¿Acaso hinchar por Argentina nos convierte en opas?

Leo y oigo que el mundial de fútbol está siendo visto como una maniobra tendiente a distraernos de la realidad. El viejo pan y circo romano, táctica tan usada por dictaduras de toda laya a lo largo de la historia. El uso político que se hace es obvio, no tengo nada que decir a ese respecto. Cambia el humor social según si el equipo al que pertenecemos gana. Tal vez por breves instantes, en virtud del estado nirvánico en el que parece quedar sumergida la población, habrá silencios o expresiones de alegría que podrán ser tomados como apoyo político. Como si el poderoso mundial inyectara en las mentes indefensas de gente adormecida un chupete calmador de angustias, una droga anestesiadora de conciencias o una tapadera de pensamientos. 

Tal vez sea así para algunos. Pero no para todos. ¿Es que acaso disfrutar de los encuentros, hinchar por Argentina, sufrir por la derrota o ser feliz por un triunfo nos convierte en opas o ciegos? 

Entiendo poco de fútbol. No tengo el hábito ni la necesidad de verlo, cosa que cambia, para mi propia sorpresa, durante los mundiales, cuando juega Argentina. Vivo en el seno de una familia muy futbolera, me hice amiga de giros y chistes, aprendí sobre enojos y alegrías y entiendo la emoción del hincha. Mi marido, mis hijos y mis nietos son de Boca pero yo me hice de River allá por los cincuenta enamorada de la pinta de Amadeo Carrizo, el “Tarzán argentino”. Y aunque quiera compartir con mi familia la emoción que sienten ante los triunfos de Boca no puedo cambiar de club, es como si fuera parte de mi identidad. No conozco a nadie que haya cambiado de club, como si fuera una elección filiatoria indeleble. 

En medio de este vaivén emocional ante cada partido, me desconcierta ver que hay personas que lo transitan con indiferencia porque “no me importa el fútbol” o “me enoja que quieran tapar con eso todo lo que pasa” y que me miren como si fuera tonta o como si estuviera ciega porque me importa el mundial y comparto angustias y deseos de triunfo con la mayoría de la gente.  

Y sí. Me importa. Y me pregunto por qué. ¿Qué tiene el fútbol y otros deportes masivos que concitan tanta emoción colectiva y se tejen con nuestras identidades? Hay puesto mucho dinero, ídolos que se entronizan y se ponen en juego ilusiones colectivas que benefician a las grandes marcas y a los que se ensucian las manos con sobornos y lucran con negocios no siempre claros. Todo el mundo lo sabe pero pero se lo encapsula y a la hora de los partidos parece no importar, el fervor, la pasión están incólumes. Hay mucho olor a podrido en el armado de cada mundial, hay mucho que está dolorosamente mal en nuestra realidad cotidiana, pero cuando nos sentamos a ver el partido nos abrimos a otra realidad, corremos con cada jugador, amagamos cada gambeta, nos duele cada foul, contenemos el aire con el VAR, discutimos las sanciones y saltamos de alegría con cada gol. ¿Somos opas? ¿Estamos ciegos? ¿Creemos que todo se ha solucionado a nuestro alrededor? Me parece una lectura sesgada que merece ser revisada por incompleta. 

El fútbol ha sido descripto como una metáfora o una sublimación de la guerra. El campo de batalla es la cancha, los jugadores son los enemigos a los que hay que abatir, hay reglas, tácticas, estrategias, sus avatares, igual que en las guerras, tienen tanta importancia social que desencadenan pasiones incontrolables y resulta difícil permanecer indiferente. 

Los equipos rivales luchan para ganar, derrotar al adversario, aniquilar al enemigo. Los pases, los logros, los yerros enardecen a jugadores que se juegan la vida y a hinchas sumergidos en emociones que obnubilan el pensamiento. Ante alguna injusticia o simplemente un error, estalla la violencia en las canchas, en las tribunas y hasta en los que lo ven por la televisión. Cada uno defiende lo suyo y no es de extrañar que crezcan la xenofobia y el racismo cuando se odia a un otro definido como enemigo, cuando se reaviva el temor atávico de matar o morir, como en la guerra. Nuestra identidad se viste con camisetas, escudos, colores específicos, cantitos, son como los uniformes y las banderas de un ejército en acción, identifican quién es cada uno y de qué lado está. 

La felicidad ante el triunfo es parecida a la del guerrero victorioso. La tristeza ante la derrota tiene el mismo tono emocional que la aniquilación en batalla. La cantidad de muertos y de penurias es muy diferente en una guerra pero la emoción toca núcleos similares. Lo propio y lo ajeno, esa dicotomía que en los albores de los tiempos fuera esencial para la supervivencia, hace que quizás esa violencia que nos acompaña como humanos se encauce en parte hacia el fútbol y permita que, en este matar simbólico al adversario amenazante, derramemos mucha menos sangre que en las guerras de verdad. 

¿Será el fútbol un resabio de la horda primitiva, de aquellos nómades que, si eran vencidos, perdían el fuego, sus mujeres y sus niños? Perder era igual a desaparecer y tal vez guardemos aquel temor atávico de ser aniquilados toda vez que debamos confrontarnos con un grupo diferente, “infamiliar” como decía Freud, mal traducido como siniestro. La amenaza de ese otro que se nos opone pone en guardia a nuestro sistema neurohormonal que se pone en acción para demostrar que somos mejores, que ganamos para apaciguar aquellos antiguos terrores que siguen anidados en nuestro cerebro primitivo y es desde ahí que se nos disparan y nos cubren estas emociones tan irracionales. 

Es nuestro cerebro reptiliano que reacciona defensivamente  ante la amenaza a nuestra tribu, grupo o clan,  porque lee perder como morir. Y sentimos y hablamos en primera persona del plural, “ganamos”, “perdimos”, porque nos pasa a todos y la alegría propia y colectiva ante un triunfo y el duelo masivo en la derrota alojados en el pasado más remoto de la humanidad adquieren otro sentido. 

Yo sé, muchos sabemos, que si ganamos nada cambiará. No somos idiotas ni ciegos. Pero igual anhelamos ganar. Nos sentamos ante el televisor y ponemos en juego magias, trucos, cábalas como si cada uno de nosotros tuviera el poder de torcer el resultado según lo que haga o no haga, como si cada uno de nosotros estuviera ahí jugando junto a ese ejército de gladiadores que lucha en cada partido según cree nuestro cerebro primitivo por nuestra supervivencia. Gritamos y soñamos juntos y mantenemos viva la esperanza de que el fuego seguirá con nosotros. 

Publicado en La Nación

Correr sin que te llamen

Mabel está enojada luego de una discusión con su madre que siempre la irrita. Rubén la ve tensa, contraída “¿pasó algo?” pregunta, Mabel le cuenta y Rubén, cansado de escuchar siempre lo mismo, con la mejor de las intenciones le dice “pero Mabel, ya sabés como es tu mamá, siempre igual, no te podés poner así, ya sos grande…” y Mabel se enfurece. ¿Qué pasó ahí? Pasó que en lugar de escuchar y empatizar Rubén corrió a opinar y dar consejos que nadie le pidió. 

¿Cuántas veces hacemos lo mismo? Vemos que pasa algo y corremos con el camión del automóvil club antes de que nos llamen.

La manía de aconsejar, dar opiniones, indicar qué es lo mejor que hay que hacer, no siempre es bien recibida por el otro. Sea pareja, hijo, madre, amigo o lo que sea. Las más de las veces, recibir un consejo no pedido es una intrusión y quien lo da se sorprende e irrita cuando no es bien recibido. Lo hizo con las mejores intenciones pero leyendo lo que pasa con sus propios ojos sin ver en qué está el otro, qué le pasa, qué necesita y, fundamentalmente, si espera recibir una opinión o no.

Cuando uno está mal por algo no busca opiniones ni consejos sino empatía. ¿Qué quiere decir esto? Una conducta empática es la que resulta de ponerse en el lugar del otro. Quién es, cómo es, en qué está, de dónde viene, cuánto puede, qué pasó, cómo vive eso que le pasó. Una respuesta empática se genera en una escucha abierta y profunda. No siempre es fácil porque ver sufrir a alguien que uno quiere o que a uno le importa nos dispara rápidamente la necesidad de ir en su ayuda. Con las mejores intenciones. Y no solo lo hacemos según lo que nosotros creemos que le está pasando sino también según lo que nosotros querríamos recibir si nos pasara lo que creemos que le está pasando. 

No es fácil empatizar porque no siempre uno tiene ganas de meterse en el sufrimiento del otro. Corremos a aliviarlo también porque a nosotros mismos nos hace sufrir su sufrimiento y esperar abriendo las orejas para empatizar es difícil. Nuestras mejores intenciones excluyen al otro, atienden solo lo que creemos nosotros. Para empatizar debemos salir de nuestra burbuja personal y, como dice el habla común, ponernos en sus zapatos.

Nos pasa, como ya dije, con nuestra pareja y también con nuestros hijos, nuestros padres, nuestros amigos. Correr a ayudar antes de que a uno lo llamen puede ser vivido como avasallamiento, y claro, no es bien recibido, nadie te agradece una opinión o un consejo no pedido. Aunque uno se de cuenta de que es con las mejores intenciones, no nos sirve en ese momento, no queremos ni consejos ni opiniones, queremos, necesitamos, la empatía del abrazo. Nada más. ¡No quiero que me digan lo que tengo que hacer cuando siento angustia por algo! ¡Necesito escucha y comprensión, necesito silencio y un abrazo! Aquel conocido “si querés llorar, llorá” empático, permisivo y contenedor. 

Ver a un ser querido sumido en una angustia que no comprendemos hace que veamos a su conducta como exagerada o fuera de lugar, nos irrita, queremos que termine, es otra de las razones por las que corremos a opinar sin que nos llamen. 

Pero el tiempo y las necesidades del otro pueden ser diferentes, tal vez solo necesite sacar afuera lo que le pasa, solo ser escuchado hasta que llegue el momento de pedir ayuda. 

Ayudar sin que nos lo pidan no ayuda. 

Correr antes de que nos llamen no es ayudar sino, aún con las mejores intenciones, no ver al otro, no importar qué necesita y puede. Ayudar es empatizar, ponerse en sus zapatos y tener la paciencia de esperar a que nos lo pida. Y entonces sí sale el camión del automóvil club con la grúa lista, la alarma a todo lo que da y las herramientas justas para dar la mano que hace falta que será muy bien recibida y agradecida porque lo pidió y lo estaba esperando. 

Cada puerta tiene una llave

A veces no nos es fácil llegar al otro, que nos escuche, que reciba lo que decimos. Hacemos nuestro mejor intento y cuando vemos que no, que no nos escuchó, nos queda esa frustrante sensación de que la puerta de la oreja del otro está cerrada a cal y a canto.

Mi mamá decía que cada puerta tiene una llave. ¿Dónde estará la llave para abrir ésta? La que entre justo justo en la cerradura, la que se adapte a los recovecos internos y la que finalmente obre el milagro. 

Si tenés algo que decir, si algo te preocupa o interesa y si querés que te escuche, mirá tu manojo de llaves y fijate si tenés ésa justa para la puerta de la oreja de tu pareja. Te aseguro que si vivís en la frustración constante de conversaciones imposibles, lo más probable es que no estés usando la llave adecuada. ¡Ya usé todas! me podrás decir, pues si ninguna funcionó tal vez tengas que encontrar una nueva. 

Veamos de qué está hecha esa llave que te hace falta para que se abra la puerta de la oreja de tu pareja. 

Primero tu actitud. Aunque tengas la llave justa, si te acercás con enojo, desprecio, si arremetés, no apuntarás bien a la cerradura. Tus emociones te ciegan, no pensás con claridad y la llave no entra, la puerta sigue cerrada. Para embocarla tenés que  amansarte, bajar los decibeles de la frustración con la que seguro venís, evitar tirártele encima a la puerta cerrada de modo avasallador. Respirá hondo, dejá de pelear, conectate con lo que querés conseguir, ¡que te escuche, que abra la puerta de su oreja! 

Una vez que estamos en modo “conversación amable”, prestá atención a cómo es tu pareja. ¿Es alguien con facilidad para las relaciones con la gente o le cuestan? ¿Puede conectarse con sus emociones o eso le angustia? ¿Es hábil hablando o suele escudarse en el silencio? Acercate de modo acorde a cómo es. No esperes que tenga tus mismas habilidades, atendé a las suyas y podrás empuñar la llave que no le amenace ni le produzca espanto o distancia.

Ya amansada tu actitud, ya claras las características de la puerta que querés abrir, prestemos atención al momento. ¿Cuándo tomarás la llave para intentar abrir esa cerradura tan hermética? Mejor no lo hagas si viene de alguna situación angustiante, o cuando el cansancio le vence o cuando recién se levanta y es de esas personas que necesita un largo rato para hablar. El momento habla de consideración, y elegir el apropiado para esa persona, hará que los goznes de la puerta se lubriquen y la llave con la que querés abrir su oreja funcione.

Por último, si amansaste tu actitud, si sabés cómo hablarle según como sean sus características personales y si buscás hacerlo cuando te puede escuchar, todavía falta una cosa más. Tener claro qué es lo que no querés que pase. Para que la llave entre, se ajuste, gire y abra esa puerta acordate de qué pasó las otras veces que intentaste y no funcionó. Lo que no querés que pase es  lo que otras veces pasó. No querés gritos ni portazos, no querés silencios ni descalificaciones, no querés que te nublen tus emociones ni que las del otro hagan que la puerta se cierre aún más fuerte. Lo que no querés que pase tiene que guiar tu mano cuando empuñes la llave adecuada.

¡Pucha! me dirás, ¡cuánto trabajo! y sí, tenés razón. ¿Quién te dijo que vivir en pareja era fácil? ¿Quién te dijo que estas cosas se arreglaban espontáneamente?  El vivir juntos no nos hace transparentes, no adivinamos ni nos adivinan. Así como hay reglas para hacer un huevo frito, hay reglas y procedimientos para comunicarse.

Por eso, si en el llavero está la llave justa, todavía no alcanza. Para que entre, para que funcione y para que abra esas orejas cerradas de tu pareja tenés que acercarte amablemente, en un momento apropiado y tener bien presente qué es lo que no querés que vuelva a pasar. Repito lo que decía mi mamá y doy fe de que es así: ¡cada puerta tiene una llave!

Shoá en Entre Ríos

Testimonio/charla online para la Jornada Central de la Semana de la Shoá de la provincia de Entre Ríos. Organizada y convocada por:

  • El Gobierno de Entre Ríos

  • El Consejo General de Educación de Entre Ríos

  • La Asociación Israelita de Paraná

  • DAIA de Entre Ríos

  • El Programa Educación, Derechos Humanos y Memoria Colectiva

  • El Museo del Holocausto de Buenos Aires y

  • El Grupo de Estudios de la Shoá

Programado para el jueves 10 de noviembre debió ser postergado por motivos técnicos para el miércoles 16 de noviembre.

El recreo necesario

Está bueno convivir. Está bueno soñar y construir juntos. Está bueno ver cómo algunos sueños se hacen realidad. También está bueno ir regando los sueños que empiezan poniendo garra para que crezcan. Está bueno ver el florecimiento de los hijos y sentir que uno se va estabilizando y encontrando un ritmo propio. Todo eso está bueno ¡Está re bueno! 

¡Pero a veces necesitamos un recreo!

Un rato para uno mismo, como cuando nos refugiamos en el baño, cerramos la puerta y sentimos el alivio, la ligereza de no sentirnos observados ni juzgados ni criticados ni opinados. Es que el baño es el mejor lugar de la casa, porque ahí uno tiene permiso de cerrar la puerta y dejarse estar sin presiones ni expectativas, sin testigos.

La mirada de los demás es determinante: a veces nos estimula y entusiasma,  otras nos asusta, nos angustia y nos frena. Como mamíferos sociales que somos necesitamos la aprobación y el reconocimiento para sentir que nuestra vida está garantizada. Y eso nos lo da la mirada de los demás. Pero esa dependencia también puede ser una prisión. Y en el reino de la pareja mucho más.

Porque nuestra pareja nos conoce del derecho y del revés. Sabe cuánto podemos y también lo que no podemos. Sabe a qué nos animamos y también lo que nos da miedo. Y en ese conocerse fuimos construyendo una nueva identidad, un nosotros en el que se fueron combinando gustos y necesidades, sueños y capacidades, realizaciones y frustraciones, nos fuimos adaptando uno al otro, aprendiendo y encontrando estilos diferentes en un tejido multicolor diferente del que traíamos. Pero al mismo tiempo, en ese nosotros, seguimos siendo personas individuales que parecemos diluirnos en la pareja pero no. Hay partes nuestras  que a veces dejamos de lado en la convivencia, como si esa renuncia enriqueciera la convivencia, esas cosas personales, eso que nos gusta, eso que por diferentes razones puede no funcionar en la pareja. Y con la intención de enriquecer a la pareja nos empobrecemos nosotros. 

¿De dónde salió que tenemos que estar siempre juntos, ir a todas partes juntos, hacer todo siempre juntos? ¿Acaso tener vida propia, por unas horas, unos días, atenta contra la felicidad de la pareja? Resulta que puede ser todo lo contrario. Unas vacaciones de la rutina cotidiana de la convivencia pueden ser muy vivificantes y hasta pueden fortalecer la relación.Está bueno también tomarse un recreo y vivir con libertad eso que uno quiere sin tener que hacer el esfuerzo de negociarlo con nadie. Suspender la convivencia cotidiana puede ser un soplo de aire fresco que quiebre la rutina. Tiempo para uno mismo, en otro lugar, sin ese testigo que tanto nos conoce y ante quien nos sentimos obligados a ser y comportarnos de una determinada manera. 

Las salidas de chicas o las de muchachos están siendo habituales hoy, los más jóvenes comprendieron eso de que somos un “nosotros” pero también somos “uno mismo” y que a veces ese uno mismo se pierde en el nosotros y hace falta recuperarlo. 

La pareja y la familia son un núcleo esencial para nuestra identidad y nuestro desarrollo personal, pero será más dichoso si cada uno de los miembros mantienen sus espacios personales, si se dan el gusto de ir a su aire de vez en cuando, si el pacto de la pareja incluye el permiso de tomarse esos recreos esenciales.

Así que si sentís que algo de la convivencia te empobrece o te ahoga, miralo de frente y decítelo con todas las letras, sin temor, no estás amenazando nada. Por el contrario apropiate de tus ganas, de tus ritmos, de tus necesidades, hacé lo que se te canta sin tener que dar cuenta de ello y date vuelo y libertad, aunque sea un ratito, aunque sea unas horitas, aunque sea unos pocos días, está bueno para vos, está bueno para los dos. 

Y encima está bueno extrañarse, volver a sentir que uno es importante para el otro y que el otro es importante para uno. Tomate un recreo. Cambiá de escenario. Los recreos son para jugar. Tomate un recreo y jugá. 

Pogrom de noviembre (acto 2022)

Pintura de Judith Dazzio

Pasaron 84 años de aquella noche de noviembre de 1938 en Alemania y en Austria.

Los que todavía no lo habían hecho vieron que la única salida era la emigración. Ya desde 1935 las infames leyes de Nuremberg habían ido restringiendo sus vidas pero siempre estaba la esperanza de que sería pasajero, de que no iba a durar más tiempo, esperanza que se hizo trizas junto con las vidrieras de los negocios que le dieron el engañoso nombre de Kristallnacht a aquel pogrom criminal. 

Los que pudieron se fueron. Muchos llegaron a la Argentina, intelectuales, científicos, artistas, creadores, educadores trajeron cultura, creatividad y estímulo al Río de la Plata. Pero, como casi todos los sobrevivientes, guardaron para sí la dura experiencia del nazismo y las pérdidas que habían sufrido. Ninguno olvidó nada. Ninguno negó nada. Pero casi todos callaron, se abocaron a vivir, a adaptarse, a generar familias y a crecer en aquello que era su actividad. No había tiempo para lamentarse y hablar ni tampoco oídos abiertos para escuchar. 

Muchos años después el dique del silencio se fragmentó y las voces de los sobrevivientes se derramaron como un río embravecido a cuyas orillas estamos todos. Y escuchamos. Y aprendemos. Y empatizamos con cada uno, con cada historia, con cada lágrima, con cada evocación de lo perdido. 

Durante mucho tiempo se creyó que el silencio de los sobrevivientes era patológico, que negaban, que preferirían no hablar para no revivir lo vivido. Se creó la figura del sindrome del sobreviviente que incluía el silencio como eje central. Resulta que cuando se rompió el dique y comenzaron a hablar todas estas teorías se derrumbaron. Ni habían olvidado. Ni eran negadores. Ni temían revivir lo vivido al contarlo. Por el contrario, contarlo los aliviaba y encontraron en ello una misión en la vida. Y dan su testimonio donde se lo pidan, en escuelas, en clubes, en entrevistas periodísticas, en videos y sus voces tienen tridimensionalidad y sus personas se enaltecen como portadores de narrativas que deben formar parte de la historia de la humanidad.

Pero  ¿por qué callaron todos esos años? Tengo una hipótesis muy diferente a la habitual. No creo que el silencio se haya debido al temor de revivir el sufrimiento, a no querer cargar a los hijos con recuerdos tan tristes, a que padezcan algún tipo de patología psiquiátrica que les haya obnubilado la memoria y cerrado las bocas. Los testimonios que oímos contradicen todo eso. Creo que fue un silencio restaurador de la vida, un silencio que permitió que caminaran sin que lo vivido entorpeciera sus pasos, un silencio que hizo posible que hicieran familias, que construyeran un futuro, un silencio que, en suma, les permitió seguir viviendo. La vivencia de que el estado protector, el estado que debía asegurarles la educación y la salud, la seguridad y la vida, ese estado los había querido matar fracturó de tal manera su confianza que necesitaron varias décadas para reconstruirla. Años en los que pudieron recuperar una expectativa de futuro, años en los que criaron y educaron a sus hijos, años en los que nacieron los nietos y se fueron haciendo grandes, y de ese modo aquel piso fracturado pudo recomponerse y volvieron a estar de pie sobre un piso sólido del que ya no temían resbalar ni caer. Las grietas y fracturas se fueron soldando, las marcas quedan, las marcas están, en la memoria, en las ausencias, en las incertidumbres y temores a poco de haber sobrevivido, pero el piso volvió a estar horizontal y a contener pasos que pueden caminar sin tener que estar mirando hacia atrás todo el tiempo. 

El silencio de los sobrevivientes fue sanador, reconstituyente y les permitió seguir viviendo. Aquellos que hablaron demasiado precozmente vivieron en el desgarramiento de la victimización como en un lodazal poco firme sin poder sacar los pies de ese barro que entorpecía sus pasos. La vida en los primeros años les fue más difícil a los que hablaron que a los que se anidaron en un silencio protector.

Sé que es una hipótesis extraña en un contexto cultural en el que se cree que hay que hablar de todo siempre y que toma el silencio como una especie de falla irreparable. Pero al ver la fuerza, la firmeza y la determinación de los sobrevivientes de hablar, de contar, de compartir y transmitir lo vivido, advertimos que no olvidaron, que no reprimieron, que no negaron, tan solo esperaron el momento en el que la vida vivida, les asegurara que ahora sí se podía hablar, ahora que habían vivido, ahora que llegaron a viejos, ahora que sus hijos que llegaron a ser adultos, ahora que sus nietos son la evidencia de que el futuro está. ¡Y pueden hablar! 

El silencio de décadas no es solo de los sobrevivientes del Holocausto. Es una conducta habitual en los sobrevivientes de todos los genocidios posteriores y son tantos que avergüenza a la humanidad la evidencia de lo que no se ha aprendido. Antes del Holocausto sucedió el genocidio armenio en manos de los turcos, luego la masacre en Nankin por el ejército japonés y luego el holodomor, la criminal hambruna en Ucrania perpetrada por los soviéticos. Y después del Holocausto no han parado de suceder. La limpieza étnica de los Balcanes, la sangrienta matanza a machetes de los Hutus sobre los Tutsis en Ruanda, la masacre de los itchiles en Guatemala, el cruel genocidio en Camboya en manos del Khmer Rojo. Son millones y millones de personas asesinadas que tiñen de sangre nuestra conciencia como humanidad.

Hanka, una sobreviviente del Holocausto contaba que a sus 7 años ante la irrupción de los nazis en su casa, se escondieron con su mamá en el fondo de un ropero, detrás de la ropa y que quiso hacerle una pregunta y la mamá la dijo que no hable. Hanka le preguntó por qué no podían hablar y la mamá le dijo que si las descubrían las iban a matar y la niñita preguntó ¿por qué me quieren matar si me porté bien?. Ésta es la pregunta que nos sigue acuciando y acosando como humanidad. Es la pregunta de los genocidios, los hechos genocidas, las masacres, lo que sucede solo en contextos dictatoriales, nunca en una democracia, nunca en un estado de derecho. Por eso estos actos de conmemoración y homenaje, los rituales colectivos que mantienen viva la llama del alerta son un toque de atención, indispensables para que alguna vez, el portarse bien sea por fin garantía de supervivencia. Amén, que así sea.  

(En el acto organizado por Bnei Brit, Museo del Holocausto, Confraternidad Argentina Judeo Cristiana y Centro Wiesenthal)

El miedo detrás de la violencia

¿Viste cuando decís algo y recibís una reacción hiriente, violenta o descalificadora?. Ese grito, ese insulto, ese gesto, esa mirada, toca y golpea nuestro núcleo más vulnerable, el impacto es tal que todo nuestro organismo se pone en acción. 

No me canso de decirlo: somos mamíferos, gregarios, sociales, necesitamos asegurar una y otra vez que somos aceptados y queridos, cualquier amenaza de que no es así, nos hunde en una enorme angustia amenaza nuestra vida. ¿Y cómo se expresa eso? igual que hace miles de años, igual que en la época de las cavernas, igual que los neanderthal, se nos disparan las mismas conexiones neuronales y se pone en movimiento todo el sistema hormonal para huir o para contra atacar. Igual que los mamíferos. 

Sentirse atacado nos dispara automáticamente la reacción del ataque. Pero hay un modo en el que podemos anteponer algo a nuestra reacción y evitar que la violencia escale y nos veamos metidos en medio de una pelea. El truco es intentar comprender qué disparó en nuestro otro esa conducta tan fuertemente agresiva. 

Solemos pensar que el maltrato es una señal de maldad o egoísmo, de crueldad, de mala entraña. O que grita, vocifera y tiene malos modos por un tema mental, algún tipo de patología que debe ser medicada por la psiquiatría. O la razón es porque nos ve como enemigos, le irritamos, no nos soporta, no nos quiere más. Los motivos habituales con los que nos explicamos estas conductas hirientes son entonces uno de estos tres: la maldad, la locura o el desamor. Todas explicaciones que nos cierran las puertas y nos angustian o desalientan. 

Pero hay otra manera de pensarlo. Ahí va.

Son las personas caracoles, se sienten inseguros, se protegen con una armadura que es tan dura como la inseguridad que esconden. Tan ligeros, tan frágiles, tan a merced como los caracoles y para sobrevivir se cubren con una coraza dura, fuerte y sólida. 

Nadie diría que los caracoles son sólidos y fuertes. Todo lo contrario. Los vemos y entendemos su enorme fragilidad y que solo tienen como defensa esa armadura que los rodea. 

Mucha gente es igual. Cuanto más frágil se siente más fuerte grita, más se exaspera, más reacciona de modo agresivo y enojón. La persona que guarda un núcleo de vulnerabilidad del que se avergüenza, que le aterra mostrar, busca ser valorada, respetada y confirmada marcando territorio con gritos y malos modos. Es tanto su miedo como la fragilidad de un caracol y evita mostrarlo porque teme que si lo hace perderá el respeto de quienes le rodean. Prefiere que le crean violento y no asustado, prefiere ocultarse en un silencio hostil a confesar el terror que siente de no ser querido. Suelen no saber como entrar en su mundo emocional, no lo conocen ni tienen palabras para nombrar lo que sienten, lo que temen. Sus reacciones, sus descalificaciones y agresiones, son la medida del miedo que sienten. Es más común en los hombres pero también nos pasa a las mujeres. En los hombres se complica por la exigencia cultural que los fuerza a mostrarse machos potentes e importantes. Un hombre inseguro vive acosado por el terror de que se descubra que todo lo que muestra es como la casita del caracol, que parece impenetrable porque no quiere que nadie sospeche siquiera que adentro de esa coraza dura hay un corazón blandito, aterrorizado ante la idea de no ser querido. 

Pensá todo esto cuando tu pareja te responda de modo intempestivo. Ese maltrato, que lo es, ¡es un maltrato! esconde la materia frágil de un ser que no sabe ni puede decir que tiene miedo y que lo que más quiere en la vida es que le aseguren amor. Y el pobre está en una trampa porque le sale al revés, provoca rechazo, con lo cual confirma la falta de amor. La próxima vez que te grite o te maltrate no digas nada, pensá dentro de tu cabeza “¡pobre! ¡qué asustado que está!” 

Portarse bien y sus preguntas.

Ilustración Fidel Sclavo

Cuando los nazis irrumpieron en la casa, Hanka y su mamá corrieron a esconderse en el ropero tras vestidos y abrigos -¿Qué pasa mamá? -¡Sh! la calló su madre aterrada, si nos descubren nos matan, y Hanka, con solo 7 años, preguntó -¿Por qué me quieren matar si me porté bien? 

Fue en Polonia en 1942. Hace 80 años. Y la pregunta sigue viva hoy y acá cuestionando todo lo que aprendimos. ¿Acaso toda la educación y las reglas de convivencia no se sostienen en la idea de que si uno se porta bien todo irá bien? Si da lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio o chorro, como decía Discépolo en 1934, ¿para qué esforzarnos, estudiar, portarnos bien? Desnudos de certidumbres, no sabemos qué contestar.

La realidad nos cachetea a diario con la contravención a las reglas, la desobediencia a La Ley, el desprecio por la Constitución. Desde alumnos hasta miembros del gobierno pasando por colectivos que reivindican derechos históricos o sociales, sindicales o partidarios, apoderándose de la cosa pública, todo parece haberse dado vuelta. Lo que creíamos sólido se funde bajo nuestros pies. ¿Cómo educar a nuestros hijos en las normas básicas que posibilitan la convivencia si ven que no se respetan ni se pena su desobediencia? 

Traicionar, mentir, engañar, aprovecharse del débil y el crédulo, explotar las debilidades humanas sin medir ni importar las consecuencias son las nuevas reglas. Todo es igual. Nada es mejor. ¿Para qué portarse bien si es premiado quien no lo hace? ¿Para qué trabajar si te adormecen con la limosna de un plan? ¿Para qué estudiar si eso no garantiza el éxito? 

¿Por qué me quieren matar si me porté bien? sigue preguntando Hanka de 7 años con un lúgubre y ensombrecedor Cambalache de fondo.

Hanka sobrevivió, no así su madre. Sobrevivió y llegó a la Argentina. Acá se casó, tuvo hijos y nietos, enviudó, envejeció y se fue. Sobrevivir fue un milagro. ¿Quién iba a decir que tan chiquita y sola iba a lograrlo? Los sobrevivientes del Holocausto prueban que, aunque parezca imposible, en algún lado, de alguna manera, algunos, no todos, fueron tocados por la varita mágica de la suerte y vivieron a pesar de la infalible maquinaria nazi. Pero depender de la suerte nos sume en la total impotencia, es exterior a nosotros, no parece haber nada que podamos hacer para dar vuelta la taba y que la rueda de la fortuna caiga de nuestro lado.

Se cuestiona la democracia en todas partes pero otros países funcionan, allí estudiar, trabajar, respetar las reglas y la institucionalidad sigue siendo La Ley y nadie duda de que  portarse bien sea el camino. 

¿Qué es hoy portarse bien acá? ¿Cuáles son los ejemplos que vemos y que nos podrían alentar? ¿Por qué en nuestra tierra tan fértil los yuyos y las malezas ocupan el lugar de tantos frutos y alimentos?

Me porto bien, pago mis impuestos, respeto los semáforos, soy puntual, trabajo con honestidad, no robo ni engaño, digo buen día, gracias, por favor, si hago todo eso ¿por qué vivo en la incertidumbre? ¿Por qué me dan turno médico para dentro de varios meses? ¿Por qué camino titubeante sobre un piso tan resbaladizo que ante cada decisión me espanta la idea de caerme? ¿Por qué mis hijos viven en el exterior? ¿Por qué no puedo acompañar el crecimiento de mis nietos? 

¿Por qué me quieren matar si me porté bien? sigue preguntando Hanka. ¿La respuesta estará soplando en el viento como decía Bob Dylan? ¡No! Si fuera así no puedo vivir. Mi respuesta es seguir portándome bien para que siga abierta la puerta de la esperanza.

Publicado en Clarin

Preguntas antes del divorcio

Y un día te das cuenta de que la cosa no anda, que es más lo que están mal que lo que están bien. Probaste todo, o al menos probaste lo que podías, y nada funcionó. Como si tuvieras un clavo clavado en el dedo gordo del pie que duele a cada paso, pensás en el divorcio. Ya pensarlo es un alivio, es sacarse el clavo, volver a ponerse zapatos y caminar otra vez.

La cosa no pasó de pronto sólo que un día te diste cuenta después de no haber visto, de creer que lo que sea que pasaba iba a pasar, pero el momento no llegaba, crecía tu frustración, tu enojo y día sentís que basta, que te querés sacar ese clavo clavado porque no aguantás más el dolor.

A veces el divorcio es la solución porque la penuria es tanta que no hay ya sobre qué seguir construyendo. Pero otras veces, veo que terminar con la pareja, fracturar la familia, es más un darse por vencido o una huída desbocada, irreflexiva y ciega. Si estás pensando en separarte, te hago tres preguntas en las que pensar. 


  1. ¿Por qué el sufrimiento? ¿toda la culpa la tiene el otro? si te duele no estar recibiendo lo que te hace falta, ¿lo pediste o esperaste que adivine? ¿cuando te sentiste mal lo dijiste de buen modo o reclamaste, criticaste y acusaste? ¿tu vida y tu felicidad depende de lo que haga o no haga el otro y vos siempre estás esperando y en el lugar de la víctima? ¿El enojo te cubre de tal modo que no te deja pensar?

  2. ¿Qué esperabas de la pareja? ¿revisaste lo que esperabas de la convivencia? ¿Te creíste la historia del amor que cuentan las novelas y los boleros y que el amor lo podía todo? ¿Le preguntaste a tu otro lo que necesitaba? o ¿hiciste lo que vos creías que necesitaba? ¿Todo está mal, no hay nada que veas que esté bien como si hubieras perdido la vista de un ojo?

  3. ¿Cómo imaginás el futuro? Además del alivio de la soledad, de no tener que negociar horarios y decisiones ¿Te preguntaste cómo será tu futuro, con los hijos, la familia, los amigos, el dinero, todo lo que cambiará con el divorcio? ¿Tenés la seguridad de que una vez que te alivies, vivirás la felicidad que soñabas?


Pensar en el divorcio es un alivio porque uno siente que si la cosa se pone imposible está esa salida. Pero a veces nos apuramos. Las soluciones tomadas en medio del enojo y el sufrimiento no suelen estar bien consideradas, solo se busca el alivio y no  importa otra cosa. Uno quiere sacarse de encima lo que duele sin pensar ni esperar. El ver solo con el ojo que ve todo mal, distorsiona la realidad y no aconseja bien.

Si estás pensando en divorciarte, salí de tu casa, comprate un cuaderno lindo, andá a un café, a un lugar amable, preferiblemente un lugar nuevo, pedite un café, un trago o lo que quieras y hacete el regalo de mirate para adentro un rato y anotá. Respondé una a una, estas preguntas: ¿la culpa del sufrimiento es solo del otro?, ¿esperabas de tu pareja cosas imposibles? ¿cuáles serán las consecuencias de un divorcio? 

Y no te engañes ni te adornes las cosas, decite la verdad. Siempre nos resulta más fácil ver lo que hace mal el otro y no nos damos cuenta de lo que hacemos nosotros mismos. En lugar de esperar que suceda un milagro, tomá las riendas en tus manos, hacé un ejercicio de honestidad bruta, sin disfraces, vas a ver cuánto de tu conducta te trajo donde estás. ¿Conocés a alguien que se divorció? preguntale qué pasó después, anticipate para pesar bien la decisión que estás a punto de tomar. Tu pareja también está sufriendo y tampoco sabe cómo salir del atolladero. Una vez que te respondas esas preguntas podrás pensar un poco más si divorciarte es lo que querés o si, abriendo el ojo que ve lo que está bien, tu pareja tendrá una nueva oportunidad.

Hijos del otro

Tener y educar hijos es una aventura complicada y compleja. Cuando se unen parejas  con hijos de parejas anteriores, todo se hace más difícil. 

Sea una pareja con hijos de uno solo de un matrimonio anterior, con hijos de los dos lados y adolescentes, con hijos chiquitos, de jardín o de primaria, con hijos adultos. Cada situación requerirá un encare particular. Pero hay cosas que pueden aplicarse a todas.

Los hijos tienen una doble pertenencia. Por un lado a la familia que eran y por el otro a la nueva que se armó. La adaptación a la situación dependerá de si la relación fue tormentosa y la separación peleada. Ya venían baqueteados por la mala relación de sus padres y si la cosa quedó mal se verán en un severo conflicto de lealtad especialmente si la nueva pareja les cae bien, se sentirán traicionando al progenitor que quedó solo. Y si la nueva pareja trae hijos también tendrán que adaptarse a estos y vivir el todos los días de a ver quién recibe más que quién, a quién se le permiten cosas y a quien no, al trato diferencial que reciben. La tarea es fenomenal para todos en el enfrentamiento de las mil y una situaciones de la vida cotidiana. 

Es bien diferente cuando la relación previa y la separación fueron amistosas. Con padres que no se ven como enemigos, el clima será más propicio. Pero igual, para los hijos, la nueva pareja es la prueba de la desunión de sus padres y todos los chicos quieren que sus padres sigan juntos y muchos creen que son culpables de la separación, o sea que la nueva pareja será la prueba de su fracaso en unir a sus padres. 

¿A quién querer? ¿Alguien se sentirá mal? ¿habrá que tomar partido?

Tomar partido es siempre injusto y doloroso. Para los hijos y para los padres. Es más fácil tratar con los hijos propios que con los ajenos, no sé si más fácil, más conocido, pero la nueva pareja piensa diferente, critica o sugiere otras conductas y puede caer en la tentación de querer imponerse. Para cada uno, la manera propia es la adecuada, la que está bien y querría que fuera la norma del nuevo hogar. Puede ser una fuente de conflictos que ojalá se vuelva una fuente de conversaciones. Los hijos deben aceptar y adaptarse y los padres, deben aceptar y adaptarse, los 4 padres.

Hay algunas claves que podemos tomar para hacer de este proceso un camino que conduzca a una convivencia pacífica.

La adaptación no sucede instantáneamente, requiere paciencia, tolerancia y flexibilidad. La nueva pareja une a dos planetas diferentes, dos historias diferentes, dos heridas y dolores diferentes, dos formas de actuar y de convivir diferentes. El desafío es aprender a construir un tercer planeta en el que cada uno, chicos y grandes, tenga un espacio propio, sea respetado y considerado. 

Cada circunstancia conflictiva, y las habrá, si puede ser conversada amorosamente, permitirá conocer y conciliar necesidades y posibilidades. Horarios y espacios, el baño, las comidas, la hora de dormir, hábitos, familias, todo lo que ya estaba establecido se pone en cuestión y debe ser pactado.

El desafío mayor es para la nueva pareja. 

Repito, paciencia, tolerancia y flexibilidad. Cada nueva situación permitirá conversar y construir las reglas de convivencia. Tiene que haber reglas, claras y explícitas para que los hijos de uno y de otro no sean un campo de batalla, es esencial dividir las tareas, marcar claramente de qué se ocupa cada uno, qué padre es responsable de qué hijo, cuál es la conducta que se aceptará respecto de los hijos del otro, en suma, cómo se organiza la vida para que nadie afecte la vida de nadie. ¿tienen que hacerse la cama? ¿levantar los platos? ¿colaborar en tareas de las casa? ¿invitar a quién quieran? Todo debe ser conversado, pactado y respetado. Atención a los celos, a los privilegios, a las diferencias. Atención a la intervención disruptiva de la pareja anterior. 

Esta segunda oportunidad no sucede espontáneamente. Requiere trabajo y dedicación. Tienen en sus manos el futuro de esta nueva familia, el bienestar de los hijos y la paz de todos.