A mis dolientes hermanos - libro de Isaías Kremer

Isaías es un personaje de la Buenos Aires judía, de la Argentina judía. No le gusta formar parte de la manada. Se recorta con perfiles propios y se ha construido una imagen de informalidad que debo decirles, no se ajusta del todo a la realidad, es un disfraz. Basta conocer para ello a sus hermanas, a su esposa, a sus hijos y sobrinos, estar en su casa para que esta imagen informal que él ha inventado se caiga a pedazos y se encuentre al hombre serio, responsable, buen padre, buen hermano, querido, valorado y respetado. Creo que le da pudor mostrarse romántico, sensible, vulnerable pero no puede evitar que todos nos demos cuenta que anda por la vida en carne viva, siente ante cada injusticia, ante cada crueldad, ante cada arbitrariedad como si le fueran inflingidas a él.

Isaías es un caminador, un curioso, un explorador, un cartonero de historias abandonadas por otros, un entusiasta reciclador de desechos, un conservador de anécdotas, de vidas. Es argentino, y argentino de los del interior, campeboy como le gusta llamarse. También es judío, entrañablemente judío, dolorosamente judío, alegremente judío. Los títulos de sus libros hablan del entretejido intrincado de ambos aspectos de su vida. “Mateando bajo el parral”, “Gauchadas y mitzves”, “De cada pueblo un paisano” y “Milonga de la Independencia”. Éste de hoy se llama “A mis dolientes hermanos”, título que evoca aquel libro de Howard Fast, “Mis gloriosos hermanos” sobre la gesta de los hermanos Macabeos bajo el Imperio Romano. Este título es toda una declaración de principios porque en él habla de los sobrevivientes de la shoá. Lejos de la acusación implícita de cobardía encerrada en la desdichada frase “los judíos fueron como ovejas al matadero”, Isaías nos presenta a los sobrevivientes en un paralelo con los gloriosos hermanos Macabeos, o sea, como luchadores, peleadores por la supervivencia, por la vida. Estos hermanos cambiaron la gloria por el dolor, son sus dolientes hermanos que guardan escondida la gloria de haber sobrevivido, de haberse mantenido humanos a pesar de todo. Lejos de personajes ejemplares, héroes de bronce o cemento, retrata a personas comunes, personas falibles, personas imperfectas, personas que nunca pasarán a la historia, personas como cualquiera, esas personas que muy difícilmente encuentren quienes cuenten sus historias. Isaías parece no tenerle miedo a nada. Es más, parece preferir exponer cosas que suelen estar en zonas grises, zonas de difícil categorización, zonas que suelen ser evitadas en los relatos maniqueos que solemos oír por doquier, y lo hace creo con el afán docente de mostrar personas, personas comunes, personas poco visibles y poco importantes, personas que hacen lo que pueden, como pueden y lo mejor que pueden. Igual que hicieron los sobrevivientes de la shoá en la shoá.

Esta es una presentación muy particular. Estamos presentando un libro pero, curiosamente, estamos presentando más que a un escritor, a un fotógrafo. Isaías, aunque escriba todo el tiempo, en cualquier momento, con una urgencia febril, se sale de los moldes de un escritor. Recuerdo un personaje de una vieja serie de televisión que me apasionaba, Dimensión Desconocida. Era un lector fanático, obsesivo, que no podía evitar leer cuanto se le pusiera ante los ojos: carteles, avisos, etiquetas, cualquier cosa. Así escribe Isaías, apurado, sin poderlo impedir, casi sin decidirlo, urgido por un reloj sin agujas que lo acosa, sin respetar reglas ni convenciones. Isaías no corrige, vuelca, literalmente derrama sobre el papel el torrente de palabras que tenía guardadas y presionaban para salir y una vez que están afuera ya no puede volver sobre ellas. No sigue los pasos que hacen al oficio del escritor, no revisa, no re-escribe, no corrige. Él dice –porque esto lo hemos hablado- que es por comodidad, por pereza. Yo no soy nadie para contradecirlo, pero en estos años de haberlo conocido, permítanme proponer mi propia hipótesis: no puede volver sobre lo que está en el papel porque siente que lo que está escrito ya no le pertenece. Cuando pudo ponerlo fuera suyo, cuando dejó el testimonio, se le convierte en sagrado, y lo que es sagrado no tiene dueño y no se puede tocar. Por eso creo que, a pesar de que escribe y escribe sin descanso, Isaías no es un escritor, no lo es, al menos, en el sentido habitual, académico del término. Yo diría que Isaías es un fotógrafo que escribe, un fotógrafo especialista en instantáneas. Un fotógrafo que vive en la urgencia y la espontaneidad de la vida misma, que no puede detenerse en encuadres, en contraluces, en armonías. Un fotógrafo con los ojos siempre bien abiertos y que dispara ante un hecho a veces sin tener la cámara preparada. Un fotógrafo interesado en dejar el registro de lo que ve y que no tiene tiempo de editar sus fotos, retocarlas, mejorarlas. Pone su recuerdo en bruto, con toda la fuerza de lo repentino, con toda su imperfección, pero con toda su potente presencia. Muchas veces dialoga con esos personajes, reflexiona con ellos, les dice aquello que no pudo en el pasado, les pide perdón, y se muestra en su propia e impúdica imperfección. Y es ésta su característica, su estilo, lo que lo hace único. Se sale del texto y del relato y desnuda reflexiones personales, nos muestra su carne viva. Está acosado por los recuerdos de tanta anécdota, tanto personaje conocido en sus andanzas por la Argentina, y cuando alguno se le aparece, cuando recompone fragmentos y rearma algún rompecabezas, deja todo, deja lo que sea que esté haciendo y lo escribe, aterrorizado por el temor de dejarlo pasar, horrorizado por la idea de que se pierda, de que no se sepa, de que se olvide.

Así como Roberto Arlt en sus “Aguafuertes porteñas” describía vívidamente, con fiereza, algunos rincones desapercibidos de nuestra ciudad, así como Héctor Gagliardi, nos conmovía con sus relatos nostálgicos, ingenuos, algo sensibleros y que daban en la tecla en el sabor de lo popular, así Isaías Kremer, sin pretensiones ni esnobismos pretendidamente intelectuales, con la humildad del cronista popular, nos devuelve retazos de historias, personajes y situaciones que no suelen ser tomados en cuenta. Muchos de nosotros conocemos anécdotas, porque las hemos escuchado, porque las hemos vivido. Sabemos con qué facilidad se olvidan, porque no nos tomamos el trabajo de escribirlas, de guardarlas de alguna manera, tal vez porque pensemos que quedarán en nuestra memoria, tal vez porque no consideremos que valga la pena registrarlas. Isaías, enfermo de memoria, enfermo de miedo a olvidar, toda vez que pesca un recuerdo, le sigue el rastro y lejos de la pereza que él cree que lo aqueja, se pone a escribir. Nada le parece insignificante, nada le parece poco valioso, sabe que la fuerza de la vida está en cada expresión, en cada pequeña situación, en cada hilacha de lo humano. Como dijera el poeta inglés John Donne y citara e hiciera famoso Ernest Hemingway: Ningún hombre es una isla; cada uno es un trozo del continente, una parte del océano; si un terrón fuera arrastrado por el mar, Europa sería menos Europa, tal como sucedería con un promontorio, con la casa de tus amigos o con tu propia casa; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo formo parte de la Humanidad; por tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.

Ya hace muchos años me contó historias de sobrevivientes de la shoá, también historias de hijos que él había conocido. Incluí una de sus historias en mi libro porque había en ella preguntas, volutas torturadas y tortuosas que reconocí como propias de los sobrevivientes y que nos muestran sus corazones desgarrados. Descubrí a los sobrevivientes que fueron a vivir al interior. Nunca había considerado que podía haber sobrevivientes en el interior, tenía esta simplista idea, que tenemos muchos porteños, de que todo pasa acá, que todos están acá. Isaías ha escrito sobre ellos. Había observado conductas en sus vecinos, compañeros de escuela, que, en su infancia, le resultaban incomprensibles y ya grande, comprendió cuántas de ellas estaban originadas en experiencias de la shoá, cuántos aparentes desplantes se debían al pesado equipaje que traían, a las sombras que teñían los recuerdos que, por más que intentaran, no podían olvidar. No es común que a alguien le interesen nuestras historias de la shoá. Hemos sufrido, por el contrario, años de oídos cerrados, años de consejos bien intencionados para que mantengamos silencio, que para qué hablar de eso, mejor mirar para adelante. Como si, por el sólo hecho de decidirlo, se pudiera olvidar. Isaías mantenía los párpados de sus oídos abiertos, desde muy chico, y dejaba entrar por ahí lo que nadie quería escuchar y por suerte, lo guardó y alivia su alma poniéndolo en el papel.

Estos dolientes hermanos son hermanos de Isaías en varios sentidos: son hermanos judíos, también son hermanos judíos que sufrieron lo indecible en la shoá, también son hermanos gentes de campo, son hermanos trabajadores, y, last but not least, son hermanos humanos, entrañablemente humanos.

Me llegó hace unas semanas, exactamente el día posterior a Iom Hashoá cuando suena esa sirena en Israel que detiene la vida por dos minutos, una carta de un hijo de sobrevivientes, Rubén Yudelevich. Dice así:

Ayer luego del toque de la sirena, esa sirena tan particularmente israelí, donde la vida queda detenida por dos largos minutos, comencé a contarle a mi hija menor sobre la vida de mi madre vagando por el mundo junto a su padre en busca de un lugar donde establecerse. Mi mamá tenía dos hermanas menores que no alcanzaron a salvarse. Hace dos años mi otra hija, la mayor organizó un acto con los hijos de los sobrevivientes y le escribí un poema originalmente en hebreo. Hoy lo traduje para mostrárselo a un sobrino argentino y te lo mando. Se llama

“El pequeño rincón del álbum- Frima y Jayale”

Las niñas de la foto / son mis tías.

Tuve dos tías / que permanecieron niñas / en el pequeño rincón del álbum. A medida que fui creciendo, / ellas continuaron / en el mismo pequeño / rincón del álbum. También, cuando me convertí / en un muchacho joven / ellas no se movieron / del pequeño rincón del álbum. Ellas nunca salieron / del pequeño rincón del álbum! Ellas fueron / como si no hubieran sido. Estuvieron dentro de las lágrimas / de mi madre, / que fueron mis mismas lágrimas.

Ellas fueron / como si no hubieran sido. Estuvieron dentro del dolor / de mi abuelo, / que fue mi mismo dolor. Ellas fueron / como si no hubieran sido, y fueron llevadas a la muerte / con un grito en sus labios: / “por qué ?”.

Ese es el mismo grito / que rompe mi garganta cuando observo la foto / en el pequeño rincón del álbum.

Isaías construye con sus relatos un álbum de fotografías que impide que esos fragmentos de vidas se pierdan en el olvido.

Muchos llaman a este lugar Fundación Memoria, acortan el nombre creyendo que hacen una economía en el discurso. Sin quererlo, ponen el acento en donde corresponde, en la memoria. Es lo mismo que hace Isaías.