El miedo detrás de la violencia

¿Viste cuando decís algo y recibís una reacción hiriente, violenta o descalificadora?. Ese grito, ese insulto, ese gesto, esa mirada, toca y golpea nuestro núcleo más vulnerable, el impacto es tal que todo nuestro organismo se pone en acción. 

No me canso de decirlo: somos mamíferos, gregarios, sociales, necesitamos asegurar una y otra vez que somos aceptados y queridos, cualquier amenaza de que no es así, nos hunde en una enorme angustia amenaza nuestra vida. ¿Y cómo se expresa eso? igual que hace miles de años, igual que en la época de las cavernas, igual que los neanderthal, se nos disparan las mismas conexiones neuronales y se pone en movimiento todo el sistema hormonal para huir o para contra atacar. Igual que los mamíferos. 

Sentirse atacado nos dispara automáticamente la reacción del ataque. Pero hay un modo en el que podemos anteponer algo a nuestra reacción y evitar que la violencia escale y nos veamos metidos en medio de una pelea. El truco es intentar comprender qué disparó en nuestro otro esa conducta tan fuertemente agresiva. 

Solemos pensar que el maltrato es una señal de maldad o egoísmo, de crueldad, de mala entraña. O que grita, vocifera y tiene malos modos por un tema mental, algún tipo de patología que debe ser medicada por la psiquiatría. O la razón es porque nos ve como enemigos, le irritamos, no nos soporta, no nos quiere más. Los motivos habituales con los que nos explicamos estas conductas hirientes son entonces uno de estos tres: la maldad, la locura o el desamor. Todas explicaciones que nos cierran las puertas y nos angustian o desalientan. 

Pero hay otra manera de pensarlo. Ahí va.

Son las personas caracoles, se sienten inseguros, se protegen con una armadura que es tan dura como la inseguridad que esconden. Tan ligeros, tan frágiles, tan a merced como los caracoles y para sobrevivir se cubren con una coraza dura, fuerte y sólida. 

Nadie diría que los caracoles son sólidos y fuertes. Todo lo contrario. Los vemos y entendemos su enorme fragilidad y que solo tienen como defensa esa armadura que los rodea. 

Mucha gente es igual. Cuanto más frágil se siente más fuerte grita, más se exaspera, más reacciona de modo agresivo y enojón. La persona que guarda un núcleo de vulnerabilidad del que se avergüenza, que le aterra mostrar, busca ser valorada, respetada y confirmada marcando territorio con gritos y malos modos. Es tanto su miedo como la fragilidad de un caracol y evita mostrarlo porque teme que si lo hace perderá el respeto de quienes le rodean. Prefiere que le crean violento y no asustado, prefiere ocultarse en un silencio hostil a confesar el terror que siente de no ser querido. Suelen no saber como entrar en su mundo emocional, no lo conocen ni tienen palabras para nombrar lo que sienten, lo que temen. Sus reacciones, sus descalificaciones y agresiones, son la medida del miedo que sienten. Es más común en los hombres pero también nos pasa a las mujeres. En los hombres se complica por la exigencia cultural que los fuerza a mostrarse machos potentes e importantes. Un hombre inseguro vive acosado por el terror de que se descubra que todo lo que muestra es como la casita del caracol, que parece impenetrable porque no quiere que nadie sospeche siquiera que adentro de esa coraza dura hay un corazón blandito, aterrorizado ante la idea de no ser querido. 

Pensá todo esto cuando tu pareja te responda de modo intempestivo. Ese maltrato, que lo es, ¡es un maltrato! esconde la materia frágil de un ser que no sabe ni puede decir que tiene miedo y que lo que más quiere en la vida es que le aseguren amor. Y el pobre está en una trampa porque le sale al revés, provoca rechazo, con lo cual confirma la falta de amor. La próxima vez que te grite o te maltrate no digas nada, pensá dentro de tu cabeza “¡pobre! ¡qué asustado que está!”