Pasaron 84 años de aquella noche de noviembre de 1938 en Alemania y en Austria.
Los que todavía no lo habían hecho vieron que la única salida era la emigración. Ya desde 1935 las infames leyes de Nuremberg habían ido restringiendo sus vidas pero siempre estaba la esperanza de que sería pasajero, de que no iba a durar más tiempo, esperanza que se hizo trizas junto con las vidrieras de los negocios que le dieron el engañoso nombre de Kristallnacht a aquel pogrom criminal.
Los que pudieron se fueron. Muchos llegaron a la Argentina, intelectuales, científicos, artistas, creadores, educadores trajeron cultura, creatividad y estímulo al Río de la Plata. Pero, como casi todos los sobrevivientes, guardaron para sí la dura experiencia del nazismo y las pérdidas que habían sufrido. Ninguno olvidó nada. Ninguno negó nada. Pero casi todos callaron, se abocaron a vivir, a adaptarse, a generar familias y a crecer en aquello que era su actividad. No había tiempo para lamentarse y hablar ni tampoco oídos abiertos para escuchar.
Muchos años después el dique del silencio se fragmentó y las voces de los sobrevivientes se derramaron como un río embravecido a cuyas orillas estamos todos. Y escuchamos. Y aprendemos. Y empatizamos con cada uno, con cada historia, con cada lágrima, con cada evocación de lo perdido.
Durante mucho tiempo se creyó que el silencio de los sobrevivientes era patológico, que negaban, que preferirían no hablar para no revivir lo vivido. Se creó la figura del sindrome del sobreviviente que incluía el silencio como eje central. Resulta que cuando se rompió el dique y comenzaron a hablar todas estas teorías se derrumbaron. Ni habían olvidado. Ni eran negadores. Ni temían revivir lo vivido al contarlo. Por el contrario, contarlo los aliviaba y encontraron en ello una misión en la vida. Y dan su testimonio donde se lo pidan, en escuelas, en clubes, en entrevistas periodísticas, en videos y sus voces tienen tridimensionalidad y sus personas se enaltecen como portadores de narrativas que deben formar parte de la historia de la humanidad.
Pero ¿por qué callaron todos esos años? Tengo una hipótesis muy diferente a la habitual. No creo que el silencio se haya debido al temor de revivir el sufrimiento, a no querer cargar a los hijos con recuerdos tan tristes, a que padezcan algún tipo de patología psiquiátrica que les haya obnubilado la memoria y cerrado las bocas. Los testimonios que oímos contradicen todo eso. Creo que fue un silencio restaurador de la vida, un silencio que permitió que caminaran sin que lo vivido entorpeciera sus pasos, un silencio que hizo posible que hicieran familias, que construyeran un futuro, un silencio que, en suma, les permitió seguir viviendo. La vivencia de que el estado protector, el estado que debía asegurarles la educación y la salud, la seguridad y la vida, ese estado los había querido matar fracturó de tal manera su confianza que necesitaron varias décadas para reconstruirla. Años en los que pudieron recuperar una expectativa de futuro, años en los que criaron y educaron a sus hijos, años en los que nacieron los nietos y se fueron haciendo grandes, y de ese modo aquel piso fracturado pudo recomponerse y volvieron a estar de pie sobre un piso sólido del que ya no temían resbalar ni caer. Las grietas y fracturas se fueron soldando, las marcas quedan, las marcas están, en la memoria, en las ausencias, en las incertidumbres y temores a poco de haber sobrevivido, pero el piso volvió a estar horizontal y a contener pasos que pueden caminar sin tener que estar mirando hacia atrás todo el tiempo.
El silencio de los sobrevivientes fue sanador, reconstituyente y les permitió seguir viviendo. Aquellos que hablaron demasiado precozmente vivieron en el desgarramiento de la victimización como en un lodazal poco firme sin poder sacar los pies de ese barro que entorpecía sus pasos. La vida en los primeros años les fue más difícil a los que hablaron que a los que se anidaron en un silencio protector.
Sé que es una hipótesis extraña en un contexto cultural en el que se cree que hay que hablar de todo siempre y que toma el silencio como una especie de falla irreparable. Pero al ver la fuerza, la firmeza y la determinación de los sobrevivientes de hablar, de contar, de compartir y transmitir lo vivido, advertimos que no olvidaron, que no reprimieron, que no negaron, tan solo esperaron el momento en el que la vida vivida, les asegurara que ahora sí se podía hablar, ahora que habían vivido, ahora que llegaron a viejos, ahora que sus hijos que llegaron a ser adultos, ahora que sus nietos son la evidencia de que el futuro está. ¡Y pueden hablar!
El silencio de décadas no es solo de los sobrevivientes del Holocausto. Es una conducta habitual en los sobrevivientes de todos los genocidios posteriores y son tantos que avergüenza a la humanidad la evidencia de lo que no se ha aprendido. Antes del Holocausto sucedió el genocidio armenio en manos de los turcos, luego la masacre en Nankin por el ejército japonés y luego el holodomor, la criminal hambruna en Ucrania perpetrada por los soviéticos. Y después del Holocausto no han parado de suceder. La limpieza étnica de los Balcanes, la sangrienta matanza a machetes de los Hutus sobre los Tutsis en Ruanda, la masacre de los itchiles en Guatemala, el cruel genocidio en Camboya en manos del Khmer Rojo. Son millones y millones de personas asesinadas que tiñen de sangre nuestra conciencia como humanidad.
Hanka, una sobreviviente del Holocausto contaba que a sus 7 años ante la irrupción de los nazis en su casa, se escondieron con su mamá en el fondo de un ropero, detrás de la ropa y que quiso hacerle una pregunta y la mamá la dijo que no hable. Hanka le preguntó por qué no podían hablar y la mamá le dijo que si las descubrían las iban a matar y la niñita preguntó ¿por qué me quieren matar si me porté bien?. Ésta es la pregunta que nos sigue acuciando y acosando como humanidad. Es la pregunta de los genocidios, los hechos genocidas, las masacres, lo que sucede solo en contextos dictatoriales, nunca en una democracia, nunca en un estado de derecho. Por eso estos actos de conmemoración y homenaje, los rituales colectivos que mantienen viva la llama del alerta son un toque de atención, indispensables para que alguna vez, el portarse bien sea por fin garantía de supervivencia. Amén, que así sea.
(En el acto organizado por Bnei Brit, Museo del Holocausto, Confraternidad Argentina Judeo Cristiana y Centro Wiesenthal)