Shoa

78 años del fin de la guerra

En Berlín, el mariscal Wilhelm Keitel firma la rendición definitiva de Alemania en la Segunda Guerra Mundial ante los soviéticos. (Foto: AFP)

Hoy se conmemora la firma de la capitulación de la Alemania nazi. Fue el fin de la guerra en Europa y el fin de la Shoá. Así como el genocidio armenio sucedió durante la Primera Guerra Mundial, el Holocausto judío tuvo lugar durante la Segunda. Genocidios y guerras interconectados. Si el nazismo hubiera triunfado el mundo no sería como es, muchos de nosotros no habríamos nacido. ¿Qué habría sido de las democracias y de la libertad? La rendición del nazismo marcó el renacimiento de la esperanza.

Alemania firmó varias capitulaciones. Por eso los norteamericanos lo recuerdan el 7, los alemanes el 8 y los rusos el 9. 

Para los sobrevivientes judíos fue su segundo nacimiento. ¡Alemania rendida! ¡Un milagro! El Reich de los mil años ya no cumpliría otro. El cuero de las botas de los orgullosos SS ya no brillaba impoluto. Ahora, con el calzado cubierto de barro, temían por sus vidas. Los otrora “puros”, bien bañados, afeitados y orgullosos, deambularon a partir de ese día sucios, asustados, algunos, dolorosa ironía, pretendiendo pasar por judíos en la esperanza de salvarse. 

Para los sobrevivientes, ocupados en encontrar destino a sus vidas, aquel mayo aún no era un mes de alegría. Europa devastada, aniquilada su economía, sin medios de transporte ni trabajo, seguían, como los años anteriores, tratando de sobrevivir día tras día, minuto a minuto. 

Los sobrevivientes recuerdan con claridad el momento en el que no hubo más nazis a su alrededor, cuando llegaron los rusos que habían sufrido tanto, los británicos, los norteamericanos. Recién ahí creyeron que tal vez podrían volver a ser dueños de sus vidas. Pero a medida que los días pasaban, que la muerte dejaba de rondar, la gran pregunta: ¿Habrá sobrevivido alguien de mi familia? La búsqueda desenfrenada en los listados que circulaba la Cruz Roja y el UNRRA no siempre respondían su pregunta. Tal vez volviendo a sus casas encontrarían a alguien. Pero ¿cómo volver sin transportes, sin dinero? Algunos lo consiguieron y al llegar a las puertas de las que habían sido sus casas recibieron un nuevo golpe: los nuevos moradores no les abrían las puertas; a veces, si lo hacían, era con insultos y hasta en algunos sitios fueron asesinados como en Kielce en 1946. No había donde volver. No había donde ir. Gran Bretaña mantenía cerradas las puertas del destino lógico, Israel y el resto del mundo seguía cerrado como luego de la Conferencia de Évian-les-bains de 1938. Los judíos, liberados del nazismo, seguían prisioneros del mundo que no tenía lugar para ellos.

Esta fecha precisó varios años para ser conmemorada. En la Argentina se debe a la determinación e insistencia de José Moskovits que lo instaló en la agenda. Reconforta el cambio producido en algunos gobiernos que ya toman el tema de la Shoá como propio, en especial el trabajo precursor y radical de Alemania. Argentina integra desde 1998 la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto, IRAH por su sigla en inglés. 

La Shoá es más que un tema judío. Es esencial aprender de sus lecciones para educar en la construcción de ciudadanos responsables que no sucumban ante falsos profetas ni ideologías salvadoras, que resistan a las manipulaciones mediáticas y, sobre todo, que aprendan a pensar por sí mismos y sepan distinguir lo que está bien de lo que está mal.

Publicado en La Nación

Las trampas de la memoria

Saúl es un sobreviviente de la Shoá que suele ser muy participativo. No puede guardarse algo que piensa, le pica, le urge comunicarlo y sea cual sea el tema del que se está hablando, si a él se le ocurre algo, lo dice. No es así debido a su edad que es mucha. Siempre fue así. Lo dicen sus hijos y sus nietos. Le gusta contar cosas y aunque a veces suene extemporáneo, da ternura su necesidad de confirmar que está y que se lo escucha.

Ávido lector, amiguero y sociable, se nutre de varias fuentes de información y disfruta enormemente compartirlo con todos. Es lo que pasó hace unos días.

En medio de la charla animada y las cucharitas girando en los pocillos de té, en su habitual tono de estoy por decir algo importante Saúl disparó:“¿Conocen el grupo ABBA?”. Varios contestamos que sí, que es un grupo sueco de dos mujeres y dos hombres y que cantan canciones muy pegadizas como Mamma Mía. Satisfecho y acomodándose en la silla, continuó. “Les voy a contar algo que seguro no saben. Es sobre la rubia”, esperó unos segundos para asegurarse de que tenía la atención de todos y siguió: “Resulta que durante la guerra la madre tuvo un affaire con un soldado alemán que debía obedecía las órdenes recibidas por el alto mando nazi de embarazar a todas las mujeres que pudiera si tenían aspecto ario. ¡Era una idea de un médico argentino que asesoraba a los nazis! ¡Un argentino! ¡increíble, no?! Bueno, el hecho es que embarazó a una muchacha que tuvo una niñita rubia preciosa, bien aria. Lo que el soldado alemán no sabía era que la muchacha era judía. Así que, -en un chan chan triunfal- la chica rubia de ABBA, ¡es judía!”.  

Si bien conocía el hecho me resultó fascinante el modo en que lo que de verdad pasó se fue modificando y con fragmentos verídicos se construyó un relato que, como una pintura al óleo en proceso, sumaba capa sobre capa cambiando formas y colores y ya no era lo que había sido en un comienzo. 

Veamos los hechos en los que se basó el relato de Saúl. Durante el nazismo hubo muchos programas destinados a “mejorar la raza aria”. Uno de ellos era Lebensborn -la fuente de la vida-, ideado por Himmler en 1933. Las muchachas alemanas de sangre pura y aspecto ario debían entregarse a muchachos igualmente de sangre pura y aspecto ario para gestar muchos niños de sangre pura y aspecto ario, los futuros dirigentes del Reich de los Mil Años. Las muchachas, orgullosas de su aporte voluntario al régimen, eran alojadas en varias locaciones en Alemania donde eran cuidadas y se atendían sus partos. Los hijos no eran sus hijos, eran hijos de Hitler, no había lazos afectivos ni cuestiones emocionales, a modo de establecimientos de cría de ganado, había que procrear y poblar. El programa fue aplicado también en Noruega ocupada y allí, una muchacha, tal vez para asegurar el sustento o la supervivencia, se entregó a un soldado alemán y en 1945 dió a luz a la niña Anni-Frid. A poco de nacer debieron refugiarse en Suecia por temor a las represalias de la población noruega que acusaban a la joven madre de colaboración con el enemigo y traición a la patria.

De modo que el relato se parece a lo que pasó. Es cierto que una de las mujeres de ABBA es fruto de una relación de su madre con un soldado nazi, pero no la rubia sino la morocha. Es cierto que hubo un funcionario que creó el programa, pero fue Himmler, no un médico argentino. También es cierto que hubo un argentino funcionario del nazismo, Walther Darré, pero no era médico sino militar y dirigió el Ministerio de Alimentación y Agricultura sin relación alguna con el programa Lebesborn. No es verdad que la madre de Anni-Frid fuera judía, de modo que ella tampoco lo es.

Resulta fascinante imaginar cómo habrá sido el camino entre el hecho real y la versión que llegó a Saúl. Me recuerda el concepto de “noticia deseada” enunciado por Miguel Wiñazki que podría resumir como la tendencia a creer lo que necesitamos creer, idea emparentada con el  sesgo de confirmación. 

Los judíos parecemos tener un gran placer en encontrar judíos o ascendencias judías en todas partes, en especial en personas conocidas o famosas. Como si nos legitimara, nos diera valor, nos enorgulleciera, nos diera sustento para derribar una y otra vez el prejuicio antijudío que todavía sigue siendo parte de nuestra cultura mostrando que personas reconocidas y valiosas también lo son. 

También lo del médico argentino podría estar satisfaciendo el deseo de decirle a otros argentinos, especialmente a los que siguen mirando a los judíos con sospecha y que como argentinos se sienten libres de culpa, que hubo compatriotas cómplices de los asesinos. 

Cuando la memoria se vuelve relato, las investigaciones revelan que lo que uno recuerda de un hecho es lo que dijo la última vez que lo contó. Si algo se ha contado muchas veces, cada agregado, cada pequeña modificación o énfasis que antes no estaba, se suma al hecho en sí y poco a poco, como bien lo sabe la psicología del rumor, va cambiando y se va alejando de lo que en realidad sucedió. 

La serie The Affair lo ponía en evidencia en cada episodio. Relataba lo sucedido primero con los recuerdos de uno y luego con los recuerdos del otro. Y se veían lugares diferentes, ropas diferentes, horarios diferentes y hasta los protagonistas decían cosas diferentes. 

La memoria no es fotográfica. Y, aunque pretendiera serlo, como bien lo saben los fotógrafos, todo depende de donde se ubica la cámara, como es la luz, el tiempo de exposición, los filtros utilizados y qué se quiere enfocar. 

La verdad, lo que de veras sucedió nos es elusivo. Lo guardamos en la memoria recortado, tergiversado pero como no lo sabemos, tenemos la ilusión, vivida como firme convicción, de que refleja exactamente lo que pasó. Como esos hermanos que al compartir recuerdos de sus infancias con sus padres y no parecen haber vivido con las mismas personas, han guardado diferentes fragmentos teñidos con sus particulares necesidades y vivencias. 

El relato de Saúl ilustra, una vez más, que debemos tener mucho cuidado al enunciar un recuerdo y creer que lo hemos guardado fielmente, que no hemos dejado nada afuera y que lo estamos contando exactamente como fue. Como cerraba Guillermo Nimo sus columnas periodísticas, nos atendríamos más a la verdad si al contar nuestra versión de lo que supuestamente sucedió dijéramos “por lo menos, así lo veo yo”.

Del silencio al testimonio

Del silencio al testimonio - Sobrevivir para contar - Callar para vivir

Fueron muchas décadas de silencio. Los sobrevivientes de la Shoá comenzaron a hablar públicamente a finales del siglo XX. Solo lo habían hecho, y no siempre, en el ámbito privado. Un silencio particular que invita a reflexionar acerca de sus motivos y su evolución desde 1945 hasta la fecha. 

Después de 1945. Una vez vueltos a la vida debieron encarar cómo vivir. Echados de sus hogares, perdidas familias y lazos conocidos, los esperaban los duros escollos de encontrar un destino y conseguir los recursos para llegar. “¿Dónde puedo ir?” llora la canción sobre aquel mundo de puertas cerradas. Israel -entonces Palestina bajo mandato británico- y Estados Unidos tenían estrictas cuotas de inmigración, los otros países tenían prohibido otorgarles visas, conseguirlas requería conexiones, estrategias y dinero. 

Una vez encontrado un sitio, toda su atención y energía debió destinarse a la adaptación, idiomas, costumbres, lugares, todo desconocido, un tanto amenazante. Llegaron sedientos de contar pero pocos querían escuchar. Y cuando lo hacían, muchos no les creían y otros, fue el golpe más fuerte, los acusaban de “haber hecho algo para sobrevivir”. Entendieron rápidamente que mejor era callar ante la incredulidad y la acusación que dolía, humillaba y avergonzaba. No podían explicar lo que habían vivido, todo estaba demasiado cerca y  solo sabían lo propio, les faltaba la perspectiva más amplia de la compleja y terrorífica realidad  perpetrada por el nazismo. ¡Había tanto por hacer para salir adelante en la nueva vida! ¡Manos a la obra, mejor callar! 

El ala de la izquierda judía comenzó a conmemorar en la década del 50 el “Heroico levantamiento del gueto de Varsovia” que al tiempo que enaltecía a los resistentes, implicaba que quienes no habían resistido de ese modo glorioso, habían sido cobardes. 

Un motivo más para callar.

Década del 60. Cuando comenzaron los reclamos por indemnizaciones, entre los requisitos para ser lograrlo, los sobrevivientes fueron evaluados psiquiátricamente. Ante la desesperación por no poder documentar lo perdido muchos fraguaron o exageraron trastornos que los haría beneficiarios de una compensación. Fue descripto entonces el “síndrome del sobreviviente” cuyos ingredientes eran negación, desapego emocional, pesadillas, angustia, insomnio, necesidad de control y culpa; el habla popular lo llamó “el loco de la guerra”. 

Estas conclusiones psiquiátricas no coincidían ni con mis padres ni con los sobrevivientes que habían sido mi familia. Eran personas vitales, trabajadoras, sociables, entregadas a sus desarrollos personales, construyendo su “parnasá” con entusiasmo, generando familias sanas con hijos que cimentaban el futuro a fuerza de trabajo y estudio. No se diferenciaban de otras familias de inmigrantes. 

¿Pero por qué no contaban lo que habían vivido? Y resultó que no era solo un tema de los sobrevivientes de la Shoá. En todos los genocidios del siglo XX la voz de los sobrevivientes se empezó a escuchar recién varias décadas después. 

El camino no fue una línea recta. Veamos su cronología.

Año 1961. El juicio a Adolf Eichmann abrió una brecha en el muro del silencio. Los sobrevivientes fueron llamados a testificar y por primera vez después de terminada la guerra se conocieron caras e historias que se difundieron por todo el mundo. Fueron visibles por primera vez y de modo positivo. La sociedad israelí llamaba “savon” a los cobardes en obvia alusión al mito de que los judíos fueron convertidos en jabón, esos judíos llamados  guéticos, despreciados doblemente porque supuestamente se habían dejado conducir “mansamente como ovejas al matadero” y porque si habían sobrevivido era debido a “algo” que habían hecho. Su presencia en el tribunal les devolvió algo de la dignidad que la sociedad les había escatimado y con ello, el derecho a hablar. Pero no fue suficiente, aún no era el tiempo. A poco del juicio, la brecha se cerró y se restableció el silencio. 

Año 1978. La serie norteamericana “Holocausto” que todos vimos tensos y aferrados a nuestros asientos fue un nuevo intento de quiebre. Era la historia de los Weiss,  una familia alemana, gente de la cultura bien diferente del judío “cobarde y pasivo” tan estereotipado. Pero tampoco alcanzó. Fue otra llamarada que se apagó pronto. Siguieron callando. 

 Año 1993-1998. Todo cambió, el dique del silencio finalmente se quebró con “La lista de Schindler” de Steven Spielberg y la creación de la Shoah Foundation con su mayúsculo proyecto de registrar los testimonios de los sobrevivientes. Convocados, uno por uno, a contar su historia, decían orgullosos “Di mi testimonio a Spielberg” como si el director mismo hubiera estado en su casa. Dignificados y reconocidos, ahora que los querían escuchar, podían y querían contar. Luego de décadas de silencio protector fue un acto de resignificación y justicia, y desde entonces hasta la actualidad, no pararon de hablar. Las viejas hipótesis de negación se mostraron inexactas, los “locos de la guerra” no sufrían de locura. No hubo negación ni olvido. Recordaban todo, querían contar todo. 

Cuarenta años después, había llegado el momento. Pero la pregunta de por qué guardaron silencio tanto tiempo seguía sin ser respondida.

Un silencio protector. Jorge Semprún relató en “La escritura o la vida” (1994) que una vez fuera de Buchenwald, donde había sido deportado por comunista, no pudo escribir lo vivido hasta mucho después porque sumergirse en aquel barro pegajoso le impediría seguir viviendo. Cuatro décadas necesitó para ponerse en contacto con aquello sin temer que esos recuerdos, dolorosamente adheridos, no le dejaran vivir. Su dramática opción era escribirlo o vivir. Su propuesta de que el silencio había sido una protección para él me hizo pensar que si no habrá sido similar para otros sobrevivientes.

No todas las víctimas de éste y otros hechos genocidas callaron pero los que hablaron prematuramente se hundieron en la victimización de donde no podían salir. En sus casas, el tema recurrente y agobiante cubría creaba un contexto de resentimiento y las relaciones intrafamiliares se teñían de culpa, ira e irritación. Definidos solo como víctimas esperaron un reconocimiento que la sociedad no estaba aún en condiciones de dar. El hablar prematuramente no les alivió y les impidió operar con el trauma o resignificarlo. Al victimizarse hicieron de la experiencia su eje de identidad quedaron sumidos en una penuria opaca y adhesiva que entorpeció sus vidas a cada paso como temía Semprún y lo confirman los suicidios de Bruno Bettelheim, Paul Celan, Jean Améry, todos sobrevivientes de la Shoá que hablaron tempranamente. También está la dudosa muerte de Primo Levi cuyo libro “Si esto es un hombre” publicado en Turín en 1947 con una tirada modesta pasó inadvertido. Era pronto todavía. 

Un silencio reestructurador y posibilitador. La dimensión temporal del silencio, se hizo más sólida cuando Dominique Frischer en “Les enfants du silence et de la reconstruction” (2008) propuso la idea de que no solo el silencio no fue patológico sino que fue estructurante y esencial para que los sobrevivientes pudieran recuperarse y reconstruirse. “Recién cuando el sobreviviente siente que el pasado ha quedado atrás, cuando los pasos dados a posteriori lo tranquilizan porque todo ha seguido bien es cuando, paradójicamente, puede ponerse en contacto con lo vivido, mirar hacia atrás y comenzar a hablar”. 

Durante mucho tiempo creí y sentí al silencio vivido en casa como algo negativo. En mi propósito de comprenderlo y deconstruirlo, confusa y dolida por la ausencia de palabras con la que había crecido, describí seis razones para ello : no existían formas de nombrar aquello, la sociedad no quería escuchar, los padres no querían herir a los hijos, había diferentes categorías del sufrimiento según lo vivido por cada uno, la continuidad de la vida se habìa quebrado y la experiencia durante la Shoá estaba enquistada sin poder ser integrada y por último, los caminos no lineales en que se vive y procesa la memoria. 

Más tarde cuestioné al silencio como condición negativa y me pregunté si siempre era conveniente hablar. ¿No será, para algunos, en algunos casos,  abrir una caja de pandora despertando fantasmas que era preferible mantener dormidos? En una sociedad tan psicoanalizada como la nuestra, tan colonizada por la idea de que hablar de todo y  siempre es bueno, revisarlo fue ligeramente subversivo. Vinieron en mi ayuda las ideas de Semprún y Frischer. 

Frischer redobla la apuesta de Semprún: No solo el silencio fue protector sino estructurante, hizo posible seguir viviendo.

No parecía lógico pero coincidía con mis propias observaciones y dado que mi experiencia profesional me había mostrado que luego de sufrir un ataque hablar solía ser beneficioso me pregunté por qué no lo era en todos los casos. ¿Cuál era la diferencia? Tal vez estribaba en que el ataque sufrido en la Shoá no fue individual sino colectivo. Con la premisa de que se trató de dos situaciones traumáticas que determinan distintos procesamientos y caminos elaboré la hipótesis que sigue.

Dos traumas diferentes. El concepto tradicional de trauma se ubica en la esfera individual. El ataque individual (violación, secuestro, robo) es entre dos personas, el perpetrador y la víctima. El perpetrador tiene un propósito personal generado por objetivos personales y emociones como codicia, odio, desesperación. Cuanto más pronto pueda la víctima ponerlo en palabras, mejor su procesamiento, pronóstico y recuperación. Cuanto más tiempo calle, anclará más hondo en su subjetividad hundiendo a la persona en la victimización sin permitirle emerger de allí y seguir su camino. El ataque personal y emocional es algo que compartimos con los mamíferos. 

En el  ataque colectivo ya no son dos los que intervienen, son cuatro. El perpetrador responde a una entidad superior -Estado, gobierno, ejército-, no ataca con un propósito personal y emocional sino que obedece órdenes. No importa la identidad de la víctima sino su pertenencia al grupo designado como blanco. Los cuatro elementos son: un Estado perpetrador, un ejecutor, el grupo designado y un miembro del mismo. El ataque no es personal ni emocional sino racional, “para el bien de la sociedad”. 

El ataque colectivo, típico de hechos genocidas, es exclusivamente humano. 

Sobrevivir a un trauma colectivo requiere tiempo. 

El trauma colectivo vulnera el contrato social cuando el Estado, cuya tarea es proteger y cuidar, es el que asesina. Socava las bases sobre las que nos constituimos como individuos y corroe la confianza básica. Recuperar la confianza demolida, darle voz y palabras, es un proceso que requiere tiempo para ser consolidado. 

El trauma colectivo cambia las expectativas, las normas y los lugares dentro de la sociedad. Los parámetros de la educación se vuelven otros, otras las reglas de la vida. Se subvierte lo que cualquier religión predica y hacer lo que antes se penaba pasa a ser deseado y premiado. Los que eran amigos se vuelven enemigos, lo que estaba bien está mal, lo que estaba mal está bien. Estaba prohibido ayudar a un judío en Polonia durante la ocupación nazi, refugiar, proporcionar un salvoconducto, dar tan solo una papa que le permitiera vivir un día más. Si el ayudador era descubierto, antes de asesinarlo se mataba a toda su familia. Hacer el bien, ser solidario pasó a ser un delito. La denuncia, la delación, la tortura, el engaño eran alentados y premiados por el Estado. La prisión sin causa, el asesinato programado en manos de quien se comprometió a cuidar, fragmenta el piso sobre el que se está parado, la confianza básica sobre la que se sustenta nuestra vida en sociedad. Recuperar esa confianza es, y eso es lo que hemos aprendido de los sobrevivientes de la Shoá y de los otros genocidios del siglo XX, una construcción personal y colectiva que no sucede de la noche a la mañana.  

Este silencio de décadas se replica en los sobrevivientes sudafricanos, los de la masacre de Ruanda, los de la guerra de Argelia, los de las limpiezas étnicas en los Balcanes, los de Malvinas y de la dictadura argentina y la chilena, la uruguaya, la brasilera, los sobrevivientes del genocidio armenio, los sobrevivientes de la Shoá, todos requirieron tiempo para recuperar la confianza y en ese lapso han mantenido silencio.

Vivimos en una cultura que estimula el hablar. Nos circunda la idea, promovida probablemente por los templos psi y sus sacerdotes y feligreses, de que hablar es siempre sanador y que quien no lo hace está en riesgo de alguna severa patología mortal e incurable. Es sin dudas saludable intentar poner orden y otorgarle operabilidad a nuestro mundo interno y a nuestras relaciones y penas. Pero de ahí a enunciar una ley general, para todos los silencios de todas las personas en todas las situaciones, hay un trecho que requiere de una consideración más detenida. 

La psicología observa y reflexiona sobre el  trauma individual que sucede entre dos personas particulares, no el que ataca el contrato social. La conducta de un delincuente, un enfermo, un enemigo, no lesiona la estructura social. El sufrimiento, el agravio y sus consecuencias en las víctimas dependen, por un lado del grado del ataque, y por otro de que se le pueda poner las palabras lo más pronto posible para que no permanezca tóxico y enquistado. 

Por el contrario, la lesión de un trauma colectivo perpetrado por el Estado es de otro orden, corroe la legalidad que sustenta la convivencia, ataca la comunalidad, la vida gregaria, al contexto social imprescindible sobre el que construimos nuestra subjetividad. Cuando nos tenemos que cuidar de quien nos tiene que cuidar ¿cuáles son los parámetros a los que ajustarse? El mapa pre-existente deja de ser válido, se pierden los puntos de referencia. Ya no sabemos a qué atenernos, en quien confiar, dónde ir, cómo comportarnos. Si el Estado nos designa como sus enemigos somos parte del “enemigo interno” ese “uno entre nosotros” a perseguir, detener y extirpar, quedamos fuera de la ley. La confianza queda herida de muerte. 

Y cuando todo termina, cuando se emerge del “bache” genocida oscuro y arbitrario, cuando se recupera la vida “normal”, hay que hacer un esfuerzo supremo aferrarse a sus bordes del bache y reinsertarse esperando volver a confiar. Las ganas de vivir son incontenibles, como ese hilito de agua que siempre encuentra un cauce y en su camino arrasa con todo porque tiene que seguir. Vueltos de la iniquidad y la muerte hay que trabajar, construir proyectos, demostrar y demostrarse que lo vivido fue un accidente transitorio, como ese rayo fatídico que cayó un día y quemó la casa, convencerse de que las cosas volverán a sus cauces, que el imperio de la ley se ha establecido y que todo va a estar bien, que ya ha pasado el peligro. Volver la vista atrás amenaza con despertar los fantasmas, con perder pie y resbalar en excrecencias y restos sociales pringosos. Y se pone toda la energía en la reconstrucción de la confianza perdida y el sobreviviente apuesta -¿qué alternativa tiene?- a esta sociedad que hace un instante lo había traicionado. Es que si no confía no puede seguir viviendo. ¿Cómo hacerlo cuando la vivencia de traición sigue viva? Tiempo, hace falta tiempo para ir restableciendo los indicadores de que la sociedad va recuperando su cordura, que vuelve el mundo de reglas previsibles en el que se estará a  salvo. Lo que pasó, pasó, quedó en ese “bache” oscuro y sin palabras. Además nadie quiere oír. Hablar de lo que pasó es enfrentar a toda la sociedad con su propia ignominia. El sobreviviente calla mientras se recompone pero también es invisibilizado en su padecer porque es un testigo incómodo y nadie quiere oír su testimonio. La sociedad todavía no puede. Y hay que seguir viviendo. Hasta que llega el momento de hablar.

Los testimonios de los sobrevivientes de la Shoá. 

Callaron pero no olvidaron. Ni negaron. Ni reprimieron. Entre ellos hablaban, no públicamente. Decidieron mirar hacia adelante, como el hilito de agua. Y décadas después, con sus vidas hechas, el pasado bien atrás y la sociedad en condiciones de revisarse y de mirarse en ese espejo deformante de su esmirriada humanidad, con hijos adultos y nietos, recién entonces pudieron tomar el pasado traumático entre las manos y comenzaron a dialogar públicamente con él. 

Con una sociedad que abrió las orejas y tímidamente aceptó este ejercicio de revisión de algunos de sus supuestos, hay un nuevo contexto de recepción. La confianza va hacia un  proceso de reconstrucción y las marcas, que no se borran, dibujan circuitos que quedan como documentos pero que por fin pertenecen al pasado.

Ya sin peligro de hundirse otra vez en el “bache” sin salida, sin temor de confrontar a un Estado ocultador, sin tener que dar explicaciones por haber sobrevivido, cuando los hijos, nietos y bisnietos aseguran que el futuro es y está, se puede. 

Ahora se puede hablar.

Publicado con Coloquio del Congreso Judío Latinoamericano

 




Pogrom de noviembre (acto 2022)

Pintura de Judith Dazzio

Pasaron 84 años de aquella noche de noviembre de 1938 en Alemania y en Austria.

Los que todavía no lo habían hecho vieron que la única salida era la emigración. Ya desde 1935 las infames leyes de Nuremberg habían ido restringiendo sus vidas pero siempre estaba la esperanza de que sería pasajero, de que no iba a durar más tiempo, esperanza que se hizo trizas junto con las vidrieras de los negocios que le dieron el engañoso nombre de Kristallnacht a aquel pogrom criminal. 

Los que pudieron se fueron. Muchos llegaron a la Argentina, intelectuales, científicos, artistas, creadores, educadores trajeron cultura, creatividad y estímulo al Río de la Plata. Pero, como casi todos los sobrevivientes, guardaron para sí la dura experiencia del nazismo y las pérdidas que habían sufrido. Ninguno olvidó nada. Ninguno negó nada. Pero casi todos callaron, se abocaron a vivir, a adaptarse, a generar familias y a crecer en aquello que era su actividad. No había tiempo para lamentarse y hablar ni tampoco oídos abiertos para escuchar. 

Muchos años después el dique del silencio se fragmentó y las voces de los sobrevivientes se derramaron como un río embravecido a cuyas orillas estamos todos. Y escuchamos. Y aprendemos. Y empatizamos con cada uno, con cada historia, con cada lágrima, con cada evocación de lo perdido. 

Durante mucho tiempo se creyó que el silencio de los sobrevivientes era patológico, que negaban, que preferirían no hablar para no revivir lo vivido. Se creó la figura del sindrome del sobreviviente que incluía el silencio como eje central. Resulta que cuando se rompió el dique y comenzaron a hablar todas estas teorías se derrumbaron. Ni habían olvidado. Ni eran negadores. Ni temían revivir lo vivido al contarlo. Por el contrario, contarlo los aliviaba y encontraron en ello una misión en la vida. Y dan su testimonio donde se lo pidan, en escuelas, en clubes, en entrevistas periodísticas, en videos y sus voces tienen tridimensionalidad y sus personas se enaltecen como portadores de narrativas que deben formar parte de la historia de la humanidad.

Pero  ¿por qué callaron todos esos años? Tengo una hipótesis muy diferente a la habitual. No creo que el silencio se haya debido al temor de revivir el sufrimiento, a no querer cargar a los hijos con recuerdos tan tristes, a que padezcan algún tipo de patología psiquiátrica que les haya obnubilado la memoria y cerrado las bocas. Los testimonios que oímos contradicen todo eso. Creo que fue un silencio restaurador de la vida, un silencio que permitió que caminaran sin que lo vivido entorpeciera sus pasos, un silencio que hizo posible que hicieran familias, que construyeran un futuro, un silencio que, en suma, les permitió seguir viviendo. La vivencia de que el estado protector, el estado que debía asegurarles la educación y la salud, la seguridad y la vida, ese estado los había querido matar fracturó de tal manera su confianza que necesitaron varias décadas para reconstruirla. Años en los que pudieron recuperar una expectativa de futuro, años en los que criaron y educaron a sus hijos, años en los que nacieron los nietos y se fueron haciendo grandes, y de ese modo aquel piso fracturado pudo recomponerse y volvieron a estar de pie sobre un piso sólido del que ya no temían resbalar ni caer. Las grietas y fracturas se fueron soldando, las marcas quedan, las marcas están, en la memoria, en las ausencias, en las incertidumbres y temores a poco de haber sobrevivido, pero el piso volvió a estar horizontal y a contener pasos que pueden caminar sin tener que estar mirando hacia atrás todo el tiempo. 

El silencio de los sobrevivientes fue sanador, reconstituyente y les permitió seguir viviendo. Aquellos que hablaron demasiado precozmente vivieron en el desgarramiento de la victimización como en un lodazal poco firme sin poder sacar los pies de ese barro que entorpecía sus pasos. La vida en los primeros años les fue más difícil a los que hablaron que a los que se anidaron en un silencio protector.

Sé que es una hipótesis extraña en un contexto cultural en el que se cree que hay que hablar de todo siempre y que toma el silencio como una especie de falla irreparable. Pero al ver la fuerza, la firmeza y la determinación de los sobrevivientes de hablar, de contar, de compartir y transmitir lo vivido, advertimos que no olvidaron, que no reprimieron, que no negaron, tan solo esperaron el momento en el que la vida vivida, les asegurara que ahora sí se podía hablar, ahora que habían vivido, ahora que llegaron a viejos, ahora que sus hijos que llegaron a ser adultos, ahora que sus nietos son la evidencia de que el futuro está. ¡Y pueden hablar! 

El silencio de décadas no es solo de los sobrevivientes del Holocausto. Es una conducta habitual en los sobrevivientes de todos los genocidios posteriores y son tantos que avergüenza a la humanidad la evidencia de lo que no se ha aprendido. Antes del Holocausto sucedió el genocidio armenio en manos de los turcos, luego la masacre en Nankin por el ejército japonés y luego el holodomor, la criminal hambruna en Ucrania perpetrada por los soviéticos. Y después del Holocausto no han parado de suceder. La limpieza étnica de los Balcanes, la sangrienta matanza a machetes de los Hutus sobre los Tutsis en Ruanda, la masacre de los itchiles en Guatemala, el cruel genocidio en Camboya en manos del Khmer Rojo. Son millones y millones de personas asesinadas que tiñen de sangre nuestra conciencia como humanidad.

Hanka, una sobreviviente del Holocausto contaba que a sus 7 años ante la irrupción de los nazis en su casa, se escondieron con su mamá en el fondo de un ropero, detrás de la ropa y que quiso hacerle una pregunta y la mamá la dijo que no hable. Hanka le preguntó por qué no podían hablar y la mamá le dijo que si las descubrían las iban a matar y la niñita preguntó ¿por qué me quieren matar si me porté bien?. Ésta es la pregunta que nos sigue acuciando y acosando como humanidad. Es la pregunta de los genocidios, los hechos genocidas, las masacres, lo que sucede solo en contextos dictatoriales, nunca en una democracia, nunca en un estado de derecho. Por eso estos actos de conmemoración y homenaje, los rituales colectivos que mantienen viva la llama del alerta son un toque de atención, indispensables para que alguna vez, el portarse bien sea por fin garantía de supervivencia. Amén, que así sea.  

(En el acto organizado por Bnei Brit, Museo del Holocausto, Confraternidad Argentina Judeo Cristiana y Centro Wiesenthal)

Marek y Christian

Tenía que dar una charla para chicos de 11 años sobre el día del Holocausto. En el grado estaba una de mis nietas. ¿Qué decir? ¿Cómo decirlo? Tenía que ser de un modo que fuera comprensible para los chicos, que aprendieran alguna lección y que enorgulleciera a mi nieta. Decidí contar una historia protagonizada por dos chicos de 11 años. Me presentaron los docentes como una estudiosa del Holocausto, con varios libros y proyectos educativos y todas esas cosas que se dicen cuando a uno lo presentan. Los chicos hacían como que escuchaban pero era obvio, como casi siempre, que les entraba por una oreja y rápidamente se les escapaba por la otra. Tenía enfrente a estos 25 chicos, sentados inmóviles, con los ojos puestos en mi. Ubiqué a mi nieta que estaba sentada en la última fila, ¿por las dudas? pensé, por las dudas que lo mío fuera un plomazo… decidí dejar de mirarla porque no iba a poder hablar si la tenía en el foco de mi atención. Cuando terminó la presentación empecé a hablar. 

Sol le preguntó un día a su abuelo por qué viajaba tanto a Polonia. Habían terminado de comer, la abuela se había ido a dormir la siesta y Sol tenía ese rato con su abuelo en el que solían jugar al ajedrez. Su abuelo se lo había enseñado y a ella le encantaba jugar con él y mientras, a veces, charlaban, ella le contaba cosas del colegio o de las amigas, él le contaba cosas de su mamá cuando era chica. El abuelo estaba por viajar, nuevamente, a Polonia y a Sol le intrigaba por qué iba y por qué iba solo. Por eso le preguntó por qué viajaba tanto a Polonia.

¿De verdad querés saber? le preguntó el abuelo que había acomodado las piezas para empezar a jugar pero, ante la pregunta, se sacó los anteojos y la miró fijamente.

Sí, le dijo Sol, contame, dale.

Es una historia larga, le dijo el abuelo, ¿te la bancás?

Sí, claro, respondió Sol y se apoyó en el respaldo de la silla mientras el abuelo se pasaba la mano por los ojos como si fuera un telón que se corría para que empezara la película.

Vivíamos en un pueblito, en el este de Polonia. Una noche, cuando tenía once años, me despertaron ruidos, golpes en la puerta, voces guturales y feroces, ¡Juden rauss!, judíos afuera, gritadas por soldados nazis en medio del terror y del enloquecedor ladrido de sus perros y las respuestas enfurecidas de Sanson, mi perro. 

No sé si me caí por el susto o si me tiré abajo de la cama y me quedé acurrucado, hecho un ovillo y tapándome los oídos. Ví que unas botas entraban en mi pieza y arrancaban de la cama a mi hermanita que no se había despertado. Escuché que sacaban como a las rastras a mi mamá, a mi papá, a mi abuela que seguro que estaban en camisón. A mi no me vieron. Sansón enfurecido le mostraba los dientes a esos perros enormes, lo veía desde abajo de la cama, se le tiró encima a uno como para morderlo pero le pegaron un tiro y lo vi caer en el pasillo y quedarse quieto, quieto, quieto. Lo vi desangrarse y morir, desde el piso, paralizado. No sé cuánto tiempo pasó. Mi corazón hacía tun tun tun como un tambor que batía tan fuerte que me ensordecía, no me dejaba escuchar nada, los ojos abiertos así de grandes, secos, no podía llorar, y el corazón que me golpeaba y golpeaba. Después de no sé cuánto, se me fue aquietando y me sentí rodeado por el silencio más silencioso que escuché nunca. Me animé y me fui arrastrando despacio hasta la puerta. Pasé al lado de Sanson que ya estaba muerto, le acaricié la cabeza y miré para atrás para ver si había alguien en casa, pero no, las puertas abiertas, la oscuridad y el silencio me aplastaban, estaba solo. Me asomé con mucho miedo y vi que en la calle todo era desolación, cosas tiradas, puertas y ventanas abiertas, ni un alma a la vista, silencio de muerte. Estaba solo. Me puse de pie y me fui deslizando bien pegado a la pared y cuando llegué a la esquina empecé a correr, a correr como un desesperado, así como estaba, en piyama y descalzo. Todavía era bien de noche, no sé qué hora sería, pero estaba oscuro y no había nadie. Seguí corriendo hasta donde termina el pueblo, mis pasos hacían eco, tanto que me parecía que había alguien corriendo detrás, pero no, estaba solo y aterrado con la idea de que me descubrieran.

Sol escuchaba suspendida, sin atreverse a respirar para no interrumpir el relato pero el abuelo se quedó callado, como mirando al vacío, como volviendo a ver aquello como si fuera una película proyectada delante de sus ojos. De pronto volvió a mirar a su nieta, tal vez aliviado de ver que ya no estaba allí sino que estaba en su casa, a salvo, y suspiró hondo. Sol le preguntó entonces ¿Adónde ibas abuelo? 

Ya recuperado, esbozó una ligera sonrisa y le dijo que a la casa de Cristian, mi mejor amigo, el otro delantero del equipo de fútbol de la escuela.

¿En Polonia se jugaba al fútbol? 

Sí, igual que acá, nos encantaba. Yo era el 10 y Cristian el 9, ningún arco era invencible para nosotros. Habíamos ganado los últimos partidos con los equipos de las escuelas de los otros pueblos, yo había hecho 1 gol y él el otro en el partido de la semana anterior. Practicábamos después de clase con un maestro que nos enseñaba los trucos como él decía y nos hacía hacer ejercicios con la pelota para darle dirección y efecto. ¿Sabés lo que es darle efecto a la pelota?

No, abuelo, ni idea. Es cuando le pegás de tal manera que en lugar de salir derecho hace por ejemplo una curva y el arquero no tiene como atajar. Cristian era un poco mejor que yo pero le ponía voluntad y tantas ganas que al final era bastante bueno.

Su casa tenía un terreno grande y al fondo estaba la cucha de Tom y Mix, los dos ovejeros con los que jugábamos a la tarde después de practicar cosas del fútbol. Tom Mix era el súper héroe de entonces, todos los chicos lo admirábamos porque era fuerte y valiente. Estaba empezando a aclarar el cielo, levanté la alambrada y entré en la cucha. Los perros se me acercaron moviendo la cola porque me conocían, contentos de verme. No sé qué hora era pero el rocío me daba un poco de frío y no estaba abrigado, tenía solo el piyama y estaba descalzo, no había tenido tiempo de ponerme algo encima ni siquiera zapatos. Me fui al fondo de la cucha, me hice un bollito y me acosté. Al rato entraron los perros y uno, creo que fue Tom, apoyó su lomo en mi cuerpo y me dio calorcito. Estaba tan bien que, aunque te parezca mentira, me dormí. 

Cristian era el encargado de darles de comer a los perros, así que cuando vino a la mañana, me aseguré de que estuviera solo y asomé la cabeza. Cuando me vio, se quedó duro, sorprendido, con los ojos así de grandes, y preguntó ¿qué hacés acá? ¿dormiste en la cucha de los perros? ¿te fuiste de tu casa?. Me puse a llorar, recién ahí me puse a llorar, los ojos se me inundaron y no podía parar, me caían los mocos, me costaba respirar y le conté. Que se llevaron a mi mamá, mi papá, mi abuela y mi hermanita. Que habían venido en la mitad de la noche con gritos, perros y golpes. Que los habían sacado casi arrastrando. Que me había quedado solo. Que no tenía donde ir. Que habían matado a Sansón porque ladraba furioso. Que no sabía dónde estaban mis padres ni mi hermanita ni mi abuela. 

Me di cuenta de que la cara de Cristian cambiaba. Cerró los ojos y apretó los puños porque, me lo dijo mucho después, él sabía. Su papá era un antisemita feroz y el policía del pueblo y después me contó, entre lágrimas él también, que había sido  el encargado de señalar en qué casas vivían judíos. O sea que su papá tenía la culpa de que se hubieran llevado a mi familia. No me lo dijo ese día y en ese momento pero cuando escuchó lo que le decía, abrió los ojos y le vi la misma mirada de cuando iba a patear un gol seguro, concentrado y firme. ‘De acá no te movés’ me dijo. ‘No te va a pasar nada. Yo te voy a cuidar’. Y así fue. Un año y medio viví en esa cucha. Escondido, alimentado y abrigado por mi mejor amigo. Me trajo una almohada. Me trajo ropa para que me abrigue y después otra ropa para que me cambie. Me trajo una manta. Y también trajo su tablero de ajedrez y las piezas y cuando se podía, cuando había luz suficiente y nadie a la vista, jugábamos. No sé cómo lo hizo porque nadie en su familia debía saber que escondía a un judío. Pero lo hizo. Fueron los momentos en los que Cristian  venía, cuando jugábamos, los que me mantuvieron vivo, los esperaba hambriento. No era solo la comida, la protección y el abrigo cuando vino el invierno y la nieve lo cubría todo. Era su presencia, su compañía lo que me dio calor esos largos meses que viví con Tom y con Mix adentro de la cucha. Ahora me pregunto si de verdad su familia no se dio cuenta o si hicieron como si no se daban cuenta. Nunca lo sabré. La gente dice una cosa a veces y hace otra. La gente piensa una cosa por momentos y en otros piensa otra. Tal vez sabían que yo estaba ahí y se hicieron los que no por amor a Cristian que me amaba a mí. No te olvides que si los llegaban a descubrir los mataban a todos. Y era todo tan loco, porque el papá de Cristian era el que recibía las denuncias de que alguien protegía o escondía a algún judío y él era el encargado de castigarlo, al protector y a toda su familia en represalia. Así que si sabía que Cristian me escondía debería haberlo matado y a toda la familia. No sé. El hecho es que pude sobrevivir.

La guerra terminó un poco antes de cumplir los trece y las cosas fueron rápidas. No me acuerdo cómo fue el día en que salí de la cucha y volví a caminar libremente. No me lo puedo acordar por más que trate. Sé que fui a la que había sido mi casa y vi que había otra gente viviendo allí. No me animé ni a golpear la puerta. Ya no era mi casa. Ya no quedaba nada mío ahí. Mis padres, mi abuela y mi hermanita nunca volvieron, no supe nada de ellos y todos me decían que no los espere, que no iban a volver. Me llevaron a una oficina creo que del Joint, no estoy seguro, y de ahí a un orfanato de una ciudad cercana y a los pocos meses me dijeron que habían encontrado un pariente mío en la Argentina y que me mandarían para que viviera aquí con él. Era un primo de mi papá que había llegado antes de la guerra. Cumpli los 14 en su casa y fueron pasando los años. Te la hago corta. Fui a la escuela, después conocí a la abuela, nos casamos, trabajamos, tuvimos hijos y empezamos una familia. Tuve suerte porque empecé a trabajar en una imprenta y poco a poco fui creciendo, me hice socio del dueño y después le compré la parte. Me fue bien. Y un día, como veinte años después de llegar a la Argentina, busqué a Cristian, lo encontré y retomé el contacto. Se había quedado en el mismo lugar, en el mismo pueblo, gracias a eso lo pude encontrar. También se había casado y tenía hijos pero la estaban pasando muy mal con los soviéticos. ¿Sabés Sol? los judíos sufrimos mucho en la guerra cuando vimos a nuestros vecinos y amigos aprovecharse de nuestra desgracia, incluso denunciarnos para conseguir vodka, mermelada o carbón. Pero como se dice en el campo, la taba se dio vuelta, ahora era él el que estaba mal. Lo menos que podía hacer era devolver el favor de nuestra infancia, aquel acto de amor que me permitió salir vivo y ahora poder contártelo. Empecé a mandarle encomiendas con alimentos, latas, ropa, remedios, hasta carbón y si le hacía falta algunos dólares. Él cada tanto me hacía llegar algún diario y fotos de su familia. No había whatsapp, ni computadoras, la distancia requería paciencia. Cada encomienda demoraba semanas en llegar, igual que las cartas. Y un día, muchos años más tarde, me compré un pasaje y lo fui a visitar. Me recibían con alegría y agradecimiento, conocí a su esposa y a sus hijos y empezaron a ser parte de mi familia también. En uno de los viajes la llevé a la abuela y era muy divertido verla conversar con la esposa de Kristian cuando una no sabía polaco y la otra no sabía castellano. Pero no sé cómo, se entendían y aprendieron a quererse. Cuando supe que Cristian había sufrido un ACV y que estaba prisionero de su silla de ruedas como yo dentro de aquella cucha me desesperé. Y ahora te contesto tu pregunta querida Sol porque por todo eso, siempre que puedo, voy a Polonia. No puedo dejar solo a Cristian, mi amigo, que tanto me cuidó y gracias a quien sobreviví y nació tu mamá y después naciste vos. Tengo que ir porque está solo y me espera para jugar al ajedrez.”

Resistencia en Francia. Dr Olivier Wieviorka

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Buenas tardes. Bienvenidos a una nueva conferencia del ciclo “La humanidad quebrada” a 80 años del inicio de la Solución Final, que realizamos desde el Museo del Holocausto de Buenos Aires con el auspicio del Instituto Auschwitz para la prevención del genocidio y las atrocidades masivas.

El tema de hoy será la resistencia en Francia para lo cual contamos con el Dr Olivier Wieviorka. 

Mi nombre es Diana Wang, soy, igual que el Dr Wieviorka, hija de sobrevivientes de la Shoá y es un honor presentarlo esta tarde.

El pueblo judío ha sido acusado durante algunas décadas de no haberse resistido suficientemente al plan de exterminio nazi. La frase de que hemos ido como mansas ovejas al matadero ha dejado de escucharse como antes aunque algunos lo siguen creyendo. Esta acusación de mansedumbre es en realidad una acusación de cobardía y fue una de las razones del silencio de los sobrevivientes durante décadas. Silencio que se potenciaba porque algunos le sumaban otra acusación, aún más hiriente, la de haber sido cómplices. Las víctimas fueron acusadas de cobardes y los sobrevivientes de colaboradores. Ambas acusaciones no son solo injustas. También son ofensivas y en la mayor cantidad de los casos, falsas.

No es verdad que no nos hemos resistido. Si entendemos resistencia como resistencia armada, es cierto que no pudimos hacer mucho. No éramos un pueblo guerrero, no teníamos los recursos ni la experiencia; el contexto de tiranía y horror hacía muy difícil la planificación y la organización. Aún así, hubo levantamientos en guetos y campos, hubo grupos de luchadores que se unieron a los partisanos soviéticos cuando estos se lo permitían o que actuaban independientemente. Pero las grandes resistencias judías fueron no armadas. Se trata de la resistencia de subsistencia, la cultural y la religiosa. La protección de las familias en especial de los hijos estuvo en el centro de la vida judía. Francia es un excelente ejemplo de ello porque hubo varias organizaciones que se ocuparon del rescate de los niños. Organizaciones judías y no judías. 

Francia tuvo la habilidad de instalar en el imaginario colectivo a la resistencia francesa como una reacción generalizada durante la ocupación nazi. Novelas, canciones y películas dejaron la idea de que el pueblo francés se levantó contra el invasor y defendió a sus judíos. Es una hermosa historia que no siempre se atiene a lo que pasó. Hubo muchas situaciones que señalan lo contrario, la complicidad, la colaboración y la codicia con un sustento de antisemitismo fuertenemente arraigado en la sociedad. Sin embargo, algunos franceses, no tantos como el mito de la heroica resistencia pretendió instalar, se resistieron. En su presentación el profesor Wieviorka nos ilustrará sobre lo que estos franceses hicieron, sobre la persecución, el rescate y la resistencia, cuánto y cómo hicieron, cuáles fueron sus contextos y dificultades, los prejuicios que conspiraban en contra, la participación de la iglesia y de algunas poblaciones civiles, cómo fue la lucha del llamado “ejército de las sombras”.... 

Tenemos el privilegio hoy de contar con la exposición del Dr Olivier Wieviorka, historiador e investigador de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra, integra una familia de intelectuales y académicos prestigiosos. Es el más joven de sus tres hermanos: el sociólogo Michel Wieviorka, la historiadora Anette Wieviorka y la psiquiatra Sylvie Wieviorka. Los cuatro hijos de sobrevivientes judíos de la Shoá.

Sus abuelos paternos fueron arrestados en octubre de 1943, llevados desde Niza al campo de  Beaune-la-Rolande y luego a Drancy desde donde fueron deportados a Auschwitz. Sus padres sobrevivieron refugiados, el padre en Suiza, y la madre en Grenoble.

Es miembro del Institut Universitaire de France y profesor del departamento de ciencias sociales en la École Normale Supérieure de Paris Saclay. Sus varias obras publicadas están centradas en la resistencia durante la Segunda Guerra y abordó temas como su relación con el ejercicio del poder, con el gobierno de Vichy y con los huérfanos de la república.  

Están traducidos al castellano: Los mitos de la Segunda Guerra Mundial y La Historia del desembarco de Normandía.

En reconocimiento de su distinguida carrera y producción en historia, en 2014 fue distinguido con el premio Eugene Colas de la Académie Française. 

Con ustedes, el Dr Olivier Wieviorka.


Historias de sobrevivientes

LA NIÑEZ COMO ESCUDO

La gente que lo vivió jamás pudo terminar de entender cómo no se puede aceptar algo que está comprobado: hay fotos, videos y, lo que más fuerza tiene, sobrevivientes. La única esperanza que tenían era saber que el sobrevivir iba a dejar el legado de `aquí estamos, sobrevivimos, esto pasó, no va a haber nadie que nos pueda callar y menos cuando tengamos hijos, sobrinos y nietos que continúen con esta lucha´”, dice Agustín Tokatlián, familiar de Esteban Pamboukdjian, sobreviviente del Genocidio armenio y autor de “El juego de las bestias”, un texto publicado en el Diario Armenia basado en el relato de Pamboukdjian, en el que cuenta su historia durante el Genocidio armenio comparándolo con un juego.

Tokatlián agrega que “el principal legado que Esteban ha dejado es que una persona luche por que ese negacionismo se haga cargo”. Explica que sus padres son armenios y que parte de sus familiares escaparon del genocidio. Estuvieron escondidos en la casa de una persona turca en un cuarto “invisible”, porque si abrían la puerta o salían corrían el riesgo de morir. Hubo un fusilamiento, disparos al suelo, y Esteban, que tenía ocho años, se desmayó. Cuando se despertó vio que su prima recién nacida también había sobrevivido: “Nunca se supo bien por qué no murió, por qué esas balas nunca llegaron a él. Se podría decir que quizás los padres recibieron las balas, estaban delante de él y él no murió junto con la bebé, porque la persona que sostenía a la bebé también murió. Cuando comenzó el fusilamiento familiar, cuando las balas empezaron a caer, él no se enteró, escuchó el ruido, vio la presencia de esos turcos y cayó rendido al suelo como si hubiera caído una bala sobre él, pero nunca se enteró”, relata.

Esteban Pamboukdjian en su adultez

En ese momento escaparon a un puerto, subieron a un barco y fueron a Siria. Después de que se formara la familia, vinieron a la Argentina. Los abuelos y la madre de Tokatlián le contaron que lo que se vivió durante esos meses de 1915 era miedo, terror, sufrimiento, escuchar lo que pasaba afuera y no saber cuál sería su destino: “Por tener un ‘ian’ en el final del apellido, ya estabas considerado cristiano y tenías un pie en el ataúd, no había posibilidad de vivir, o sea, sí había, pero negando quién eras. Hubo familias que la única posibilidad para que no las mataran fue cambiarse la parte final del apellido por ‘oglu’”, cuenta.

A partir de esa reconstrucción, Tokatlián se pregunta cómo Esteban, un niño de ocho años, pudo vivir aquello sin entender lo que había pasado y cómo los padres lograban darle “alegría” o alejarlo de lo que ellos entendían que era un sufrimiento: “Yo creo que, si hubiera sido más grande, no hubiera sobrevivido. Hay algo de la pureza de la niñez, que le permitió sobrevivir. Por eso, hubo muchos niños que sobrevivieron, creo que hay algo de la falta de comprensión de lo que vivieron que, luego, tuvieron la madurez para entenderlo”, cierra.

“ME QUIEREN MATAR POR JUDÍA”

Diana Wang es hija de sobrevivientes del Holocausto, miembro del Museo del Holocausto de Buenos Aires, escritora de Cuadernos de la Shoá, psicóloga y conferencista de charlas TED. Escribió libros como “Los niños escondidos: del Holocausto a Buenos Aires” e “Hijos de la Guerra: la segunda generación de sobrevivientes de la Shoá”. Wang afirma que tanto en el Genocidio Armenio como en la Shoá y en todos los genocidios posteriores se necesitan varias décadas para poder hablar.

La mayoría de los chicos no recuperaron a sus padres porque los perdieron. Si eran muy chiquititos no se acuerdan nada. El hecho es que tienen el agujero en la memoria de no saber, puntos oscuros de su identidad que desconocen. A veces hablan con otros sobrevivientes, imaginan ‘tal vez a mí me pasó lo mismo’ y van rellenando su historia para hacérsela comprensible, porque son como islas a las que necesitan ponerles puentes para armar una historia con sentido”, explica Wang. Y suma una historia que lo refleja: “Un sobreviviente que todavía está vivo tenía nueve años, vivía en Alemania y, cuando empezó toda la situación complicada, los padres decidieron irse de Alemania, tomaron el tren Transiberiano, atravesaron toda la Unión Soviética, llegaron hasta el puerto de Shangai y ahí los detuvieron”.

Diana Wang es hija de sobrevivientes del Holocausto, escritora y psicóloga

En ese momento, China estaba ocupada por los japoneses, aliados de los alemanes. “Pasaron la guerra en el gueto judío de Shangai”, dice Wang, y continúa con la historia del niño sobreviviente: “Cuando tenía 13 años llegó a la Argentina con sus padres. Conoció aquí lo que era una pelota. Fue a la escuela, se vinculó con otros chicos de su edad y empezó a escuchar cómo habían sido sus infancias, sus casas, que habían tenido cumpleaños. La reflexión que hizo fue: ‘Recién ahí me di cuenta de que no había sido feliz’”.

Wang relata que siempre supo que era hija de sobrevivientes y que había nacido en ese contexto, pero antes no le daba la misma importancia que ahora. Escuchaba a sus padres hablar del tema, pero lo naturalizaba porque no conocía una realidad diferente: pensaba que en otras casas se hablaba de lo mismo.

Yo nací en 1945 en Polonia y vinimos a la Argentina en 1947, dos años después de que terminara la guerra. Mis padres querían ir a Israel, pero todavía no existía como país, era el protectorado británico y era muy peligroso ir con una bebita a una travesía en la que te podían hundir el barco, detenerte y meterte en un campo de concentración”, cuenta Wang.

Una situación puntual fue bisagra para que tomara consciencia de su historia: “Fue cuando explotó la bomba en la AMIA. Me enteré porque mi mamá me llamó por teléfono y me contó. No se sabía todavía qué había pasado, me llamó cuando desde su ventana veía el humo y la frase que me dijo fue: ‘Nos quieren matar otra vez’. Me metió de lleno en el tema: ¿Por qué `nos`? ¿A mí me quieren matar? Yo no hice nada, entonces me quieren matar por judía. La segunda cosa, cuando dijo ‘otra vez’, la ligué con el Holocausto. Me tocó en mi identidad como judía, me asumí como hija de sobrevivientes y empezó a ser tema de mi identidad de manera oficial. En ese momento empecé a investigar y a escribir”, concluye.

La frontera del humor

El Señorr Carlos Reusser, abogado, Doctorr en derecho y Profesorr en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, tuiteó el pasado 18 de mayo: “Encontré a mi hija con una expresión entre cómica y afligida. Me dijo que había inventado un chiste, pero que no se atrevía a decirlo. Tras mucho tira y afloja, accedió a contármelo: -Un chico judío me pidió mi número. –Le dije que en esta época usábamos nombres.”

La hija del Profesorr Reusser tiene las cosas más claras que su padrre. Una vez que se le ocurrió el dudoso chiste, se lo comunicó “entre cómica y afligida” y agregó, con bastante sensatez, que no se atrevía a decirlo. No se atrevía porque sabía que había algo allí que no estaba bien. Lo hizo luego de la insistencia de su padre que, sin dudas ni miramiento alguno, lo publicó en un tuit.

Son dos los protagonistas de este hecho. La hija y el padrre.

La hija, cuya edad desconocemos, obviamente sabe qué fue el Holocausto, "judío" y "nombre" en lugar de número son menciones harto elocuentes. Me llama la atención sin embargo que la respuesta del chiste sea en primera persona, como si quien respondiera fuera también judío, con lo cual no sería ella misma, pero tal vez el padrre no lo transcribió fielmente. Lo cierto es que la hija no debe haber sido como quien me contó hace mucho que un compañero en la primaria le había preguntado “¿Sabés por qué los alemanes entierran a los judíos con el culo para afuera?” y que la respuesta “para estacionar sus bicicletas” no la había entendido, no veía cuál era el chiste porque no sabía nada sobre el Holocausto ni sobre judíos, que recién advirtió años más tarde su mal gusto y la enormidad que implicaba. La hija sabía que la comicidad de su invención era más que dudosa.

Pero el padrre, el padrre es otra cosa. Doctorr en Derecho el hombrre. Profesorr el hombrre. Padrre de familia el hombrre. ¡Mamita querida! Y tuiteó el mal chiste de su hija así, suelto de cuerpo, sin contexto ni consideración ni reflexión que indicara su posición al respecto. ¿Qué enseñará este hombrre en sus clases? ¿Qué rama o aspecto del derecho lo tendrá como doctorr? ¿Será como tantos Profesorres enseñoreados en la década del treinta en Alemania que disfrutaron de los puestos dejados vacantes por los judíos echados de sus cátedras?

Además de su dudosa ideología se muestra ignorante del mundo cibernético. Tuitear algo es hacerlo público y hacerlo de este modo, sin prólogo ni comentario es decir “estoy de acuerdo” y “qué ingeniosa es mi hija”. con lo cual establece de algún modo su posición respecto del tema, posición que no parece temer haber hecho pública ni anticipar que pueda traerle algún problema en su ejercicio profesional o catedrático. Además, ¿habrá sabido su hija que su padrre lo haría público? ¿Le habrá dado permiso? ¿El Profesorr se lo habrá pedido?

Hacer chistes sobre jabones y cremaciones, sobre duchas que emanan veneno, sobre narices que denuncian pecados, son de mal gusto, ofensivos y no tienen gracia alguna. Al menos para quien entienda lo que subyace, la denigración, el antisemitismo y la demonización de los judíos. El chiste le da un tinte de trivialización, hasta viste de aceptación el horror de lo sucedido, le confiere una pátina de legitimidad. Y ése es su verdadero horror.

Podría argumentarse que los chistes se valen en gran medida del prejuicio y de la incorrección política y que sus límites no siempre son nítidos. Es cierto. Pero hay espacios que siguen estando vedados para el humor porque tocan tanto dolor, tanta iniquidad, tanta vergüenza que resultan indigeribles e intolerables. El maltrato y abuso infantil, las violaciones, el abandono de los viejos, el hambre, la trata de personas, los asesinatos tanto individuales como en contextos genocidas no son solubles ni pueden ser aligerados en modo alguno. Duelen demasiado. Imposible reírse de esas cosas. Imposible para mí. Pareciera que no lo es para otros.

¡Qué nazi soy!

Ilustración: Vior

¡Los maté a todos! ¡Qué nazi soy! escribió Facu, 14 años, al chat de Fortnite, feliz por haber resultado vencedor. Buen alumno de una escuela bilingüe, con padres profesionales de clase media, su autofelicitación como nazi no le inquieta en lo más mínimo. Cree que nombra al que mata mejor, al más aguerrido, al más malo de todos, es el ganador por excelencia. Para él,  sus amigos y muchos como ellos, la palabra nazi es el emblema supremo del guerrero eficiente y dejan afuera, -¿ignorancia? ¿indiferencia?- qué es el nazismo. Sus amigos judíos paralelamente no se espantan porque nazi sea un elogio cool dicho en tono admirativo. Pero esto no nace de la nada.  Se tratan muy mal los chicos hoy llamándose con apodos denigrantes que, de tan usados, han perdido el valor del insulto. Se dicen “negro de mierda”, “puto de mierda”, “enano de mierda” junto con el ya naturalizado “boludo” muy lejos de aquel significado de “idiota o estúpido”. Y ahora nazi pero como alabanza. Los sentidos y horizontes se han pervertido,  campea el segual. Pero la palabra nazi viene con otra mochila, la del genocidio mientras que las otras palabras son sólo ofensivas. ¿Sólo ofensivas dije? ¿También yo estoy naturalizando el maltrato, el insulto, la ofensa?

¿Qué nos está pasando con la manera de hablar? En los juegos online gana quien mata al adversario, esto no es nuevo, tiene décadas. También en los deportes se utilizan palabras bélicas y mortales. Lo matamos. Lo aniquilamos. Lo derrotamos. Le pasamos por encima. Lo sepultamos. Desde el ajedrez hasta el Fortnite pasando por todos los deportes, al ganar se habla de muerte. El deseo de ganar, la necesidad de prevalecer, es parte de nuestra naturaleza y los juegos permiten satisfacerlo de manera sublimada. En lugar de matar, jugamos a matar.

Pero el que sean cool los insultos y las ofensas y que estén tan naturalizados que no se perciban como tales, es nuevo. Boludo, puto, negro, hdp, son usados por los chicos con ligereza. Pero no alcanza, suben la apuesta y le suman nazi. Es un escalón más. No se espantan, no se dan cuenta, o no les importa, lo que están diciendo.

¿Seguirían diciendo nazi si supieran que fueron torturadores, asesinos de niños y bebés, déspotas, autoritarios, tiranos, represores y asesinos de los que no pensaban como ellos, que se creían “dioses” con derecho a matar a cualquiera, incluso a estos mismos chicos que hoy se envanecen llamándose nazis? ¿Seguirían diciendo nazi si supieran lo que de verdad están diciendo?

Lo más probable es que no lo sepan. Nazi debe ser para ellos algo así como peor que malo, nada más, hasta ahí deben haber llegado. Lo preocupante es que si es así algo nos está fallando a todos. Hay algo que no estamos transmitiendo bien si la maldad humana aparece como herramienta que conduce a la victoria. Hay algo de la educación que no estamos haciendo bien. 

Facu gana y se cree nazi. Los chicos terminan la escuela sin entender lo que leen ni poder construir bien una oración y tampoco saben diferenciar lo que está bien de lo que está mal. Me pregunto si tiene sentido espantarme con el elogioso ¡Qué nazi soy! cuando los rusos atacan a Ucrania para desnazificarla. La maldad insolente en el cambalache del siglo XXI, sin aplaza'os ni escalafón. ¿Es lo mismo el que labura o el que no, el que mata o el que cura o está fuera de la ley? Dale Facu, lavate las manos y vení a comer, ¿vos nazi? no digas pavadas, sentate a la mesa mi chiquito, que la comida se enfría y el futuro está en tus manos.

Publicado en Clarin.

Sobre el verdadero Oskar Schindler - Herbert Steinhouse

 Prólogo 

EL artículo que sigue es, hasta donde podemos determinar, no solo el primer reportaje sobre Oskar Schindler, sino también el único relato que incluye entrevistas contemporáneas directas con el propio Schindler, así como con el contador Itzhak Stern.

La historia de Schindler y Stern, los personajes centrales de la película La lista de Schindler de Steven Spielberg, se dio a conocer al mundo previamente a través de la novela El arca de Schindler de Thomas Keneally de 1982. Keneally, un australiano, nunca conoció a Schindler, quien murió en 1974, pero trece años antes, en Los Ángeles, conoció a uno de los más de 1.000 judíos que Schindler había salvado de las cámaras de gas. Este encuentro casual lo estimuló en su investigación. Aunque el libro de Keneally sobre el oportunista empresario nazi que terminó redimiéndose en el torbellino del Holocausto era real, decidió llamarlo novela porque debía imaginar o “recrear” los diálogos necesarios para la narración

Desconocido para Keneally o Spielberg, otro escritor, un canadiense, se había topado con la historia de Schindler décadas antes. Herbert Steinhouse, un periodista, novelista y locutor nacido en Montreal, voló con la RCAF, la fuerza aérea canadiense, durante la guerra y luego se convirtió en oficial de información de la Administración de Rehabilitación y Socorro de las Naciones Unidas (UNRRA por su sigla en inglés). Mientras estaba destinado en París, trabajó para Reuters, pero en 1949 fue el jefe de la oficina de París de la CBC.

Fue unos meses antes, en Munich, cuando conoció a Schindler. Ya había conocido a algunos de los sobrevivientes del Holocausto que Schindler había salvado, los llamados Schindlerjuden, los judíos de Schindler, y le habían contado algunas de sus historias. En su etapa en la UNRRA, Steinhouse había escuchado varios relatos sospechosos del "buen alemán", pero con éstos sobre Schindler se despertó su intriga e interés que lo llevó a a buscar una verificación independiente.

Steinhouse fue presentado al mismo Schindler por dos judíos polacos que creían que la seguridad de su salvador y la mejor esperanza para su futuro podría suceder si se daba la máxima publicidad a su notable historia. Estaba en peligro porque todavía estaba clasificado como un "antiguo nazi", lo que frenaba sus posibilidades de emigrar a la mayoría de los países. "Schindler me cautivó como lo hizo con todos", recuerda Steinhouse. "Nuestras esposas también se llevaban bien. Cenamos y bebimos juntos. Él hablaba, yo tomaba notas".

La historia le siguió pareciendo a Steinhouse "descabellada", pero fue corroborándola más y más  en los recuerdos de los sobrevivientes y en los archivos clandestinos y de la resistencia. Finalmente, después de media docena de encuentros con Itzhak Stern, quien fue su fuente principal, cuatro entrevistas con Schindler y fotografías tomadas por Al Taylor, un amigo cercano (ya fallecido), Steinhouse se puso a trabajar y escribió su exclusiva nota en forma de un artículo de revista que envió a su agente de Nueva York.

El agente no le encontró lugar. Steinhouse, que ahora tiene setenta y dos años y está jubilado en Montreal, recuerda varias razones para ese rechazo: reflejando su propio escepticismo inicial, las revistas no querían otra historia sobre un "buen alemán"; se creía que el Holocausto se había vuelto agotador para los lectores; los editores de revistas pretendía poner una mirada optimista en sus publicaciones para la década del cincuenta para contrarrestar la sombría mirada de los miserables años cuarenta. En consecuencia, el relato de Herbert Steinhouse sobre Oskar Schindler ha permanecido sin ser leído en sus archivos durante la mayor parte de medio siglo. Aunque algo abreviado, ahora se publica por primera vez en Saturday Night, una publicación en la que el escritor fue colaborador en asuntos internacionales. Irónicamente, es posible que incluso haya ofrecido a la revista el artículo sobre Schindler en ese momento. Al leerlo, recuerde que Steinhouse escribía sobre eventos sucedidos solo cuatro años antes. Sigue siendo un documento importante por varias razones: porque corrobora lo que ya se conocía; por los detalles y anécdotas adicionales que no se encuentran ni en la novela de Keneally ni en la película de Spielberg; y, lo que es más importante, por el acceso directo y notable que brinda a los lectores al propio Oskar Schindler.

 

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El artículo de Herbert Steinhouse publicado en Saturday Night en abril de 1994:

Fue al contador Itzhak Stern al que le oí hablar por primera vez de Oskar Schindler. Se habían conocido en Cracovia en 1939. "Debo admitir ahora que tuve fuertes sospechas sobre Schindler durante mucho tiempo", confió Stern al comenzar su historia. "Sufrí mucho bajo los nazis. Perdí a mi madre en Auschwitz muy pronto y estaba muy amargado".

A finales de 1939, Stern dirigía la sección de contabilidad de una gran empresa de exportación e importación de propiedad judía, cargo que ocupaba desde 1924. Después de la ocupación de Polonia en septiembre, el jefe de cada empresa judía importante fue reemplazado por un Treuhander, un alemán de confianza, y el nuevo jefe de Stern pasó a ser un hombre llamado Herr Aue. El antiguo propietario, como era la orden, se convirtió en empleado, la empresa se convirtió en alemana y se contrataron trabajadores arios para reemplazar a muchos de los judíos.

El comportamiento de Aue fue inconsistente e inmediatamente despertó la curiosidad de Stern. Aunque había comenzado a arianizar la empresa y despedir a los trabajadores judíos de acuerdo con sus instrucciones, dejó los nombres de los empleados despedidos en el registro del seguro social, lo que les permitió a mantener sus esenciales cartas de identidad como trabajadores. Además, Aue proveía en secreto dinero a estos hombres hambrientos. Este comportamiento ejemplar impresionaba a los judíos y asombró al cauteloso Stern. Recién al final de la guerra, Stern supo que Aue también era judío, que su propio padre fue asesinado en Auschwitz en 1942 y que el polaco que pretendía hablar tan mal en realidad era su lengua materna.

Sin saber todo esto, Stern no tenía motivos para confiar en Aue. Ciertamente, no podía entender su intención cuando, solo unos días después de haberse hecho cargo de la empresa de exportación e importación, Aue le presentó a Stern a un viejo amigo recién llegado a Cracovia diciéndole  con indiferencia: “Mirá Stem, podés tener confianza en mi amigo Schindler". Stern intercambió cortesías con el visitante y respondió a sus preguntas con cuidado.

"No sabía lo que quería y estaba asustado", continuó Stern. "Hasta el 1 de diciembre, no habían molestado a los judíos polacos. Habían arianizado las fábricas, por supuesto. Y si un alemán te hacía una pregunta en la calle, era obligatorio que antes de responder dijeras  “Soy judío". ....' Pero fue recién el 1 de diciembre que tuvimos que comenzar a usar la Estrella de David. Fue entonces, cuando la situación comenzó a empeorar para los judíos, cuando la Espada de Damocles ya estaba sobre nuestras cabezas, que tuve una reunión con Oskar Schindler.

“Quería saber de qué lugar era yo, de qué zona judía. Me hizo muchas preguntas, que si era sionista o asimilado y esas cosas. Le dije lo que todos sabían, que era vicepresidente de la Agencia Judía para Polonia Occidental y miembro del Comité Central Sionista. Luego me dio las gracias cortésmente y se fue".

El 3 de diciembre, Schindler hizo otra visita a Stern, pero esta vez de noche y en su casa. Hablaron principalmente de literatura, recuerda Stern, y Schindler mostró un interés inusual en los grandes escritores judíos. Y luego, de repente, mientras tomaba un té, Schindler comentó: "Escuché que habrá una redada en todas las propiedades judías restantes mañana". Stern, que se dio cuenta de que era una advertencia, hizo correr más tarde la voz y salvó a muchos amigos del "control" más despiadado llevado a cabo hasta el momento por los alemanes. Se dio cuenta de que Schindler quería estimular su confianza aunque todavía no podía entender por qué.

Oskar Schindler, un industrial de los Sudetes, había llegado a Cracovia desde su ciudad natal de Zwittau, del otro lado de lo que había sido una frontera unos meses antes. A diferencia de la mayoría de los oportunistas que se precipitaron alegremente a la postrada Polonia para engullir la producción de la nación, recibió una fábrica no de un judío expropiado sino del Tribunal de Reclamaciones Comerciales. Una pequeña empresa dedicada a la fabricación de artículos esmaltados que había permanecido inactiva y en bancarrota durante muchos años. Comenzó a operar en el invierno de 1939-1940 con 4.000 metros cuadrados de superficie y un centenar de trabajadores, de los cuales siete eran judíos. Pero pronto trajo  a Stern como su contador.

La producción comenzó a toda prisa, porque Schindler era un trabajador astuto e incansable, y la mano de obra, ahora semi esclava, era tan abundante y tan barata que era el sueño más preciado de cualquier industrial. Durante el primer año, la fuerza laboral se expandió a 300, incluidos 150 judíos. A fines de 1942, la fábrica había crecido a 45.000 metros cuadrados y empleaba a casi 800 hombres y mujeres. Los trabajadores judíos, ahora 370, provenían todos del gueto de Cracovia. “Era una tremenda ventaja", dice Stem, "poder salir del gueto durante el día y trabajar en una fábrica alemana".

Las relaciones entre Schindler y los trabajadores judíos eran limitadas. En los primeros días tenía poco contacto con todos excepto con los pocos que, como Stern, trabajaban en las oficinas. Pero comparando su suerte con la de los judíos atrapados en el gueto donde ya habían comenzado las deportaciones, o incluso con la de aquellos que trabajaban como esclavos para otros alemanes en las fábricas vecinas, los trabajadores judíos de Schindler apreciaban su posición. Aunque no podían entender las razones, reconocieron que Herr Direktor de alguna manera los protegía. Un aire de relativa seguridad creció en la fábrica y los trabajadores pronto solicitaron permiso para traer a familiares y amigos para que pudieran compartir el refugio.

Se corrió la voz entre los judíos de Cracovia de que la fábrica de Schindler era el lugar para trabajar. Y, aunque los trabajadores no lo sabían, Schindler los ayudaba falsificando los registros de la fábrica. Los mayores figuraban como veinte años más jóvenes; los niños fueron catalogados como adultos; los abogados, médicos e ingenieros estaban registrados como metalúrgicos, mecánicos y dibujantes, todos oficios considerados esenciales para la producción de guerra. Se salvaron innumerables vidas de esta manera, ya que los trabajadores estaban protegidos de las comisiones de exterminio que escudriñaban periódicamente los registros de Schindler.

Al mismo tiempo, la mayoría de los trabajadores no sabían que Schindler pasaba las tardes junto a muchos de los oficiales locales de las SS y la Wehrmacht, cultivando amigos influyentes y fortaleciendo su posición siempre que era posible. Su fácil encanto pasaba por franqueza, y su personalidad y aparente confiabilidad política lo hicieron popular en los círculos sociales nazis en Cracovia.

Stern no se dejó impresionar por el aire de seguridad. Todos estaban haciendo equilibrio en el borde de un volcán, lo sabía. Desde detrás de su alta mesa de contador podía ver el despacho de Schindler a través de la puerta de cristal. "Casi todos los días, desde la mañana hasta la noche, funcionarios y otros visitantes venían a la fábrica y me ponían nervioso. Schindler solía servirles vodka y bromeaba con ellos. Cuando se iban, me invitaba a entrar, cerraba la puerta y luego, me decía en voz baja para qué habían venido. Él les decía que sabía cómo hacerles trabajar más a estos judíos y que quería que le trajeran más. Fue así que conseguimos meter familias y parientes todo el tiempo y salvarlos de la deportación". Schindler nunca dio explicaciones ni se reveló como un antifascista, pero gradualmente Stern comenzó a confiar en él.

SCHINDLER mantuvo vínculos personales con "sus judíos", especialmente con los que trabajaban en la oficina de la fábrica. Uno era el hermano de Itzhak Stern, el Dr. Nathan Stern, hoy un miembro respetado de la pequeña comunidad judía de Polonia. El Magister Label Salpeter y Samuel Wulkan, ambos miembros de alto rango del movimiento sionista polaco, eran los otros dos. Junto con Stern, eran parte de un grupo de enlace con el movimiento clandestino exterior. Pronto se les unió un hombre llamado Hildegeist, ex líder del Sindicato de Trabajadores Socialistas en su Austria natal, quien, después de tres años en Buchenwald, había sido contratado en la fábrica como contador. Estas actividades fueron lideradas por un trabajador de la fábrica, el ingeniero Pawlik, que posteriormente se reveló como un oficial de la clandestinidad polaca.

El propio Schindler no jugó un papel activo en todo esto, pero su protección cobijó al grupo. Es dudoso que estos pocos hombres tuviera influencia en una resistencia efectiva pero el grupo mismo cohesionó a los Schindlerjuden y los entrenó en una disciplina que más tarde resultaría útil.

Mientras amigos y padres en el gueto eran asesinados en las calles o morían de enfermedades o eran enviados a la cercana Auschwitz, la vida diaria en la fábrica continuó en tono menor hasta 1943. Entonces, el 13 de marzo, llegó la orden de cerrar el gueto de Cracovia. Todos los judíos fueron trasladados al campo de trabajos forzados de Plaszów, en las afueras de la ciudad. Se trataba de una serie de instalaciones en expansión que incluía campos subordinados, donde las experimentadas víctimas del terrible gueto de Cracovia encontraron condiciones aún más terribles. Cientos de prisioneros sufrían y morían o eran trasladados a Auschwitz. La orden de completar el exterminio de los judíos ya se había dado y había manos dispuestas llevarlo a cabo de la manera más eficiente y rápida posible.

Stern, junto con los otros trabajadores de Schindler, también habían sido trasladados a Plaszów pero, igual que otros 25.000 reclusos que habitaban el campo y trabajaban fuera, continuaron pasando sus días en la fábrica. Un día Stern se enfermó gravemente y le envió un mensaje a Schindler pidiendo ayuda con urgencia. Llegó de inmediato, con medicamentos esenciales y continuó sus visitas hasta que Stern se recuperó. Pero lo que había visto en Plaszów lo había dejado helado.

Tampoco le gustaba el giro que habían tomado las cosas en su fábrica.

Cada vez más indefenso ante los frenéticos odiadores y destructores de judíos, Schindler vio que ya no podía bromear con facilidad con los funcionarios alemanes que venían de inspección. El doble juego se estaba volviendo más difícil. Los incidentes sucedían cada vez con más frecuencia. En una ocasión, tres hombres de las SS entraron al piso de la fábrica sin previo aviso, discutiendo entre ellos. “Les digo que el judío es incluso inferior que un animal", decía uno. Luego, sacando su pistola, ordenó al trabajador judío más cercano que dejara su máquina y recogiera una basura del suelo. "Cómelo", ladró, agitando su arma. El hombre tembloroso se atragantó mientras lo hacía. "Ves lo que quiero decir", explicó el hombre de las SS a sus amigos mientras se alejaban. "Comen cualquier cosa. Incluso un animal nunca haría eso".

En otra ocasión, durante una inspección realizada por una comisión oficial de las SS, la atención de los visitantes fue captada por la visión del anciano judío Lamus, que se arrastraba por el patio de la fábrica en un estado de depresión total. El jefe de la comisión preguntó por qué el hombre estaba tan triste y le explicaron que Lamus había perdido a su esposa y a su único hijo unas semanas antes durante la evacuación del gueto. Profundamente conmovido, el comandante reaccionó ordenando a su ayudante que disparara contra el judío "para que pudiera reunirse con su familia en el cielo", luego soltó una carcajada y la comisión siguió adelante. Schindler permaneció de pie junto a Lamus y el ayudante.

—Deslízate los pantalones hasta los tobillos y empieza a caminar —le ordenó el ayudante a Lamus. Aturdido, el hombre hizo lo que le dijeron.

"Estás interfiriendo con toda mi disciplina aquí", dijo Schindler desesperadamente. El oficial de las SS se burló. Pero Schindler insistió:

"La moral de mis trabajadores se verá afectada. La producción de der Vaterland se verá afectada". El oficial sacó su arma.

"Una botella de aguardiente si no le disparas", casi gritó Schindler, que ya no pensaba racionalmente.

“¡Perfecto!” y para su asombro, el hombre obedeció, sonriendo guardó el arma y tomó del brazo al conmovido Schindler y fueron a la oficina para recoger su botella. Y Lamus, arrastrando los pantalones por el suelo, siguió arrastrando los pies por el patio, esperando con desesperación la bala en la espalda que nunca llegó.

La creciente frecuencia de tales incidentes en la fábrica y lo que había visto en el campo de Plaszów probablemente fueron los responsables de que Schindler adoptara un papel antifascista más activo. En la primavera de 1943, dejó de preocuparse por la producción de electrodomésticos esmaltados para los cuarteles de la Wehrmacht y comenzó la conspiración, el manejo de hilos, el soborno y la astucia ante la burocracia nazi que finalmente salvaría tantas vidas. Es en este punto que comienza la verdadera leyenda. Durante los dos años siguientes, la obsesión siempre presente de Oskar Schindler fue cómo salvar al mayor número de judíos de la cámara de gas de Auschwitz, a sólo sesenta kilómetros de Cracovia.

Su primer paso ambicioso fue intentar ayudar a los hambrientos y aterrorizados prisioneros de Plaszów. Otros campos de trabajo en Polonia, como Treblinka y Majdanek, ya habían sido cerrados y sus habitantes exterminados. Plaszów parecía condenado. A instancias de Stern y el grupo de  la “oficina interna", Schindler convenció una noche a uno de sus compañeros de bebida, el general Schindle, sin parentesco alguno, pero bien ubicado como jefe del equipo de armamentos en Polonia, que los talleres de campo de Plaszow serían ideales para la producción de guerra realizados en serie. Hasta enconos solo se usaban para la reparación de uniformes. El general aceptó la idea y ordenó envíos de madera y metal para el campo. Como resultado, Plaszow se transformó oficialmente en un "campo de concentración" esencial para la guerra. Y aunque las condiciones apenas mejoraron, salió de la lista de campos de trabajo que estaban siendo eliminados. Temporalmente al menos, los fuegos de Auschwitz fueron privados de más combustible.

Ese paso también ubicó a Schindler en una buena posición ante el comandante de Plazów, el Hauptsturmführer Amon Goeth, quien, con el cambio, elevó su estatus a una nueva dignidad. Cuando Schindler solicitó que los judíos que continuaban trabajando en su fábrica fueran trasladados a su propio subcampo cerca de la planta "para ahorrar tiempo en llegar al trabajo", Goeth accedió. A partir de ese momento, Schindler descubrió que podía introducir alimentos y medicinas de contrabando en los barracones con poco peligro. Los guardias, por supuesto, fueron sobornados, y Goeth nunca descubriría los verdaderos motivos de la petición de Schindler. 

Schindler comenzó a tomar mayores riesgos. Interceder por los judíos que fueron denunciados por un "delito" u otro era un hábito peligroso a los ojos de los fascistas, pero Schindler ahora comenzó a hacer esto casi con regularidad. "Dejen de matar a mis buenos trabajadores", era su técnica habitual. "Tenemos una guerra que ganar. Estas cosas siempre se pueden resolver más tarde". La artimaña tuvo éxito suficiente para salvar docenas de vidas.

Una mañana de agosto de 1943, Schindler fue el anfitrión de dos visitantes sorpresa que le había enviado la organización clandestina que la agencia de bienestar judía estadounidense, el Comité Judeo Americano de Distribución Conjunta, conocido como el Joint, que operaba entonces en la Europa ocupada. Satisfecho de que los hombres hubieran sido enviados por el Dr. Rudolph Kastner, jefe del aparato secreto del Joint cuya cabeza estaba bajo precio en Budapest, Schindler llamó a Stern. "Hable con franqueza a estos hombres, Stern", dijo. Hágales saber lo que ha estado pasando en Plaszów.

“Queremos un informe completo sobre las persecuciones antisemitas”, dijeron los visitantes a Stern. "Escríbanos un informe completo".

“Adelante”, instó Schindler. “Son suizos. Es seguro. Puedes confiar en ellos. Siéntate y escribe".

Para Stern, el riesgo era inútil y temerario, y lo puso en alerta. Dirigiéndose enojado a Schindler, le preguntó: "Schindler, dime francamente, ¿no es esto una provocación? Es muy sospechoso".

Schindler, a su vez, se enojó por la repentina desconfianza de Stern. "¡Escriba!” le ordenó. Stern tenía pocas opciones. Escribió todo lo que se le ocurrió, mencionó los nombres de los vivos y de los muertos, y redactó la larga carta que, años después, descubrió que había circulado ampliamente y ayudó a disipar las incertidumbres en los corazones de los familiares de las víctimas repartidos por todo el mundo fuera de Europa. Y cuando posteriormente desde la clandestinidad recibió cartas de respuesta desde América y Palestina, se desvaneció cualquier duda que aún pudiera tener sobre la integridad o el juicio de Oskar Schindler.

La vida en la fábrica de Schindler continuó.

Algunos de los hombres y mujeres más débiles murieron, pero la mayoría continuó obstinadamente con sus máquinas, produciendo objetos esmaltados para el ejército alemán. Schindler y su círculo "interior de la oficina" de cautelosos pasaron a aprensivos, preguntándose cuánto tiempo podrían continuar con el juego de engaño. El propio Schindler seguía encontrándose con oficiales locales pero el cambio de rumbo que siguió a Stalingrado y la invasión de Italia,  descontroló los ánimos. Una firma en un papel podría enviar a los trabajadores judíos a Auschwitz y a Schindler junto con ellos. El grupo se movió con sumo cuidado, aumentó los sobornos a los guardias del campo; la fábrica luchó por sobrevivir gracias a los alimentos y medicamentos que Schindler introducía de contrabando. El año 1943 volvió 1944. Diariamente, la vida terminaba para miles de judíos polacos. Pero los Schindlerjuden, para su propia sorpresa, seguían vivos.

En la primavera de 1944, la retirada alemana en el frente oriental ya era un hecho. Se ordenó vaciar Plaszów y todos sus subcampos. Schindler y sus trabajadores no se hacían ilusiones sobre lo que implicaba mudarse a otro campo de concentración. Había llegado el momento de que Oskar Schindler jugara su carta de triunfo, una apuesta atrevida que había ideado de antemano.

Comenzó su trabajo sobre sus compañeros de trasnochadas, sus contactos en los círculos militares e industriales de Cracovia y Varsovia. Sobornó, engatusó, suplicó, trabajó desesperadamente contra el tiempo y luchó contra lo que todos le aseguraron que era una causa perdida. Se subió a un tren y vio gente en Berlín. Y persistió hasta que alguien, en algún lugar de la jerarquía, tal vez impaciente por terminar con ese negocio aparentemente insignificante, finalmente le dio la autorización para trasladar una fuerza de 700 hombres y 300 mujeres del campo de Plaszów a una fábrica en Brněnec en su Sudetenland natal. La mayoría de los otros 25.000 hombres, mujeres y niños en Plaszów fueron enviados a Auschwitz, para encontrar allí el mismo final de varios millones de judíos. Pero gracias a los esfuerzos obstinados de un hombre mil judíos se salvaron temporalmente de esa gran calamidad. Mil seres humanos medio muertos de hambre, enfermos y casi destrozados vieron conmutada su sentencia de muerte conmutada por un indulto milagroso.

Resultó que el traslado de la fábrica polaca a las nuevas instalaciones en Checoslovaquia no transcurrió sin incidentes. Un lote de cien salió directamente en julio de 1944 y llegó sano y salvo a Brněnec. Otros, sin embargo, encontraron su tren desviado sin previo aviso hacia el campo de concentración de Gross-Rosen, donde muchos fueron golpeados y torturados y donde todos fueron obligados a pararse en filas regulares en el gran patio, sin hacer absolutamente nada más que ponerse y quitarse la ropa de manera uniforme durante todo el día. Finalmente, Schindler una vez más demostró tener éxito en mover los hilos. A principios de noviembre, todos los Schindlerjuden se unieron nuevamente en su nuevo campo.

Y hasta la liberación en la primavera de 1945 continuaron burlando a los nazis en el peligroso juego de permanecer con vida. Aparentemente, la nueva fábrica estaba produciendo piezas para bombas V2, pero, en realidad, la producción durante esos diez meses entre julio y mayo fue absolutamente nula.

Los judíos que escaparon de los transportes y luego evacuaron Auschwitz y los otros campos más orientales antes de que los rusos se aproximaran encontraron allí refugio sin hacer preguntas. Schindler incluso pidió descaradamente a la Gestapo que le enviara a todos los fugitivos judíos interceptados: "en interés", dijo, "de continuar la producción bélica". Cien personas más se salvaron de esta manera, incluidos judíos de Bélgica, Holanda y Hungría. “Sus hijos” alcanzó la cifra de 1.098: 801 hombres y 297 mujeres.

Los Schindlerjuden a estas alturas dependían completamente de él y temían su ausencia. Su compasión y sacrificio fueron mayúsculos. Gastó todo el dinero que aún le quedaba y también cambió las joyas de su esposa por comida, ropa y medicinas, y por bebida con la que sobornar a los  de las SS. Equipó un hospital secreto con equipo médico robado y conseguido por el mercado negro, luchó contra epidemias y una vez hasta hizo un viaje de 450 kilómetros cargando dos enormes frascos llenos de vodka polaco y llevándolos llenos de medicamentos que se necesitaban 

En la fábrica, se comenzaron a fabricar falsos sellos de goma, documentos militares de viaje y los documentos oficiales especiales necesarios para proteger la entrega de alimentos comprados ilícitamente. Guardaron y ocultaron uniformes y armas nazis, junto con municiones y granadas de mano, preparados para cualquier eventualidad. Los riesgos aumentaron y creció la tensión. Sin embargo, Schindler pareció haber mantenido un equilibrio prácticamente inquebrantable. "Quizás me había vuelto fatalista", dice ahora. "O tal vez solo tenía miedo del peligro que vendría una vez que los hombres comenzaran a perder la esperanza y actuaran precipitadamente. Tenía que mantenerlos llenos de optimismo".

Pero hubo dos grandes sustos que perturbaron su normal calma durante los constantes peligros de esos meses. La primera fue cuando un grupo de trabajadores, queriendo tontamente expresar gratitud, le dijeron que habían escuchado una transmisión ilegal de radio con la promesa de que se nombraría "Oskar Schindler Strasse". a una calle en la Palestina de la posguerra. Durante días esperó a que viniera la Gestapo hasta que 

El otro ocurrió durante una visita del comandante local de las SS. Como era costumbre, el oficial se sentó en la oficina de Schindler bebiendo vaso tras vaso de vodka y emborrachándose rápidamente. Viéndolo tambalear peligrosamente cerca de una escalera de hierro que conducía al sótano, Schindler, cedió repentinamente a la tentación con uno de sus raros actos no premeditados. Le dio un ligero empujón, luego un aullido y un ruido sordo desde el fondo. Pero el hombre no estaba muerto. Al regresar a la habitación, con sangre en su cuero cabelludo, gritó que Schindler le había disparado, y mientras salía corriendo lo maldijo con rabia  diciendo: "No vivirás hasta la liberación, Schindler. No creas que nos engañas. ¡Tú mismo perteneces a un campo de concentración, junto con todos tus judíos!".

Schindler entendía a "sus hijos" y empatizaba con sus miedos. Le habían dado una villa, cerca de la fábrica, bellamente amueblada desde la que se veía la longitud del valle del pequeño pueblo checo. Pero como los SS podían llegar tarde en la noche, Oskar y Emilie Schindler nunca pasaron una sola noche en la villa, sino que durmieron en una pequeña habitación en la propia fábrica.

Cuando algún judío moría, era enterrado en secreto con ritos completos a pesar de la orden nazi de cremarlos. Las fiestas religiosas se observaban clandestinamente y ese día se entregaban raciones adicionales de alimentos conseguidas en el mercado negro.

De entre las historias y anécdotas que alimentaron la leyenda que los Schindlerjuden repiten en los cuatro continentes es la que ilustra gráficamente el papel adoptado por Schindler como protector y salvador en medio de la indiferencia general y amoral. Justo en el momento en que el imperio nazi se estaba derrumbando, una llamada telefónica desde la estación de tren una noche le preguntó a Schindler si le importaba aceptar la entrega de dos vagones de tren llenos de judíos casi congelados. Los vagones habían sido cerrados por congelación a una temperatura de -15 grados y contenían casi cien hombres enfermos que habían estado encerrados desde que el tren había sido enviado desde Auschwitz diez días antes a una fábrica dispuesta a recibirlos. Pero, cuando se le informó de la condición de los prisioneros, ninguna los aceptó. "¡No estamos dirigiendo un sanatorio!" era la respuesta habitual. Schindler, asqueado por la noticia, ordenó que el tren se enviara a la fábrica de inmediato.

Era impresionante verlo. Se había formado hielo en las cerraduras y hubo que abrir los vagones con hachas y sopletes de acetileno. En el interior, los miserables despojos de esos seres humanos estaban rígidos y congelados. Hubo que sacar a cada uno como si fuera un esqueleto con carne congelada. Trece estaban indudablemente muertos, pero los demás aún respiraban.

A lo largo de esa noche y durante muchos días y noches siguientes, Oskar y Emilie Schindler y los trabajadores se encargaron sin descanso de los esqueletos congelados y hambrientos. Una gran sala de la fábrica se vació con ese fin y, aunque tres hombres más murieron, con el cuidado, el calor, la leche y la medicina, los otros se recuperaron gradualmente. Todo esto se había hecho en secreto, manteniendo a los guardias de la fábrica debidamente sobornados como de costumbre. La convalecencia de los hombres también tenía que efectuarse en secreto para que no fueran fusilados como inválidos inútiles. Más tarde se convirtieron en parte de la fuerza laboral de la fábrica y se unieron a los demás en la tarea de fingir una producción de guerra.

Así era la vida en Brněnec hasta que la llegada de los victoriosos rusos el 9 de mayo puso fin a la constante pesadilla. El día anterior, Schindler había decidido que tendrían que deshacerse del comandante local de las SS en caso de que de repente recordara su amenaza de borracho y tuviera alguna idea desesperada de último momento. La tarea no fue difícil, porque los guardias ya habían comenzado a salir del pueblo presos del pánico. Desenterrando sus armas escondidas, un grupo salió de la fábrica a altas horas de la noche, encontró al oficial de las SS bebiendo hasta el olvido en su habitación y le disparó desde afuera de su ventana. Temprano en la mañana, una vez seguros de que sus trabajadores finalmente estaban fuera de peligro y de que todo estaba en orden para enfrentar a los rusos, Schindler, Emilie y varios más desaparecieron discretamente y no se supo de ellos hasta que aparecieron, meses después, en la Zona Estadounidense de Austria. Schindler sabía que, como propietario de una fábrica alemana de mano de obra esclava, mejor no arriesgarse a que las tropas rusas le dispararan sospechando de sus referencias personales o sus puntos de vista sobre el régimen fascista.

En los cuatro años que siguieron, los Schindlerjuden recuperaron su salud y se dispersaron por muchos países. Algunos se unieron a familiares en Estados Unidos, otros encontraron su camino, legal o ilegalmente, yendo a Israel, Francia y América del Sur. La mayoría regresó a Polonia, pero muchos de ellos se marcharon de nuevo y comenzaron la vida de las personas desplazadas (DP) en los numerosos campos de la UNRRA en Alemania. La mayoría inevitablemente perdió el contacto con su buen amigo Oskar Schindler.

Para él, la vida cotidiana se volvió difícil e inestable. Como alemán de los Sudetes, no tenía futuro en Checoslovaquia y, al mismo tiempo, ya no podía soportar la Alemania que una vez había amado. Durante un tiempo intentó vivir en Ratisbona. Más tarde se mudó a Munich donde dependía en gran medida de los paquetes de Care que le enviaban desde Estados Unidos algunos de los Schindlerjuden, pero era demasiado orgulloso para suplicar más ayuda. Las organizaciones benéficas judías polacas lo rastrearon, lo descubrieron necesitado y trataron de brindársela incluso en medio de todos sus amargos problemas de posguerra. Finalmente, la cuestión de efectuar algún tipo de compensación fue delegada al Joint.

Empezó a recibir de este organismo una ración completa de comida y cigarrillos, mientras vivía como cualquier desplazado judío del país y sobrevivía mientras buscaba una mejor solución. Se volvió tan anti-alemán en sus sentimientos como cualquiera de los DP judíos que ahora se convirtieron en sus únicos amigos. Y demostró ser útil para las autoridades estadounidenses, aunque atrajo un montón de hostilidad peligrosa sobre su propia cabeza, al presentar a la potencia ocupante una documentación detallada sobre sus antiguos compañeros de bebida, sobre los viciosos dueños de las otras fábricas de esclavos que habían estado cerca, todo sobre su grupo podrido con el que había bebido y al que había adulado para salvar las vidas de personas indefensas.

Tal es la historia de Schindler que hoy cuentan más de mil personas en muchos países diferentes. La pregunta desconcertante que queda es qué hizo funcionar a Oskar Schindler. Es dudoso que alguno de los Schindlerjuden haya descubierto la verdadera respuesta. Uno de ellos supone que lo motivó en gran medida la culpa, ya que parece seguro suponer que, para ganarse una fábrica en Polonia y la confianza de los nazis, debe haber sido miembro —quizás uno importante— del Partido Alemán de los Sudetes, el movimiento fascista de antes de la guerra en Checoslovaquia. Otro está de acuerdo con esta hipótesis pero la reformula en base a un rumor. Schindler se separó por primera vez de los nazis, dice este teórico, cuando un joven e impetuoso soldado de asalto alemán entró en su casa y golpeó salvajemente a su esposa, Emilie, frente a él durante la marcha de 1938 hacia los Sudetes.

Las investigaciones en Checoslovaquia han producido más confusión que esclarecimiento. Un testigo, Ifo Zwicker, no solo estaba entre los judíos a los que Schindler salvó, sino que, por una feliz coincidencia, había vivido durante años en Zwittau, su lugar de nacimiento y  también ña ciudad natal de Schindler. Sin embargo, después de confirmar con entusiasmo la ahora familiar saga de Schindler, Zwicker solo pudo agregar incertidumbre: "Como ciudadano de Zwittau, nunca lo habría considerado capaz de todas estas hazañas maravillosas. Antes de la guerra, todos aquí lo llamaban Gauner [estafador o vivillo]". Pero, ¿era un Gauner tan vivo que se había convertido en antifascista porque suponía que los nazis estaban condenados? Difícilmente se sabrá la respuesta que explique una conversión en 1939 o 1940 que lo llevó a  un centenar de graves riesgos de muerte rápida si era descubierto.

La única conclusión posible parece ser que las hazañas excepcionales de Oskar Schindler surgieron de ese sentido elemental de decencia y humanidad en el que nuestra era sofisticada rara vez cree sinceramente. Un oportunista arrepentido vio la luz y se rebeló contra el sadismo y la criminalidad vil que lo rodeaba. La inferencia puede ser simple y desilusionante, especialmente para los psicoanalistas aficionados que preferirían encontrar un motivo más profundo y misterioso que queda, es cierto, sin investigar ni valorar. Pero una hora con Oskar Schindler estimula a a creer en la respuesta simple.

Hoy, a los cuarenta años, Schindler es un hombre de una honestidad convincente y un encanto extraordinario. Alto y erguido, de hombros anchos y un tronco poderoso, suele tener una sonrisa alegre en su rostro fuerte. Sus ojos francos, de azul grisáceo, también sonríen, excepto cuando se tensan por la angustia al hablar del pasado. Entonces toda su mandíbula sobresale de manera belicosa y aprieta sus grandes puños que golpea con furia lenta. Cuando ríe, es una risa infantil y cordial, que todos sus oyentes disfrutan al máximo. "Es su personalidad más que cualquier otra cosa lo que nos salvó", comentó una vez uno del grupo.

Hace unos meses, los esfuerzos que muchas personas finalmente dieron sus frutos. Después de años de intentarlo, el Joint recibió la autorización para su salida definitiva de Alemania. La organización le entregó una subvención en efectivo, una visa para Argentina y un boleto de barco, y lo ayudó a poner fin a la confusión y la pobreza de los años de la posguerra. Oskar y Emilie Schindler abordarán un barco en Génova y navegarán hacia su futuro desconocido. Muchos de "sus hijos" esperan en Sudamérica para saludarlos.

Varios meses después, los Schindler llegaron a Argentina, pero la vida de posguerra de Oskar fue un desastre. Se separaron en 1957 y tuvo luego repetidos fracasos comerciales. Al regresar a Alemania Occidental después de la ruptura de su matrimonio, fue dependiendo cada vez más de las limosnas de los siempre agradecidos Schindlerjuden. Cuando murió en 1974, sus hazañas durante la guerra aún no habían sido ampliamente descritas, aunque fueron reconocidas en Israel, donde Oskar Schindler fue declarado Gentil Justo Entre Las Naciones y donde sus restos, transportados desde Frankfurt, fueron enterrados en un cementerio en el Monte Sión en Jerusalén. Por lo que Thomas Keneally pudo descubrir, él era el único miembro del Partido Nazi tan honrado.

fuente http://writing.upenn.edu/~afilreis/holocaust_new/steinhouse.php

Traducción Diana Wang.

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Quien lo ha dado a publicidad ahora es Stanley Diamond en:

La nota original poco conocida que cuenta la historia de Oskar Schindler. Dice:

Me gustaría referirme a otro aspecto de la historia de Oskar Schindler desconocido por la mayoría del público. Solo un periodista conocía bien a Oskar y escribió su historia mucho antes que Thomas Keneally escribió "El arca de Schindler". Ese periodista es el difunto habitante de Montreal, Herbert Steinhouse, en aquel  momento, el corresponsal de noticias de Europa occidental para la Compañía Canadian Broadcasting.

El artículo que escribió en 1949 permaneció intacto en sus voluminosos archivos durante 45 años después de que fuera rechazado por Atlantic Monthly y varias otras revistas importantes... pocas personas querían escuchar entonces historias sobre “buenos alemanes”. Finalmente accedió a la publicación del artículo original después de ver la película de Spielberg  con el placer de ver que este director había capturado las esencias del hombre y no le había dado a la historia un tratamiento hollywoodense lavado.

Fue publicado en la revista canadiense "Saturday Night": http://writing.upenn.edu/~afilreis/holocaust_new/steinhouse.php

Tras la publicación en "Saturday Night", Steinhouse fue entrevistado en Noticias de la noche en Canadá: https://youtu.be/XGSzuNNImGY.

Los archivos de Steinhouse están ahora en los Archivos Nacionales Canadienses y comienza con su biografía https://data2.archives.ca/pdf/pdf001/p000000741.pdf) que en parte dice: "La aparición de la película de Steven Spielberg "La lista de Schindler" en 1993 convenció que le presentara su antiguo manuscrito “El alemán que salvó mil vidas”, escrito medio siglo antes, a la revista “Saturday Night”. Su publicación como “The Real Oskar Schindler” trajo a Steinhouse un reconocimiento tardío como el periodista que había descubierto por primera vez la historia de Schindler y cuya ardua investigación respaldó las afirmaciones de la película y la novela "ficticias". El artículo fue traducido y reimpreso en todo el mundo.”

En aras de la divulgación completa, el difunto Herbert y yo somos primos hermanos.

Stanley Diamond, HSH (Montreal), Z’L .

Nota personal: falleció en 2017, era genealogista y tuvimos varios intercambios. Diana Wang