, I have a dream (yo tengo un sueño).

Seis millones de veces Uno. El Holocausto - Toker Weinstein

Comentarios bibliográficos. Seis Millones de Veces Uno. El Holocausto. , de Eliahu Toker y Ana Weinstein. Las celebraciones. Todo libro que se publica es una celebración. Todo libro que se publica acerca de la shoá, es una doble celebración, porque revela que, al menos para su autor y editor, el tema tiene vigencia. Pero este libro, agrega a ambas celebraciones, dos más: una, la forma y el contenido en que se ha presentado este texto pensado para la enseñanza y la otra, que haya sido un proyecto nacional.

Mi querido Eliahu. Además de la admiración que siento por él como poeta, me liga a Eliahu Toker, uno de los dos autores, un cariño profundo. Uno toma el texto de alguien querido también como algo querido. Así me acerqué a este libro, como quien va a conversar con alguien con quien sabe que puede conversar. He conocido a Eliahu en el contexto de la Shoah Foundation creada por Steven Spielberg en la que ambos participamos, o sea que nuestras primeras conversaciones fueron acerca de la shoá. Lo dicho: me acerqué a este libro con la mejor de las disposiciones. Los azares de la vida han determinado que aún no conozca personalmente a Anita Weinstein a quien felicito por la co-autoría de este libro tan valioso.

Mi inevitable subjetividad. No seré objetiva en mi comentario. No puedo serlo, no quiero serlo, no debo serlo. Este libro me toca directa y personalmente y es en la confluencia de este impacto genuino con mis propias reflexiones y experiencias que nacen estas palabras. Además de amiga de Eliahu, soy hija de sobrevivientes de la shoá y mi vida pivotea en gran medida y sin remedio alrededor de esta circunstancia. Desde que la shoá forma parte conciente de mi vida y de mi actividad como tema de investigación, lectura, escritura, conferencias, grupos, he sentido un cierto malestar por la forma en que se han tratado estas cuestiones. La shoá es para muchos algo que pasó hace más de cincuenta años, que les pasó a los judíos, perpetrado por los nazis con una malignidad atribuida a la maldad misma que les era innata, como si no se hubiera tratado de seres humanos, en su gran mayoría, comunes y corrientes. La shoá se conmemora habitualmente con actos que se repiten a sí mismos año tras año, los mismos discursos, las mismas velas, los mismos lamentos, las mismas inútiles advocaciones declarativas de nunca más, las mismas caras, la misma desinformación, la misma ausencia de las lecciones que se podrían aprender. De la shoá se habla como de un fenómeno repentino, sucedido vaya uno a saber cómo, y que así como empezó, terminó; dejémoslo allá, en Europa, parecemos decir, para qué revolver entre los escombros, mejor mirar hacia adelante. La poderosa lección para la humanidad que representa el estudio de la shoá queda en las sombras ante este tipo de enfoques. En estas tentaciones habituales de hacer como que se dice porque hay que recordar pero hablar sin decir nada que conmueva de verdad no ha caído Seis millones de veces uno.

El título. Ya el título marca una diferencia con el tratamiento que se ha hecho del tema hasta ahora porque nos invita de entrada al encuentro de lo humano involucrado en cada una de las víctimas, porque la shoá debería contarse varios millones de veces, una vez por cada persona que la ha padecido.

La diagramación. Tanto el formato, los colores elegidos (blanco, negro y rojo), la inclusión de fotografías, de títulos resaltados, de recuadros, de citas, resultan atractivas, activas, invitan a la interacción, a la movilidad. Es una diagramación hecha en códigos de hoy, con una estética que se reconoce y propone un acercamiento posible, con algo del hipertexto y un uso de lo icónico que los jóvenes pueden ver como propio.

El estilo. El estilo es didáctico y dialogal, son lecciones conversadas. Hay preguntas, hay respuestas, hay reflexiones, hay comentarios, hay testimonios, hay una evidente preocupación por el lector, por un lector de amplio espectro a quien se toma de la mano y se lo va guiando por este laberinto del horror. Se han elegido textos cortos, contundentes, que hacen innecesarias demasiadas bajadas de línea habitualmente entorpecedoras de la elaboración interna que debe surgir del trabajo personal del lector. Uno ve el trabajo en cada palabra, en cada oración, en cada párrafo, en cada mapa y en cada fotografía, el delicado equilibrio requerido para hacer el material y el contenido interesante, comprensible y conmovedor para cualquiera.

El contenido. No es fácil contar la shoá, contarla toda y no traicionarse al pretender hacer el lenguaje accesible. Los autores lo han logrado. Han encarado toda la complejidad de manera simple. Plantean, con justicia, que, si bien el genocidio estaba destinado al pueblo judío, la shoá es un problema de la humanidad toda. Incluyen todos los ingredientes necesarios para hacer de esta experiencia de la humanidad una escuela para el futuro (el racismo, la discriminación, la manipulación de las masas, la propaganda política, el falseamiento del lenguaje, los totalitarismos). Plantean las distintas formas de resistencia que los judíos encararon, sus dificultades, sus posibilidades y echan por la borda la vergonzosa acusación de cobardía, pasividad y sometimiento que tanto han sufrido los sobrevivientes. Recurre a estos últimos, especialmente a los que han venido a la Argentina, y se apoya en sus testimonios con fotografías en que se los ve jóvenes, así como eran durante la shoá. No olvidan a los salvadores no judíos que arriesgaron sus vidas y las de sus familias, a los espectadores que no quisieron o no pudieron o no supieron hacer nada y, termina con el poderoso capítulo dedicado al reverdecimiento del monstruo que, citando el efectivo corto del Centro Simon Wiesenthal, está mutando. No se queda en el planteo reduccionista y simplificador de que la shoá es algo que pasó allá y entonces y tiene la valentía de incluir el aquí y el ahora; en este espíritu se menciona a lo largo del texto varias veces la forma en que el antisemitismo se ha expresado en nuestro país y se incluyen testimonios y referencias que llegan hasta los atentados aún no esclarecidos de la embajada de Israel y la sede de la AMIA. El afán pedagógico de este libro se evidencia en la sección Apara pensar@ que hay al final de cada capítulo que propone preguntas que comprometen al lector de hoy y dan claves a los docentes del trabajo posible. Van algunos ejemplos de estas preguntas: )qué valores y convicciones se deben sustentar para delatar a vecinos o a perseguidos? )Cuál es el sentido de despojar a una persona de su nombre y adjudicarle un número? )La libertad de expresión debe ser ilimitada, incluyendo la libertad para defender o promover discriminaciones, persecuciones, torturas, asesinatos y masacres?

La shoá ya no es sólo un tema judío. El otro aspecto que señalé como digno de celebración es que la publicación de este libro sea un emprendimiento del Estado Nacional, que haya respondido a un decreto que instituye la enseñanza de la shoá en las escuelas públicas y que se lo distribuya en todo el territorio de nuestro país. El Estado Nacional asume como propio el tema, igual que el Washington Holocaust Memorial Museum que es parte del Estado Nacional Norteamericano y sus empleados son empleados estatales y su financiación proviene del presupuesto nacional. La shoá puede ser un poderoso instrumento de aprendizaje de conciencia cívica y comunitaria, de revisión y consolidación de valores tan descuidados en este momento como la responsabilidad, el respeto a la democracia y a la honestidad, la no aceptación de conductas autoritarias, la mirada atenta ante intentos de manipulación de la conducta, la defensa de los perseguidos, el reconocimiento del otro como un semejante, un humano, se trate de quién se trate. Celebro al Estado Nacional por haber encarado esta tarea. El Ministerio del Interior de esta administración saliente fracasó en el esclarecimiento de los atentados (¿no quiso-no supo-no pudo?: como sea, fracasó). Queda para la historia el dolor de que haya sido un judío quien haya estado al frente de un tal desaguisado de incapacidades o complicidades. La publicación de este libro (que no está a la venta sino que es distribuido gratuitamente a escuelas y según solicitud) no compensa ni enmienda nada de los dislates cometidos, pero los gobiernos cambian y el libro -junto al decreto y la voluntad de enseñar estos contenidos en las escuelas- permanecerá. Es lo que celebro.

Ana se pregunta por qué - Ana Baron

Ana Barón salió viva de la shoá. No está sola, hay otros que sobrevivieron. Escribió un testimonio que llamó “Todavía me pregunto ¿por qué?”. Tampoco es la única en hacerse esa pregunta. Como tantos “aparecidos de la shoá” querría saber por qué le pasó lo que le pasó, por qué salió viva de ese horror y toda esa muerte no la abandona, por qué su hermana y otros seres queridos no pudieron vivir, por qué la memoria no la deja en paz, por qué no pudo hablar durante tanto tiempo, por qué no entiende tantas cosas, por qué hay gente que no quiere escuchar, por qué hay gente que descalifica su dolor y sufrimiento, por qué la maldad, por qué la injusticia, por qué el olvido, por qué la arbitrariedad.

Ana Barón no es la única que se pregunta por qué. Ana Barón tampoco es la única que tuvo la fortaleza y la osadía de ponerlo por escrito. La acompañan en esta empresa, tan sólo en Buenos Aires, Genia Unger, Charles Papiernik, Jack Fucks, José Schicht, Iehuda Laufban......... y otros que, espero me disculpen por no nombrarlos pero mi memoria es también frágil a veces.

Todos ellos, igual que nosotros, los que nos acercamos a conocer sus experiencias, se preguntan, nos preguntamos: por qué. Estamos educados en la creencia de que el bien triunfa sobre el mal, de que la justicia reinará algún día, de que la civilización ordena y organiza la convivencia de los frágiles seres humanos. Y nos lo hemos creído.

Pensamientos voluntaristas, engañosos, frustrantes, que la experiencia insiste en desbaratar. No siempre triunfan el bien, la justicia y la convivencia. No siempre. Menos aún cuando el sistema político salvador nos promete que esta vez sí, esta vez se terminaron todos los problemas, esta vez tenemos la solución. A la humanidad nunca le fue bien con tales promesas. Los libros de historia están teñidos de sangre de las víctimas del “bien universal” y los poseedores de “la verdad”. No nos olvidemos que los nazis -ni los únicos, ni los últimos- prometían lo mismo.

He aprendido algunas cosas de la shoá. Unas poquitas, pero pueden ser útiles. Raquel Hodara suele decir que si algo ha enseñado la shoá es que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro ser humano. Es una enseñanza dura y al mismo tiempo poderosa que todavía espera ser enseñada en las escuelas.

También he aprendido que no nacemos ni buenos ni malos, que tenemos ambas potencialidades, que ciertas condiciones de vida pueden hacer crecer una o la otra. Así no más. Las religiones han intentado dominar la parte “mala” con la amenaza del castigo divino. Las leyes han intentado ponerle frenos con la amenzaa del castigo terreno. Ambas cosas, fuerza es reconocerlo, han tenido un éxito relativo en la sociedad. Las guerras, las ignominias, las injusticias, el hambre y la pobreza injustificados, la desesperanza, el desempleo creciente son prueba suficiente, a nivel planetario, de la estupidez y la irracionalidad de lo humano. Porque lo que dicen las religiones es bueno, así como lo que pregonan las leyes, pero siempre ha dependido de quién manipulaba tanto a la religión como a las leyes. Apoyados en la religión cristiana, por ejemplo, cuya doctrina tiene una raíz humanista de preservación de la vida, se ha cometido, entre otras cosas, el genocidio indígena en América. Se ha enarbolado la cruz y la espada para civilizar -léase: domesticar y esclavizar- a los infieles. Los poderes políticos conocen el poder de las creencias religiosas y los líderes hábiles han sabido siempre manipularlos para dominar a la masa que espera ser salvada.

Los sobrevivientes son testigos privilegiados de lo “mejor” de la irracionalidad humana. Finalmente han decidido romper su silencio de decenios y contar lo que vivieron. Cada testimonio es una pieza más de este muestrario de abyección.

Ana Barón produjo un testimonio escrito fresco, espontáneo, por momentos ingenuo pero siempre revelador. Tenía doce años cuando su mundo se desplomó y habla desde esa edad, con esa mirada que ha conservado casi intacta. Con palabras simples, sin pretensiones ni ínfulas, nos abre las puertas de su mundo de adolescente, de sus vergüenzas e ilusiones. La desnudez, los piojos, el hambre, la piel, la desprotección, la desolación son temas que encara sin pudor, como si nos abriera una hendija oculta para que podamos espiar.

Nos habla de la Transnistria, (¿conocía usted este campo?) un campo de concentración en Rumania (hoy Ucrania) y de Pichora, un campo de muerte de donde fue rescatada. Sí, fue rescatada por dos ucranianos pagados por el Joint a quienes contrató su madre que había quedado fuera del campo. Cuenta las experiencias en escondites, en los dos campos, la degradación corporal cotidiana y, al mismo tiempo, la milagrosa solidaridad, no sólo entre los prisioneros sino la que venía de algunos ucranianos.

Sí. Auschwitz no fue todo. Además de Auschwitz hubo otros campos.

Sí. Muchos ucranianos fueron asesinos y colaboradores, pero no todos. Hubo también ucranianos que ayudaron, que salvaron, que se arriesgaron.

El ser humano no resiste explicaciones simplistas, no se reduce a malo o bueno, blanco o negro. El ser humano emerge del relato de Ana Barón, en su complejidad no siempre comprensible, siempre milagrosa y sorprendente.

Permítaseme agregar un “por qué” a los ya planteados más arriba: ¿Por qué, o, mejor dicho, cómo han podido los aparecidos de la shoá seguir viviendo, sobreponerse, volver a caminar? ¿Cuál es la fuerza que los ha alentado a sostenerse? ¿De qué materia misteriosa estamos hechos los seres humanos que somos capaces de tanto (en los dos sentidos, claro, en los dos sentidos)?

En su última página dice “Debo agradecer esta segunda oportunidad que me dio la vida de poder sonreír sin forzarme de tener inquietudes, de continuar hambrienta por aprender todo lo que no sé y por abrir mis manos y mi corazón....”

Ojalá podamos nosotros abrir las manos y el corazón a vos Anita, a vos Genia, a vos Jack, a vos Charles, a vos Iehuda, a vos José..., a todos los que nos quieran contar.

Ojalá podamos.

LOS NIÑOS Y LA SHOÁ. UNA EXPERIENCIA EDUCATIVA.

Entré en esa pequeña aula sin saber qué iba a hacer. “¿Te animás con los chicos de entre 9 y 11?” me había preguntado unos instantes antes el director de la escuela hebrea de Bogotá, “los chicos más grandes quedaron tan entusiasmados con tu conferencia que los más chicos también querrían...”. ¿Cómo negarme? ¿Si había ido a Colombia para eso, para hablar acerca de la shoá? Era viernes, el último día de ese periplo que me había llevado casi una semana, pasando por Medellín, Cali y Barranquilla, dando conferencias a chicos en la mañana y a sus padres por la noche, a estudiantes universitarios en un encuentro organizado por estudiantes judeo colombianos en la Pontificia Universidad Javeriana (muchos de cuyos asistentes eran estudiantes de derecho canónico). La noche anterior había sido recibida por la comunidad judía de Bogotá en pleno y a sala llena había hablado y hablado a lo largo de dos horas entusiasmada por el entusiasmo que recibía. Era viernes, casi mediodía. Venía de un encuentro con los más grandes de la escuela, los que van de los 12 a los 16 años. Otra vez en esa gira, me había sorprendido el interés que mostraban los chicos, cómo, planteado de cierto modo, sentían el tema propio y actual. Igual que en nuestro país, en las diversas escuelas de Colombia se me había dicho que la shoá no atraía la atención ni el interés de los alumnos. “Están en otra, internet, la cosa instantánea... no les interesa...no les importa...parecen aburridos de escuchar siempre lo mismo y ya no quieren saber más nada... esta juventud es diferente a la nuestra, no hay ideales, son descreídos y desconfiados...” eran las explicaciones que se daban los docentes, desalentados por la falta de receptividad de los chicos al tema. No había sido ésa mi experiencia. Claro, yo tenía la libertad de no tener que atenerme a ningún programa ni método ni responder a nadie, de modo que inventé accesos que creía que podían conmover a los adolescentes y hacerlos participar. Y lo logré. Más de lo que suponía. Sin embargo, lo que sucedió ese viernes en el mediodía con los más chiquitos, superó cualquier expectativa imaginada.

Yo aún no lo sabía cuando debía responder al director de la escuela, si me animaba. “Animarme, me animo” le contesté, “si me vine hasta aquí e hice lo que hice, más bien que me animo... sólo que no sé qué decirles, no hicimos ningún trabajo previo como se hizo con los grandes... no sé qué saben, no sé cuánto pueden conceptualizar...”. “Probá unos cuarenta y cinco minutos....” “¿Cómo lleno cuarenta y cinco minutos? No! A lo sumo veinte, o una media hora... nada más.” “Bueno, los mando llamar” y ahí me quedé en la cafetería, rumiando y devanándome el cerebro tratando de armar algo, un esquema, alguna idea rectora mientras me reprendía a mí misma y me acordaba de cuando mi mamá acostumbrada retarme con sus “¿para qué te metés en estas cosas?”. En definitiva, no tenía la menor idea de cómo empezar, de cómo seguir ni de qué hacer. Mis conferencias con los más grandes había sido precedidas, a pedido mío, por un trabajo que yo había indicado y nuestros encuentros se sostenían en ello. Pero, ¿qué sabe un chico de 9 ó 10? ¿Hasta dónde se puede avanzar a esa edad? ¿Puedo arremeter con el tema de la responsabilidad individual, del juicio crítico, los dilemas a que nos enfrenta la shoá, la sordera ante las lecciones que nos enseña acerca de la naturaleza social y humana, en fin, todas las cosas que había encarado con los más grandes?

Y de pronto ya estaba en una pequeña aula donde empezaban a entrar los chiquitos. Se trataba de tres grados diferentes, unos 30 ó 35 chicos y sus seis maestros y maestras (dos por grupo). Miraba con terror a esas caritas que me observaban con curiosidad. Se fueron sentado en sillas chicas, como de aula de jardín y yo estaba de pie, apoyada en un escritorio que a duras penas sostenía mis ganas de salir corriendo, la angustia que sentía y el vacío que se me estaba haciendo a mis pies. El director también estaba presente y dijo a los chicos que yo había venido de la Argentina y que podíamos conversar acerca de algunas cosas que yo sabía y que podían ser importantes para ellos. Un rato antes, en la cafetería, me había contado que él era, como yo, hijo de sobrevivientes y que se había sentido muy tocado por algunas cosas que me había escuchado decir. “Vaya uno a saber si este tema será importante para los chicos... ojalá lo sea” pensé y tomé aire. Después de un silencio eterno y expectante, lo único que se me ocurrió decir fue “¿sabe alguno de ustedes qué es el holocausto?” (los colombianos no usan todavía la palabra shoá en forma habitual). Se levantaron algunas manos. “Es lo que Hitler les hizo a los judíos que los mató en Europa” respondió el chico que señalé primero. “Había otros, no era Hitler solo, yo lo vi en una película en la televisión” dijo otro que había levantado la mano. La palabra “televisión” fue mágica porque se levantaron otras manos y me fueron diciendo las cosas que sabían acerca de la shoá, todas, según decían, vistas en la televisión: los trenes, los campos, La Lista de Schindler “que no la entendí mucho pero era muy triste” y una nena dice “Y yo vi un señor que decía que Hitler no se había muerto, que eso es mentira... ¿usted qué piensa?”. “Mirá, le respondí, la verdad es que a mí no me importa si está vivo o no, aunque a estas alturas si estuviera vivo sería un milagro porque sería muy viejo, lo que me importa y me da miedo es que hay gente que piensa lo mismo que él y que está viva y por muchos lados”. Esto pareció intrigarlos y rápidamente su interés pareció centrarse en el tema del odio racial y hacia allí encaraban sus preguntas. “¿Por qué nos odian?”, “¿Por qué nos quisieron matar?”, “Qué les hicimos?” y así sucesivamente. Yo trataba de responder pero me daba cuenta de que no conseguía decirles lo que querían saber, que no encontraba el modo ni las palabras. Me sentía desalentada. No quería hablarles como a nenes chiquitos, es decir, como si no entendieran o como si fueran medio tontitos. No encontraba la forma de desarrollar conceptos, de hablarles respetuosamente pero en un código al que pudieran acceder. Por otra parte, no quería que la cosa fuera de preguntas y respuestas, un intercambio intelectual, quería que participaran, que se conmovieran, que les importara. Les propuse entonces un juego. Les propuse que hiciéramos una discusión en la que yo sería un niño nazi de diez años y ellos serían el niño judío que trata de convencer al nazi de no odiarlos, de no querer matarlos. No fue necesario esperar a que me dijeran que sí. Casi todas las manos estaban levantadas. Todos querían hablarle al niño nazi. Empezó un ping-pong encarnizado que, lamentablemente no fue grabado, de modo que deberé confiar en mi frágil memoria y traicionar inevitablemente lo que pasó con el pobre relato que sigue.

“¿Odias a los judíos?”, “Sí” le contesté.

“¿Por qué?”, “No sé... todos los odian... dicen que son malos” dije como si dijera una obviedad.

“Yo no soy malo” me dicen por ahí, “yo tampoco” dice otro.... “Es lo que dicen todos” digo yo, “son unos santitos... pero ni bien pueden roban, mienten...”.

“Eso es mentira!” protesta alguien, “en mi casa no somos así, mi mamá es buena, mi papá es bueno, mis abuelos....”, “Claro” contesto “entre ustedes son buenos, se ayudan, tienen secretos, pero ni bien se encuentran con nosotros nos roban, nos matan”.

“¿Quién mata?” preguntan, “Ustedes” respondo.

“Nosotros nunca matamos a nadie, en mi casa dicen que no hay que matar y que hasta para matar a un animal si se necesita para comer, hay que hacerlo sin que le duela”, “Sí, con los animales son buenos, pero con los cristianos....” lo desafío y miro con el rabillo del ojo a los maestros y profesores que en las escuelas hebreas de Colombia no son judíos.

“¿A qué cristiano matamos?”, “Para Pascua siempre buscan un niñito cristiano para matarlo, sacarle la sangre y hacer con eso ese pan raro que comen” le digo con resentimiento.

“¡Eso es mentira!” gritan varios a coro, las caras rojas, enojados, “¡Es mentira!”

“Mataron a Cristo! Mataron a Dios”, dije con perversidad y ya no miré a los maestros. “¿De dónde lo sacaste? ¿Quién te lo dijo?”, “Lo dicen todos, lo dicen mis maestros, lo dicen mis padres, mis hermanos, mis primos, los chicos de la cuadra y el que más lo dice es el cura, el monaguillo, lo dicen todos los domingos en misa...”. Difícil describir el revuelo, la indignación. Respondían ya sin esperar a que los señalara dándoles la palabra, argumentaban, se atropellaban. “En mi casa me enseñan que hay que ser bueno”, “Todos me dicen que no hay que pelearse”, “Nadie de mi familia nunca pero nunca mató a nadie”, “El pan ése de que hablás no se hace con sangre, eso no es verdad”, “La Biblia dice que no hay que matar”, “Tampoco mentir ni robar”, “A nadie, ni a los judíos ni a los cristianos” y así siguieron uno tras otro y yo los miraba encogiéndome de hombros diciendo, provocativamente “claro, qué me van a decir...” o “los judíos saben discutir” o “los judíos son inferiores porque no creen en Dios”, “En mi casa creemos en Dios” decía alguien pero yo proseguía atacando. Al cabo de un rato bastante largo -había perdido noción del paso del tiempo- decidí que el niño nazi (cuyo papel ya me quería sacar de encima) debía perder la discusión, que se lo merecían, pero que alguien debía darme un argumento lo suficientemente poderoso como para que eso sucediera. Y un chico dijo: “pero todas las personas somos iguales” y entonces bajé los brazos. “Acá terminó el juego, dije, me ganaron porque no sé qué decir a eso, tiene razón...”.

Tomé un poco de agua. Esperé a que se calmaran y entonces les pregunté cómo se imaginaban ellos que el niño nazi había llegado a creer todas esas falsedades respecto de los judíos. No supieron qué contestarme, pero era evidente que lo querían saber. Les hablé entonces de las cosas que a uno le dicen una vez y otra vez, una persona y otra persona, gente con autoridad, los maestros, los padres, los amigos, los chistes, los curas, los refranes, la televisión, y que se escuchan tanto que al final ya no se piensan si son verdad o mentira, que a uno se le van metiendo en la cabeza sin que uno se dé siquiera cuenta y que de pronto se encuentra pensando algo y creyéndolo sin saber bien de dónde lo sacó y sin importarle demasiado si es verdad o no. No se los dije en una oración como aquí, pero les dije todo eso y me tomé bien el trabajo de ver, por sus expresiones si me comprendían. Debido a que no estaba del todo segura, les dije: “Hablé tanto que no sé si fui clara, tal vez los aburrí o cansé, díganme ¿qué pueden aprender de todo esto?” y se hizo un silencio, un silencio denso, sumamente reflexivo, casi se los escuchaba pensar.

Desde la primera fila, una chiquita de no más de 9 años, menuda y tierna, murmuró por lo bajo: “que no hay que creerse todo lo que a uno le dicen”.

No podía dar crédito a mis oídos. “Por favor, repetilo en voz más alta”. Lo hizo: “QUE NO HAY QUE CREERSE TODO LO QUE A UNO LE DICEN”.

“Bien! Ahora decíselo al resto de los chicos, pero más fuerte que todavía no se escucha bien”. Se puso de pie y lo hizo. Después les pedí a todos que me ayudaran, que lo dijéramos juntos y bien fuerte así lo podían escuchar en toda la escuela y fue un coro inolvidable. Éramos unos treinta o treinta y cinco chicos y yo (no sé si los maestros nos acompañaban) gritando a voz en cuello

N OH A Y

Q U E

C R E E R S E

T O D O

L O

Q U E

A

U N O

L E

D I C E N

que aún resuena en mis oídos.

Octubre de 1999. Bogotá. Colombia. Viernes al mediodía. Habían pasado casi dos horas. Esos chiquitos de entre 9 y 11 años habían aprendido una de las la lecciones más potentes para comprender el odio y la intolerancia, el fundamento del prejuicio: que no hay que creerse todo lo que a uno le dicen.

Y yo salí enriquecida, habiendo aprendido: que se puede hablar de la shoá a los chicos de un modo en que les importe, porque cuando se le habla a la gente acerca de algo que le importa, se compromete, se lo apropia.

Ellos me enseñaron a mí algo que los pedagogos saben y que uno a menudo olvida: que cuando un alumno no aprende, es el maestro el que no ha aprendido la manera de enseñarle a ese alumno.

A mis dolientes hermanos - libro de Isaías Kremer

Isaías es un personaje de la Buenos Aires judía, de la Argentina judía. No le gusta formar parte de la manada. Se recorta con perfiles propios y se ha construido una imagen de informalidad que debo decirles, no se ajusta del todo a la realidad, es un disfraz. Basta conocer para ello a sus hermanas, a su esposa, a sus hijos y sobrinos, estar en su casa para que esta imagen informal que él ha inventado se caiga a pedazos y se encuentre al hombre serio, responsable, buen padre, buen hermano, querido, valorado y respetado. Creo que le da pudor mostrarse romántico, sensible, vulnerable pero no puede evitar que todos nos demos cuenta que anda por la vida en carne viva, siente ante cada injusticia, ante cada crueldad, ante cada arbitrariedad como si le fueran inflingidas a él.

Isaías es un caminador, un curioso, un explorador, un cartonero de historias abandonadas por otros, un entusiasta reciclador de desechos, un conservador de anécdotas, de vidas. Es argentino, y argentino de los del interior, campeboy como le gusta llamarse. También es judío, entrañablemente judío, dolorosamente judío, alegremente judío. Los títulos de sus libros hablan del entretejido intrincado de ambos aspectos de su vida. “Mateando bajo el parral”, “Gauchadas y mitzves”, “De cada pueblo un paisano” y “Milonga de la Independencia”. Éste de hoy se llama “A mis dolientes hermanos”, título que evoca aquel libro de Howard Fast, “Mis gloriosos hermanos” sobre la gesta de los hermanos Macabeos bajo el Imperio Romano. Este título es toda una declaración de principios porque en él habla de los sobrevivientes de la shoá. Lejos de la acusación implícita de cobardía encerrada en la desdichada frase “los judíos fueron como ovejas al matadero”, Isaías nos presenta a los sobrevivientes en un paralelo con los gloriosos hermanos Macabeos, o sea, como luchadores, peleadores por la supervivencia, por la vida. Estos hermanos cambiaron la gloria por el dolor, son sus dolientes hermanos que guardan escondida la gloria de haber sobrevivido, de haberse mantenido humanos a pesar de todo. Lejos de personajes ejemplares, héroes de bronce o cemento, retrata a personas comunes, personas falibles, personas imperfectas, personas que nunca pasarán a la historia, personas como cualquiera, esas personas que muy difícilmente encuentren quienes cuenten sus historias. Isaías parece no tenerle miedo a nada. Es más, parece preferir exponer cosas que suelen estar en zonas grises, zonas de difícil categorización, zonas que suelen ser evitadas en los relatos maniqueos que solemos oír por doquier, y lo hace creo con el afán docente de mostrar personas, personas comunes, personas poco visibles y poco importantes, personas que hacen lo que pueden, como pueden y lo mejor que pueden. Igual que hicieron los sobrevivientes de la shoá en la shoá.

Esta es una presentación muy particular. Estamos presentando un libro pero, curiosamente, estamos presentando más que a un escritor, a un fotógrafo. Isaías, aunque escriba todo el tiempo, en cualquier momento, con una urgencia febril, se sale de los moldes de un escritor. Recuerdo un personaje de una vieja serie de televisión que me apasionaba, Dimensión Desconocida. Era un lector fanático, obsesivo, que no podía evitar leer cuanto se le pusiera ante los ojos: carteles, avisos, etiquetas, cualquier cosa. Así escribe Isaías, apurado, sin poderlo impedir, casi sin decidirlo, urgido por un reloj sin agujas que lo acosa, sin respetar reglas ni convenciones. Isaías no corrige, vuelca, literalmente derrama sobre el papel el torrente de palabras que tenía guardadas y presionaban para salir y una vez que están afuera ya no puede volver sobre ellas. No sigue los pasos que hacen al oficio del escritor, no revisa, no re-escribe, no corrige. Él dice –porque esto lo hemos hablado- que es por comodidad, por pereza. Yo no soy nadie para contradecirlo, pero en estos años de haberlo conocido, permítanme proponer mi propia hipótesis: no puede volver sobre lo que está en el papel porque siente que lo que está escrito ya no le pertenece. Cuando pudo ponerlo fuera suyo, cuando dejó el testimonio, se le convierte en sagrado, y lo que es sagrado no tiene dueño y no se puede tocar. Por eso creo que, a pesar de que escribe y escribe sin descanso, Isaías no es un escritor, no lo es, al menos, en el sentido habitual, académico del término. Yo diría que Isaías es un fotógrafo que escribe, un fotógrafo especialista en instantáneas. Un fotógrafo que vive en la urgencia y la espontaneidad de la vida misma, que no puede detenerse en encuadres, en contraluces, en armonías. Un fotógrafo con los ojos siempre bien abiertos y que dispara ante un hecho a veces sin tener la cámara preparada. Un fotógrafo interesado en dejar el registro de lo que ve y que no tiene tiempo de editar sus fotos, retocarlas, mejorarlas. Pone su recuerdo en bruto, con toda la fuerza de lo repentino, con toda su imperfección, pero con toda su potente presencia. Muchas veces dialoga con esos personajes, reflexiona con ellos, les dice aquello que no pudo en el pasado, les pide perdón, y se muestra en su propia e impúdica imperfección. Y es ésta su característica, su estilo, lo que lo hace único. Se sale del texto y del relato y desnuda reflexiones personales, nos muestra su carne viva. Está acosado por los recuerdos de tanta anécdota, tanto personaje conocido en sus andanzas por la Argentina, y cuando alguno se le aparece, cuando recompone fragmentos y rearma algún rompecabezas, deja todo, deja lo que sea que esté haciendo y lo escribe, aterrorizado por el temor de dejarlo pasar, horrorizado por la idea de que se pierda, de que no se sepa, de que se olvide.

Así como Roberto Arlt en sus “Aguafuertes porteñas” describía vívidamente, con fiereza, algunos rincones desapercibidos de nuestra ciudad, así como Héctor Gagliardi, nos conmovía con sus relatos nostálgicos, ingenuos, algo sensibleros y que daban en la tecla en el sabor de lo popular, así Isaías Kremer, sin pretensiones ni esnobismos pretendidamente intelectuales, con la humildad del cronista popular, nos devuelve retazos de historias, personajes y situaciones que no suelen ser tomados en cuenta. Muchos de nosotros conocemos anécdotas, porque las hemos escuchado, porque las hemos vivido. Sabemos con qué facilidad se olvidan, porque no nos tomamos el trabajo de escribirlas, de guardarlas de alguna manera, tal vez porque pensemos que quedarán en nuestra memoria, tal vez porque no consideremos que valga la pena registrarlas. Isaías, enfermo de memoria, enfermo de miedo a olvidar, toda vez que pesca un recuerdo, le sigue el rastro y lejos de la pereza que él cree que lo aqueja, se pone a escribir. Nada le parece insignificante, nada le parece poco valioso, sabe que la fuerza de la vida está en cada expresión, en cada pequeña situación, en cada hilacha de lo humano. Como dijera el poeta inglés John Donne y citara e hiciera famoso Ernest Hemingway: Ningún hombre es una isla; cada uno es un trozo del continente, una parte del océano; si un terrón fuera arrastrado por el mar, Europa sería menos Europa, tal como sucedería con un promontorio, con la casa de tus amigos o con tu propia casa; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo formo parte de la Humanidad; por tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.

Ya hace muchos años me contó historias de sobrevivientes de la shoá, también historias de hijos que él había conocido. Incluí una de sus historias en mi libro porque había en ella preguntas, volutas torturadas y tortuosas que reconocí como propias de los sobrevivientes y que nos muestran sus corazones desgarrados. Descubrí a los sobrevivientes que fueron a vivir al interior. Nunca había considerado que podía haber sobrevivientes en el interior, tenía esta simplista idea, que tenemos muchos porteños, de que todo pasa acá, que todos están acá. Isaías ha escrito sobre ellos. Había observado conductas en sus vecinos, compañeros de escuela, que, en su infancia, le resultaban incomprensibles y ya grande, comprendió cuántas de ellas estaban originadas en experiencias de la shoá, cuántos aparentes desplantes se debían al pesado equipaje que traían, a las sombras que teñían los recuerdos que, por más que intentaran, no podían olvidar. No es común que a alguien le interesen nuestras historias de la shoá. Hemos sufrido, por el contrario, años de oídos cerrados, años de consejos bien intencionados para que mantengamos silencio, que para qué hablar de eso, mejor mirar para adelante. Como si, por el sólo hecho de decidirlo, se pudiera olvidar. Isaías mantenía los párpados de sus oídos abiertos, desde muy chico, y dejaba entrar por ahí lo que nadie quería escuchar y por suerte, lo guardó y alivia su alma poniéndolo en el papel.

Estos dolientes hermanos son hermanos de Isaías en varios sentidos: son hermanos judíos, también son hermanos judíos que sufrieron lo indecible en la shoá, también son hermanos gentes de campo, son hermanos trabajadores, y, last but not least, son hermanos humanos, entrañablemente humanos.

Me llegó hace unas semanas, exactamente el día posterior a Iom Hashoá cuando suena esa sirena en Israel que detiene la vida por dos minutos, una carta de un hijo de sobrevivientes, Rubén Yudelevich. Dice así:

Ayer luego del toque de la sirena, esa sirena tan particularmente israelí, donde la vida queda detenida por dos largos minutos, comencé a contarle a mi hija menor sobre la vida de mi madre vagando por el mundo junto a su padre en busca de un lugar donde establecerse. Mi mamá tenía dos hermanas menores que no alcanzaron a salvarse. Hace dos años mi otra hija, la mayor organizó un acto con los hijos de los sobrevivientes y le escribí un poema originalmente en hebreo. Hoy lo traduje para mostrárselo a un sobrino argentino y te lo mando. Se llama

“El pequeño rincón del álbum- Frima y Jayale”

Las niñas de la foto / son mis tías.

Tuve dos tías / que permanecieron niñas / en el pequeño rincón del álbum. A medida que fui creciendo, / ellas continuaron / en el mismo pequeño / rincón del álbum. También, cuando me convertí / en un muchacho joven / ellas no se movieron / del pequeño rincón del álbum. Ellas nunca salieron / del pequeño rincón del álbum! Ellas fueron / como si no hubieran sido. Estuvieron dentro de las lágrimas / de mi madre, / que fueron mis mismas lágrimas.

Ellas fueron / como si no hubieran sido. Estuvieron dentro del dolor / de mi abuelo, / que fue mi mismo dolor. Ellas fueron / como si no hubieran sido, y fueron llevadas a la muerte / con un grito en sus labios: / “por qué ?”.

Ese es el mismo grito / que rompe mi garganta cuando observo la foto / en el pequeño rincón del álbum.

Isaías construye con sus relatos un álbum de fotografías que impide que esos fragmentos de vidas se pierdan en el olvido.

Muchos llaman a este lugar Fundación Memoria, acortan el nombre creyendo que hacen una economía en el discurso. Sin quererlo, ponen el acento en donde corresponde, en la memoria. Es lo mismo que hace Isaías.