Está bueno convivir. Está bueno soñar y construir juntos. Está bueno ver cómo algunos sueños se hacen realidad. También está bueno ir regando los sueños que empiezan poniendo garra para que crezcan. Está bueno ver el florecimiento de los hijos y sentir que uno se va estabilizando y encontrando un ritmo propio. Todo eso está bueno ¡Está re bueno!
¡Pero a veces necesitamos un recreo!
Un rato para uno mismo, como cuando nos refugiamos en el baño, cerramos la puerta y sentimos el alivio, la ligereza de no sentirnos observados ni juzgados ni criticados ni opinados. Es que el baño es el mejor lugar de la casa, porque ahí uno tiene permiso de cerrar la puerta y dejarse estar sin presiones ni expectativas, sin testigos.
La mirada de los demás es determinante: a veces nos estimula y entusiasma, otras nos asusta, nos angustia y nos frena. Como mamíferos sociales que somos necesitamos la aprobación y el reconocimiento para sentir que nuestra vida está garantizada. Y eso nos lo da la mirada de los demás. Pero esa dependencia también puede ser una prisión. Y en el reino de la pareja mucho más.
Porque nuestra pareja nos conoce del derecho y del revés. Sabe cuánto podemos y también lo que no podemos. Sabe a qué nos animamos y también lo que nos da miedo. Y en ese conocerse fuimos construyendo una nueva identidad, un nosotros en el que se fueron combinando gustos y necesidades, sueños y capacidades, realizaciones y frustraciones, nos fuimos adaptando uno al otro, aprendiendo y encontrando estilos diferentes en un tejido multicolor diferente del que traíamos. Pero al mismo tiempo, en ese nosotros, seguimos siendo personas individuales que parecemos diluirnos en la pareja pero no. Hay partes nuestras que a veces dejamos de lado en la convivencia, como si esa renuncia enriqueciera la convivencia, esas cosas personales, eso que nos gusta, eso que por diferentes razones puede no funcionar en la pareja. Y con la intención de enriquecer a la pareja nos empobrecemos nosotros.
¿De dónde salió que tenemos que estar siempre juntos, ir a todas partes juntos, hacer todo siempre juntos? ¿Acaso tener vida propia, por unas horas, unos días, atenta contra la felicidad de la pareja? Resulta que puede ser todo lo contrario. Unas vacaciones de la rutina cotidiana de la convivencia pueden ser muy vivificantes y hasta pueden fortalecer la relación.Está bueno también tomarse un recreo y vivir con libertad eso que uno quiere sin tener que hacer el esfuerzo de negociarlo con nadie. Suspender la convivencia cotidiana puede ser un soplo de aire fresco que quiebre la rutina. Tiempo para uno mismo, en otro lugar, sin ese testigo que tanto nos conoce y ante quien nos sentimos obligados a ser y comportarnos de una determinada manera.
Las salidas de chicas o las de muchachos están siendo habituales hoy, los más jóvenes comprendieron eso de que somos un “nosotros” pero también somos “uno mismo” y que a veces ese uno mismo se pierde en el nosotros y hace falta recuperarlo.
La pareja y la familia son un núcleo esencial para nuestra identidad y nuestro desarrollo personal, pero será más dichoso si cada uno de los miembros mantienen sus espacios personales, si se dan el gusto de ir a su aire de vez en cuando, si el pacto de la pareja incluye el permiso de tomarse esos recreos esenciales.
Así que si sentís que algo de la convivencia te empobrece o te ahoga, miralo de frente y decítelo con todas las letras, sin temor, no estás amenazando nada. Por el contrario apropiate de tus ganas, de tus ritmos, de tus necesidades, hacé lo que se te canta sin tener que dar cuenta de ello y date vuelo y libertad, aunque sea un ratito, aunque sea unas horitas, aunque sea unos pocos días, está bueno para vos, está bueno para los dos.
Y encima está bueno extrañarse, volver a sentir que uno es importante para el otro y que el otro es importante para uno. Tomate un recreo. Cambiá de escenario. Los recreos son para jugar. Tomate un recreo y jugá.