Polacos piden perdón- Janecki y Mac

"Por nuestras faltas, pedimos disculpas a los judíos y solicitamos su perdón"

Stanislaw Janecki - Jerzy Slawomir Mac

Stanislaw Janecki - Jerzy Slawomir Mac

Artículo publicado en polaco en el Poznan Wprost el 25 de marzo de 2001, por Stanislaw Janecki y Jerzy Slawomir Mac - Traducción: Diana Wang

Los polacos no son co-responsables por el Holocausto pero comparten la responsabilidad por el destino de los judío polacos durante el mismo. “No hay responsabilidad colectiva pero hay responsabilidad por el colectivo” dijo Czeslaw Bielecki, responsable de la Comisión de Relaciones Exteriores del Sejm (parlamento) Este es el porque de nuestras disculpas a los judíos en nombre del estado, sociedad y cada uno de nosotros. Pedimos disculpas por nuestro propio bien, para expiar el hecho y entrar al siglo XXI con la conciencia limpia. Pedimos disculpas por el “silencio de los inocentes”, por la pasividad de la mayoría de los polacos, por los “pobres polacos que miraban los ghettos”, por los que miraban a los trenes rumbo a Treblinka. Por aquellos a los que no les importó las estrellas de David dibujadas en un patíbulo. Por los fiscales que no creían que las crudas bromas antisemitas y los folletos propagando mentiras acerca de Auschwitz merecieran su esfuerzo.

Pedimos disculpas por aquellos que han usado la ocultación del crimen de Jedwabne como otra manera de expresar fobias antisemitas y estereotipos, lavarle el cerebro a la gente, trasladar la culpa de los pecados cometidos por polacos contra los judíos a los propios judíos y negar el Holocausto. Finalmente pedimos disculpas por aquellos que no quieren disculparse por todo esto. Nos disculpamos aun cuando nadie encontró que esto sea fácil - ni los franceses, ni los húngaros, ni los eslovacos ni los rumanos.

Pecado Nº Uno: Silencio

“No se puede ser pasivo frente al crimen. Quien permanezca en silencio mientras se comete un crimen, se convierte en cómplice del criminal. Quien no condena, condona” Esto lo escribió Zofia Kossak-Szczucka en 1942, en un folleto publicado por el Frente para el Renacimiento Polaco. “El crimen nos gobierna hasta que confesamos nuestros pecados y nos arrepentimos. No deben ser buscadas circunstancias atenuantes o excusas si se quiere restaurar el orden divino y la clara conciencia”, dijo el Padre Profesor Josef Tischner. “Nada debe ser ponderado. Dijo el Padre Tischner: "El peso del pecado no puede ser sacudido de encima buscando diversos “peros” o citando contextos históricos, psicológicos o sociales. Si no, en lugar de arrepentirnos, nos volveremos arrogantes. En lugar de contrición reconoceremos banalmente la existencia del mal”

Pecado Nº Dos: Indiferencia

Pedimos perdón a los judíos por la indiferencia con el Holocausto. Por el hecho que mientras el Ghetto de Varsovia ardía, la gente del lado ario montaba en calesitas y algunos cantaban: “El querido Hitler le enseñó a esos judíos del ghetto como se trabaja”. Pedimos perdón por la católica Caritas, que ayudó fundamentalmente a aquellos judíos de los ghettos que se habían bautizado. Admitimos nuestra culpa por lo que escribió Emanuel Ringelblum en la “Crónica del Ghetto de Varsovia”: “La cooperación de soldados alemanes, oficiales de la Gestapo y volksdeutschen con los antisemitas polacos rindió una rica cosecha en la forma de negocios judíos abandonados y depósitos asaltados y completamente saqueados”.

Debemos también asumir la responsabilidad por que a fines de 1940 muchos judíos escondidos en el lado ario prefirieran buscar asilo en el ghetto para no sufrir la persecución de sus vecinos polacos. Debemos pedir perdón por que opiniones como la vertida en la revista Narod en agosto de 1942 eran la regla y no la excepción: “No hay razón para esforzarse en falsos lamentos por una nación en extinción que nunca estuvo cerca de nuestros corazones” Por que Szaniec, una publicación del Campo Nacional Radical, se atrevió a escribir cuando el ghetto de Varsovia era liquidado: “Los alemanes están liquidando las canteras judías en forma más eficiente que cualquier otro, particularmente nosotros, lo hubiese hecho”.

Inclinemos nuestras cabezas cuando ponderamos los destinos de aquellos que no perecieron y han escuchado opiniones tales como “dado que sobrevivieron deben haber colaborado con los alemanes”. Los sobrevivientes del ghetto fueron masacrados aún durante el levantamiento - cerca de 30 lo fueron en la calle Dluga, 15 en Prosta. Así es como los polacos respondieron a la participación de 500 sobrevivientes judíos de la lucha.

Pecado Nº Tres: Codicia

Pedimos perdón a los judíos por la codicia de nuestros compatriotas polacos. Por tomar las casas judías (en 1939 los judíos eran propietarios del 40% de las casas en Varsovia), sus negocios y fábricas. Por tomar sus contactos comerciales, mobiliario y objetos de valor. Hasta la fecha nadie ha estimado las ganancias materiales que los polacos, especialmente los habitantes de los shtetlej, obtuvieron con la exterminación de sus vecinos judíos. Por 60 años, la gente de Jedwabne hablaba abiertamente de quien se apropió de negocios judíos, quien construyó casas en tierras anteriormente de judíos, quien compró autos “con el oro judío”. Conversaciones similares fueron mantenidas en todo el país.

Cuando Jan Karski llegó a Polonia en 1943 y visitó el ghetto de Varsovia, notó que: “La actitud de los polacos hacia los judíos es en general despiadada, a menudo cruel. Sacan ventajas del privilegio que la nueva situación les da y frecuentemente abusan de ellos. Esto no los hace diferente de los alemanes en muchos aspectos”. La exterminación de los judíos atizó aún más el odio de muchos polacos por las víctimas. Un informe escrito al final de la guerra por Knoll, jefe de la división de Asuntos Etnicos de la representación local del Gobierno Polaco, prevenía a los sobrevivientes judíos de regresar, porque “la población polaca que se enriqueció después que los judíos fueran encerrados en los ghettos, va a reaccionar violentamente contra ellos”

Este clima de “aprobación por la indiferencia, aún por la hostilidad” infiltró también instituciones del estado clandestino “El gobierno polaco no ha hecho nada que pueda ser comparable a la tremenda tragedia que se esta desarrollando en Polonia” dijo Shmuel (Arthur) Zygelbaum - miembro del Consejo Nacional Polaco en Londres - en su carta de despedida al presidente Raczkiewicz y al Primer Ministro Sikorski. Zygelbaum se suicidó cuando el levantamiento del ghetto de Varsovia fue aplastado el 12 de mayo de 1943.

Pecado Nº Cuatro: Cobardía

Pedimos perdón a los judíos por la falta de participación y coraje. Ya que nos arreglamos para ocultar varios miles de personas en monasterios, iglesias, palacios y casas solariegas durante toda la guerra, ¿por qué no ayudamos en una escala mayor? Después de todo, había pena de muerte no solo por ocultar judíos, sino por carnear ilegalmente un chancho, escuchar la radio, olvidarse de registrar una vaca y aún por hornear pan en secreto. Cualquiera involucrado con el gobierno clandestino - y hubo varios millones de esa gente - también se arriesgaban a la pena capital. ¿Fue la lucha por la vida de los conciudadanos judíos no tan importante como la subversión y la actividad publicística de la Armia Krajowa (el ejército clandestino)?

Si los polacos hubiesen ayudado a los judíos tan asiduamente como conspiraron contra el ocupante, los riesgos involucrados hubiesen sido mucho menores. La gente no se hubiese denunciado entre sí y la Gestapo sería inútil. Holanda, donde prácticamente en cada casa se ocultó a un judío, puede servir de ejemplo. En Polonia, sin embargo, conspirar fue una virtud. Ocultar judíos no, aún largamente después que la guerra terminó. Muchos virtuosos polacos no querían ver sus nombres publicados debido a la reacción que podía suscitar en sus comunidades. Antonina Wyrzykowska escondió a siete judíos de Jedwabne. Ella ocultó el hecho hasta a su propio marido, y fue obligada a cruzar el océano para escapar de la venganza de sus vecinos.

 

Pecado Nº Cinco: Ingratitud

Debemos avergonzarnos por nuestra hostilidad hacia los judíos combatientes en los ghettos, dentro de la Organización de Polonia Combatiente, Antyk, o la Agencia Anticomunista. Debemos estar avergonzados porque contribuyeron a defender un estado unificado con dedicación. Había 100.000 judíos en el Ejército Polaco en septiembre de 1939, incluyendo a los movilizados en la reserva. El historiador Filip Friedman estima que 32.000 fueron muertos y 60.000 tomados prisioneros. La mayoría de ellos fueron ulteriormente asesinados.

Mas de 400 judíos en uniforme polaco fueron matados en Katyn. Hay por lo menos 43 tumbas judías del 2º. Cuerpo en el cementerio de Monte Cassino. Fueron matados en Tobruk y en la lucha por Bologna. De acuerdo a la Cruz Roja Polaca en Teherán, un tercio de los ciudadanos polacos deportados a las profundidades del territorio soviético (30%) fueron judíos. Los Soviets los persiguieron con más encarnizamiento que a los polacos. Un mero 6% de los sobrevivientes fue judío. Docenas de miles murieron en los gulags de Vorkuta, Ukhta, Pechor, Arjangelsk y Kotlas. Cientos pasaron por las prisiones de la Lublianka y Brygidki. El profesor Stanislaw Glabinski, un líder del Partido Nacional, y Mojzesz Schorr, un investigador de la cultura judía, fueron puestos juntos en un mismo camastro de la misma celda de la prisión de la KGB en Moscú.

Pecado Nº Seis: Rechazo

Pedimos disculpas por los pecados polacos porque los más de 3 millones de judíos que vivían en la Segunda República Polaca no eran un "elemento foráneo" como decía la derecha nacionalista. Aún los judíos ortodoxos de Agudat Israel o los partidos del Poale Sion que apoyaban el establecimiento de un estado judío en Palestina, consideraban a la República Polaca como su madre patria y no querían dejarla. Nada justifica el boycott económico a los judíos. Sus negocios (a principios de 1930 eran el 27% de todas las compañías polacas) pagaban honestamente impuestos, creaban puestos de trabajo para polacos y tuvieron una gran participación en la exportación. Tenemos que sentirnos avergonzados que el Primer Ministro Polaco General Felicjan Slawoj-Skladkowdki haya dicho: "Lucha económica sí, pero sin producir daño". Este "sí" le dio aire a los organizadores del boycott a negocios judíos y a las bandas que destruyeron sus vidrieras y no dejaron a los clientes entrar en ellos. Debemos sentirnos avergonzados del Vice-Primer Ministro Eugeniusz Kwiatkowski quien criticó a los Estados Unidos por admitir muy pocos judíos polacos cuando "hay demasiados en Polonia".

Pedimos disculpas por las autoridades que toleraron el antisemitismo que produjo sólo en 1935-1937, ciento cincuenta pogromos. Pedimos perdón a las familias de los asesinados en Przytyk, Grodno, Myslenice, Odrzywol, Czestochowa y Minsk Mazowiecki.

Pecado Nº Siete: Antisemitismo oficial

Pedimos disculpas a los judíos por 700 años de esfuerzo, también legislativo, para hacer de ellos ciudadanos de segunda clase. Por todas las campañas lanzadas en 1938 por el Cardenal Primado de Polonia, August Hlond, quien emitió una carta a los feligreses de todo el país recomendando aislar a los judíos. Pedimos disculpas por los miembros del gobierno polaco que difundieron consignas antisemitas. Roman Rybarski, Vice-Ministro del Tesoro en 1920-1921 (muerto en Auschwitz en 1942) dijo: "El papel de los judíos en nuestra historia económica es incuestionablemente negativo". Esta es una mentira flagrante, considerando cuánto los Kronenberg, Epstein, Natanson, Bloch, Poznanski, Toeplitz, Wawelberg, Rotwand y Orgelbrand hicieron por nuestro país durante las particiones. Y cuanto los Kon, Eiger, Wolanowski, Halperin y Ejtingon cuando Polonia reconquistó su independencia.

Debemos pedir perdón a nuestros conciudadanos judíos por que no mucha gente se comportó como las hijas del Mariscal Pilsudski, que boycotearon la segregación en su clase escolar sentándose junto a sus compañeros judíos. Debemos pedir disculpas por los artículos antisemitas en Maly Dziennik y Rycerz Niepokalanej. Debemos disculparnos por los artículos no cristianos de la revista Pro Christo publicada por los curas Marianistas. Por los panfletos difundidos por la Agencia Católica de Noticias llamando a aislar y echar de las escuelas públicas a maestros y estudiantes judíos. Pedimos perdón por los artículos publicados por el Padre Stanislaw Trzesniak, quien luego colaborara con los Nazis convirtiéndose en candidato a Quisling polaco. Él fue quien echó de la radio pública a Janusz Korczak y le prohibió enseñar.

Pecado Nº ocho: Conciencia Sucia

Nadie puede hacer esto por nosotros. Ninguno va a absolvernos de la responsabilidad de llevar a cabo un auto-exámen y pedir disculpas. El Padre Stanislaw Musial decía: "No tenemos ganas de ajustar las cuentas del pasado en lo que se refiere a las relaciones Polaco-Judías porque nuestra conciencia no está limpia. La mayoría de los polacos étnicos de la Polonia de pre-guerra soñaban con una sola cosa: como deshacerse de los judíos. Ocurrió un milagro de magia "negra". En casi cinco años el 90% de la población judía ciudadana polaca, "desapareció". Los judíos saben que estamos felices por que este problema se resolvió de una vez y para siempre en Polonia, aunque no directamente por nuestras manos. Debido a esto no nos quieren".

Estamos apenados por aquellos judíos que fueron rechazados por su madre patria y se precipitaron en los brazos del comunismo. El mito polaco del establishment comunista judío es simplemente falso. Como la historiadora Profesora Krystyna Kersten ha notado, antes de la guerra había indudablemente muchos judíos entre los comunistas, pero pocos comunistas entre los judíos. Jaff Schatz estima que serían el 0,18 -0,29% de la población judía polaca de pre-guerra, es decir 6.000 a 10.000 en 3,4 millones.

 

Pecado Nº nueve: Obsesión antisionista

Pedimos a los judíos perdonarnos porque la Polonia de post-guerra hizo diversos intentos para resolver "la cuestión judía" con la participación de autoridades y ciudadanos. Un decreto de marzo de 1946 le daba a la propiedad post-judía y post-nazi el mismo status. Después de pequeños incidentes en Rzeszow, Krakow y la región de Podkarpacie, ocurrió el pogromo de Kielce. Luego de eso aproximadamente 200.000 personas abandonaron el país. El Primado Hlond y los Obispos Kaczmarek y Wyszynski se negaron a condenar el crimen. El único virtuoso fue el Ordinario de Czestochowa Teodor Kubina. Con un sermón ayudó a prevenir que se repitiese en su ciudad el pogromo de Kielce.

Pedimos disculpas a las docenas de miles de judíos que dejaron Polonia entre 1949 y 1957. Se fueron porque la participación de algunos judíos en el aparato de terror fue ampliamente publicado (Krystyna Kersten ha establecido que de los 28.000 cuadros de los Servicios "infestados de judíos", solo 438 eran judíos) Más aún, toda forma de vida judía que renació en la post-guerra fue destruida: Partidos, comunidades religiosas, filiales del Joint y la Sojnut. De las asociaciones culturales y de ayuda mutua, en 1950 solo quedó una (controlada por el Partido)

Pedimos perdón porque cientos de miles de voluntarios, también de la así llamada elite intelectual, tomaron parte en denunciar y acosar a los "Sionistas" en marzo de 1968. Como escribió Jerzy Zawieyski, le debemos a ellos que "en muchos lugares Polonia sea vista como el país más intensamente violento y antisemita". Él fue perseguido por haber protestado contra la caza de brujas de marzo. Estamos avergonzados que todo lo que haya tenido que ver con judeidad haya sido eliminado de la vida pública durante el período de Gierek (los años 70) En cursos de formación del Partido se le dijo a la gente que no había mucha inversión en la región de Kielce porque los sionistas del exterior se negaban a extender préstamos en venganza por lo de 1946. Cuando Jerzy Stepien, más tarde senador del Comité Cívico Parlamentario, ordenó en 1980 una misa para recordar a las víctimas del pogromo, lo trataron de judío. Por 12 años hasta 1980, los judíos eran rechazados de las Fuerzas Armadas. Como resultado de ello, 1348 personas, desde generales hasta cabos-cadetes, fueron degradadas. En esa época era ministro de defensa Wojciech Jaruzelski.

Pecado Nº Diez: Antisemitismo extenso

Pedimos perdón por la retórica antisemita usada para atraer votantes en las elecciones de la Polonia independiente después de 1989. Cinco de los 13 candidatos en la última campaña presidencial así lo hicieron. Casi un quinto de los 91 diputados del Sejm firmaron una carta antisemita escrita por el diputado Witold Tomczak respecto del director del Zacheta (museo estatal de arte que hasta hace poco estaba dirigido por Anda Rosenberg quien por esa época renunció) Debemos también sentirnos avergonzados porque los kioscos y librerías están llenos de literatura antisemita y abiertamente fascista, de bromas antijudías que son copias del Stuermer, de negación del Holocausto. La deportación y el genocidio son alabados en reuniones neo-nazis. Organizaciones que tienen como referencia la ideología del Tercer Reich operan libremente y el "Heil Hitler" se grita en las fiestas nacionales. Ha llegado a los polacos la hora del arrepentimiento y la expresión del remordimiento. También porque los judíos hace mucho ya que han ajustado sus cuentas con el pasado comunista. Los hijos de los aparatchiki y funcionarios del Partido han fundado los Comités de Defensa de los Trabajadores y Solidarnosc. Ellos fueron enviados a prisión, hicieron huelgas de hambre y sufrieron humillaciones para que "Polonia pueda ser Polaca". Sus hijos y los nietos de otros, expresaron significativamente su remordimiento publicando hace un año, un número especial de Jidele titulado "Judios y Comunismo". Una gran parte del mismo estuvo dedicada al debate entre nietos del "establishment judío-comunista" Aunque nacieron 20 años después de la muerte de Stalin, no renuncian a la responsabilidad por el mal al que contribuyeron sus predecesores. "No solo somos los nietos. Yo aun me considero parte del establishment judío-comunista", dice uno de ellos, Piotr Pazinski. Ellos cargan con el peso del pasado y se arrepienten. Lo mismo que los jóvenes alemanes de Acción para Expresar Arrepentimiento, quienes se sienten responsables por sus abuelos en la Wehrmacht y las SS.Solo nosotros polacos, no nos sentimos responsables por los errores y pecados de nuestros antepasados y vecinos. No los muertos, sino sus hijos y nietos esperan nuestras disculpas. Un solitario "me disculpo" no va a terminar con el tema aunque provenga del Jefe del Estado. Todos y cada uno de nosotros debe pedir perdón.

(el Poznan Wprost es una revista líder del grupo político centrista polaco)

Polacos y judíos: ¿cuán profunda es la culpa? - Adam Michnik

Publicado en The New York Times. Marzo 17, 2001 - Traducción: Diana Wang

 

Adam Michnik

Adam Michnik

El 10 de julio de 1941, 1,600 judíos, casi la total población judía del pueblo polaco Jedwabne (pronúnciese iedvabne), fue asesinada por sus vecinos polacos. Algunos fueron perseguidos y asesinados con palos, hachas y cuchillos; la mayoría fue arreada a un granero y quemada viva. Aunque la matanza no fue secreta, oficialmente fueron culpados los ocupantes nazis. Había un monumento en Jedwabne donde decía: "Sitio de martirologio del pueblo judío. La Gestapo hitleriana y la gendarmería quemaron 1600 personas vivas en 10 de julio de 1941”.

El pasado mayo, Jan T. Gross, historiador en la Universidad de New York, publicó en Polonia “Vecinos: la destrucción de la comunidad judía en Jedwabne". El libro, que saldrá en los Estados Unidos en abril, documenta con escalofriantes detalles la masacre llevada a cabo por ciudadanos polacos. En un país cuyos habitantes no se consideran villanos sino mártires de guerra, el libro de Gross provocó una tormenta de debates en las esquinas, en los cafés, en las aulas y entre los dirigentes políticos y religiosos. Algunos polacos han continuado negando la responsabilidad polaca, pero la mayoría intentó enfrentar la historia nacional de antisemitismo y la pregunta sobre la culpa colectiva. El cardenal Jozef Glemp, primado de la Iglesia Católica y el presidente Aleksander Kwasniewski han pedido perdón públicamente y el jueves, fue quitado el memorial de Jedwabne. Adam Michnik es un historiador y un disidente que pasó seis años en prisión bajo el régimen comunista de posguerra, participó como consejero del líder de Solidaridad Lech Walesa y es ahora el editor en jefe del Gazeta Wyborcza, el diario más importante de Polonia. Escribió este artículo para el The New York Times que fue traducido del polaco por Ewa Zadrzynska.

 

¿Los polacos tienen tanta culpa como los alemanes por el holocausto? Es difícil imaginar un reclamo más absurdo.

No hay una sola familia polaca que no ha sido atacada por Hitler y Stalin. Los dos dictadores totalitarios masacraron a tres millones de polacos y a tres millones de ciudadanos polacos armados catalogados como judíos por los nazis.

Polonia fue el primer país en oponerse a las demandas de Hitler y el primero en enfrentar su agresión. Polonia nunca tuvo un Quisling. Ningún regimiento polaco luchó por el Tercer Reich. Traicionados por el pacto Ribbentrop-Molotov, los polacos lucharon junto a las fuerzas anti-nazis desde el primero hasta el último día. En el interior de Polonia la resistencia a la ocupación alemana se acrecentaba.

El primer ministro británico homenajeó a los polacos por su actuación en la Batalla de Gran Bretaña y el presidente de los Estados Unidos llamó a los polacos la “inspiración” del mundo. Ello sin embargo no los salvó de ser entregados a las garras de Stalin en Yalta. Los héroes de la resistencia polaca –enemigos del comunismo stalinista- terminaron en los gulags soviéticos y en las prisiones comunistas polacas.

Todas estas verdades contribuyen a la imagen que los polacos tienen de sí mismos como inocentes y nobles víctimas de la intriga y la violencia extranjeras.

Después de la guerra, mientras occidente era incapaz de reflexionar sobre lo que había sucedido, el terror stalinista calló la discusión pública polaca sobre la guerra, el holocausto y el antisemitismo. Recordemos que las tradiciones antisemitas estaban profundamente enraizadas en Polonia. En el siglo 19, cuando el estado polaco no existía, la nación moderna a punto de emerger estaba moldeada tanto por lazos étnicos y religiosos como por la oposición de vecinos antagónicos, históricamente hostiles al sueño de la independencia polaca. El antisemitismo era el adhesivo ideológico de las agrupaciones importantes del nacionalismo político. Más tarde también fue usado como herramienta por los ocupantes rusos siguiendo el principio “divide y reinarás”.

En las décadas de 1920 y 30, el antisemitismo se adueñó de la escena, como programa de la derecha radical nacionalista y podía ser detectado en los pronunciamientos de la jerarquía de la Iglesia Católica. Aunque históricamente Polonia había sido un refugio relativamente seguro, los judíos comenzaron a sentirse crecientemente discriminados e inseguros. Con la ayuda de ruidosos grupos antisemitas, tenían asientos segregados en las universidades y eran hostigados y atacados en pogroms.

Durante la ocupación de Hitler, los nacionalistas polacos y la derecha antisemita, no colaboraron con los nazis como lo hizo la derecha en los otros países europeos; por el contrario, participaron activamente en el movimiento anti-hitleriano clandestino. Los antisemitas polacos lucharon contra Hitler y algunos incluso rescataron judíos aunque ello estuviera penado con la muerte.

Tenemos entonces una singular paradoja polaca: en territorio ocupado polaco, una persona antisemita, podía ser un héroe de la resistencia y un salvador de judíos. Catorce años atrás, un texto nos recordó el muy conocido llamado a la salvación de judíos que había sido publicado en agosto de 1942 por la famosa escritora polaca católica Zofia Kossak-Szczucka. Se refería a los cientos de miles de judíos en el gueto de Varsovia esperando la muerte sin esperanzas de rescate y cómo el mundo entero –Inglaterra, Estados Unidos, los judíos de todas partes y los polacos- permanecía en silencio. “Los judíos moribundos están rodeados por Pilatos lavándose las manos” escribió, “el silencio no puede ya ser tolerado. Sin considerar cuáles son sus razones, el silencio es una desgracia”. Hablando de los polacos católicos, siguió “nuestros sentimientos sobre los judíos no han cambiado. Aún los consideramos como enemigos políticos, económicos e ideológicos de Polonia. Inclusive sabemos que ellos nos odian aún más que lo que odian a los alemanes, que nos hacen responsables de su desgracia... El conocimiento de estos sentimientos no nos alivia del deber de condenar el crimen. No queremos ser Pilatos. No tenemos la oportunidad de actuar contra los crímenes alemanes, no podemos ayudar a salvar a nadie, pero protestamos desde lo más hondo de nuestros corazones, llenos de compasión, indignación y pena... La participación forzada de la nación polaca en este sangriento espectáculo, que está siendo llevado a cabo en suelo polaco, puede alimentar la indiferencia de los que están equivocados, el sadismo y sobre todo la siniestra convicción de que uno puede matar a sus vecinos y permanecer impune.”

Este extraordinario llamado, lleno de idealismo y valor y al mismo tiempo abiertamente envenenado de estereotipos antisemitas, ilustra la paradoja de la actitud polaca hacia los judíos moribundos. La tradición antisemita, lleva a los polacos a percibir a los judíos como a extranjeros, mientras que la tradición heroica polaca lleva a salvarlos.

La misma Kossak-Szczucka describió en una carta a un amigo después de la guerra, un incidente de guerra en un puente de Varsovia: “Otra vez, en el puente Kierbedz, un alemán vio a un polaco dando limosna a un chico judío hambriento. Los detuvo y ordenó al polaco a tirar al chico al río o si no le dispararía a ambos, a él y al pequeño mendigo. -´No hay nada que puedas hacer para ayudarlo. Lo voy a matar de todas maneras porque no tiene permiso de estar acá. Vos quedarás libre si lo tirás al río, si no lo hacés, te mato también. Ahogalo o morí. Voy a contar... 1, 2...´- . El polaco no lo pudo soportar. Se quebró y tiró al chico al río. El alemán le palmeó el hombro. -´Braver Kerl´-. Se separaron tomando caminos diferentes. Dos días después, el polaco se ahorcó.”

Las vidas de los polacos que se sentían culpables de ser testigos impotentes de la atrocidad, quedaron marcadas por un trauma profundo. Se pone en evidencia en cada nuevo debate sobre antisemitismo, las relaciones judeo-polacas y el Holocausto. Después de todo, la gente en Polonia sabía en el fondo de su alma que habían sido ellos los que ocuparon las casas vacías de los judíos arreados al gueto. Y también había otras razones para la culpa: algunos polacos entregaron judíos y otros escondieron judíos por dinero.

La opinión pública polaca es raramente uniforme, pero casi todos los polacos reaccionan agudamente cuando son acusados de mamar su antisemitismo de la leche materna y de su complicidad en la Shoá. Para los antisemitas, que son muchos en los márgenes de la vida política polaca, esos ataques son la prueba de la conspiración internacional antipolaca de los judíos. Para la gente normal que creció en los años de las falsificaciones y el silencio sobre el holocausto, estas acusaciones parecen injustas. Para ellos, el libro de Jan Tomasz Gross "Vecinos,..." que reveló la historia del asesinato de 1600 judíos en Jedwabne perpetrada por polacos, fue un shock terrible. Es difícil describir la extensión y grado del impacto.

El libro del Sr Gross generó una respuesta afiebrada comparable a la reacción de la comunidad judía en ocasión de la publicación de Hannah Arendt, "Eichmann en Jerusalem". Arendt escribió sobre la colaboración de algunas comunidades judías con los nazis: "Los Consejos Judíos de los Mayores eran informados por Eichmann y sus hombres de la cantidad de judíos necesarios para llenar cada tren y ellos confeccionaban la lista de los que serían deportados. Los judíos registraban, llenaban innumerables formularios, respondían páginas y páginas de cuestionarios sobre sus propiedades para que puedan ser apropiadas más fácilmente; luego se reunían en los puntos de concentración y abordaban los trenes. Los pocos que trataron de esconderse o escapar eran acorralados por una fuerza especial de la policía judía... Sabemos cómo sentían los oficiales judíos cuando se volvieron instrumentos de los asesinos, como capitanes “cuyos barcos estaban por hundirse y consiguieron llevarlos a buen puerto tirando a gran parte de su carga preciosa por la borda". Pronto sus críticos judíos dijeron que Hannah Arendt había acusado a los mismos judíos de haber implementado su Shoá.

Algunas de las reacciones al libro del Sr Gross fueron igualmente emocionales. Un lector polaco promedio no podía creer que una cosa así pudo haber pasado. Debo admitir que yo mismo tampoco lo pude creer y pensé que mi amigo Jan Gross había sido víctima de una superchería. Pero el asesinato de Jedwabne, precedido por un pogrom bestial, tuvo efectivamente lugar y tiene un peso enorme sobre la conciencia colectiva de los polacos y en mi propia conciencia individual.

El debate polaco sobre Jedwabne se viene sosteniendo desde hace varios meses. Es un debate serio, lleno de tristeza y a veces de terror, como si toda la sociedad se viera forzada de pronto a soportar el peso de este crimen terrible de hace 60 años, como si todos los polacos tuvieran que admitir su culpa colectivamente y pedir perdón.

No creo en la culpa colectiva o en la responsabilidad colectiva o en ninguna otra responsabilidad excepto la moral. En consecuencia me cuestiono cuál es exactamente mi responsabilidad individual y mi propia culpa. Ciertamente no puedo ser responsable por la turba de asesinos que incendió el granero de Jedwabne. Tampoco los ciudadanos actuales de Jedwabne pueden ser culpados por aquel crimen. Cuando recibo la instrucción de admitir mi culpa polaca, me siento herido de la misma manera en que los ciudadanos actuales de Jedwabne se sienten cuando son interrogados por reporteros de todas partes del mundo.

Pero cuando escucho que el libro del Sr Gross, que ha revelado la verdad sobre el crimen, es una mentira que fue pergeñada por la conspiración internacional judía contra Polonia, es cuando me siento culpable. Porque estas falsas excusas no son más que la racionalización de aquel crimen.

Peso cada palabra cuidadosamente al escribir este texto y repito a Montesquieu: "Soy hombre gracias a la naturaleza, soy francés gracias a la casualidad." Por casualidad soy polaco con raíces judías. Casi toda mi familia fue devorada por el holocausto. Mis parientes podían haber perecido en Jedwabne. Algunos de ellos eran comunistas o familiares de comunistas, algunos eran artesanos, algunos comerciantes, tal vez rabinos. Pero todos eran judíos según las leyes de Nüremberg del Tercer Reich. Todos podían haber sido arreados a aquel granero que fue incendiado por criminales polacos. No me siento culpable por aquellos asesinos, pero sí me siento responsable.

No por el asesinato, no podría haberlo detenido. Me siento culpable porque después de su muerte fueron asesinados otra vez, se les rehusó un entierro decente, se les rehusaron lágrimas, se les rehusó la verdad sobre este espantoso crimen que por décadas una mentira repetida. Ésa es mi falta. Por ausencia de imaginación o de tiempo, por conveniencia y pereza espiritual, no me pregunté ciertas preguntas y no busqué respuestas. ¿Por qué? Después de todo, estaba entre los que impulsaron activamente la revelación de la verdad sobre la masacre de soldados polacos en Katyn, trabajé para decir la verdad sobre los juicios stalinistas en Polonia, sobre las víctimas de la represión comunista. ¿Por qué entonces no busqué la verdad sobre los asesinatos de judíos en Jedwabne? Tal vez porque subconcientemente temía asumir la cruel verdad sobre el destino judío en aquel tiempo. Después de todo, la chusma bestial de Jedwabne no fue única. En todos los países conquistados por los soviéticos después de 1939, hubo actos horribles de terror contra los judíos en el verano y el otoño de 1941 cuando murieron en las manos de sus vecinos lituanos, latvios, estonios, ucranianos, rusos y bielorrusos. Pienso que ha llegado el momento de revelar la verdad sobre estos actos espantosos. Contribuiré a ello.

Escribiendo estas palabras siento estoy preso de una esquizofrenia particular: soy polaco y mi vergüenza por el asesinato de Jedwabne es una vergüenza polaca. Al mismo tiempo, sé que si yo hubiera estado allí, en Jedwabne, habría sido asesinado por ser judío.

¿Quién soy yo mientras escribo estas palabras? Gracias a la naturaleza, soy un hombre y soy responsable ante otra gente por lo que hago y por lo que no hago. Gracias a mi elección, soy polaco y soy responsable ante el mundo por la maldad infringida por mis compatriotas. Lo hago por mi libre albedrío, por mi propia decisión y por el profundo apremio de mi conciencia. Pero soy también un judío y siento una entrañable hermandad con los judíos asesinados por se judíos. Desde esta perspectiva, afirmo que quienquiera trate de aislar el crimen de Jedwabne del contexto de su época, quienquiera que use este ejemplo para generalizar que así es como todos los polacos y sólo los polacos se condujeron, está mintiendo. Y esta mentira es tan repulsiva como la mentira que fue contada por muchos años sobre el crimen de Jedwabne.

Un vecino polaco pudo haber salvado a alguno de mis familiares de las manos de los verdugos que lo empujaban al granero. Y de hecho hubo muchos vecinos polacos así. El bosque de los árboles polacos en la Avenida de los Justos en Yad Vashem, el memorial del holocausto en Jerusalem, es denso.

Por esta gente que perdió sus vidas salvando judíos, me siento también responsable. Me siento culpable cuando leo tan a menudo en diarios polacos y extranjeros sobre los asesinos que mataron judíos y noto un silencio profundo sobre aquéllos que rescataron judíos. ¿Los asesinos merecen más reconocimiento que los justos?

El primado polaco, el presidente polaco y el rabino de Varsovia dijeron casi en una misma voz que el tributo a las víctimas de Jedwabne debiera servir a la causa de la reconciliación de polacos y judíos en la verdad. No deseo más que eso. Si no sucediera, también será mi falta.

 

 

 

Psicotectura o arquiterapia: la reforma de mi casa

Publicado en "La obra" de "Arquitectos de la Comunidad", libro de Rodolfo Livingston.

“No sabés en qué te metés”

“A mí me costó mi matrimonio”

“Es lo más parecido a una experiencia psicótica”

“El polvillo, el polvillo es lo peor, se te mete por todos lados”

“Tener gente extraña todo el tiempo, perdés la privacidad, te invaden, hacen ruido”

“Lo mejor es alquilar algo y mudarse”

“Uno siempre se pelea con el arquitecto o el constructor. Tiene ideas fijas, no les importa lo que uno quiere sino su proyecto. Preparate a luchar”

“No tomes ninguna decisión importante porque vas a estar con los cables pelados todo el tiempo y no vas a poder pensar con sensatez”

Los peores augurios, las miradas más lastimeras, los suspiros más profundos, es lo que recibíamos ni bien anunciábamos nuestra intención de emprender una reforma en casa. En el imaginario popular, basado en muchas experiencias, una reforma es casi sinónimo de hecatombe.

A punto de terminar con la mía (con pintores en la casa bordando las penúltimas puntadas y un ejército de colocadores entrando y saliendo), estoy en condiciones de contar otra historia. Tal vez mis condiciones no fueron las habituales: además de nuestra entusiasta disposición, estuvimos en compañía de gente que lo ha hecho posible.

El llamado.

“¿Podría hablar con el arquitecto Livingston?”

“Soy yo”

“Lo llamo porque estamos pensando en una reforma en casa”

“De eso trabajo”

“Antes que nada, ¿tiene experiencia en terapia de pareja?”

“....Lo mío es la arquitectura. Le sugiero que consulte a un psicólogo”

“Nosotros necesitamos un psicotecto”

No me acuerdo cómo siguió el diálogo. Tal vez Rodolfo pensó que quería interesarlo diciendo algo fuera de lo común. Si pensó eso, estaba en lo cierto, pero además, con la aparente ligereza que permite una broma expresé lo que creía que necesitábamos. Lo llamé con muy pocas esperanzas porque el tema de la reforma venía siendo una fuente de conflictos y sufrimientos en mi matrimonio por lo menos en los últimos quince años. En un rincón de mi alma, temía –tal cual me había sido pronosticado- que nuestra pareja no sobreviviría a esta ordalía[1].

Hicimos la cita consabida después de que me informara del método de trabajo.

“Mejor a la mañana temprano” dije pensando en hacerle a mi marido una propuesta que le incomodara menos. “Si pueden, vengan todos los que conviven y traigan el plano de la casa”

La primera entrevista.

Casi no hablamos hasta llegar al estudio. Creo que los dos temíamos reabrir viejas heridas y discusiones sin salida. Un mediador, eso era lo que necesitábamos, alguien que nos permitiera conversar. En los meses previos habíamos convenido que nunca más hablaríamos a solas sobre el tema. Por razones que escapan al propósito de estas notas, se tocaban áreas sensibles y tan vulnerables que nos hacía imposible el encuentro. ¿Si hablar nos resultaba tan dolorosamente difícil, qué hacer? Finalmente decidimos establecer un “alguien” con quién lo pudiéramos hacer. “Un arquitecto” dijo mi marido. “Nadie conocido” dije yo, “nadie que quede enredado en nuestras dificultades”. “Alguien creativo, inteligente y abierto, que tenga experiencia en reformas y que no sea caro” retrucó él. “Tiene que resultarnos confiable y creíble” terminé yo (como soy yo quien escribe me doy el gusto de terminar la conversación).

Habíamos leído artículos escritos por Livingston. A ambos nos había parecido de una sensatez meridiana. Sabíamos que algunos de los problemas de nuestra casa resultaban de “remiendos” hechos sin un criterio de conjunto, “para ahorrarnos el costo de un proyecto”, “realizado por amigos o conocidos” con quienes había sido tan difícil negociar por temor a que se ofendieran, además nos estaban haciendo un favor. Propuse a Rodolfo. Estábamos de acuerdo. “Buena señal” pensé ligeramente sorprendida por lo fácil que había sido.

Creo que era un viernes. La cita era ocho y media de la mañana. “¿Cómo será el estudio de este arquitecto tan famoso?” me anticipaba. Ansiosos, expectantes tocamos el timbre. El edificio se veía sencillo, como de los cuarentas. No era nada modernoso ni pretencioso. “Buena señal” volví a pensar. Ascensor, puerta, timbre y nos abre Rodolfo himself con aspecto de recién bañado, el pelo mojado, la cara fresca escudriñándonos con curiosidad mientras nos hacía pasar. Dos ambientes espaciosos, luminosos, mesa grande, estanterías con carpetas de muchos colores, una computadora, objetos, fotos... “¿un café?” y nos tendió un puente para esos momentos de reconocimiento y ubicación.

Nos escuchó con atención. Tomó algunas notas. Nos informó de su método. Aceptamos emprender la primera etapa. En algún momento entró Victoria, la joven arquitecta que en otros encuentros y llamados telefónicos sería una especie de manantial cristalino. Con su sonrisa sin recelos nos cantó un “¡hola!” abierto.

Nos decidimos. Se venía nomás la primera etapa.

Concertamos la visita a casa para la conversación, las fotos y las tomas de medidas. “¿Qué tal el sábado de la semana que viene?”, le propusimos, “es un día que todos estamos en casa, relajados, con todo el tiempo del mundo”. Le gustó y convino con Victoria la visita para ese día, nos entregó una carpeta verde con todo el plan, el método de pago, una reglita muy mona, su tarjeta y nos fuimos. Estábamos bien. Nos había gustado la propuesta, el estilo. Le creímos.

La visita a casa.

Puntual, tocó el timbre a las 9 de la mañana. Aunque era diciembre, todavía no hacía mucho calor. Rodolfo vestía un pantalón blanco, zapatos cómodos, una camisa colorida y llevaba una carpeta de color azul y una cámara de fotos. Así era el efecto que yo necesitaba para mi casa: ligero, fresco, informal y alegre. La cosa venía bien. “¡Qué linda cuadra!” fue su primer comentario. Me gustó que inaugurara la mañana con esas palabras, me sonaron a “ustedes me gustan”.

“Victoria llega en un rato con el metro. Yo empiezo a tomar las fotos” y lo fuimos llevando por todos lados, parándonos detrás de él intentando ver nuestra casa con sus ojos nuevos, midiéndola, evaluándola, temiendo su crítica o un juicio severo, buscando indicios en sus gestos para ver si le gustaba, si le encontraba posibilidades. Después de tanta controversia, no teníamos mucha esperanza de que podríamos tener una casa parecida a lo que a ambos nos gustaba. ¿Qué iría a pensar de nosotros, de nuestra vida, de nuestros gustos? Esperábamos de Rodolfo algo así como una sentencia, tal vez una promesa de que algo del sueño se podría llevar a cabo. Disponíamos de un monto de dinero limitado y nuestros ingresos no nos permiten pensar en los tan conocidos “adicionales” que hacen de una reforma, un precipicio económico.

Llegó Victoria y empezó a hacer su propio recorrido tomando medidas minuciosamente y registrando cada medición.

Después vino la conversación. Nuestros sueños, nuestros deseos, qué nos gustaba, qué no nos gustaba, cómo nos veíamos. Algunas cosas nos resultaron fáciles, lo teníamos claro. Otras nos sorprendía, nos hacía volver a pensarnos viviendo allí, viéndonos en la vida que nos gustaba llevar. Algunas respuestas de los demás nos convalidaban, otras nos sorprendían. Volví a pensar que uno cree que conoce a su familia y hay tanto de cada uno que no sabemos. La gran sorpresa fue que nuestros sueños no sólo no eran divergentes ni diferentes sino absolutamente complementarios. “Pucha” pensé con dolor ”todo este tiempo estábamos queriendo lo mismo” y empecé a mirar a mi marido con otros ojos. Volví a sentir que nos habíamos elegido, que lo volvería a hacer, que tras casi veinticinco años de camino juntos llevando adelante la empresa de la vida, codo a codo, hacía mucho que habíamos dejado de mirarnos de frente. La conversación con Rodolfo nos recuperó en nuestra mirada. “Esto del psicotecto o arquiterapeuta funciona” pensé con humor. “Alguna vez se lo voy a contar”.

Nos deliramos sin limitaciones ante la divertida mirada de esta especie de fauno travieso que no parecía temerle a nada y que nos estimulaba a volar.

“Vienen las fiestas, en estos días el trabajo es irregular. Lo dejamos para enero. A fin de enero me voy a Cuba, pero las distintas propuestas estarán listas antes de que yo me vaya, los llamo. Si yo no estoy, les entrega Victoria”.

Así fue. Rodolfo había dejado la cosa en marcha y se había tenido que ir. Hice una cita para retirar las propuestas y llevármelas para nuestras vacaciones en febrero.

La entrega de propuestas.

Llegué al estudio con una ansiedad que volaba. Rodolfo nos había avisado que lo que vendría serían diferentes alternativas que considerarían los deseos de todos en un plan de reforma de toda la casa. De eso, una vez elegido lo que nos gustara, podríamos decidir qué se haría. Que el proceso era un contínuum, que debíamos mirar los dibujos, pensar, re-elaborarlos, ver qué nos gustaba y qué no de cada uno, en qué nos veíamos reflejados y en qué no y que con ello empezaríamos los ajustes hasta llegar al proyecto deseado. Yo sabía todo eso pero esperaba EL proyecto, terminado, con moño y todo. Esperaba que al desplegarse los dibujos ante mí yo me quedara boquiabierta ante la visión de mi sueño hecho realidad. Lo que Rodolfo me había dicho me había entrado por una oreja y había sido despedido sin trámites ni demoras por la otra. No estaba preparada para lo que vi. ¡Me tiran abajo la casa! ¡Están locos! ¿Para eso le pagamos? ¿De dónde vamos a sacar plata para pagar eso? ¿y dónde vamos a vivir si lo hacemos? La taquicardia me aturdía. Sin aire, con algo de vértigo, miraba los dibujos que Victoria, tostada y descansada al regreso de sus vacaciones, desplegaba y explicaba. Escuchaba como quien ve una película en un idioma que no entiende sin cartelitos abajo que traduzcan. Estaba en shock. Para no parecer una completa idiota, de vez en cuando preguntaba algo, alguna nimiedad, un pretexto para que la pobre Victoria no se quedara hablando sola sin ningún eco. Me quería ir. Hacía fuerza por no llorar, por no expresar mi rabia. Quedaba mal. Me decía “pará, Rodolfo te avisó, esto no es definitivo, esto recién empieza”. Igual que hablarle a la lámpara. Recordé el parto de mi primer hijo. Aunque sabía todo lo que iría a pasar, contra toda expectativa, lo que yo esperaba era ese bebé de seis meses de las propagandas, gordito, terminadito, sonriente y haciendo ajó para la foto. El momento en que vi por primera vez a mi primer hijo, ese momento tantas veces anticipado, fue una mezcla de vivencias, extraño, yo estaba ahí y al mismo tiempo no estaba, la cosa no era como secretamente había anhelado, el dolor había sido de verdad, los ruidos, las conversaciones, mis sensaciones, estaban lejos de lo que solía imaginar cuando me veía teniendo a mi primer hijo. Encima, después del parto, con el bebé ya nacido, había que volver a pujar para expulsar a la placenta. Yo ya me quería ir, quería amamantarlo, quería ser esa imagen que tantas veces había visualizado de la madre incondicional, amantísima, maravillosa. Había quedado ahí, sola conmigo, a los veintiún años, con las pedestres sensaciones de frío, confusión, estupor tan poco románticas, tan poco cinematográficas. Recordaba las palabras de Rodolfo anticipándome algo de todo esto. Pero nada, sorda a mí misma, frustrada, aturdida, la saludé a Victoria y me fui arrastrando los pies.

Llegué a casa y tenía varios llamados en el contestador. Mis amigos, parientes, conocidos, todos querían saber “qué dijo Livingston”. Al único que llamé fue a mi marido. “¿Y?” preguntó. “No sé, lo tenés que ver” respondí desanimada. Entendió. “¿No te gusta?”. “No, no es eso –pretendí explicar- no entiendo, es como poner una bomba y hacer todo de nuevo. Me parece que me angustia” y hablando empecé a entender algo. Si la propuesta era un cambio tan absoluto, si mi casa debía ser tanto cambiada, entonces mi casa, lo que yo había elegido, armado, sobado, adornado, todo eso no valía nada, nuestras decisiones habían sido una sucesión de barbaridades, la cosa no tenía arreglo, ¿nosotros no teníamos arreglo? Fue sorprendente descubrir el grado de identificación que tenía con mi casa, hasta dónde la confundía con nosotros mismos. Estos sentimientos fueron cambiando con la decantación del shock.

Esa noche compartimos nuestro desaliento. “Si la cosa es así, me parece que no conviene hacer nada. Tasemos la casa, pongámosla en venta y compremos algo que ya esté hecho y se parezca más a lo que queremos”. Y esa propuesta me hizo recuperar la ilusión. Especialmente ese redescubrimiento de acuerdos esenciales al interior de nuestra relación. Dentro de la desilusión reinante, fue un regalo inesperado: a los dos nos pasaba lo mismo. Ésta fue una consecuencia no buscada en todo el proceso y nos resultó altamente benéfica porque nos unió en la sólida convicción de buscar y elegir cosas similares.

Empezó el camino de las citas con las inmobiliarias, las tasaciones, las opiniones, las dificultades del mercado, las visitas a casas en venta en el rango del dinero disponible... Fueron largos meses de avances y retrocesos. Nuestra casa no era fácil de vender, necesitaba del “novio” como les gustaba decir a los agentes inmobiliarios. Por otra parte, lo que íbamos viendo estaba más lejos de lo que queríamos que nuestra querida, defectuosa y propia casa. Mientras, cada vez que salía al patio y veía ese rincón con plantas que me regalaba flores en todo momento del año, me ponía a llorar. “Me gusta ese rincón” me dije un día aunque sabía que no se trataba de eso, que el rincón se podría rehacer en otro lado. “De acá no me quiero ir” pensé en un momento y la idea no me dejaba hasta que la pronuncié en voz alta, me la escuché y se lo dije a mi marido. Curiosamente, otra vez estuvimos de acuerdo. “Llamemos a Rodolfo” dijimos. Y lo volvimos a ver.

Los ajustes.

Volvimos al estudio de otra manera. Nadie nos preguntó la razón de la demora en volver a llamar, nadie nos miró con crítica ni con prevención. Me sentí rara y al mismo tiempo bien, centrada otra vez. Señalamos qué de las propuestas nos venía bien, qué queríamos, qué no queríamos de ninguna manera, cuál era nuestro límite económico y energético. Rodolfo escuchó atentamente, asentía de a ratos, tomaba notas, preguntaba alguna cosa y volvía a tomar notas. Las ideas se fueron acotando, delimitando. Nos estábamos entendiendo. Nuestras objeciones eran tomadas como si fueran sensatas. Sentí que éramos respetados, atendidos. No vi ninguna sorpresa en Rodolfo. En ese momento me di cuenta de que su expectativa era precisamente lo que estaba sucediendo, que viniéramos con ideas concretas, mejor dibujadas, que una vez vistos algunos proyectos posibles, una vez aceptado ese universo tan revolucionariamente modificado, estábamos en otras condiciones para decir qué nos venía bien. Eso hicimos. El diálogo fue fluido, conciso. Hablábamos en plural sin miedo: habíamos cambiado los “yo creo” defensivos por un “nos gustaría” asumido y frontal. Nos miré en este proceso y no solamente el proyecto volvió a ser soñable sino que nuestra pareja se me reveló con otra luz. Después de conciliábulos con amigos y familiares, traíamos ideas, propuestas, sugerencias que fueron escuchadas y tomadas muy en cuenta.

“Bueno”, concluyó Rodolfo, “ya está. Ahora déjennos juntar todo esto y los llamamos”. Me asusté. ¿Y qué tal si lo que proponían había que cambiarlo, o tocar algo? “Pero... qué vas a hacer?” atiné a murmurar. “Hay un momento en que tenés que confiar” me dijo el psicotecto Livingston: “es éste”.

El proyecto final.

Llegamos a la cita mucho más tranquilos. Habíamos aprendido que nada es definitivo, que todo se podía volver a pensar, que el diálogo era el contexto de lo que estaba sucediendo, que no había nada que temer, que estábamos con gente inteligente y, especialmente, buena gente.

Nos gustó mucho lo que vimos. Esta vez sentí que era precisamente lo que quería. Después de largos meses a la deriva, me sentía como cuando el vigía en las tres carabelas gritó “¡tierra!”. Era un proyecto pequeño, acotado a uno de los espacios de la casa, el central, el de la convivencia, del encuentro y se habían considerado todas la molestias y había modificaciones sensatas, bellas y que generaban un espacio acorde con nuestra vida. Mirando para atrás, las penurias previas se veían absurdas.

“Ahora si quieren hacer la obra, necesitan los planos de obra”.

Los queríamos. Arreglamos la plata y la fecha de entrega.

“¿Nos podés recomendar algún constructor?” le pedimos, “alguien como vos, buena gente, que no cobre mucho, que obre con sensatez y sea confiable”.

“Tengo a alguien así, cuando retiren el plano de obra, lo hablamos”.

Los planos de obra.

Recibimos los planos de obra con los cassettes. Una tarde de sábado, desplegamos los planos en la mesa de la cocina y pusimos el primer cassette. Paso a paso, primero Rodolfo, después Victoria, nos fueron llevando de la mano por el plano, por los detalles, por las resoluciones, las alternativas y se fueron anticipando a nuestras dudas, preguntas y consideraciones. Quedamos agotados pero al cabo, teníamos la obra en la cabeza. Rodolfo tenía razón: podríamos ser nosotros los directores de la obra. No sé si somos buenos alumnos o qué, pero nunca más escuchamos los cassettes. No fue necesario.

La constructora.

“Pechi, Pechi Cabrera se llama” nos dijo Rodolfo, “es una arquitecta que ha hecho muchas obras mías, es buena persona, inteligente, sensata y tiene dos virtudes invalorables: cumple el plazo y no tiene adicionales. Yo no cobro nada, se las recomiendo porque me lo pidieron”. No necesitábamos más. La llamamos y fuimos a conocerla munidos de los planos y cassettes.

Nos cayó muy bien. Fresca, frontal, abierta, expeditiva, de esa gente que te mira bien a los ojos y te da fuerte y firme la mano. Nos gustó a los dos. “Déjenme ver lo que hay que hacer y los llamo”.

Nos llamó, nos visitó y luego nos presentó un plan de trabajo, honorarios y plan de pagos, todo escrito, claro, sin espacios oscuros ni malos entendidos, hasta había estimaciones de costos de elementos que debíamos comprar nosotros (revestimientos, sanitarios, etc) para que pudiéramos tener un panorama general de los gastos a considerar. Junto a ella estaba Bruno Cammilli, su colaborador, una persona de sonrisa amable y mirada aguda y tierna.

“¿Cuándo empezamos?” respondimos casi sin consultarnos a nosotros mismos. Ya habíamos asumido que estar juntos hacía casi veinticinco años no había sido por casualidad o inercia (mi amigo Eduardo citaba a su tío Elías quién decía: hace cuarenta y siete años que nos peleamos con mi mujer y todavía hay gente que cree que nos llevamos mal).

Estábamos en julio (casi siete meses después de la primera entrevista con Rodolfo). “La primer semana de agosto les viene bien?” sugirió Pechi. “¡Hecho!” respondimos.

LA OBRA

Prodromos. La cosa empezó unos días antes. Había que vaciar completamente los lugares donde se emprenderían las tareas. Una mudanza. Cajas, planificación, plástico para envolver, cinta plástica para pegar. “¿Dónde está la tijera?” fue el grito de guerra que rebotada en las paredes que se iban quedando desnudas. Agolpamos todo en un espacio y mudamos a otra habitación los enseres de cocina (microondas, hornito eléctrico, cafetera, platos, cubiertos) que nos serían necesarios durante la transición. Nos redistribuimos tratando de ocasionarnos las alteraciones menos incómodas. Estábamos todos de acuerdo. Todos sabíamos que la experiencia no sería fácil y, sin habérnoslo dicho, se nos veía decididos a sufrir lo menos posible. No digo que la familia Ingals –no damos con el physique du rol-, pero no estábamos tan mal.

Caen paredes. El lunes por la mañana, a la hora convenida, recibimos el pelotón de demolición. “Va a haber mucho ruido” nos había anticipado Pechi. Hubo. Hubo verdaderamente mucho ruido. Yo era la única que estaba en casa casi todo el día porque es donde llevo acabo mi labor profesional. Los demás llegaban a la noche y hacían la recorrida inquisitiva con el consabido “¿qué hicieron hoy?” y yo pasaba el parte del día.

Tirar paredes es dramático, rápido y conmovedor. De pronto cada cachito de pared guarda algún momento, una escena que uno teme desaparezca de la memoria. “Tengo fotos” es el pensamiento tranquilizador, “ese día sacamos fotos”. Pero igual, es un momento de despedida, de concreción evidente de un cambio que se avecina. Hasta ese momento la cosa había sido en dibujo, imaginación, sueños. La maza golpeando, los cascotes y el polvillo, eran pesadamente reales.

Y la casa se empieza a transformar y muy violentamente aparecen paredes nuevas, nuevos recorridos, ventanas que no existían, puertas que ahora son paredes... Uno no puede recorrer ese espacio de memoria como lo había hecho hasta ese momento. Como quien reaprende los primeros pasos, se van caminando uno a uno los cambios, incorporándolos, imaginando cómo se verá cuando esté terminado, cuando uno ya esté sentado y todo otra vez en su sitio. Pero no será “su” sitio, será un nuevo sitio y a uno no le da la cabeza para visualizarlo. Es demasiado.

El equipo técnico. En una sucesión rápida aparecen hombres de todos tamaños y estilos: albañiles, electricistas, plomeros, colocadores, descolocadores, en fin, un ejército cotidiano. Poco a poco se van aprendiendo los nombres, los lugares, a reconocer cada una de las miradas. Curioso, nunca me sentí invadida. No tengo dudas de que Pechi elige a la gente con la que trabaja porque no puede ser casualidad la buena onda, la armonía, el espíritu de concertación constante que reinaron en todo el transcurso de la reforma. Y a esto puedo agregar al carpintero, al herrero, al porteroelectrólogo, los pintores, los fabricantes de los muebles de la cocina, los colocadores de las distintas cosas que empezaron a aparecer, todos sin excepción, de buen talante, serios, responsables y, en general, cumplidores.

A mí me encantaba ver a una mujer al frente de semejante ejército. Firme, amable, muy inteligente, allanaba las dificultades, hacía posible lo que se veía difícil. El temido pronóstico de peleas con el constructor, de adicionales, de incumplimiento, se deshizo estrepitosamente. Se puede hacer una obra de otra manera. Doy fe.

Los días de tormenta (o de tormento). Y no es que no hayan pasado cosas. Un día se inundó todo, era sábado, ya no había nadie. Entramos en pánico. Una rejilla estaba tapada, además se veía muy chica y cuando metimos la mano, el caño era sí de chiquito. “Ya nos pasó” pensamos, “nos estafaron, nos pusieron cualquier cosa, total uno no ve lo que hay adentro y después vienen las sorpresas”. Desalentados esperamos que alguien viniera en nuestra ayuda. En pocos minutos llegó Bruno, destapó el obstáculo y, como miraba con enojo la rejilla, le preguntamos qué pasaba. Dijo “esta rejilla no va acá, además el caño tiene que ser más ancho, no sé cómo no nos dimos cuenta, esto es una barbaridad!” y mi marido y yo nos miramos y el alivio nos acarició mansamente.

“Me equivoqué”, “esto está mal” o cosas por el estilo, son un bálsamo en una reforma. Los augurios habían sido que los constructores vienen envueltos en una capa de soberbia, que creen siempre que hacen todo bien, que nunca aceptan un error y menos hacerse cargo económicamente. Llamen a gente como Pechi y Bruno y sufran por otra cosa (la vida misma ofrece suficientes razones si uno las busca con prolijidad). Como la tormenta de la rejilla, varias otras se presentaron, pero se solucionaban.

Mi trabajo no es reformar casas, de modo que cada dificultad se me aparecía como un problema insalvable, me daba mucho miedo. Después de varias veces de ver cómo se volvía a romper lo que ya se había roto y compuesto para re-tocar otra cosa que se había tocado y que se lo tomaban con tranquilidad, empecé a entregarme yo al placer demiúrgico de la creación. Las paredes no son como el cuerpo de uno. Lo que se rompe se arregla y si se hace bien no quedan cicatrices. Perdida la santidad de la pared construida –templo pequeño burgués de una ilusoria seguridad-, empecé a mirar mi casa con una mirada renovada. “¿Y si tiramos esta pared también?” me deliré un día. Yo misma no podía creer lo que proponía. Claro, era un adicional, pero se evaluó, se presupuestó y decidimos hacerlo.

¡Help! Acá otra vez volví al estudio de Rodolfo, a ver cómo se seguía, qué ideas y todo en el mejor de los climas, distendidos, sonrientes, me tranquilizaban porque yo creía que estaba abusando, que lo de ellos ya había terminado y no me correspondía nada más. Varias veces me dijeron que acudiera a ellos siempre que quisiera, que las consultas estaban incluidas en lo que había pagado, que me sintiera libre. Y volví varias veces con otros temas, con pisos, con colores, con preguntas, y había chistes, historias, chispeantes conversaciones y siempre Cuba y Fidel y el malecón y a veces Victoria u otra gente que pasaba por ahí y se quedaba prendida en la charla.

Una vez vuelto a pensar algún detalle, la cosa seguía con Pechi. Y llegó el momento de tomar decisiones de artefactos, objetos, griferías y las mil y una cosa que hay que colocar. Siempre que se lo pedimos, Pechi nos acompañó, nos asesoró, supo qué preguntar y a dónde ir. Fue, en este segundo momento, nuestra asesora y confidente, siempre –perdón con la insistencia, pero es importantísimo- con amabilidad y buen talante. Y la cosa se va haciendo un poco más personal y uno va empezando a tener otras conversaciones y otros lazos. La reforma de una casa sucede en el interior de la vida, saca afuera lo que hay, lo lindo y lo no tanto y el constructor ve todo y no es indiferente de quién se trate porque uno no exhibe con facilidad su intimidad ante alguien que no resulte confiable. Otra vez la aceptación, la no crítica como antes con Rodolfo, fue el piso sin el cual no se habría podido caminar con esta fluidez.

No todo fue un lecho de rosas. No puedo decir que pasamos estos casi tres meses alegremente. Tuvimos nuestros días, nuestras nubes y lluvias. También algunas tormentas. Pero sabíamos que escamparía al rato y escampaba. Cosas que faltaban, cosas que sobraban, cosas que no salían como nos habíamos imaginado y había que acomodarse, cambios sobre la marcha, limitaciones existentes en la casa....como éstas, hubo situaciones que nos pusieron en un borde del que nunca nos caímos. Uno aguanta, pero también puede cansarse. Uno se cansa de estar apretado, incómodo, de no comer comida cocinada en la casa (parece mentira: yo creía que comer siempre comida comprada era una de las maravillas del mundo y hete aquí que no, que me moría por hacerme un bife a la plancha o una sopita de verduras), de no tener sus lugares, de cerrar puertas para que no entre el polvillo, de circular por la casa como un extranjero. Y si bien tuvimos bastante suerte con el cumplimiento de los plazos de algunas entregas, otros se retrasaron y uno se impacienta y siempre ese temor de que nos dejen colgados, de que no vengan. Sí, no fue una fiesta. Pero, las prevenciones de nuestros conocidos habían sido tan malas que lo que pasamos fue leve. Eran tantas mi ganas de habitar una casa que tuviera que ver con nosotros, con nuestra vida, que nada me parecía demasiado grave de soportar y no es que yo sea una persona complaciente.

El disfrute del viaje. En el transcurso de los días empecé a dejar de temer por cómo iría a quedar. Me encantaba lo que estaba pasando. Me iba a la noche, cuando el silencio y la soledad hacían que el espacio fuera mío, sin testigos, sin otra luz que la que venía de afuera, y me paraba en los distintos rincones. Los sobaba con golosa anticipación, imaginaba cómo nos veríamos ocupando los nuevos espacios, rodeados de los tan poco tradicionales colores que nos habíamos animado a poner. ¿Seríamos diferentes en ese espacio diferente? ¿Habría sido este proceso un encuentro sorpresivo de nuevas alternativas? “No te hagas ilusiones” me decía enseguida, “somos quienes somos y seguiremos siendo quienes seremos”. Enseguida me contestaba: “Hay escenarios que pueden generar mejores cosas que otros. La casa nos cobija pero también nos constituye, nos convoca, nos provoca. En esta casa me va a gustar mucho más vivir”.

Casi casi, para darnos el alta de la arquiterapia.

Aprendí cómo sobrevivir a una reforma

Aunque no conozco la dinámica interna de otros procesos, me imagino qué cosas podrían llegar a devenir en serias dificultades. Acá, además de sobreviviente encarnada, pongo en juego algunas cosas que conozco por mi trabajo (soy psicóloga, especializada en terapia de pareja y familia).

Se requiere de la firme decisión de emprender el cambio. Decisión que debe ser unánime y no conseguida bajo presión de ninguna especie. Si alguien no quiere, si alguien lo ha aceptado por estar bajo un chantaje emocional, tarde o temprano se cobrará la factura: sabotajes, discusiones, desplantes, síntomas varios, infelicidad segura.

En las familias suele haber bandos. Los activos y los pasivos. Los rápidos y los lentos. Los ocurrentes y los apáticos. Los revolucionarios y los conservadores. Cada categoría implica estilos, visiones del mundo, acercamientos, distancias, tempos. Así como el saciado no comprende al hambriento, el que está en uno de los bandos no comprende bien a quien está en el otro. No sólo la unanimidad en la decisión de la reforma, también se requiere una acomodación mutua –si es que no se había hecho antes- a las diferentes formas de ser. Esto se expondrá a diario durante la reforma, en cada decisión, en cada paso nuevo. No es fácil. Tampoco imposible.

Es necesario, como me dijera Rodolfo, tener la capacidad de entregarse en un punto y confiar. Gente demasiado susceptible, paranoica o temerosa, tendrá grandes dificultades en cerrar los ojos y dejarse llevar. Los peligros que siempre sospechan que pueden concretarse, les hará muy difícil de sobrellevar los momentos ambiguos del proceso, las esperas, las cosas que salen mal (siempre hay cosas que salen mal), especialmente, la imperfección de los seres humanos. No digo que sea imposible, pero para gente patológicamente desconfiada, una reforma puede ser fuente de gran sufrimiento. También pueden tomarlo como una oportunidad que les brinda la vida de ver si se puede jugar de otra manera. Esto me lleva a otro requisito.

El espíritu deportivo. Sin él me imagino que la cosa puede ser demasiaaaado cuesta arriba. No sólo la meta, sino también el camino, de eso se trata. Cada momento, hasta los frustrantes, es un momento de eso que se ha emprendido y que implica tanta energía, ilusiones, temores y expectativas. Es como si uno estuviera de viaje conociendo un lugar exótico: atención a los olores, las sensaciones, las carencias, las nuevas valoraciones, los reconocimientos. El espíritu deportivo nos permite explorarnos mientras vamos cambiándonos en nuestra propia casa.

Aprendí algunas dificultades que deben enfrentar los arquitectos y constructores.

La visualización. Los dueños de casa no somos arquitectos, no estamos entrenados en pensar en volúmenes, no sabemos jugar con desestructuraciones. “A un tonto no le muestres media obra” solía decir mi abuela. Somos, en general, tontos visuales. Los arquitectos tienen una capacidad de visualización que el común de la gente no tiene, no estamos entrenados. Qué difícil debe ser ayudarnos a ver lo que ellos con imaginar les basta.

Las distintas voces. En nuestra sociedad, la mujer, incluso la que desarrolla una actividad fuera de su casa, sigue siendo la reina del hogar. A ella le competen la caja chica, las decisiones cotidianas, el orden y la limpieza, la ropa, la comida, la cocina, las relaciones con la familia y los amigos. La usuaria principal de una reforma es la mujer. A menudo, supongo, es el motor del cambio. El hombre suele asumir una posición más conservadora y empieza a interesarse con la entrada de los electricistas, los plomeros, los gasistas, los “tubólogos” y “cañólogos”, es decir, los que se ocupan de lo que quedará “adentro” de las paredes, lo estructural.

Cada uno de los miembros de la pareja requiere ser escuchado, respondido y tranquilizado. Sea que sigan el patrón clásico, sea que hayan inventado uno propio.

Un gran maestro en la terapia familiar, Carl Whitaker, decía “si querés que la familia vuelva a su sesión de terapia, cuidado con la mamá, no la enojes”.

¿Sólo una casa? La reforma de una casa de familia es mucho más que eso. No se trata sólo de paredes, ladrillos, marcos, pisos, bloques, estructuras, volúmenes y alternativas. Se trata de algo vulnerable, débil, asustado, se trata de gente. Gente común, gente más o menos, como lo es todo el mundo, gente que sabe algunas cosas y muchas otras no, gente que puede unas pocas cosas y muchas otras no. Gente con limitaciones, con pudores, con emociones. Gente que anhela el cariño y el reconocimiento –igual que los arquitectos, constructores y todos los demás. Gente que hace lo que puede y que a veces pide demasiado porque olvidan que los arquitectos, constructores, etc, también son gente como ellos, igualmente vulnerables, débiles y asustados.

Por todo eso, los dueños de casa necesitamos que nos guíen con mano firme pero cariñosa, hacia los escenarios posibles. Recuerden lo fácil que podemos herirnos –tanto como los arquitectos, constructores y todos los demás- y lo difícil que nos resulta confesarlo –tan difícil como a los arquitectos, constructores y todos los demás-. Estas dificultades, si no se pueden compartir, se expresan de otras maneras (malhumor, desplantes, dificultades en el pago, desacuerdos, etc) y a menudo no son comprendidas –probablemente, igual que les pase a los arquitectos, constructores y todos los demás- .

Para Pechi y Rodolfo, que nos guiaron con mano amable y firme, nos respetaron, aceptaron, contuvieron, nunca nos hirieron, nos confesaron algunas cosas, generaron dulces complicidades y nos hicieron –en tiempo y forma- la casa que queríamos.

[1] Las ordalías eran las pruebas a que la Inquisición sometía a algunas personas para ver si estaban poseídas por el diablo. Había ordalías del fuego, del agua, etc. Por ejemplo, se ataba una pesada piedra a una persona y se la echaba amordazada y maniatada a un lago. Si no sobrevivía era porque estaba poseída.

Memoria Activa, discurso 2001

No se puede pelear todas las batallas ni protestar por todas las injusticias. Lo que sí se puede es, al pelear por una, por la que uno siente próxima, no olvidar establecer la necesaria conexión que hay con otras cosas. Vivimos un momento particular de la historia de la humanidad sobreviviendo a la caída de varios muros.

En la Shoá, quizás el principio de este fin, la caída del gueto de Varsovia, de los otros guetos, de la construcción de las fábricas de la muerte y junto con ello, la noción aterradora de que ya no queda nada, que no hay crueldad ni iniquidad que los humanos no puedan hacer y además justificar. Cayó el muro de la vergüenza.

El muro de Berlín, símbolo último de la última de las fracasadas utopías sociales que alentaban cierta esperanza en los desposeídos y alejados de toda posibilidad e igualdad. Con ello, la caída de las ilusiones, ya nada se puede esperar, es el mundo del capitalismo globalizado, del sálvese quién pueda, del matar o morir, del éxito a cambio de cualquier cosa. El único Dios venerado es el santo inversor al que no hay que enojar ni preocupar. Cayó el muro de la esperanza.

Con la vergüenza y la esperanza se nos cayó el sueño del progreso y la racionalidad, y sucumbimos a la tecnología, al pragmatismo y al inhumano todo vale. Nos van vaciando los ideales en este nuevo mundo de incluidos y excluidos. Los excluidos no tienen lugar ni en los planes ni en las estadísticas. Son los nuevos desaparecidos. En este mundo de novedades desgraciadamente no tan nuevas, junto a los neo-nazis y a los neo-liberales, tenemos a los neo-desaparecidos.

¿Qué hace uno como ser humano, como argentino, como judío o, como en mi caso, como hija de sobrevivientes de la Shoá? ¿Qué hace con la responsabilidad que uno tiene? ¿Cómo pensar, cómo responder a todo esto, cómo incluirse? Los sobrevivientes de la Shoá me han enseñado y me han hecho pensar mucho en la conducta de los testigos, los no-judíos de los territorios ocupados, los que se jugaron y salvaron gente, los que fueron indiferentes, los que no se atrevieron a hacer nada, los que se fueron dejando llevar por los hechos hasta verse envueltos, muchas veces sin quererlo, en un camino sin retorno. Me han enseñado que debemos anteceder la reflexión a nuestra conducta, que no podemos darnos el lujo de actuar sin pensar, porque cada uno de nosotros es responsable por toda la sociedad.

Pero uno empieza a pensar recién cuando siente el agua al cuello. Mientras el agua va subiendo, uno se inventa estrategias para seguir a flote, necesita un tiempo hasta darse cuenta de que está por no hacer pié. A veces pasan cosas que cruzan una frontera, una especie de cachetazo que lo despierta a uno del letargo de la comodidad y la inercia. El ataque a la AMIA fue una de esas cosas y, lo que está sucediendo después, la impunidad continuada, nos sume en el desaliento, la perplejidad y el desencanto. El ataque a la AMIA y la posterior impunidad, urdidas sobre el punto final y la obediencia debida y seguidos por el asesinato de Cabezas, y tantos otros hechos encarpetados, hizo caer el otro muro: Cayó el muro de la justicia.

Cayó para todos los argentinos. Este intrincado enredo de vergonzosas maniobras para que nada se sepa, para que nada se investigue, revela un estado de cosas, una especie de radiografía brutal de nuestra realidad.

¿Cómo salir del desaliento, el desencanto y la perplejidad?

Hans Küng (en “Proyecto de una ética mundial”), perplejo como muchos de nosotros ante ciertas conductas que se observan de modo cada vez más general, se pregunta:

- ¿por qué no mentir, engañar, robar o matar, cuando ello resulta ventajoso y muchas veces no hay que temer se descubiertos o castigados?

- ¿por qué debería un político resistir a la corrupción si tiene garantizada la discreción de sus corruptores y la indiferencia de la gente?

- ¿por qué un comerciante o un banco o un grupo de inversores tendría que poner límite a sus ganancias cuando se proclama públicamente sin la mínima vergüenza moral la avaricia o el slogan “enriquécete”?

- ¿por qué no ha de poder un pueblo, un grupo humano si dispone de los medios necesarios, odiar, molestar o en determinados casos, exiliar o liquidar a una minoría de distintas costumbres, de distinta fe , o extranjera?

Son buenas preguntas para desarrollar una materia de civilidad y convivencia en las escuelas y universidades, en los partidos políticos y en las reuniones de directorio de los Bancos y Emporios económicos.

Pero sigue Hans Küng con preguntas aún más inquietantes:

- ¿por qué tiene el hombre que ser amable, tolerante y altruista en vez de desconsiderado y brutal?

- ¿por qué debería un empresario o un banco, si nadie lo controla, comportarse de modo plenamente correcto, o un funcionario sindical o un político, incluso en detrimento de su carrera, actuar no sólo en favor de su organización sino en beneficio del bienestar general?

- ¿por qué la tolerancia, el respeto, el aprecio de un pueblo para con otro, de una religión para con otra?

- ¿por qué debe el hombre –individuo, grupo, nación- comportarse de un modo humano, verdaderamente humano? ¿por qué tal comportamiento debe ser incondicional? ¿por qué nos afecta a todos?

Son preguntas sobre la ética. La ética es la reflexión que sustenta nuestra conducta, cada vez que hacemos algo, lo hacemos parados en algún razonamiento que justifica lo que hacemos. No nos asustemos de la palabra, ética es algo que tenemos todos y que ejercitamos cada vez que tomamos una decisión. Tal vez sea una ética irreflexiva y que pueda ser cambiada si la sometemos al juicio y a la razón, a la humanidad y a la inteligencia.

Lamentablemente muchas de las decisiones parecen tomarse sin reflexión, sin juicio, sin razón, sin humanidad y sin inteligencia.

Algo hay que no está bien en este mundo y que permite que la maldad sea justificada. Algo hay que no está bien.

Todas las grandes religiones –cito otra vez a Küng- (los tres monoteísmos, budismos, shintoísmo, hinduísmo, etc) coinciden en cinco grandes preceptos aplicables en todos los ámbitos, también en la economía y la política:

1) no matar, 2) no mentir, 3) no robar, 4) no cometer actos deshonestos, 5) honrar a los padres y amar a los hijos.

¿Qué ha pasado con estas simples nociones?

Aunque parezcan cosas sencillas, parecen haberse devaluado. En un contexto de caída de sentidos y valores no es fácil pensar y acatar estos simples principios. Pero hay gente que sí está formada, que sí ha reflexionado, que encima pontifica y enuncia, siempre para los demás, claro, lo que hay que hacer, escribe libros, hace discursos, gana elecciones, decide por nosotros. Muchos miembros de la clase política, gobernantes, jueces y empresarios se comportan como si las leyes universales a ellos no les compitieran, ellos sí pueden mentir, robar, corromper, ser corrompidos, defraudar a los demás. Ése es el modelo que ofrecen a una mayoría aletargada cuyo contacto más reflexivo con el mundo es a través de la televisión con un mensaje de “compre, compre, compre, si no puede comprar, no nos interesa, no existe”.

Desencanto, perplejidad, desaliento.

Me siento ahogada, intoxicada por la inmundicia de algunos, por los que destruyen día a día lo que hace que sigamos mereciendo el nombre de humanos. Hoy ni siquiera ya da lo mismo ser derecho que traidor, para algunos, es mejor ser traidor: lo eligen, lo sostiene, lo justifican, lo valoran. Este despliegue de maldad insolente me cachetea la cara todos los días, tengo las mejillas en carne viva de tanto golpe. En este mundo en el que todo es igual, en el que nada es mejor, en el que cualquiera es un señor y el que no afana es un gil está la Plaza de la Memoria como un anticambalache que abre una pequeña rendija por donde entra el aire puro y se renueva la esperanza. Acá decimos cada lunes que no es verdad que a nadie importa si naciste honrao: a mí sí me importa, a cada uno de ustedes les importa, a otra gente también le importa. Sobre esto se sustenta hoy nuestra esperanza.

Carta abierta al Rabino Ovadia Yosef.

Florida (Argentina), 10 de agosto de 2000 Sr Ovadia Yosef,

De mi consideración:

El sábado 5 de agosto pasado, usted, como líder del partido israelí religioso ultraortodoxo Shas, dijo: "Los nazis no han matado gratuitamente a esos seis millones de infortunados judíos. Eran la re-encarnación de almas que habían pecado y que habían hecho cosas que no había que hacer".

Ante estas palabras, algunos lo han calificado de "viejo bobo" (legislador israelí Shinui Yosef Lapid); otros señalaron que "no puede ser tomado con seriedad teológica sino mas bien pensar que es un problema de senilidad" (rabino Daniel Goldman); otros lo protegieron arguyendo que habría que considerar el contexto en que sus palabras fueron dichas (Tzví Grunblat de Jabad Lubavich). Alegar senilidad, descontextualización o estupidez son argumentos pobres y faltos de respeto para quien es el líder de la tercera fuerza política israelí. Usted es más que eso. Hitler era más que un psicópata.

Le recuerdo algunos hechos que nos ubican y nos dicen quién es usted.

- Usted, además de rabino venerado de la comunidad sefaradí, es una pieza clave en cualquier coalición del gobierno israelí por los 17 escaños que su partido tiene en la Knesset. En la reciente elección de presidente que fue ganada por Moshé Katzav del Likud en contra del estadista y humanista Shimon Peres, los votos de Shás, su partido, resultaron cruciales.

- También, como voz de su partido, se opone firmemente a los intentos de hacer la paz con los palestinos y califica a Barak como "descerebrado" por intentarlo.

- A los 80 años –que viva hasta los 120- , no es el primer incidente que protagoniza: a principios de año había maldecido al jefe del partido Meretz diciendo que debía ser "borrado de la faz de la Tierra".

Palabras e ideas extrañas en un rabino. ¿No debiera ser un faro de humanismo que transmita el mensaje profundamente ético del judaísmo? Ha llegado a mis oídos que se lo acusa de ciertos delitos económicos y no es de despreciar la idea de que sus tristes declaraciones hayan tenido el objetivo inmediato de distraer la atención.

Pero es éste tan sólo un hecho circunstancial. Sus ideas ya estaban y no sólo en usted. Permítame decirle que no son nuevas. Los sobrevivientes y aquellos que estamos inmersos en sus experiencias, las conocemos hace mucho, especialmente durante la shoá en que algunos religiosos ortodoxos bombardeaban a las víctimas con estas ideas apocalípticas. La shoá estaba sucediendo –decían- porque los judíos se habían apartado de la "buena senda", se habían asimilado, no honraban el shabat ni los preceptos; la shoá era un castigo de Dios frente al cual había que someterse con resignación. Usaban a la shoá como perverso argumento de evangelización. Estos religiosos oscurantistas son cómplices de muchas muertes porque no han estimulado en los judíos la búsqueda de caminos de salvación acá en la Tierra. Por suerte, no fueron mayoría en la shoá. Por suerte, hubo judíos que se rebelaron, buscaron alternativas y algunos lograron sobrevivir. Quedaron, infortunadamente, los 6 millones de inocentes asesinados sin posibilidad de defensa ni de reacción que pesan sobre la conciencia de la humanidad.

Preguntarnos qué culpa podrían tener es una pregunta que no debe hacerse. Ya Raquel Hodara, que vive en Jerusalén igual que usted, nos aleccionó acerca de las preguntas que no deben hacerse sobre la shoá, porque revelan que quien pregunta no sabe nada de cómo fue la shoá. La pregunta por la culpa de las víctimas es capciosa e inyecta la posibilidad, aunque sea remota, de que esa culpa efectivamente hubiera existido.

Le recuerdo que la palabra holocausto, purificación de la víctima propiciatoria, voluntaria y en el fuego, tristemente alude a lo mismo que usted piensa: la idea del pecado y la expiación que justifica la muerte de los seis millones. Los que pensamos de otro modo, los que creemos en la inocencia esencial de las víctimas, preferimos la palabra shoá, que es sólo descriptiva de un fenómeno de desolación, destrucción y devastación. Aunque fíjese usted que tampoco esa palabra refleja lo que realmente sucedió. No existe tal palabra debido a que la palabra shoá designa una catástrofe natural, mientras que lo sucedido no fue natural, fue decisión de los hombres. Todavía no existe una palabra que lo denomine.

Surge la pregunta de si cree o si no cree en lo que dijo.

Si no cree lo que dijo, uno se pregunta por qué lo dijo. ¿Por razones y objetivos políticos? ¿Para ganar algún espacio de negociación? ¿O fue por razones pedagógicas?. como un padre que educa a sus hijos amenazándolos con castigos si se portan mal, ¿ven lo que les pasó a los seis millones que se habían apartado de la buena senda?: por eso fueron masacrados. Sólo que los judíos no somos niños que deban ser amenazados para que se porten bien. A menos que sea ésa su concepción de lo que es ser un buen judío.

Si, por otra parte, usted cree lo que dijo, me hace pensar que usted, el máximo dirigente del tercer partido político de Israel, el venerado rabino sefaradí, tiene una concepción de Dios como de un titiritero, cruel y vengativo que decide matar a los seres humanos para darles una lección.

No sé si su problema es teológico, pedagógico o político pero su palabra no es inocua y quiero decirle que aunque sea gran conocedor de la Biblia y judío, no nos representa a todos los judíos. No me representa a mí al menos. No habla por mí, no piensa por mí.

Probablemente me resultaría muy difícil hablar con usted si se diera la improbable ocasión, porque no parece sensible al diálogo. Menos con una mujer, que no califica ni para una minian. Usted representa al tipo de pensamiento totalitario, fascista y fundamentalista de los que alucinan ser poseedores de la verdad, para quienes todo aquél que no piensa igual, se le opone y se vuelve un enemigo; ¿y con el enemigo qué se hace, cómo se lo combate? De ver a un oponente como enemigo a decidir eliminarlo porque corrompe la bases de la sociedad, hay un paso, y a menudo es muy corto.

No está solo en este terreno. Son muchos los representantes de este tipo de pensamiento que han asolado a la humanidad: Hitler y Stalin son los más dignos exponentes en este siglo veinte. Pero no han estado solos, ni lo están. Los hemos visto tanto en religión como en política, tanto en el periodismo como en las ciencias.

Frente al peligro que entrañan sus palabras y su prédica, nuestra única herramienta son nuestras palabras y nuestra prédica. Los sobrevivientes y todos aquellos sensibles al tema de la shoá, los bien pensantes, los respetuosos del derecho del otro a vivir aunque piense distinto, tenemos algo que decirle a usted, que probablemente nunca nos escuche, y tenemos algo que decirle a quienes puedan sentirse tentados de escucharlo y creer en sus palabras. Debemos explicar hasta el cansancio que la shoá, como todo fenómeno social y humano, no puede ser reducido a una sola causa, son muchos los factores que convergieron para que un tal desastre fuera posible. Hoy quiero señalar tan sólo uno de esos factores: la existencia de ideologías que, alegando la salvación de algunos, propende la eliminación de otros. El nazismo fue una doctrina que proponía una reingeniería social: reinventarían una nueva sociedad, perfecta, pura, y para conseguirlo, matarían a aquéllos considerados por la misma ideología como imperfectos e impuros. Mucha gente se ha dejado seducir por ese canto de sirenas y ha colaborado con el asesinato sin darse cuenta de que se estaba matando, junto a tantos inocentes, la esencia de la democracia y la libertad, que se estaba matando los mejores ideales humanos. ¡Cómo duele observar el paralelo entre sus enunciados y las ideas nazis! Me duelen todos los muertos. Me duelen los sobrevivientes que han sido testigos de la total arbitrariedad de los nazis y que hoy deben escuchar sus ideas insultantes que los humillan otra vez con una culpa absurda e inexistente. Usted nos recuerda el viejo olor del odio, ese odio tan conocido que se ve en la mirada del antisemita. El fundamentalismo judío no es nuevo, pero este fundamentalismo que termina justificando a los nazis, haciéndose de sus mismas banderas, nos sume en la confusión y en la sorpresa. Sr rabino Yosef, como me ha pasado con otros judíos públicos que me han avergonzado, usted hoy me avergüenza. No sólo como judía, que es una parte esencial de quién soy: más que nada me avergüenza como ser humano.

Los sobrevivientes, los bien pensantes, los humanistas, los respetuosos de los derechos humanos, sean del color o grupo étnico que fueren, le decimos: señor rabino, usted tiene el derecho de pensar como quiera, de decir lo que quiera, pero su melodía es similar a los "rechts, links, rechts, links" del temido ángel de la muerte.

Usted es un ser humano como yo, pero está de la vereda de enfrente, alineado ciegamente con el ejército de la destrucción. Si pensara como usted, me preguntaría qué pecado de otra vida estará expiando por lo cual ese Dios que usted describe lo castiga con el oprobio de pensar como nuestros asesinos.

Le saludo respetuosamente a pesar de todo

Diana Wang, Hija de sobrevivientes de la Shoá

LA SHOÁ: VERSIONES OFICIALES Y ASPECTOS A REVISAR.

PARTE I. NO ME TOQUEN MI SHOÁ. La Shoá suscita ardorosas polémicas. Es un tema muy sensible, tanto es así que quienes tienen sus ideas formadas, las sostienen con fijeza, las generalizan, las vuelven verdades incontrovertibles, nociones universales que no admiten ser confrontadas.

Decir algo así como “no todos los polacos han sido cómplices de los nazis” o “tal miembro del Judenrat colaboró con la resistencia judía” puede provocar reacciones airadas ante la amenaza de tocar convicciones profundas. En la agria discusión que se sucede, se advierte una cierta imposibilidad de tocar estas ideas establecidas, resistencia a informaciones nuevas y rechazo a revisar prejuicios propios y ajenos.

LA SHOÁ EXIGE UNA TOMA DE POSICIÓN.

La Shoá exige tomas de posición respecto a los distintos aspectos involucrados. Podemos mencionar desde el lado de los perpetradores: el antisemitismo, la Iglesia católica, los nazis, los alemanes, los no judíos de los territorios ocupados, la crueldad y la maldad; desde el lado de las víctimas: la conducta de los judíos en su camino a la muerte, la resignación o la aceptación, los guetos, el Judenrat, los traidores, la resistencia judía, los sobrevivientes, y desde el lado más amplio del contexto general: los testigos, los países cómplices, los negocios con los nazis, la Shoá como accidente de la modernidad o la Shoá como producto de la modernidad, entre varios más. Muchos de estos aspectos no producen discusiones. Otros, por el contrario, sí.

Cada uno de nosotros –judíos y no judíos- nos hemos ubicado ante la Shoá de alguna manera particular, con un cuerpo de ideas estructurado y firme. La posibilidad de una ligera alteración de estas “verdades” produce una apasionada rebeldía.

Nuestra posición ante la Shoá nos define como seres humanos en un mundo en el que aún late el prejuicio antisemita y en el que persisten el genocidio y la práctica de liquidar al definido como enemigo. Pero la Shoá, mirada de frente y sin prejuicios, nos enfrenta con lo más bajo y lo más alto de lo humano, con la humillación y con la dignidad, con la debilidad y la fortaleza, con lo que aparece ante la situación límite, cuando se está afuera de lo que uno cree que es la civilización (tal vez y, es lo que más espanta, la Shoá sea la culminación de lo que creíamos que era la civilización). La Shoá ha puesto a todos sus participantes ante dilemas desconocidos con anterioridad por la humanidad, dilemas familiares, políticos, humanitarios, falsas opciones. La Shoá propone una profunda revisión, aún no encarada, acerca del lugar del dirigente, del tema del camino de la toma de decisiones, de la responsabilidad, de la indiferencia, de la corrupción. La Shoá, encarada sin miedo, nos obliga a revisar algunas convicciones democráticas (Hitler accedió mediante el voto, igual que Bussi y Paty y Rico), a diferenciar entre lo legal y lo legítimo (¿es legítimo enviar a un ser humano a la muerte aún cuando sea legal denunciar al declarado como enemigo–un judío o un subversivo-? ¿cuál es la regla superior, la ley o con la propia conciencia?).

Para los judíos, el tema de Shoá tiene aún algo más que para el común de la humanidad. Por un lado, los destinatarios de la masacre fuimos nosotros, nosotros en tanto pueblo, nosotros en tanto nuestros familiares directos, nosotros en tanto nuestra cultura y nuestro futuro. Al mismo tiempo, especialmente los que nos hemos criado en sociedades antisemitas, sabemos que cualquier cosa que se diga sobre la conducta de algunos judíos, califica a todos los judíos. Hay cosas que se atribuyen a judíos durante la Shoá –por ejemplo la cobardía- que, si nos califican a todos los demás, nos resultan, además de injustas, muy pesadas de sobrellevar.

La Shoá nos fuerza a una confrontación si se quiere siniestra. Ha sido un muestrario exhaustivo de los más desgarradores dilemas éticos a los que los seres humanos se pueden enfrentar, tanto las personas comunes como los dirigentes, tanto judíos como no judíos, tanto víctimas como testigos, tanto los países comprometidos como los observadores indiferentes. A la Shoá mejor acallarla, mantenerla dormida, no revolver, so pena de vernos- a nosotros mismos en tanto seres humanos, a nuestra sociedad, a nuestra idea sobre la civilización y la modernidad- en un espejo insoportablemente deformante.

La Shoá aún no se ha mirado en su aspecto más horroroso, en la experiencia que ha mostrado que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro. Este aspecto es el que considero esencial y urgente que abordemos. Entiendo que es difícil. Entiendo que pueda resultar insoportable adentrarse en la trama compleja que tarde o temprano lo enfrenta a uno con la temida pregunta: “¿qué habría hecho yo?”.

QUÉ HABRÍA HECHO YO.

¿Qué habría hecho yo en cada uno de las posiciones durante esta tragedia? Desde las víctimas, desde los perpetradores, desde los testigos, desde los cómplices silenciosos, desde los cómplices activos, desde los involuntarios engranajes que permitieron el funcionamiento de la maquinaria de destrucción.

¿Qué habría hecho yo? ¿Qué habría hecho usted? Preguntas que, para ser pensadas, requieren de un conocimiento cabal de cómo eran las circunstancias, del contexto histórico, de los hechos inmediatamente anteriores, de la cultura predominante, de la educación impartida y recibida. Si no se consideran estos contextos, si uno se pregunta “qué habría hecho yo” en el aire, la respuesta no es válida, estaría desubicada en tiempo, espacio y circunstancia. No es lo mismo pensarse hoy, aquí y ahora que allá y entonces. Si seguimos manteniendo a la Shoá congelada en nociones preconcebidas, no hay modo de aprender nada acerca de nosotros mismos.

Vaya a modo de ejemplo, tres situaciones que fueron reales y que resumí en lo que sigue para que estas reflexiones puedan verse encarnadas en personas y en situaciones concretas.

SI HUBIERA SIDO UN ALEMÁN. “Nací en una casa protestante. Mi papá trabaja en el correo. Cuando subieron los nazis, era mejor estar afiliado al partido, por las dudas. Mi papá lo hizo aún cuando no estaba de acuerdo con algunas barbaridades que decían. No contra los judíos, porque se sabe que son aprovechadores y miserables, aunque no todos, porque en mi clase había algunos chicos judíos que eran buenos. Nadie en casa habría aceptado la idea de asesinarlos. Echarlos de Alemania tal vez no estaba tan mal porque habría así más trabajo para los alemanes. El hecho es que cuando empezó la guerra, debido a mi insuficiencia cardíaca, no me enviaron al frente. Papá me consiguió un trabajo en los ferrocarriles. Allí me pasé toda la guerra, en un puesto de oficinista, aburrido, controlando planillas de todos los trenes que pasaban por mi estación.”

¿Qué habría hecho yo en su lugar? ¿habría rechazado el trabajo de control de trenes? ¿habría tratado de averiguar –si es que no lo sabía- qué transportaban esos trenes o mejor me dedicaba a lo mío? ¿qué consecuencias tendría para toda mi familia si yo me ponía a husmear donde no me correspondía? ¿qué habría sido diferente si yo hubiera hecho otra cosa? ¿podía cambiarse el curso de la guerra?

Salvando las debidas distancias, ¿cuánta es la población en el planeta que colabora hoy día, sin saberlo, sin quererlo, o peor aún, sin querer saberlo, con el actual estado de cosas?, ¿cuántos son engranajes voluntarios de esta maquinaria deshumanizada expulsadora de gente? Empleados en consultorías, en bancos, en entidades financieras, secretarias, programadores, telefonistas, - por no mencionar al ejército de ingenieros, diseñadores, químicos, biólogos y otros que trabajan para industrias químicas, armamentistas, etc.- ¿cuántas de estas personas tienen conciencia de que están colaborando con un mundo que los va echando de sus beneficios como una trituradora de carne? ¿Y si dejan sus puestos, cuál es la ventaja, qué obtienen a cambio? ¿y qué podrían cambiar? Ya sé que no es lo mismo. Pero los invito a pensar en ello.

SI HUBIERA SIDO UN POLACO. “Toda la vida envidié a estos judíos que no sé qué se creen, con sus libros, con sus fiestas, con esas cosas raras que tienen, cómplices de la muerte de Dios nuestro señor, cada uno de ellos, judíos piojosos, que se pudran en el infierno como dice el padre Kristian. Y encima vienen estos alemanes que también se creen superiores y son crueles, no nos quieren a los polacos, nos desprecian, mejor cuidarse con ellos, no vaya a ser que nos confundan con judíos, mejor quedar bien con ellos. No sé qué voy a hacer si la familia Izraelensztejn me pide ayuda. Sé que lo harán porque ellos nos ayudaron tantas veces. No puedo decirles que no. Mi Janek siempre jugaba al fútbol con su Idele, no me va a perdonar si no los ayudo. Pero ¿qué hacer? ¿dónde los pongo? ¿y si me descubren? La semana pasada mataron al leñador y a toda su familia, a sus tres chicos, a su suegra enferma, hasta a una tía que estaba de visita, a todos los mataron porque descubrieron que escondía a una mujer judía con su bebita. No sé qué voy a hacer si me piden que los ayude.”

¿Qué haría yo? ¿Arriesgaría la vida de mi familia, a mis hijos, a mi marido, a mí misma, para salvar a esta gente que aprendí a odiar? No es tan fácil porque una cosa es odiarlos y otra cosa es que se mueran. Pero una cosa es ayudarlos y otra cosa es que nos maten a todos nosotros.

Salvando otra vez las debidas distancias, cuál es nuestra actitud ante los “negros” (en nuestra versión folklórica), los tanos, los gallegos, los coreanos, los paraguayos, los indios, los gitanos, los religiosos, los laicos, los “lo que sea”. Si algún miembro de estos grupos diferentes a nosotros nos pide alojamiento en una situación de peligro rodeados de posibles denunciadores, ¿qué haremos? ¿lo pondríamos siquiera en consideración? ¿cuántos de nosotros hemos albergado a perseguidos durante la reciente dictadura militar?

SI HUBIERA SIDO UN JUDÍO DURANTE LA SHOÁ. “Ya no nos queda ni comida ni agua ni tenemos cómo calentarnos. Hace un frío atroz. El gueto está devastado. Han sacado a todos. Quedamos mamá, yo y los más chiquitos. Cuando escuchamos el “¡Juden Rauss!”, nos miramos y decidimos salir. No podemos sostenernos más escondidos. Llegamos a la calle y vemos a otros desdichados como nosotros, salidos a la luz con la última esperanza de seguir vivos. Nos hacen caminar. Vamos de la mano temiendo perdernos unos de los otros. Queremos seguir juntos adonde sea, como sea. Mamá me dice que huya, que los deje, que me salve. ¿Cómo irme? ¿Qué será de ellos? ¿Qué será de mí? ¿Adónde ir? No me decido. Tengo varias oportunidades de correr pero no me decido. Hay gente que se escapa. Les disparan. Matan a algunos. Otros lo consiguen y se pierden entre las calles. Llegamos a la estación y esperamos largas horas mientras el frío nos desintegra. Nos abrazamos tratando de darnos calor unos a los otros. Los más chicos lloran. Mamá ya no insiste, sabe que no los dejaré. No sabemos bien dónde nos llevan. No les creemos que a un campo de trabajo, ya no les creemos nada. Pensar que cuando entraron los alemanes mis padres se pusieron contentos porque decían que eran honorables, que no eran unos animales como los polacos, que en la primera guerra se habían portado bien, que no había nada que temer. ¿A quién creerle? ¿Cómo saber qué es lo que pasa de verdad? ¿Qué habrá sido de papá? Llega el tren. Nos empujan como si fuéramos ganado. Tratamos de seguir juntos. Alguna gente se resiste. Los matan sin miramientos. Vemos como en segundos algunos conocidos se vuelven cuerpos inertes cubiertos de sangre y como sus familias deben subir al tren igual que todos sin siquiera poder mirar para atrás. Mi natural rebeldía me impulsa a no aceptar, pero no puedo dejarlos, no me lo perdonaría nunca.”

¿Yo qué haría? ¿Me habría quedado con mi familia o habría huido?

¿Y cómo me sentiría hoy día si por haber huido me hubiera salvado?

¿Y cómo me sentiría hoy día si aún sin haber huido no hubiese podido salvarlos y yo hubiese permanecido con vida?

¿Cómo y a quién contárselo?

¿Cómo y a quién pedirle consuelo?

¿Cómo perdonarme el seguir viviendo?

Parte II. LA SHOÁ CONGELADA.

Hay una tendencia a congelar a la Shoá en algunas nociones elementales y vaciarla de su contenido más vivo, inquietante y provocador. Si preguntamos a nuestro alrededor, veremos que casi invariablemente, la Shoá es seis millones de judíos asesinados, campos de concentración (que no se sabe bien en qué se diferencian de los guetos), Auschwitz y los hornos crematorios, el levantamiento del gueto de Varsovia, los SS y su crueldad, los nazis y el antisemitismo, y la svástika. Podrían recitarlo así, de corrido y después, rubricarlo con un estentóreo “nunca más” que aplaca la conciencia y a otra cosa.

Si nos acercamos a algún sobreviviente o a un judío informado, o a algún activista o interesado político, obtendremos una información más detallada, opiniones formadas y conceptualizaciones acerca del fenómeno pero generalmente dentro de la versión oficial, la. “políticamente correcta” de cómo la Shoá debe entenderse, pensarse y proyectarse.

LA VERSIÓN “OFICIAL” Y LO QUE SERÍA BUENO REVISAR.

Me voy a referir a la conveniencia de revisión de los siguientes aspectos: a) la generalización sobre la población no judía de los territorios ocupados, b) las atribuciones de traición a los miembros de los Judenräte, c) la suposición de la cobardía de los judíos que se dejaron matar sin resistencia, d) al tono y e) los contenidos con los que se suele encarar a la Shoá.

A) “Todos los polacos...” (la generalización).

- La versión oficial es que los pueblos locales, alemanes, austríacos, húngaros, polacos, ucranianos, letones, estones, rumanos, rusos, checoeslovacos, yugoeslavos, franceses, holandeses, belgas, etc, todos y cada uno de sus habitantes, son –fueron y serán- antisemitas (repito: todos –es decir, todos- y son – es decir, nacen con un gen antijudío-). malos, crueles, brutos, sanguinarios y de los que salvaron judíos, que podrían ser la excepción a la regla, por ello, mejor no hablar.

- Revisión necesaria. Algunos miembros de los pueblos locales, es decir, polacos, ucranianos, etc, educados por siglos en el prejuicio antijudío más rígido fueron esenciales para la salvación de judíos aún en circunstancias muy adversas, tanto es así que es difícil encontrar a sobrevivientes que no deban su supervivencia a algún no judío en algún momento de la Shoá. Recientes investigaciones señalan que cada salvador no judío era sostenido por una red de, por lo menos, diez personas que colaboraban con él en su tarea. Esto no significa que debamos exagerar ni aplaudir al pueblo polaco, porque no fueron muchos, pero sí hubo algunos, los suficientes para que no podamos decir con ligereza “todos los polacos...”. Nosotros, los judíos, no podemos usar los métodos que tanto nos han hecho sufrir, no podemos generalizar, tenemos la obligación de revisar los prejuicios. El trabajo de los salvadores, los obstáculos que debieron enfrentar (tanto internos como externos), su lúcida conciencia, son aún lecciones que esperan ser transmitidas a las nuevas generaciones. Los salvadores no judíos son un ejemplo que nos permite alentar esperanzas acerca del género humano. En este mundo pragmático y mercantil no nos podemos dar el lujo de olvidarlos.

Los sobrevivientes vivieron en carne propia el antijudaísmo cotidiano, por ejemplo en Polonia, y es comprensible que sientan una rebelión profunda ante estas proposiciones. El odio que mamaron en las calles, en las escuelas, a todo su alrededor, se mantiene vivo en sus recuerdos, mantiene viva la humillación que solían recibir y no aceptan de buen grado la idea que aquí propongo de que no todos ni siempre hayan sido así. Cada uno recuerda a un vecino, a un compañero, a alguien en particular que se ha ensañado, que ha disfrutado con su desgracia, que ha tomado provecho de ella. Los que hemos tenido la suerte de conocer el antijudaísmo argentino, “educado” e hipócrita, no podemos conocer la profundidad vivencial de su herida y, por ello, nos puede resultar difícil comprender su rechazo a pensar las cosas de otro modo.

B) Sobre la resistencia judía: gloria y vergüenza.

- La versión oficial es que seis millones de judíos fueron víctimas y sucumbieron de un modo que implica vergüenza debido a la aparente falta de resistencia, por la entrega sin lucha. El levantamiento del gueto de Varsovia será glorificado y enaltecido hasta el cansancio, no sólo por el valor de esa gesta sino, y fundamentalmente, por su ejemplaridad porque es lo único de lo que nos podemos enorgullecer y que nos permite acallar la vergüenza de las “ovejas que se dejaron llevar cobardemente al matadero”. El resto de los judíos, los sobrevivientes, los que no tienen historias gloriosas que contar, no cuentan.

- Revisión necesaria. La resistencia judía tuvo muchas caras. La resistencia armada fue poca y muy pobre debido, no a la “innata cobardía de los judíos” sino a factores bien concretos relativos a la forma en que el proceso de exterminio tuvo lugar, a sus progresivas etapas, a lo inimaginable previamente de la decisión del asesinato masivo, a la carencia de armas y recursos económicos, a la dificultad de organización como resultante de los métodos utilizados, etc. La mayoría de los judíos se resistió a su deshumanización de las forma que pudo hasta cuando y cuánto pudo. Los lugares (guetos, campos de trabajo o exterminio, escondites, etc) y el momento (la política nazi fue cambiando a lo largo de los y 6 años) determinaron las formas de la resistencia que merecen ser conocidos y reconocidos en forma pública por el heroísmo demostrado en el sostén cotidiano de la vida.

C) Judenrat, el lugar del dirigente, “a la sombra de la traición”.

- La versión oficial dice que hay una pequeña parte de la vergüenza judía, doblemente vergonzosa, formada por aquellos judíos que fueron, supuestamente, cómplices del aparato asesino, en especial los miembros de cada Judenrat y más en especial los de la policía judía de los guetos. Tanto es así que en la Argentina, la palabra Judenrat se utiliza como sinónimo de traidor.

- Revisión necesaria. Los miembros de los Consejos Judíos, Judenräte, se enfrentaron a los dilemas más desgarradores de los que se tiene noción: “para que el resto viva, deben entregar 1.000 judíos por día”. Si no lo hacían, los mataban y designaban a otro Consejo y/o elegían a 1000 personas al azar, porque se debía llenar un tren, había un esquema que cumplir. ¿Qué hacer? ¿obedecer? ¿cómo? ¿y cómo desobedecer? ¿qué parámetros existen para tomar una tal decisión? En la película“La decisión de Sophie” una madre debe elegir a uno de sus hijos porque los dos no pueden quedar vivos. ¿Cómo se puede tomar una tal decisión? No tomarla implica la muerte de los tres. Tomarla permite que se salve uno. ¿Pero cómo elegir cuál hijo debe morir? De este tipo eran los dilemas cotidianos que debían enfrentar los miembros de los Judenräte.

Una concienzuda revisión y esclarecimiento de sus conductas, una debida ponderación de los diferentes contextos –geográfico e histórico- en los que tuvo lugar, atentaría contra nociones aparentemente tranquilizadoras porque los podríamos seguir paso a paso, comprender sus decisiones, ponernos en su lugar y aparecería la pregunta más terrible a la que nos enfrenta la Shoá: ¿qué habría hecho yo? Es necesario mencionar los testimonios de sobrevivientes que han vivido los efectos de algunas decisiones tomadas por su Judenrat. Relatan a veces situaciones dolorosísimas debido a la vivencia de haber sido traicionados por quienes se suponía que velarían por ellos. Lo que dicen es verdad y debe ser tomado en cuenta. Cada testimonio revela una pequeña porción de lo sucedido, es una pieza más del rompecabezas. Es nuestra obligación hoy, considerar esa porción, ubicarla donde corresponda – quién, dónde, cuándo, cómo, por qué- y recién entonces reflexionar y opinar. Las decisiones de cada Judenrat en los diversos momentos deben ser ponderadas según las circunstancias, circunstancias a menudo desconocidas por las personas que sufrieron sus consecuencias.

Tal vez haya una cierta complacencia en culpar al dirigente, - por cierto que no sólo en la Shoá, tal vez por eso es tan difícil de revisar -, y en perder de vista las diversas restricciones, presiones y cuidados con las que se toma cada decisión. También se pierde de vista que el dirigente es tan sólo un ser humano, que –en el mejor de los casos, es decir si es honesto y buena persona- hace lo que puede a su mejor y leal saber y entender. Y que a veces eso no es suficiente ni útil ni bueno para todos. Culpando a los dirigentes, nos vemos aligerados de peso y responsabilidad y nos evitamos reflexionar en sus limitaciones y posibilidades.

D) La solemnidad.

- Según la versión oficial, el tono con el que se hable de la Shoá será formal, acartonado, casi religioso, con las consabidas frases hechas llenas de voluntaristas e ingenuas buenas intenciones, con una solemnidad propia de lo sagrado, propio de la trascendencia, más allá de nuestra vida de todos los días. La solemnidad es una forma de mostrar que no sabemos cómo encarar el tema de la Shoá, no sabemos qué hacer con ello ni cómo conmover a la gente que ya no oye, como si lleváramos una brasa encendida en las manos y nos la vamos pasando sin saber qué hacer con ella. Los discursos se repiten a sí mismos, casi los mismos adjetivos, las mismas proclamas de no olvidar, los mismos acentos, cadencias y abstracciones. Un tono que no propende el pensar en el mundo de hoy, en nuestra conducta poco solidaria o irresponsable, un tono que se conforma con alertar con la no repetición y evita embarrarse en las incomodidades, en lo que fue de verdad la Shoá para sus participantes, en las torturas de quienes han sobrevivido y aún no son escuchados salvo parcialmente, y sólo cuando dicen lo que los demás quieren escuchar.

- Revisión necesaria. Debiéramos aprender a usar un tono que permita pensar, que nos ayude a comprender que la Shoá es un tema que nos es propio (y no me refiero exclusivamente a los judíos), que nos compromete como ciudadanos, como miembros de la humanidad. El tono en el que se propone el tema de la Shoá debiera permitir pensar, podría volverse menos acartonado y permitir el diálogo de las ideas, sin miedos ni eufemismos; si lo que hay que decir es “ciego” no decir “no vidente”, si lo que hay que decir es “pis” no decir “orina”. Soy de aquellos que creen que la reflexión sobre la Shoá no sólo es posible sino que es imprescindible pero que depende de la forma en que se la presente. El tono –y también el contenido como plantearé más adelante- implica un tipo de análisis, un tipo de propuesta y una intención de diálogo o de monólogo. Aristóteles definía como tragedia al género que se ocupa de los dioses y las cuestiones trascendentes y comedia al que se ocupa de los seres humanos y las cosas de la vida. Si el tono es de tragedia los personajes serán héroes –dioses o semidioses en la Grecia antigua-, poderosos, infalibles, preclaros, la historia relatada será universal, La Historia de La Humanidad, la lucha del bien contra el mal, su sentido será trascendente, importante, fundante, ejemplificador, habrá que cuidarse bien de qué se dice y cómo porque se está dando un modelo; en un tono de tragedia se obtura la reflexión, está todo dicho, no hay nada más que agregar, es definitivo. Si el tono fuera de comedia, los personajes serían más pequeños, humanos, débiles, falibles, confusos, actuarían según sus posibilidades limitadas, las historias serían particulares sin ninguna pretensión de aleccionar sobre nada sino reflejos de recortes de vidas, se hablaría de experiencias de personas concretas, no de la historia de la humanidad. El tono de comedia (insisto que uso la palabra en el sentido aristotélico, no en el sentido en que se usa hoy de “algo ligero para reír”) permite algo tan esencial para la transmisión como la identificación del público con los personajes del relato. Cualquier persona puede identificarse con otra persona. Nadie puede identificarse con un héroe, está muy lejos de nuestra experiencia.

La posibilidad de ponerse en el lugar del otro se sostiene en la identificación y es la única forma de escuchar, comprender y aprender.

E) El horror, sólo el horror.

- La versión oficial es que la Shoá debe ser mostrada en sus aspectos más crudos para que “nunca más” se repita (con la idea ingenua de que la mera repetición produce automáticamente la vacuna). Es habitual la descalificación cuando se presenta algún aspecto menos “horroroso” de la Shoá, descalificación que se vuelve muchas veces autodescalificación. Hay sobrevivientes que dicen “¿qué puedo decir yo si nunca estuve en un campo?” dejando su experiencia en la clandestinidad, en algún escondite, errando por distintos destinos todos peligrosos, sus pérdidas familiares y vitales, en suma, dejando todo lo sufrido en la categoría de lo no “tan” terrible, por ende, sin valor para ser transmitido.

- Revisión necesaria. No sólo mencionar o centrarse en el horror y atreverse a la cotidianeidad, perder el miedo a lo que parece ser ligero. Contar sólo el horror – alimentar el morbo – no sólo no ha resultado una vacuna eficiente para el tan anhelado “nunca más” sino que ha producido el efecto paradojal del rechazo, la gente no recibe de buen grado, salvo que disfrute de ello por razones patológicas, que se le arrojen cadáveres ni ser manchados con desesperanza, vómito, cenizas y barro. El horror está tan alejado de la experiencia cotidiana que, después de la fascinación primera, produce un distanciamiento a menudo definitivo. “No quiero escuchar más hablar de la Shoá” es lo que dice mucha gente.

Sin embargo, los mismos aspectos de la Shoá pueden ser encarados desde otros ángulos más potables para la capacidad y disposición de recepción de la gente común. Un ejemplo de ello es la historia de Anna Frank y su diario en cuyas páginas el horror aparece por ausencia, porque todos sabemos qué pasaba; si no se tratara de judíos, de Holanda, de la Shoá y de la muerte de su autora, habría sido un diario de una adolescente, como tantos, un texto sin ninguna trascendencia. Y es ahí donde la Shoá se encarna para cualquiera y ha merecido por ello tanta notoriedad.

Otros contenidos más cotidianos podrían permitir que algunos oídos se reabran y sea posible la reflexión acerca de su propio lugar en el mundo, la solidaridad, la educación, la responsabilidad y la democracia.

A modo de conclusión.

Podría preguntárseme ¿qué tiene que ver la democracia con todo esto?

Hitler ascendió al poder gracias al voto de la mayoría, en un sistema democrático y apoyado por muchos judíos. Nuestro sistema de vida está en juego. El sistema democrático, de entre todo lo que hay, es lo mejor pero está lejos de ser bueno si no nos resguarda de estas cosas. Es que no basta con votar. Votar a ciegas es suicida. Tampoco sugiero el voto calificado. No voy a decir nada nuevo: la educación es el pilar que nos sostiene. Y la Shoá, propuesta como un tema de reflexión y aprendizaje, toca todos los aspectos que debemos ejercitar como ciudadanos, como dueños de la “cosa pública” que eso es lo que significa república. Y es con la Shoá que se puede probar sin ninguna duda y de manera concreta, el valor y el sostén de la educación, del juicio crítico, de la reflexión, de la necesidad de tomas de posición, de la responsabilidad, de la pésima inversión social que es la indiferencia.

La última frontera - Otro aniversario del atentado a la AMIA

Querido Nico[1], Los 18 de julio, desde hace cinco años, son para mí, al mismo tiempo, un feliz cumpleaños y un triste aniversario. El mismo día en que nos agolpábamos llenos de rabia e indignación porque hacía un año del ataque a la AMIA, naciste vos, promesa de futuro, tierno y desvalido, pregunta abierta, como nacemos todos.

Hoy cumplís cinco, uno menos que el atentado, y se te acaba de caer tu primer diente de leche. ¡Qué rabia cuando advertiste que te lo habías tragado! El ratoncito no te iba a traer nada... Pero no fue así. Al despertar por la mañana, encontraste algo debajo de tu almohada. Tu ratoncito es protector, confiable y bueno. Nosotros, que nos hemos tragado junto a nuestra pérdida, la impotencia y la indignación, ya casi hemos perdido la esperanza de despertar una mañana y encontrar una respuesta. Nuestro supuesto protector no nos protege. ¿Será confiable? ¿Será bueno?

Cada 18 de julio, la celebración de un nuevo año de tu vida me brinda la oportunidad de regocijarme con la esperanza, pero se me vuelve a abrir la misma pregunta: ¿qué es lo que te estamos dejando, qué país, qué sostenes, cuál será tu futuro?

Con tu diente de leche, se ha empezado a caer tu inocencia. La nuestra se cayó hace tiempo. Fue cacheteada, vejada, torturada, muerta y cremada. La Shoá fue el comienzo del fin de nuestra inocencia: “no hay nada que un hombre no pueda hacerle a otro” ha sido su más insoportable lección. Pero no la quisimos escuchar. No te voy a contar paso a paso nuestros tropiezos. Llegamos a este fin del siglo XX maltrechos, sedientos pero aún con cierta esperanza vigente: no se nos podía proteger de los ataques, pero se descubriría a los culpables. Hoy, después de seis años, el esclarecimiento del ataque a la AMIA representa la última oportunidad que le damos a nuestro protector para que haga lo que debe hacer, protegernos. Nuestra capacidad de creer está herida de muerte.

Y nos quedamos casi desnudos, querido Nico, y muy solos.

La vieja inocencia, hecha trizas, y encima no nos queda en qué o en quién creer.

Cinco años y ya tenés por delante toda esta desesperanza. ¡Qué comienzo más difícil! ¿Qué vas a ser cuando seas grande? ¿Cómo va a ser “ser grande” cuando seas grande? ¿Te irás a dormir alguna vez soñando en un mundo mejor? ¿Te dejaremos siquiera la posibilidad del sueño?

¡Feliz cumpleaños querido Nico! Un nuevo año de pasos nuevos, de habilidades adquiridas, de ir conquistando tu lugar en el mundo y el amor de quienes te rodean.

Sexto aniversario del ataque a la AMIA. Un nuevo año vacío de realizaciones, más hondo el escepticismo, como la piel de zapa, más y más encogida la esperanza.

Pero vos, Nico, sos nuestro futuro. Así como en los cuentos infantiles en que las hadas acudían a brindar sus dones al recién nacido, ¿qué regalarte?

Tengo algo. No es mucho. Es una cosita así de chiquita. Ponela en la palma de tu mano. Con cuidado. Mirala con cariño. Acariciala. Dejala crecer y dale aliento de vez en cuando. Lo que tengo para darte es nuestra débil y moribunda esperanza, nuestra última frontera. Y no está sola. Con ella va nuestra -¿empecinada? ¿quijotesca?- insistencia. Seguiremos reclamando justicia para que aquél que nos promete protección, cumpla y nos proteja, señalando de frente y sin dobleces a los culpables.

¡Por la vida!, Diana.

[1] Nico es el nieto mayor de mi querida amiga Sarita.

Abuelas y frutillas

Nadie nos pidió permiso. Ya era hora sin embargo.

Y un día, empezamos a ser abuela, abu, mamama, mamina, meme, mumi, nonna, bobe, baba, babu...

Un bebé, un bebé de nuestra hija, un bebé de nuestro hijo.

Después de los meses de embarazo, no podía ser una total sorpresa. Sin embargo, hay una zona en la que nos resulta extraño que quien era un bebé hasta ayer nomás, tenga hoy un bebé. Hoy nos toca a nosotras preguntarnos cómo es que pasó tan rápido.

Pero nos recuperamos. Rápidamente. Y también recuperamos el placer de acunar, de oler, de sostener, de mecer, y tejemos batitas, y leemos revistas y hacemos memoria para recordar cómo era y qué consejos dar y a veces nos miran esperando nuestro sabio consejo y nos descubrimos dándolo o paralizadas porque no se nos ocurra nada digno de las circunstancias.

Ser abuela no es igual para todas. Como para mí ha sido y sigue siendo gozoso, sólo me referiré a ello. No sé cómo lo vive visceralmente la mujer que sostiene su identidad y auto estima en la ilusión de la eterna juventud. Supongo que no le será fácil.

Como sea, el primer nieto le marca a una, le guste o no, el paso del tiempo. Coincide a menudo con la menopausia en esa danza armoniosa de la vida. Hoy la menopausia, lejos de indicar el fin, es un nuevo comienzo. Las mujeres post menopáusicas ya no zurcimos zoquetes cerca del fuego esperando con resignación los bigotes y la muerte, somos hoy una especie de vendaval energético munidas de la infaltable pinza de depilar, claro, pero con una voluntad y curiosidad y vitalidad sin límites.

Somos un nuevo modelo de abuela.

Somos la abuela que da cita. Te cuido al bebé los jueves de 3 a 7 de la tarde. Somos abuelas con vidas propias y anhelos de realización personal. Vivas, vigentes, vigorosas, enamoradizas, nos enamoramos de ese cachito de carne tierna y vemos su evolución y crecimiento como la renovación de la promesa de la magia y el misterio de la vida.

Solía decir que los hijos son como el marido y los nietos como el amante. Los hijos: la responsabilidad, los nietos: el disfrute. Imagen potente porque propone, junto con la abuelidad, la ruptura del pacto de exclusividad sexual del matrimonio Todo junto, provocativo, seductor, inquietante. ¿Abuelas seductoras? ¿Abuelas sexualmente activas? ¿de qué abuelas estamos hablando? ¿Cómo es esto de ser abuelas hoy?

Enamoradas de nuestros nietos, apasionadas en nuestros encuentros con ellos, disfrutándolos lo más posible porque somos concientes del paso del tiempo y de la aventura de la niñez y el amor, al mismo tiempo, nos hemos hecho ciudadanas del mundo y hacia allí vamos. Produciendo, creando, transmitiendo, investigando, buscando, encontrando, perdiendo, inventando.

Los jueves de 3 a 7 de la tarde. También los domingos al mediodía. O alguna noche, ¿por qué no? Eso sí, los llevamos al teatro, si tenemos con qué, les compramos juguetes y les hacemos los gustos y nos preguntamos por qué no recordamos haberlo pasado tan bien con nuestros hijos cuando eran chiquitos.

El otro día estaba en casa de una amiga que cumplía años y estaba su nietita más chica, una delicia de menos de dos años que era el centro de todas nuestras miradas. Cuando trajeron la torta, fue derechito a sacar la frutilla ubicada en el centro, metió los dedos en la crema y se la comió. Pensé avergonzada que jamás habría permitido tamaña conducta en ninguno de mis hijos y me encogí en el asiento observando con gozo y placer el modo en que se comía la frutilla. Nadie la reprendió. Algunos, como yo, disfrutaban mirándola. ¿Será que la edad nos ha puesto menos represores? ¿Será que valoramos más lo que tenemos entre manos? ¿Será que la conciencia del paso del tiempo nos ha jerarquizado el presente? ¿será que nosotras también estamos aprendiendo que podemos meter los dedos en la crema y comernos la frutilla de la torta?

Pesimistas, optimistas y realistas (lecciones de la Shoá)

Los que estamos cerca de sobrevivientes de la Shoá hemos dejado de sorprendernos ante la aparición de reflexiones que atentan aparentemente contra nuestro sentido común. Los sobrevivientes son poseedores de un saber que a los que hemos vivido una vida normal siempre nos es ajeno. Es de lamentar la poca presencia de sus reflexiones en nuestra sociedad. He escuchado algunas veces el siguiente pensamiento: Los que se fueron de Europa antes del 39 eran los pesimistas. Los que nos quedamos, éramos los optimistas.

Como tantas cosas que enuncian los sobrevivientes cuando se sienten los suficientemente confiados como para abrir sus corazones, esta reflexión me conmovió profundamente.

El optimismo. La vida es una empresa que nunca podrá tener éxito, porque termina con la muerte. Si uno pensara así no tendría fuerzas para levantarse de la cama cada mañana, no podría enfrentar las mil y una adversidad, los desafíos, las dificultades que entraña el vivir cotidiano. Si uno pensara así, no podría disfrutar de las pequeñas y grandes cosas que el mero hecho de estar vivos proveen (el amor, la familia, el sentirse apreciado, el sol, el sonido de la lluvia, la música, el calor del abrigo, una labor creativa..., en fin, la vida, lo que tiene la lindo la vida). Para vivir, para levantarse de la cama, uno tiene que ser optimista. Levántese contento decía Carlos Ginés por la radio todas las mañanas, antes de que se pusiera de moda despertarnos con noticias a cual más demoledora en estos programas de la mañana. La actitud positiva, la mente abierta, la mirada confiada, generan expectativas de amor, de trato benévolo, de buena onda, proponen una conversación amable y permiten que las cosas fluyan más delicadamente y hasta que algunas sean posibles. Emprender cualquier empresa que sea -casarse, tener hijos, un negocio, una profesión, una novela, un viaje, una noche de amor- requiere, antes que nada, de la intención de que salga bien, de la íntima convicción de que va a salir bien, una especie de crédito que se da por anticipado. Pensar en hacer algo, es, primero, pensar en que va a salir bien. La actitud positiva es el combustible sine qua non de cualquier motor vital. La actitud positiva es necesaria, pero no suficiente, se requieren otras cosas. Pero, si una tal actitud no existe, el resto no importa. Incluso en temas de salud, física y mental, es la actitud positiva central en la superación de malestares, enfermedades y penurias. La sabiduría popular lo recoge en la frase Ala fe puede mover montañas@, esto es, la profunda convicción de que algo es posible, da tanta fuerza que contribuye en que la cosa suceda. A modo de profecía autocumplidora, la actitud positiva genera una energía favorable, promueve la solidaridad y la colaboración, el trabajo en equipo y da la fuerza necesaria para seguir adelante en situaciones que requieren paciencia, trabajo, rutina, constancia.

Y los sobrevivientes, con esa frase que tiran al pasar, dicen que, por el contrario, lo que fue bueno durante la Shoá fue ser pesimistas, que los optimistas alimentaron los hornos. Un optimista es crédulo. Un optimista confía en le género humano. Un optimista cree en el mandamiento que para algunos resume nuestra Torá, que dice que no le hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti y cree que nadie le hará a él lo que él no haría a otros. Un optimista enuncia los derechos del hombre. Un optimista cree en el amor. Un optimista cree que el bien triunfa sobre el mal. Un optimista cree en la racionalidad de los humanos. Un optimista cree en los ideales.

Y los sobrevivientes me muestran otra vez ese espejo deformante de la realidad que es la Shoá y me dicen que no fue así, que los optimistas fueron diezmados, arrasados, aniquilados. Que los locos (muchos creían que estaban locos) que decidieron huir, dejar sus lugares, sus casas, sus historias, sus trabajos, sus posesiones, sus profesiones e irse a lugares desconocidos donde se hablaban vaya a saber qué lenguas, con vaya a saber qué gentes, donde iban a tener que empezar de nuevo, los que, en definitiva, se salvaron, eran los pesimistas.

Los pesimistas. Un pesimista cree que lo peor puede pasar. Las leyes de Murphy son un ejemplo de pesimismo en clave de humor: Si algo malo puede pasar, va a pasar. La actitud pesimista es cataclísmica, es apocalíptica, ve peligros por todos lados, es paranoica, desconfiada. La actitud pesimista es suspicaz, sospecha de todo y de todos, duerme en constante alerta, está dispuesta a la huida. Una actitud pesimista hace que la botella se vea medio vacía, que para asegurar que los pantalones no se caerán se debe usar cinturón y tiradores, genera una persona previsora, precavida, cautelosa, recelosa. Una actitud pesimista impide la exhibición de la alegría por temor a ser envidiado, ni el disfrute del dinero por temor a ser robado. La actitud pesimista produce conductas que confirman las sospechas porque los pesimistas son vistos con poca simpatía, generan climas desagradables, densos, pesados, sonríen poco, son tortuosos y torturados. Un paciente con actitud pesimista es un mal paciente para cualquier médico, trabaja en contra en sus pos-operatorios, tiene recuperaciones complicadas, no se entrega puesto que no confía, siempre tiene miedo.

Un pesimista sale con paraguas y piloto y galochas y con media hora antes por si hay embotellamiento de tránsito en caso de que llueva. Siempre espera lo peor. Y cuando lo peor sucede, era el único que estaba preparado.

Y la Shoá fue de lo peor.

Los realistas. Hay quien considera que una de las características de quienes salieron vivos de la Shoá, es su sentido de realidad. Vieron, comprendieron, midieron y pesaron adecuadamente lo que veían y actuaron en consecuencia. Eso es lo que creen. Es lo que necesitan creer para que no se les abra el piso bajo los pies. Hay entonces un método, es sólo cuestión de encontrarlo. ¿Cómo quedan parados los otros, los que no lo vieron ni comprendieron ni midieron ni pesaron adecuadamente las cosas, las siete millones de víctimas incluyendo al millón que sobrevivió? Debemos aclarar que no todos los que se quedaron lo hicieron por elección. Muchos no disponían de los medios para irse a pesar de desearlo. Pero la gran mayoría no puso en consideración esta eventualidad, convencidos de que, como tantas otras veces en la historia del pueblo judío, la tormenta pasaría, no había que irritar a los antisemitas, quedarse quietos, y se calmarían una vez saciada su sed de sangre. Como tantas otras veces. ¿Huir? ¿Dónde? ¿Cómo? No es para tanto. Fueron optimistas. Decidieron quedarse y hoy, comparados con los que se fueron, los que hicieron lo correcto, los visionarios, los hiper-realistas, son vistos por mucha gente, por los mismos judíos, por sus propios parientes, como negadores, autistas, incapaces, tontos, encerrados en guetos físicos o mentales, aislados del mundo.

Lo que sabemos hoy entonces no se sabía. Es muy difícil pensar como si no se supiera. Visto desde hoy, año 2000, mirando para atrás, sabiendo lo que hoy sabemos, pensamos en las seis millones de víctimas judías de los nazis y no sabemos qué contestarnos ante las preguntas de ¿por qué se quedaron? ¿por qué no lucharon? ¿por qué se dejaron llevar a la muerte? La ausencia de respuestas, al menos la ausencia de respuestas honorables, puede avergonzarnos y confundirnos. Las respuestas posibles pasan por hipótesis de cobardía (los judíos están entrenados en la humillación y la aceptan, son sometidos), de incapacidad (los judíos son comerciantes o intelectuales, no saben defenderse), de egoísmo (cada uno pensó en sí mismo y en su familia, no se organizaron). Son respuestas dolorosas e incorrectas que revelan, como suele decir Raquel Hodara, todo lo que no se sabe acerca de la Shoá y que expresan un juicio severísimo sobre las víctimas.

El plan de exterminio. Los nazis no tenían un plan de exterminio hasta enero del 42 en la conferencia de Wansee donde se decidió la Asolución final@. Recién a partir de entonces se emprendió la industria de la muerte que culminó con el monumento a la misma, Auschwitz. Los estudiosos más serios de la Shoá coinciden en que la decisión de eliminar a los judíos se fue gestando a medida que la situación lo fue requiriendo, pero que no fue la idea original. La situación se complicó enormemente cuando rompieron el pacto con la Unión Soviética y ocuparon los territorios del este en 1941. La intención original de traslado de los judíos se volvió inmanejable. Eran tantos que comenzaron a matarlos. Al principio, fue de manera artesanal para lo cual enviaron a los Einzatsgruppen. Asesinaron de este modo a un millón y medio de judíos en las poblaciones de la Polonia oriental. Pero los miembros de estos kommandos, sufrían profundas perturbaciones psíquicas que los atormentaban luego de las matanzas a mano. Cundió la alarma en los altos mandos. Matar a los judíos era la única salida que veían, pero hacerlo a costa de enfermar a sus tropas era un costo demasiado elevado. Ello determinó, junto con la insuficiente disposición de insumos necesarios (armas, balas, etc) para matar a tanta gente la imposibilidad de la matanza artesanal que llevó a la conferencia de Wansee en enero del 42 .

Es importante conocer estos datos que revelan que los propios nazis fueron llegando a la decisión de la muerte masiva, paso a paso, ellos mismos no lo sabían el primero de septiembre de 1939 cuando invadieron Polonia. Tampoco era una decisión oficial cuando la Kristallnacht el año anterior. Tampoco lo sospechaban en la conferencia de Évian en el mismo 1938 los representantes de los distintos gobiernos que no aceptaron recibir a los judíos en sus territorios ante el requerimiento de los nazis (sólo la República Dominicana abrió sus puertas). El asesinato masivo e industrial fue conocido, sin lugar a dudas, por los servicios de inteligencia de Inglaterra, recién a fines de 1942. ¿Cómo podían imaginarlo los judíos tres años antes? ¿Quién podía imaginar que algo así podía suceder? Si hoy mismo cuando vemos los documentos, cuando nos adentramos en la mecánica burocrática necesaria para implementar este asesinato masivo, nos cuesta creer lo que vemos, ¿cómo podemos pedir que lo previeran entonces, cuando nunca antes en la historia de la humanidad había sucedido? ¿por qué los judíos iban a temer que sucediera una cosa diferente a la que siempre les había pasado?

Acá también. Recuerdo cuando me dijeron en 1976 que había campos de concentración en la Argentina. La primera vez, no lo creí. Pensé no puede ser, acá no pasan esas cosas. Confieso que lo pensé y lo digo con dolor y con pudor. En 1976 yo conocía lo que había pasado en la Shoá, yo ya sabía que era posible decidir el asesinato como política de Estado y, sin embargo, no lo creí. No vivo en un gueto ni encerrada en ningún círculo, leo los diarios, miro noticieros por televisión, estoy al tanto de lo que pasa acá y en el mundo y no lo creí.

La confrontación ética. No lo podía creer. No lo quería creer. ¿Campos de concentración? ¿Asesinatos? ¿Acá? ¿Ordenados por el gobierno? ¿Llevados adelante por el ejército, la armada, la policía? ¿Todos ellos asesinos? ¿Todos? ¿Y la Iglesia no dice nada? ¡No! No lo podía creer. Atenta contra las nociones esenciales que sostienen nuestra vida. Para creer que una cosa así sea posible, debemos primero desvestirnos de las hipótesis básicas sobre las que estamos parados. Esa desnudez ética nos arroja a un mundo incierto, pantanoso, nos cambia las reglas del juego, ya no sabemos en quién confiar y en quién no, qué está bien y qué está mal, cuándo callar y cuándo hablar, qué esperar, cómo luchar, para qué vivir. Creer que está bien matar a quien es diferente o piensa diferente o como sea, creer que está bien que lo decida un gobierno, lo legalice y que uno será un buen ciudadano si se somete y colabora con ello, establece nuevas reglas en el contrato social, reglas que contradicen la ley más primitiva del no matarás, la ley que permite la convivencia social. Acepto ser acusada de ingenua. Mi tonto consuelo es que no estuve sola, que muchos me acompañaron en esta triste ingenuidad, muchos de los cayeron al río embriagados en pentonaval. No soy la única optimista. Creo que somos muchos. Para bien o para mal.

Los nazis no avisaron. Los judíos de Europa de antes de 1939, la mayoría de ellos, si bien sentían y veían la situación como peligrosa, no supusieron, -no tenían cómo-, lo que iría a pasar poco tiempo después. No pudieron protegerse. Los nazis no avisaron de antemano, no publicaron comunicados informado de su decisión de exterminio. Por el contrario, lo ocultaron enunciándolo eufemísticamente (reubicación, campos de trabajo), engañaron, contaron con que la gente no imaginaría sus planes, que confiarían en sus palabras. Se aseguraban de esta manera una menor resistencia y una mayor aceptación del común de la gente, los alemanes, polacos, ucranianos, etc, necesarios para llevar adelante sus planes. La colaboración habría sido más difícil por cierto si hubiesen enunciado sus verdaderos propósitos. No prometían por cierto ningún paraíso a los judíos, de modo que lo que decían parecía posible. Nadie dudaba acerca de su odio, del antijudaísmo profundo que profesaban. A lo largo de siglos los judíos habían aprendido a evitarlos, a seguir sus vidas a pesar de ello. ¿Por qué no creerles cuando los arreaban como ganado con la promesa de llevarlos a algún lugar? ¿Cómo creerles a quienes decían que eran asesinos, que lo que hacían era llevar a la gente a lugares sólo para matarlos? ¿Quién podría creer una cosa tan absurda? Mensajeros del diablo, gente que busca notoriedad, exagerados, eso pensaban de los agoreros, de los pesimistas. Una vez conocidos los hechos, hoy día por ejemplo, es difícil ponernos en el lugar de los que vivían antes que todo sucediera y antes de que todo se supiera. Querríamos volver el tiempo atrás y decirles ¡huyan! ¡no importa dónde! ¡dejen todo atrás, no importa, tomen a sus hijos y a sus padres y escapen lo más pronto que puedan!. Pero eso sólo sucede en las novelas de ciencia ficción. El reloj no vuelve. Las preguntas que buscan ser respondidas. En lugar de avergonzarnos por la supuesta inocencia, estupidez, ceguera o como quiera que se opine sobre la conducta de los judíos optimistas que se quedaron en Europa, miremos más cerca y veamos qué podemos aprender de todo esto, si es que hubiera algo que se pudiera aprender.

¿Tropezaremos otra vez con la misma piedra? ¿Cómo evitarlo?

Y acá es donde volvemos a nuestro punto de partida: ¿cómo saber de antemano cuando la realidad justifica el peor de los pesimismos? ¿cómo precaverse, prevenirse? ¿cuál pronóstico es el válido? ¿cómo saber el grado y extensión del peligro? ¿cómo anticiparse cuando el cielo se nubla imaginando que no será sólo una tormenta sino un tornado, un terremoto, un maremoto, el fin del mundo? ¿qué servicio meteorológico es lo suficientemente confiable como para que nos avise con tiempo y nos permita ser realistas? Si lo que sostiene nuestra vida, lo que nos permite soportar tanta cosa y superar tantas otras, es nuestra fe. No me refiero a la fe religiosa, aunque para quien la tenga es igualmente útil y necesaria, sino a la fe en la bondad humana, la síntesis del optimismo, lo que nos permite, como dije al principio, tener deseos de levantarnos de la cama todos los días. ¿Cómo vivir en un contexto optimista cuando sabemos lo que el hombre es capaz? ¿Qué señales tomar para huir a tiempo y salvar a nuestros hijos y a nuestros nietos? ¿Es la huida el único camino? Y si alguna vez descubrimos la manera de ser realistas y ver de antemano lo que se avecina, ¿dónde huir en este mundo globalizado? ¿hacia dónde correr?

El pedido de perdón de la Iglesia: I have a dream! ¡yo tengo un sueño!)

La Iglesia Católica pide perdón. Se ha publicado la versión en castellano -supongo que la oficial- del pedido de perdón de la Iglesia Católica por los pecados de sus hijos, tanto los pasados como los presentes (La Nación, 10 de marzo de 2000, páginas 10 y 11).

Es éste, creo, un paso importante en el camino de recuperación del respeto por los principios humanitarios enunciados en la palabra de Jesús del que tantas y tan dolorosas veces se ha desviado la Iglesia Católica.

Yo, judía, hija de sobrevivientes de la Shoá, buscadora de ese hermano que alguna vez tuvo mi apellido y que hoy vaya a saber si vive, dónde está y cómo se llama, preguntadora de porqués muchas veces sin respuesta, celebro este pedido de perdón que la Iglesia, en la voz de su actual Papa, ha dirigido a Dios (sic). Lo celebro y espero que no se detenga la marcha, que este camino emprendido siga adelante y que abra perspectivas esperanzadoras para las futuras generaciones.

Es en este espíritu que quiero señalar algunos elementos del texto en cuestión y un sueño que me gustaría ver realizado.

Me referiré tan sólo a los tres párrafos relativos al pedido de perdón por lo hecho a los judíos que forman parte del quinto punto titulado "Discernimiento ético". Mis reparos están relacionados con el uso de ciertas palabras y su probable alusión a la forma de ver a los judíos que sigue pareciendo conflictiva, aún dentro de este texto de pedido de perdón. Es más flagrante esta evidencia cuando se observa que se ha tenido el sumo cuidado de hablar de Shoá en lugar del incorrecto pero popular término "holocausto". No ha sucedido igual con otras palabras utilizadas.

¿"Hebreos" es mejor que "judíos"? Los tres párrafos en donde se refiere a los judíos, están bajo el subtítulo: Cristianos y hebreos. Desde allí y en lo que sigue dice hebreo toda vez que debiera decir judío. Por ej: ...Ala relación de la Iglesia con el pueblo hebreo...la historia de las relaciones entre cristianos y hebreos...la hostilidad o desconfianza de numerosos cristianos hacia los hebreos...del pueblo hebreo nacieron la Virgen María y los Apóstoles...los hebreos son nuestros hermanos queridos y amados. La palabra hebreo, sea en singular o plural, aparece exactamente 12 (doce) veces en los tres párrafos del texto.

La palabra judío y la sintaxis. Por el contrario, la única vez que aparece la palabra judío es cuando dice que "hay que preguntarse si la persecución del nazismo respecto a los hebreos no haya sido facilitada por los prejuicios antijudíos presentes en las mentes y en los corazones de algunos cristianos"(los subrayados son míos). No puedo resistirme a la pequeña disgresión de analizar la sintaxis de esta oración:

a) Formula un hecho innegable -la persecución nazi facilitada por los prejuicios antijudíos- como si fuera una hipótesis a comprobar ("hay que preguntarse si...") y b) antecede con un "no" su sospecha de que los prejuicios antijudíos hayan facilitado la persecución. Reveladora sintaxis de una intención buena, pero no del todo firme.

En este fragmento vuelvo a observar que, aún cuando lo habitual es escuchar prejuicio antisemita, se ha usado las palabras prejuicio antijudío de forma correcta y apropiada. Repito que revela un cuidado atento de las palabras usadas. Pero, dado ese mismo cuidado, no puedo dejar de señalar que es la única vez que los judíos llamados por su nombre aparecen en el texto. La única vez que dice judío dice antijudíos.

En resumen, dice judío cuando está cerca del prejuicio, a algo que está mal, a una emoción, ligado a una patología social, mientras que dice hebreo cuando se refiere al pueblo, un concepto descriptivo, limpio, inodoro, potable.

¿Por qué hebreos? Hasta donde sé, los textos emitidos por la Iglesia, son analizados, estudiados y evaluados concienzudamente, pasan varios filtros de asesores de todo orden, incluso los lingüísticos. Para la redacción del documento "Memoria y Reconciliación" una comisión de más de 30 teólogos trabajó bajo la coordinación del cardenal alemán Josef Ratzinger (cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe -ex Santo Oficio-). La sede de la Iglesia está en el Vaticano, en el corazón de Roma. En Italia se suele llamar ebrei a los judíos, la antigua denominación del pueblo judío. No sucede lo mismo en idioma castellano, en el cual se dice judíos o, también, israelitas. En ambos términos hay una concordancia entre la palabra y aquello que designa: judíos es de Judá e israelitas es del pueblo de Israel. Hebreos, por el contrario, es los que hablan hebreo identificando un idioma con un pueblo. Es tan inapropiado como decir latinos a los cristianos.

La lingüística y el racismo "científico". El término hebreos tiene un origen lingüístico, no denomina a un pueblo sino a los hablantes de una lengua. Y aquí sucede un fenómeno curioso y si se quiere sorprendente: lo mismo sucede con las palabras antisemitismo y ario. Ambas provienen de contextos lingüísticos y ambas, han sido trasladadas impunemente al contexto étnico por los creadores del antisemitismo "científico" del siglo pasado en el floreciente y civilizado Imperio Austro Húngaro y en Francia.

Semitas y judíos. Merced a la difusión del ideario "científico" antijudío, se comenzó a llamar semitas a los judíos dejando de lado que, en términos lingüísticos, también les correspondería ese nombre a otros pueblos, como por ejemplo a los árabes (pensado así vemos el absurdo de proponer a los árabes como antisemitas, un semita es un antisemita). A partir de entonces, se comenzó a usar indistintamente semita y judío, así como también antisemita y antijudío.

En los países católicos, la palabra semita parecía permitir nombrar a los judíos de modo más aceptable, más "científico". Las palabras judío y antijudío son fuertes, pesadas, corpóreas (en castellano, hasta en la emisión del sonido, esa jota inicial que raspa en la garganta, es tan poco elegante). Las palabras semita y antisemita son más ligeras, asépticas, más decentes, su sonido es más delicado, si se quiere susurrante. En una conversación cualquiera, uno dice judío y la palabra queda resaltada, misteriosamente acentuada en el contexto de la oración, mientras que si uno dice semita, la palabra se mezcla como una igual entre las otras.

Lo ario. Otro tanto sucede con la palabra y el concepto ario. Lo ario es la lengua, el origen indo-europeo, no hay tal cosa como lo ario referido a lo corporal, a lo genético o a lo étnico. Los fundadores del racismo pretendidamente científico, tomaron la palabra ario referida a un linaje de lenguas y la trasladó a personas, a su biología, a su herencia, a su sangre, mediante esta malhadada invención del concepto de razas y todas esas vilezas y paparruchadas que tanto dolor causaron y persisten en causar a la humanidad.

¿Igual que los nazis? De modo que, la Iglesia Católica, que tanto cuida sus dichos, que tanto estudia y prepara sus enunciados, en su pedido de perdón habla de los judíos y dice hebreos, es decir, toma un concepto del dominio de lo lingüístico -un idioma- y lo traslada a lo étnico -un pueblo-, lo mismo que habían hecho los odiadores científicos y los teóricos nazis. Vaya con la sorpresa. No se deben haber dado cuenta. Lo deben haber hecho sin querer. No hay que ser mal pensado. O, tal vez, lo que sucede sea más simple que todas las cosas turbias que a uno se le ocurren, tal vez simplemente no querían irritar a nadie del amplio espectro de su grey, querían que el texto no despertara resentimientos y la palabra judío, quizá todavía siga oliendo mal, sea sospechosa y haya que mejorarla por una más admisible y potable, que se pueda leer sin que a uno se le borronee el texto. Hebreo está bien y todo el mundo entiende.

¿Por qué no decir judío? Por otra parte está la referencia al origen de Jesús a quién se menciona como descendiente de David. Ya sé. No va a faltar quién piense que soy demasiaaaaaaaado susceptible, pero, digo, me pregunto, no sé, disculpen la irreverencia ¿por qué no escribir directamente y sin eufemismos Jesús, de quien se dice que era judío? ¿Por qué disfrazarlo? )Qué es lo que no se puede decir todavía?

La mala palabra. Obviamente, no se puede decir judío. Lo repito: no se puede decir judío. No se puede decir que Jesús era judío. No se puede decir que el primero de enero se conmemora la circuncisión de Jesús, acto que lo marcaba para siempre como hijo del pacto, un judío más. ¿No se puede pensar judío? ¿Qué es lo que perturba tanto? ¿Qué clase de pedido de perdón es éste en el que la víctima no puede ser denominada por su nombre?

Es especialmente doloroso que estas imprecisiones se hayan colado en este texto que es, no me cabe duda, una mano tendida. Tomo esa mano, la aprieto. Yo, nadie importante, tan solo una judía que con jutzpa (arrogancia, provocación) bien judía, miro a los ojos a Su Santidad Juan Pablo II, el Papa de la Santa Iglesia Católica y veo la buena voluntad, veo la disposición, y digo entonces lo que, a mi parecer, todavía falta.

Mi sueño. Me gustaría abrir el diario y leer alguna vez un texto oficial, en su versión oficial en castellano, distribuida oficialmente por voceros oficiales de la Iglesia, con estas palabras:

"Reconocemos que la Iglesia Católica, a lo largo de muchos siglos, ha sostenido y diseminado acusaciones falsas, mentiras y arbitrariedades acerca del pueblo judío, al que ha demonizado y escarnecido; que, mediante esa estrategia desarrollada ante un público crédulo e iletrado, ha construido al judío como un enemigo al que se debía combatir, un pueblo del que era imprescindible desconfiar y sospechar y con cuyos miembros era inconveniente cualquier intercambio. Reconocemos que estos contenidos han sido difundidos en las prédicas de gran parte de los curas en todo el mundo y que dicha palabras han alimentado el odio y el resentimiento de los cristianos hacia sus hermanos, los judíos. Lamentamos profundamente que estos sentimientos, cuyo objetivo no era el asesinato, hayan sido en gran parte su sustento en esta tragedia irrecuperable que ha sido la Shoá. Por todo ello pedimos perdón, a Dios por no haber honrado sus designios, por habernos dejado sumergir en el odio y habernos olvidado del amor; también pedimos perdón a nuestros hermanos judíos y a todos aquellos que han sido víctimas del odio racial.

No creemos, sin embargo, que baste el pedido de perdón por este pecado tan arraigado y de consecuencias tan nefastas. Queremos enmendarnos de manera concreta. Por ello a partir de ahora, desandaremos con firmeza el camino equivocado que habíamos recorrido y en nuestra prédicas habituales, en la catequesis y en toda oportunidad que tengamos de ser escuchados, insistiremos en el reconocimiento de nuestros graves pecados, en la dignidad que confiere al ser humano el pedido de perdón y la revisión de los errores cometidos; hablaremos acerca del pueblo judío, transmitiremos sus enseñanzas milenarias, su filosofía humanística y su ética del respeto por la vida de la que somos herederos, e instruiremos a nuestros fieles y, en especial, a nuestros párrocos, la firme tarea de rescatar el espíritu de Cristo y su evangelio, ofreciendo al mundo una vida de valores inspirada en la fe, porque la gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios (tomado del texto publicado por la Iglesia)." Como el reverendo Martin Luther King, I have a dream (yo tengo un sueño).