El matrimonio no es lo que era

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El matrimonio tradicional ya no es lo que era. Hoy preferimos llamarlo convivencia porque ni siquiera es indispensable haber pasado antes por el registro civil. 

Tampoco la convivencia se refiere a la estructura “normal” porque las cosas dejaron de ser como solían ser a lo largo de decenas de siglos en occidente. La gente se casaba, procreaba, llegaba a ver la adolescencia de sus hijos, envejecía tempranamente y moría. Desde mediados del siglo XIX las cosas empezaron a cambiar. Hizo su estelar aparición el amor. No solo la procreación o la conveniencia determinaban la unión de dos personas. 

El romanticismo literario encumbró al amor que, después de la primera guerra mundial, fue “la razón” por la que una pareja decidía compartir su vida. Esta novedad irrumpió como un vendaval que traía como colita la promesa de felicidad completa y eterna. 

El siglo XX sumó el nuevo lugar laboral y social de la mujer luego de la Primera Guerra y los métodos anticonceptivos después de la Segunda. La vida de las mujeres dejó de ser el exclusivo y particular reino del hogar y la procreación dejó de ser la única y suprema finalidad del matrimonio. 

Los roles fijos asignados a hombres y mujeres con el propósito social de asegurar la reproducción y el sistema de relaciones sociales y laborales comenzó a tambalear, el objetivo de la felicidad total y absoluta se encumbró como el principal. Los cambios, fertilizados por el cine, las novelas, las canciones, confluyeron en que la conquista de la total y perpetua felicidad fuera el imperativo de toda pareja al elegirse. Aquella vieja estructura de una familia que tenía su camino claramente marcado, con rituales y expectativas fijas, empezó a hacer agua. Ahora se tenía la libertad de elegir qué, cuándo, cuánto y cómo, una libertad oceánica que conmovió las estructuras. No había por qué atenerse a los mandatos históricos, al estilo de familia tradicional que persistía gracias a la tolerancia y no al amor. Las apetencias y las expectativas crecieron de manera exponencial. Y así estamos ahora. Con una libertad por momentos contradictoriamente asfixiante porque cuando hay mucho nos resulta frustrante elegir algo, siempre nos queda la idea de que podíamos haber elegido otra cosa mejor. Queremos todo, inmediato, perfecto y siempre. ¿Por qué frustrarse? ¿Por qué aceptar que no se puede todo? ¿Por qué postergar o renunciar? Todo nos dice que no hay por qué limitarse, postergar, renunciar o aceptar lo que a uno no le viene bien. ¡You can do it! ¡Querer es poder! Entonces luchamos día a día, hora a hora, esperando alcanzar estas expectativas que exceden en mucho lo posible. ¿Felicidad total? ¿Satisfacción inmediata? ¿Logros sin esfuerzos? Nada de eso es posible pero la expectativa sigue ahí como un mandato ineludible y cuando no sucede eso que debería suceder, lo leemos como fracaso. Y ante el fracaso, solemos atribuirle el problema al otro, ese otro que “se empeña en no hacer lo que sabe que tiene que hacer, que me lo hace a mí, a propósito, porque no le importo, no me quiere”. Ante esa gesta por lo tan deseado y muchas veces imposible, la solución es buscar a otra persona que sí pueda darme aquella felicidad prometida. Y las separaciones y los divorcios están a la orden del día. “No quiero vivir como mis padres que se aguantaban y se toleraban pero que nunca fueron felices” es una de las formulaciones más habituales que escucho.

Pero están naciendo otros modelos de parejas, las que empiezan a darse cuenta de que las expectativas desmedidas son irreales y que no todo está mal con su otro y se proponen encontrar otra manera. Con valentía se atreven a salirse de las estructuras históricas e inventan otras. Básicamente buscan nuevas formas de vivir en pareja que mantengan lo que está bien, lo que funciona y que eviten lo que hace sufrir. Buscan lo mejor de los dos mundos, los beneficios emocionales y familiares de sostener la relación en nuevos contextos que permitan la realización y la paz personal. 

Hay parejas que no duermen en la misma cama o en la misma habitación. Hay parejas para las que la convivencia cotidiana era tan conflictiva que dejaron de vivir juntos. Hay parejas que conviven solamente los fines de semana. Cada una va buscando su solución a medida, un modo que no los violente y que recupere la relación amorosa que la convivencia fallida deterioró tanto. 

Hay diferentes modelos de pareja y de estructuración de la convivencia. No podemos decir cuánto de esto marcará un camino que seguiremos andando o si son solo ensayos individuales en la búsqueda de algo de paz. Lo que sí podemos asegurar es que estamos en un período de transición entre aquella estructura clara y sólida de la civilización occidental hacia alguna otra manera de combinar la necesidad de la unidad social y emocional de pareja y familia junto con los nuevos imperativos culturales en busca de la felicidad. Una felicidad posible que se parece mucho a calzarse una pantufla cómoda que haga más fácil cada paso en la vida.


Publicado en La Nación

La larga travesía al 2021, ya más cerca del puerto....

Ilustración de Fidel Sclavo

Ilustración de Fidel Sclavo

Tenía casi 2 años cuando subí con mis padres al barco de carga que nos trajo a la Argentina. Sobrevivientes del nazismo, veníamos de una Europa cubierta de sangre. La guerra fue dura para todos pero para los judíos como nosotros, fue trágica. Traíamos la memoria reciente de redadas, escondites, huidas, terrores, peligros y de los más desgarradores dilemas éticos. Mis padres, vivos después de aquella ordalía de espanto, escapaban de ese cementerio en busca de un nuevo lugar. El destino fue Argentina. Llegamos luego de caminos sinuosos porque las autoridades no nos admitían acá. Nos declaramos católicos y esa mentira abrió las puertas. Los 19 días del viaje fueron el comienzo de nuestro renacimiento. Era la única nena en aquel barco, mimada por todos, la mascota de unos marineros, duros, secos y solitarios. “Nunca te mareabas” decía mamá, “corrías ligera y segura como si fuera tu casa”. Debo haber sido feliz. Pero ¿cómo era para mis padres? ¿Cómo era Argentina para ellos con esas referencias imaginarias de pampas chatas y ciudades infestadas de prostíbulos? “¿Adónde estamos yendo?” se decían visualizando salvajes con plumas, crimen y perversión en las calles, algo así como un far west desangelado. Las peores fantasías se confirmaron al ver unos changadores en el puerto. Era una tierra incivilizada y brutal donde la gente echaba carne sobre el fuego que después comía sangrante, casi cruda. Con ojos extranjeros y tanto miedo a flor de piel no sabían entonces que adorarían comer asado. No sabían que podrían comer tanto pan blanco y bananas como se les antojara y que mamá aumentaría 25 kilos el primer año. No sabían que seríamos recibidos por la gente con cariño y generosidad. No sabían que tendrían una buena vida y que morirían, como debe ser, de viejos.

Con la mirada perdida en aquel horizonte lejano y desconocido, en la borda de aquel barco que nos traía a la libertad, la incertidumbre y el desconocimiento de lo que estaba por venir cargaba con nuevos temores a su mochila cansada.

Hoy, en esta pandemia, vuelve a mi aquel momento con la inminencia de las tan esperadas vacunas. No una sino siete corren en la recta final de esta carrera imprecedente. Pfizer-BioNTech, Moderna, Janssen, Oxford-AstraZeneca, Cansino, Sputnik V, Sinovac y otras 320 en desarrollo, 37 en fase clínica, y más de 150 en fase preclínica.

Llegaremos y superaremos el año de aislamiento antes de que sean distribuidas y estemos inmunizados. Un año que pareció eterno, constreñido y sin salida pero ya estamos en el barco hacia la libertad. Pero, como mis padres hace 73 años, también nos vemos ante la incógnita de cómo será, qué nos espera cuando lleguemos.

¿Cómo será la vida vacunados una vez libres del peligro? Habrá que seguirse cuidando, tapabocanariz, distancia social, lavarse las manos y no tocarse la cara o hacerlo con la mano izquierda (para los zurdos, la derecha). De paso habrá menos gripes también. No volveremos a besarnos y nos tocaremos menos. De las cosas que tanto cambiaron, ¿cuáles quedarán?

Este barco que nos lleva al 2021 se parece un poco a aquél en el que llegamos lastimados, tristes pero esperanzados a una tierra mítica y desconocida. Espero que los miedos sean tan infundados como entonces, que las vacunas nos lleven a buen puerto y que todo esté bien, como para mis padres. Este 2021 será el año en el que el Covid19 empezará a ser un triste recuerdo, una línea más en los libros de historia, algo que nuestros nietos les contarán a los suyos: “me acuerdo, yo lo viví, fue duro, pero sobreviví”.

Publicada en Clarín

Velas jánuca 2020

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Mis padres decían que sobrevivir a la Shoá fue un milagro. No lo creían posible. Lo deseaban, vaya si lo deseaban, igual que todos los judíos sentenciados por el nazismo, pero todo decía que no lo lograrían. ¿Por qué irían a sobrevivir ellos? ¿Qué tenían de particular para ser beneficiados por la suerte? Nada. Ni eran más fuertes. Ni más ricos. Ni más inteligentes. Nada. Hicieron lo mejor que pudieron, igual que todos y sin que supieran bien por qué, un día todo terminó, los nazis fueron vencidos y pudieron salir a la luz.  Fue un milagro por lo inesperado, anhelado e imposible, como aquel aceite suficiente para un día que ardió durante ocho. 

Así son los milagros. Extraordinarios. Impredecibles. Sorpresivos.

¿De qué están hechos los milagros? ¿Qué hay que hacer para que sucedan? ¿Cómo convocarlos en esos momentos en que nos hacen tanta falta? Pregunté y pregunté pero nadie supo responder, nadie pudo nunca convocar un milagro a voluntad. Aprendí entonces que los milagros, como la suerte, no se dejan asir, no los podemos anticipar, les gusta sorprendernos. No los podemos dominar ni domesticar. Sin embargo cada tanto nos sucede un milagro que nos maravilla y que, mirado de cerca, es un gran maestro. Los milagros nos recuerdan que no lo podemos todo, que toda nuestra lógica, nuestra voluntad y racionalidad, nuestra ciencia y tecnología, no son suficientes para conseguir lo que sea que queramos. O sea que los milagros tienen decisión y vida propia y se ríen de nuestra infantil arrogancia que nos alimenta la ilusa esperanza de poder dominarlos algún día. 

Los milagros son una luz de esperanza, la promesa de que la palabra imposible se puede torcer. Pero al mismo tiempo derriba de un hondazo nuestra omnipotencia y desnudos de superpoderes y disfraces, nos devuelve a esa dimensión que tan poco nos gusta donde no podemos más que asumir nuestra pequeñez con la cándida humildad de ser solo eso que somos, pequeños seres humanos, minúsculas partículas de polvo estelar de un universo maravilloso y misterioso cuyas leyes desconocemos. 

Pandemia y preguntas

Ilustración de Fidel Sclavo

Ilustración de Fidel Sclavo

Como en aquella glaciación de la que no tenemos memoria cuando se congeló el planeta y hubo cambios radicales en los seres vivos que lo habitaban, esta pandemia, también sin límites geográficos, está generando mutaciones impredecibles y sorprendentes. No tan dramáticas como entonces, vivimos hoy nuevas normalidades que van dejando de ser normales a la velocidad de la luz. Hasta donde sé, durante la glaciación no había quien se hiciera preguntas acerca del futuro. Hoy, paralizados ante el covid, nos faltan respuestas esperanzadoras acerca del fin.

Tras tantos meses de aislamiento, los que lo respetamos, los que cuidamos nuestra salud y, fundamentalmente, los que protegemos nuestro entorno no arriesgando a otros, encontramos en esta nueva normalidad diferentes preguntas. Unas que ya no nos hacemos más, nuevas que van surgiendo y otras, las de siempre, que siguen sin tener respuesta.

Dejamos de preguntar ¿Nos encontramos para almorzar? Tengo el mate listo, ¿te venís? ¿A qué hora paso para saludarte por tu cumple? ¿Qué me pongo? ¿Quién trae a los chicos del colegio? ¿Lloverá? ¿Vendrá el subte lleno? ¿Te paso a buscar? ¿Dónde vas de vacaciones? ¿Dónde se hace el velorio? ¿Sacaste las entradas para el teatro? ¿Qué te vas a poner para la fiesta de tu cuñado? ¿Te quedás con los chicos mamá? ¿Donde se hace la previa? ¿Vemos juntos el partido? ¿Te quedás en casa esta noche? ¿A qué hora volvés? ¿Qué colectivo hay que tomar? 

Y nacieron nuevas preguntas: ¿Estás bien? ¿Conseguiste trabajo? ¿Tenés tos, sentís los olores? ¿Qué te dio el hisopado? ¿Cuántos tapabocas tenés? ¿Cuándo volvés a trabajar? ¿Hasta cuándo sin escuelas? ¿Conseguiste trabajo? ¿Te anda bien internet? ¿Cómo me desmuteo? ¿No te cansa el zoom? ¿En qué turno vas al comedor del barrio? ¿Le pediste a tus hijos/nietos ayuda con el celular? ¿Cómo te aguantás no poder salir? ¿Tu vecino te trajo el pedido de la farmacia? ¿Cómo se hace para comprar por internet? ¿Le preguntaste a la viuda de al lado si precisa algo?

Y pasados tantos meses nos preguntamos ahora ¿Seguro que si ya lo tuviste sos inmune? ¿Cuándo llegará la vacuna? ¿Cuál será mejor? ¿Qué consecuencias puede traer? ¿A quién creerle? ¿Cómo será para los mayores? ¿Estará tan probada como para no ponernos en un nuevo peligro?

Convivir con el covid nos obliga a hacernos estas nuevas preguntas y a tolerar lo mejor que podemos que ninguna respuesta nos sea satisfactoria o creíble. Lo que pone a prueba nuestra tolerancia a la frustración y a los nuevos miedos que nos acosan.

Y siguen las preguntas que vienen de antes, algunas potenciadas por la pandemia, todas siempre sin respuesta. 

Si sobra tanta comida ¿cómo es posible que haya tanta gente hambreada?

Si circula tanto dinero ¿cómo es posible que aumente la pobreza? ¿Por qué no se atiende a la ecología del planeta? ¿Por qué elegimos gobiernos más con la emoción que con la razón? ¿Por qué en tantos lugares del mundo se votan políticos que amenazan a la democracia? ¿Existe el sentido común? ¿Por qué la educación, las religiones, las filosofías y las Naciones Unidas no consiguieron detener los genocidios? ¿Cómo fue humanamente posible el Holocausto, el genocidio armenio, camboyano, guatemalteco, balcánico, ruandés y siguen las firmas? ¿Cuándo llegará el anhelado nunca más?

Esperemos que volvamos a hacernos las preguntas que no nos hacemos más, que las nuevas sean respondidas y que nos ayuden a ser más solidarios y que las viejas preguntas de siempre algún día tengan respuesta y, sobre todo, que no haga falta hacerlas nunca más.

Publicada en Clarin.

Publicado en el Diario de Leuco.

Entrevista a Rudi Haymann.

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Rudi nació en 1921 en Berlín, en el seno de una familia judía En 1938 logró escapar de la Alemania nazi y llegó hasta la Palestina británica, donde fue pionero en un kibutz, secando pantanos. En 1942, ante el avance del ejército nazi en la Segunda Guerra Mundial, Rudi se alistó en el ejército Británico y luchó en África, Italia y Grecia como miembro del Servicio de Inteligencia Británico. Al terminar la guerra, en 1948, Rudi se asentó en Chile y se dedicó al diseño de interiores, un pionero de esta profesión.

Agradecemos especialmente al @museojudiochile por la colaboración, y a Gastón Donzis y Andrés por su ayuda.

La menopausia y después

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Tengo 75 años. Hace 18 que se me retiró la menstruación. Estoy viviendo la nueva vejez. O la longevidad, es decir la larga vida, como la leche y el puré de tomates. En este mundo de centennials y millenials, soy del grupo de los perennials, los que nos resistimos a ser categorizados en los viejos estereotipos que identifican la jubilación. Tengo la suerte que no tienen muchos compañeros etarios de no tener miedo de ser dejada al margen. Sigo activa, sigo inmersa en grupos de trabajo, sigo interactuando con gente de diversas edades y alimentándome con lo que los más jóvenes crean e inventan. Sé que no sucede lo mismo con otros viejos como yo que se sienten invisibles, como que no están, como que ya no importan, como que lo único que les espera es la hora de morir. Los viejos estamos viendo que no se encuentra la manera en que se nos pueda llamar. A mi no me gusta ninguna, ni adulta mayor, ni tercera edad, ni senior, ni geronte, ni anciana ni clase pasiva dado que de pasiva no tengo nada, y menos que menos, abuelita. No soy la única. Como dice Inés Castro Almeyra hay una buena cantidad de perennials como yo que trabajan, hacen deporte, estudian, participan en voluntariados, cuidan a otros, fundan empresas. 

Como Zigmunt Bauman, ese sociólogo polaco que emigró a Inglaterra donde terminó sus días en el 2017. Es famoso por los variados best sellers que publicó relativos a la modernidad y al consumismo. A él se le debe la definición de “liquido”, amor líquido, miedo líquido, vida líquida, en los que dió cuenta del cambio en la densidad y la estabilidad de lo que estamos viviendo, con la analogía de lo líquido nos sumergió en este nuevo estado de cosas que en muchos sentidos nos sume en la incertidumbre. Resulta que este hombre que era profesor de sociología en la universidad de Leeds, comenzó a escribir a sus 70 años, cuando se retiró de la docencia. Escribió estos esclarecedores libros en los últimos 15 años de su vida. Cuando era viejo pero finalmente tuvo tiempo de escribir. 

No quiero hacer un elogio idealizado del envejecimiento. En muchos sentidos es una porquería. Sentir que no se tienen las mismas fuerzas, la misma energía, el mismo equilibrio, la misma digestión, la misma velocidad de reacción, son lesiones no siempre fáciles de asumir. Todas las mañanas, al levantarme de la cama, debo hacerlo de a poco y lentamente, igual que cuando me pongo de pie. Es como si mi cuerpo se hubiera olvidado de cómo era estar parado sobre el piso y responder a la ley de gravedad y cada día debiera aprenderlo nuevamente. Eso no me pasaba antes. Vivía en la inocente ausencia de mi cuerpo que estaba en respetuoso silencio. Ahora me habla, me interpela, me exige cuidados que antes ni sabía que existían. 

Pero tengo una ventaja de la que más de una vez me aprovecho porque desafío a la mirada de los demás. Si quiero que e digan “¡qué bien que estás!” me agrego unos años y veo la mirada admirativa que enciende mi narcisismo. 

La otra cosa que fui consiguiendo, casi inadvertidamente, es el más excelso y placentero chupahuevismo. Cada vez me importa menos lo que antes me importaba tanto. Las críticas, las miradas judicativas, las opiniones, son cada vez más cosas de los demás, no me tocan y me hacen sentirme con una ligereza liberadora, como si la pesada mochila de querer agradar no estuviera más.

Para mí la menopausia fue un recontrato con la vida. Terminado el período de la procreación y la crianza, tuve delante un nuevo horizonte con caminos nuevos que me deleité en recorrer. Curiosamente, igual que Bauman, mi vida se expandió de un modo que me sigue sorprendiendo. 

Y no solo me pasa a mi. 

Conocíamos ese período que llamábamos la crisis de la mitad de la vida que sucedía entre los 40 y 45 años y determinaba cambios radicales en como seguía la vida. Hoy, con el aumento de la expectativa de vida y los vertiginosos cambios que vivimos, esas etapas se multiplicaron. Se piensa que hay crisis similares cada 20 años y que en cada crisis tenemos la oportunidad de hacer un nuevo contrato. 

Nada es fijo, nada es estable, nada está predeterminado y seguro. En los estudios que vamos conociendo se anticipa que los que se podrán adaptar a los cambios laborales, tecnológicos y sociales, son los que tendrán mayor capacidad de adaptación y recontratación. Quien se atiene a los modelos tradicionales en busca de aquella certidumbre perdida, quedará afuera del flujo vibrante y vital que nos ofrece el mundo en este momento. Y no me refiero a la pandemia que nos tiene tan en jaque, estoy pensando fuera de ella, cuando pase, cuando las cosas se reacomoden y veamos cómo se sigue, qué sigue, que ya no. Nuestra capacidad de adaptarnos a lo que se viene será crucial para que nos sintamos bien y para que nuestro diario vivir siga teniendo sentido.

Hay nuevos caminos que deben ser dibujados y que esperarán nuestros pasos tanto en la construcción como en su trayecto. Más que nunca debemos estar atentos a lo que pasa a nuestro alrededor y a lo que nos dicta nuestro propio interior. No es momento de estar distraídos ni de tolerar ni de dejarse vencer.

Pero que no se me entienda mal. Ni el mundo ni la vejez son rosa y con violines de fondo. Hay nuevas dificultades, nuevos desafíos que exigen la valentía de encontrar nuevos modelos.

Es la primera vez en la historia de la humanidad que hay tantas familias con cinco generaciones. Se ha extendido tanto nuestra expectativa de vida que urge que le demos más vida a la vida. Si tenemos la suerte de estar sanos, tenemos algo que nos faltaba en nuestra juventud: experiencia. En muchas situaciones, especialmente en lo que atañe a la interacción humana, tenemos el diario del lunes y si hemos aprendido de lo que vivido sabremos unas cuantas cosas que pueden ser de gran utilidad, tanto para nosotros como para los demás.

En la pareja, y no solo para los mayores como yo, estamos viviendo toda una revolución con la aparición de nuevos modelos de convivencia o de constitución de las parejas.

Seguimos sufriendo las consecuencias de la instalación en nuestras expectativas del modelo del amor romántico. Un modelo ideal y tan imposible de concretar como el cuerpo de las barbies. Sobra y falta por todos lados. Nunca nadie podrá tener las piernas así de largas alejadas de toda proporción posible. Igual como el ideal del amor romántico. El romanticismo surgido en el siglo XIX, ese amor incondicional, perfecto y eterno, terminaba en la adultez temprana, uno de los amantes o ambos, moría alrededor de los 30. Romeo y Julieta en su adolescencia. Eran historias breves, de amores infatuados y apasionados que por su brevedad no tenían asperezas y encima con la muerte temprana se transformaban en perfectos. Pero una vez comidas las perdices, hay que seguir viviendo. No es “se casaron y fueron felices” sino “se casaron y empezó otra vida”.

¿Cómo es vivir juntos durante décadas en el contexto de un mundo que nos interpela y desafía cada vez con algo inédito? Si encima, como bien sabemos, después de años de convivencia todo matrimonio se transforma en incesto. Nos creímos lo de la espontaneidad y la naturalidad de las reacciones como garantía de una relación sana y transparente. Y resulta que también acá nos tenemos que cuidar, no poder hacer o decir cualquier cosa. Tenemos que adaptarnos y desarrollar y sostener nuestra inteligencia emocional, porque, y acá les voy a regalar un secreto milenario, el amor no lo puede todo. Al amor hay que ponerle un tutor, sostenerlo y dejar que florezca. ¿Cómo? Conociendo las necesidades propias, no salteándolas con la esperanza de que “ya va a cambiar” sino aprender a reconocerlas y a hacer lo posible porque sean satisfechas. Pero no es tan fácil porque al mismo tiempo, si queremos que sean satisfechas, es preciso conocer al otro que supuestamente nos las satisfará. Para no pedirle peras al olmo. Si queremos peras, pues a los perales. Los olmos solo dan sámaras que no sé si se comen, pero no son peras. Si el otro no puede, no tiene o no sabe, por más que nos enojemos, nos quejemos, reclamemos y acusemos, no recibiremos lo que necesitamos. Entonces, además de estar atento a las propias necesidades, la segunda condición para que el amor no se deshaga es conocer al otro según sus características y posibilidades. 

Hay varias otras cosas a considerar pero dejemos solo estas dos que si las podemos aplicar resultarán en un incremento notable de la paz. Repito, conocer las necesidades propias y las posibilidades del otro.

A veces no coinciden y es entonces cuando aparece la alternativa de elegir un nuevo modelo de vida. O bien la separación lisa y llana, lo más cariñosa posible, porque será para el bien de los dos o de todos si hay hijos. Pero estoy viendo muchas parejas que no se quieren separar como pareja pero que quieren tener un poco de paz y están atreviéndose a nuevos modelos. Dicen: Nos queremos, nos gustamos como personas, coincidimos en muchas cosas, nos fuimos haciendo juntos a lo largo de la vida pero vivir juntos es un infierno.

Y aparecen los nuevos modelos: no compartir la cama, no compartir el dormitorio, no compartir la vivienda, no compartir la misma ciudad o hasta no compartir país. Las alternativas son infinitas y deben ser elegidas a medida, como la ropa buena, que te calza bien, que te disimula lo que no está bien y te enriquece lo que te gusta, ropa en la cual reina la comodidad, sin costuras que piquen ni molestia alguna. 

Voy a contar un modelo insólito, totalmente a medida que encontró una pareja que conocí. 

Mabel y Ricardo, casados hacía 23 años, coincidían en muchas cosas, se complementaban y enriquecían personal y profesionalmente. Decidieron no tener hijos, solos estaban bien. Bueno, casi todo el tiempo, salvo cuando se trincaban en esas peleas que terminaban en batallas campales agotadoras y desgastantes.

Hicieron todo tipo de terapias y nada impedía los estallidos, esas explosiones dañinas que los herían muchísimo a los dos.

Pero un día descubrieron el punto de quiebre, el momento cuando empezaban. Se trataba siempre de algún gasto. Desde una cosa nimia como la compra de papa blanca en lugar de papa negra hasta la reserva de un hotel en un sitio de vacaciones eran disparadores de una escalada de violencia. Veamos cómo sería con la compra de las papas por ejemplo.

- ¿Papa blanca compraste?

- Sí, ¿por?

- No es la temporada, hay que comprar la negra que, además, está mucho más barata

- Mejor la blanca aunque sea más cara porque ….

y ahí comenzaban las argumentaciones. Se ponían en guardia, iban subiendo de tono mientras cada uno extremaba su posición y trataba de destruir al otro primero con argumentos, después con descalificaciones y por último con ataques directos que los dejaban exhaustos, doloridos y descorazonados.

Fue una revelación el día en que se percataron de que las peleas comenzaban por cómo se había decidido algún gasto. Estallaron en una carcajada y ahí mismo diseñaron la solución: partición total de las economías, cada uno tomaría sus propias decisiones sin que el otro tuviera derecho alguno a opinar.

Las consecuencias fueron que separaron las cuentas de banco, los ahorros y todas y cada una de las decisiones. Las vacaciones, las compras cotidianas y las fuera de programa, los objetos de la casa, las salidas, los regalos, todo, absolutamente todo quedaría partido para evitar opiniones, discusiones y argumentaciones. El baño no fue problema, sí lo fue la cocina.  ¿Cómo resolverlo? Mabel y Ricardo, eran muy inteligentes y estaban entrenados en pensar afuera de los esquemas habituales. Eran honestos consigo mismos, se querían y elegían como pareja y, sobretodo, eran valientes. 

La solución fue insólita y simple: comprar otra heladera. A partir de entonces, y de esto ya hace más de 25 años, desaparecieron las peleas porque su fuente se había anulado. No se trataba solo de dinero, se trataba de quien evaluaba y tomaba las decisiones respecto del dinero. Si se quiere un tema de poder o de rivalidad o como se lo quiera llamar, pero el hecho es que la solución encontrada les permitió recuperar la paz.

Era raro y divertido cómo vivían. Cada uno hacía sus compras de alimentos. Cada uno organizaba y planificaba su menú. Cada uno cocinaba lo que le apetecía del modo en que le gustaba, con el aceite que quería y en la cantidad que se le cantara. Ninguno le imponía al otro tal o cual decisión, en ningún orden. Si Ricardo tenía pensado comer una tarta de zapallitos esa noche podía invitar a Mabel, si es que ella quería, a compartirlo. Aunque comían en la misma mesa, lo hacían de modo independiente. Y el juego de invitarse les resultaba estimulante y fresco, cada uno sentía que no debía someterse al otro y que era libre de aceptarlo o no, que no había conflicto ni ofensa si no lo hacía. 

Igual con todo lo demás. Si Mabel quería comprar un abono de ópera en el Colón le preguntaba a Ricardo si él también querría; podía decirle que sí o que no, dependiendo de su estado de cuentas y de sus ganas. En todos los órdenes de la vida, esta estructura fue para ellos la salvación de su vida juntos.

Este es solo un ejemplo de una solución a medida que satisface perfectamente las necesidades y requerimientos de estas dos personas. Coincido en que es algo extremo, tanto que a mi no me funcionaría porque no soy Mabel ni mi marido es Ricardo.

Cada pareja está compuesta por diferentes personas y desarrolla situaciones particulares, no se puede generalizar. Pero la idea es animarse a buscar esa solución a medida, con la misma libertad, honestidad y valentía de Mabel y Ricardo con su admirable grado de aceptación de sí mismos y del otro y su consecuente renuncia creativa a querer cambiarlo. 

¿Cómo empiezan nuestras discusiones? ¿Cuál es el pretexto que dispara todo? Si lo encontramos y si lo miramos con atención y respeto, si no nos enroscamos en pretender cambiar al que “hace todo mal” -nunca nosotros, por supuesto-, si nos vemos como somos de verdad y si queremos seguir conviviendo, la solución está ahí, incluso puede ser tan obvia o ridícula como lo de comprar una segunda heladera.

Este es un ejemplo de nuevo modelo de relación que da una idea de la infinidad de alternativas posibles.

Agradezco el haberme escuchado y espero que algunas de estas cosas hagan sentido en sus vidas. Hablo de valentía y chupahuevismo para llegar a viejo y ser el viejo que a uno se le cante ser y también para vivir en pareja en el modelo de pareja que a ambos les venga mejor. 

Nadie sabe si vivirá los próximos 5 minutos. No perdamos el tiempo, ese tiempo tan precioso, en buscar lo imposible, seamos vivos y atengámonos a lo posible. 

Cierro con el comienzo de bellísimo poema de José Saramago sobre la vejez. 

¿Que cuantos años tengo? ¡qué importa eso! tengo la edad que quiero y siento, la edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso, hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso o a lo desconocido. Pues tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos. 

Gracias.

Cambios en la vida cotidiana

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Decimos en Argentina que vivir acá te asegura infinita diversión, no existe el aburrimiento, cada día te sorprende alguna cosa que uno no se imaginaba que podía pasar. Inventamos el dulce de leche, disputado con los uruguayos, el tango, también disputado con ellos, la birome en colaboración con Hungría dado que su inventor provenía de allí. Y no inventamos la inflación y la inestabilidad económica pero somos reyes en esos territorios.

Y ni qué decir de Israel. También es un país sumamente divertido aunque en otro sentido que en la Argentina. El Israel moderno nació de un sueño que se volvió desafío, desafío en varios frentes, geográfico, demográfico, político, económico, defensivo, cultural. Y si algo sabemos los judíos es superar desafíos. Y superarlos de modo sorprendente y creativo, apuntando siempre a salir adelante, listos para un nuevo desafío.

¿No fue acaso un desafío la gesta de Abraham, que viniendo de un mundo pagano con múltiples dioses y faraones autoritarios, se puso a sus espaldas la construcción de esta tribu monoteísta que debía regirse por la ley? Como me enseñó Diana Sperling, no se trata de una ley circunstancial debida al mandamás de turno, sino por una ley, con mayúsculas, que superaba a las personas, que las trascendía, como una especie de manto estructurante y protector bajo el cual se aseguraba la convivencia. Hoy lo damos por sentado pero imaginémonos entonces lo revolucionario, insólito y desafiante que era ese planteo.

Los desafíos fueron los motores del mundo, los que hicieron necesaria la creatividad, el ingenio y el avance científico y tecnológico.

Pero cuando el desafío es muy grande, uno está como en medio de una tormenta, no puede ver más allá de un círculo muy chico, pone todo su esfuerzo y energía en protegerse, en proteger a su gente, en no dañar más. Recién cuando la tormenta se va alejando podemos recuperar nuestra capacidad de ver y evaluar. La perspectiva solo se tiene con la distancia. De cerca no se puede.

Sean como sean los desafíos, sabemos, tanto como individuos, como sociedad, como tribu y como humanidad, que tarde o temprano los desafíos y las dificultades se superan. En nuestra vida normal, es decir previsible, rutinaria, sin amenazas, vivimos en la ilusión de que no nos pasará nada, de que las cosas malas les pasan a los demás, a los que están lejos, que no nos tocarán. Hoy que estamos en otra normalidad se nos impone, aunque no nos guste, aunque lo exiliemos de nuestra conciencia que, como se dice en inglés, shit happens, que la vida es incierta, las certidumbres son construcciones generadas por nuestra vulnerabilidad y fragilidad, que a pesar de que nos creamos ciudadanos de caminos señalizados y avenidas con semáforos, a la vuelta de la esquina nos podemos encontrar con una jungla inexplorada en la que tenemos que entrar a puro machete y coraje. Y así estamos hoy, inmersos en esta pandemia que nos trastocó la vida de un modo inimaginable antes. Si nos hubieran dicho que viviríamos lo que estamos viviendo no solo no lo habríamos creído sino que habríamos pensado que nos sería imposible. Y aquí estamos. Ocho meses ya y el segundero sigue su marcha. 

Me acuerdo de cuando soñábamos con vivir en Suiza, aquel paraíso de previsibilidad, orden y tranquilidad…. donde los trenes llegaban siempre a horario y donde había muy poco lugar para la sorpresa o la incertidumbre. Hoy tampoco Suiza es aquel paraíso imaginado, la pandemia no conoce fronteras ni respeta etnias o preferencias políticas o culturales. La pandemia cayó sobre nosotros de manera planetaria y nos igualó a todos. No tengo presente algún otro momento en nuestra historia humana en la que todos, absolutamente todos, hubiéramos estado en riesgo de la misma manera. Tal vez fue la gran glaciación que abarcó todo el planeta y cambió radicalmente las especies vivientes… pero no había humanos entonces. Creo que ésta es la primera vez.


Este desafío, como todos los desafíos, puede paralizarnos, derrumbarnos, sumirnos en la impotencia o puede despertar respuestas creativas, estimulantes y enriquecedoras. Tengo esperanzas en el espíritu argentino que nos entrenó tanto en la improvisación, en el “lo arreglamo’ con un cachito de alambre” pero la improvisación, no solo en nuestro país, la estamos viendo por todas partes, no pareciera resultarnos beneficiosa. Manotones de ahogado y no aparece el madero salvador. Es que la improvisación es buena como respuesta apremiante y transitoria pero no es efectiva a largo plazo. Es cierto que nadie se lo veía venir. Pero hay otros países que estaban mejor pertrechados para enfrentar esto tan desconocido, invasivo y dañino. Nosotros seguimos viviendo en el día por día y vemos crecer nuestra angustia ante este monstruo invisible que nos tiene amenazados a todos. Pero las respuestas y manejos de los diferentes gobiernos tanto en nuestro país como en otros, nos sumergen en la desconfianza porque estos manotazos desesperados hicieron que pusiéramos en duda todas las supuestas verdades. ¿Sabrán lo que están haciendo? ¿Cómo saberlo? ¿Cuánto habrá de cálculo político en las decisiones tomadas, aquí, allá y acullá? ¿Estamos siendo cuidados o estamos siendo usados? Si lo que se nos vino encima es tan inesperado ¿cuán seria y responsable es esta improvisación en las decisiones? Caen todos acá. Las idas y venidas de médicos, infectólogos, epidemiólogos, que un día decían una cosa y al otro decían otra. Incluso en la OMS, órgano teóricamente científico, serio y responsable no se ponían de acuerdo. El tapabocas al principio no servía para nada, después fue indispensable. Que el virus venía por el aire, se quedaba en piso, en las mesadas, en las suelas de los zapatos, en las bolsitas del supermercado, y había que lavar y desinfectar todo con obsesiva rigurosidad. ¿cuánto de esto sigue en pie? ¿Da para ponerse paranoicos o mejor entregarse a las medidas que se indiquen cerrando los ojos, respirando hondo y dejándose llevar? ¿Qué opciones tenemos si lo único que se sabe es la forma en que nos tenemos que cuidar? ¿Hasta cuándo vivir aislados y con escafandras confiando en que cuando nos reencontremos con otros también se hayan cuidado como nosotros? Y encima los sabiondos y bienintencionados de las fake news que nos llenan de consideraciones fantasiosas. ¡Y qué decir de los malintencionados! Vivimos un cansancio agobiante en este esquivar noticias y sugerencias con indicaciones y contraindicaciones, con amenazas y anticipaciones tenebrosas. Y sí, nos cuidamos, tratamos de ser cautos pero aunque uno no quiera uno ve el noticiero, uno recibe informaciones por las redes sociales y no siempre es fácil separar la paja del trigo, la verdad de la mentira, el consejo de la manipulación. 


Las vacunas tan esperadas se siguen haciendo esperar. Ya hay varias con la dichosa tercera etapa concluida y, supuestamente, con una efectividad muy alta. Pero todavía falta. Muchos nos preguntamos por posibles efectos secundarios, por consecuencias a largo plazo dado que no hubo tanto tiempo para testearlo. Además, una vez que estén aprobadas y sean seguras habrá que producirlas, conservarlas, asegurar que la cadena de frío no se rompa en su transporte, almacenarlas, distribuirlas, formar gente que sepa cómo manipularlas y administrarlas. … Falta. Falta tiempo todavía. Aunque todo parece indicar que funcionarán y ese tiempo que falta se ve bien diferente al tiempo que faltaba cuando no había ninguna vacuna. Ahora es solo eso, cuestión de tiempo, antes era nunca. 


O sea que tenemos que seguir aguantando. Tenemos que seguir cubriéndonos bocas y narices, manteniendo la distancia segura, no aventurarnos gratuitamente ni poner en peligro a los demás. Se nos va la vida en ello. Me acuerdo de la epidemia de polio allá en la década del cincuenta, los chicos que caían como moscas y eran enviados a eso que llamaban pulmotor y que no entendíamos qué era. Los diarios y la radio informaban día a día cuantos habían tenido que ser metidos en los dichosos pulmotores que los más chicos, yo tenía diez años, imaginábamos como cámaras de tortura. Vivíamos con la bolsita de alcanfor colgada del cuello y los árboles de la calle estaban pintados de blanco con cal. Los vecinos lavaban exhaustiva y cuidadosamente las veredas con acaroina. Nuestras defensas entonces eran el alcanfor, la cal y la acaroina, en la creencia de que eran las únicas vallas, ilusorias y frágiles armaduras, contra el mal. Recuerdo vívidamente cuando Jonas Salk, norteamericano e hijo de inmigrantes rusos, produjo su vacuna inyectable y cuando años después Albert Sabin este virólogo nacido en Polonia y también judío, la mejoró con una gotita que te daban en un terrón de azúcar. ¡Qué alivio! ¡Qué sensación de libertad! como si nos hubieran quitado un grillete pesado que no nos dejaba caminar. Vuelvo a sesenta años atrás y recuerdo esperanzada aquel momento que tal vez en unos meses más viviremos nosotros.


En este contexto vivimos la nueva normalidad de la convivencia forzosa y forzada. Algo a lo que no estábamos acostumbrados. Nuestra vida normal era los chicos en la escuela, los grandes en el trabajo, la casa, si uno tenía los recursos, se limpiaba con un empleado externo. Nos veíamos un rato a la noche y los fines de semana. Las vacaciones más que momento de dicha eran muchas veces escenario de conflictos debido a la constante presencia de todos todo el tiempo que amenazaba con enfrentamientos e irritaciones. Hoy vivimos como en las vacaciones y tuvimos que aprender las nuevas reglas de esta nueva normalidad. 


No hay nada más invasivo, avasallador y persecutorio que la mirada del otro. Ya lo dijo Sartre en aquella obra de teatro A Puerta Cerrada: el infierno son los otros. El otro que te sabe de memoria, que conoce tus puntos flacos, tus fragilidades y defectos es ahora un espejo que uno tiene delante todo el tiempo y del que no se puede escapar. ¡Qué pesado es! Nos queda solo el baño para escondernos de la mirada inquisidora, crítica, evaluadora y opinadora de ese otro con el que vivimos. Sin olvidar que nosotros somos lo mismo para nuestro otro, somos ese testigo descarnado que sabe dónde duele, dónde falla, dónde flaquea. Y en este contexto, más que desafiante, las parejas han tenido diferentes trayectorias.


Como en casi todo en la vida no se puede generalizar. Lo que sí puede decirse es que cada pareja, cada familia, cada grupo conviviente, ha recibido el impacto de este nuevo estado de cosas. Para todos está siendo un escenario inédito ante el cual debemos hacer gala de nuevos recursos que hasta ahora no había sido necesario utilizar.


La administración de los espacios ante la invasión del todos los días todos en casa. Las tareas del hogar, la comida, la ropa, la limpieza. Las compras de alimentos y todos los cuidados que requiere la cotidianeidad. Si uno tiene trabajo ajustarlo al espacio hogareño, armando un lugar apropiado y algunas condiciones visuales y sonoras que lo hagan posible. Si hay chicos, según sea su edad los desafíos difieren. Entretener a los más chiquitos, ayudar a los escolares en sus pesados y obligados zoom con sus maestros y profesores. Asumir la ausencia de personas que ayuden y nos den un respiro. Revisar las reglas del uso de pantallas pero sin pasarse para el otro lado, turnarse para el uso de la tablet o lo que sea si es que no todos tienen su dispositivo propio, ordenar y acomodar el uso de internet cuando la conexión no admite mucho flujo al mismo tiempo. Estas cosas y decenas de cosas más que nos han enfrentado con todo lo que en nuestra anterior normalidad funcionaba más o menos bien y que ahora se trastocó y hay que reinventar y repactar. Sin abuelos que salven las papas cuando hace falta, el compromiso con el cuidado de los chicos puede tomar todo el tiempo y toda la energía de la que uno dispone. Y sí, se hace pesado y es muy cansador. Ni qué decir de las sentadas ante la pantalla en un zoom atrás de otro mirando a la gente y a la realidad como si todos fuéramos personajes de historietas enmarcados en cuadraditos y chatos. Encima con las caras en primer plano, las de los demás y las de ¡horror! uno mismo. Parece mentira como todo esto es parte hoy de nuestra vida, naturalizado y aceptado. La pandemia fue como una enzima inesperada. Las enzimas aceleran las reacciones químicas, es lo que nos pasó. Recuerdo como en un sueño que había quienes decían que la tecnología no le interesaba, que el celular tenía que ser solo para hablar por teléfono, que la computadora era un invento diabólico que nos iba a alejar de la gente. Nada de eso hoy. La tecnología nos ha igualado y nos permite seguir en contacto. Millennials, centennials, y perennials como yo nos hemos vuelto cancheros en dispositivos, aplicaciones y hasta palabras que antes ni siquiera registrábamos. Nos hemos desmuteado y ahora nuestra voz se transmite por medios digitales y tenemos la posibilidad de seguir en contacto a pesar de no movernos de casa.


¿Y qué pasa con las parejas? ¿Cómo lo van transitando?

Y..., hay de todo. Yo anticipaba allá lejos por el mes de marzo, cuando todo empezó, que la ola de divorcios sería un tsunami imparable, que la gente no soportaría el escrutinio cotidiano y a toda hora del otro. Pero me equivoqué. 

Claro que algunas parejas no pudieron escapar más al hecho de que ya no lo eran más, que si seguían era por temor al cambio, a la soledad, a no herir a los chicos, pero no por decisión y elección de seguir. 


Y muchas de esas parejas que se miraron a la cara se dijeron que cuando esto terminara separarían sus vivienda y su relación. Otras, más de las que suponía, que antes de la pandemia creían que ya estaba terminado, que el divorcio era el próximo paso, al volver la mirada uno sobre el otro descubrieron que ahí en el rescoldo de lo que parecía apagado habían quedado brasas tibias y se reencontraron en la convivencia y volvieron a ver a esa persona de la que una vez se habían enamorado y que seguía manteniendo aquellos valores y virtudes. Es que cuando uno se enamora, se enamora tal vez de la forma en que se ve en los ojos del otro, cuando a uno le gusta el otro y le gusta lo que el otro le devuelve en la mirada, circula el amor. Y cuando deciden unirse y caminar juntos, se toman del brazo y emprenden la marcha, pero tomados del brazo dejan de mirarse y a poco de caminar por ahí se dejan de ver y ese otro con quien convivimos se nos va volviendo invisible, o parte del mobiliario, o parte de uno como un brazo…. y ¿quién registra su brazo, ¿quién le pregunta a su brazo cómo está? es mi brazo, está ahí, y si no duele no me hace falta hablar con él.

Esta convivencia forzosa obligó a muchas parejas a volver a verse y más de una volvió a encontrar eso que tanto le había gustado. No hay donde escapar, obligados a la permanencia doméstica, los ojos volvieron a cruzarse y algunos pudieron ver destellos de aquello que había brillado y que todavía estaba ahí. 

No es rosa lo que planteo porque esas mismas personas, al tiempo que reencontraron los motivos que los habían unido, pudieron repensarlo y volver a pactar en qué forma seguir. Otra novedad que está apareciendo y que esta pandemia aceleró, fue que veo gente que se anima a diferentes modelos de pareja. Convivientes y no convivientes. Que no duermen en la misma cama. Que no duermen en la misma habitación. Que no duermen en la misma casa. Que planean estar juntos los fines de semana y separados de lunes a viernes. Que planean vivir separados pero viajar juntos, compartir la vida social y el tiempo de ocio, y pactar, si hay chicos, una manera equitativa de cuidarlos. La pareja tradicional está siendo revolucionada y se abren alternativas y opciones que satisfacen a ambos sin dejar de ser una pareja.


También veo un cambio notable en el lugar de los hombres en la casa y en la familia. Hay que repartir las tareas, lo atinente a la casa, las compras y los chicos. Ya no es más que hay uno, generalmente la mujer, que se ocupa más de esas cosas. El reino del hogar es ahora compartido y es más equitativo. 

Y veo hombres que redescubrieron el placer de la paternidad, lo que culturalmente y ayer nomás les era lejano. Ya los más jóvenes venían con el modelo de ahupar, cambiar pañales y mecer a su bebé pero ahora se extendió a los más grandes. Ya los hombres habían empezado a sentir gusto por la cocina, a inventar platos, a seguir recetas, pero ahora son parte de la cocina cotidiana, la que no es tan creativa ni divertida, la que siempre solíamos hacer las mujeres. Y lo que veo que está pasando es que ya las esposas están dejando de decir el clásico “mi marido nunca encuentra nada” porque ahora el marido es también quien guarda y el que guarda sabe dónde están las cosas.


A ver, entiéndaseme bien. No todo es un jardín de rosas ni suenan los violines como fondo. También veo parejas que acrecentaron sus conflictos históricos y siguen enredadas en los mismos laberintos de siempre potenciados ahora por la obligatoriedad de estar juntos. Tal vez esta pandemia les permita terminar con lo que no anda y dejar de ser como aquel cuando le dijeron que había que cortarle la cola a su perro, como lo quería tanto, se la iba cortando 5 centímetros por semana. Tal vez este contexto permita a estas personas cortar la cola de una y no extender el sufrimiento de todos apelando, como el que quería a su perro, al amor extendiendo la tortura ad infinitum. 


Sí. Estamos viviendo desafíos para los que no estábamos preparados. ¿Pero quién lo está? 


Y claro, obviamente viene a mi memoria lo que debieron superar los sobrevivientes de la Shoá. Todos conocemos esas historias que parecen venir de otro planeta, historias de esperanza y de reconstrucción.

 

Mis padres sobrevivieron escondidos durante dos años. Papá era carpintero pero quería ser actor. Antes de la guerra integraba el elenco del teatro judío de su ciudad y había protagonizado varios musicales. Adoraba cantar y bailar. Así lo conoció mamá y se enamoró de su vitalidad y alegría. Cuando estuvieron escondidos debían estar en total y absoluto silencio para no despertar sospechas en los vecinos. Les preguntaba cómo hacían para pasar el tiempo, como aguantaron el día por día, hora por hora, minuto por minuto durante dos años. Una de las cosas que hizo papá fue anotar en una libreta las letras de las canciones de las obras en las que había actuado. No se las acordaba bien y centraba su atención en ese ejercicio de memoria que no sólo lo entretenía sino que le aseguraba, como decía él, que si sobrevivía volvería a subirse a un escenario, volvería a cantar y a bailar. Y hacía ese ejercicio de magia en medio de condiciones imposibles. No solo la amenaza de muerte si eran descubiertos, las circunstancias en las que vivieron. En un altillo de menos de un metro de altura, sin electricidad, sin baño, sin agua, comiendo una vez por día lo que sus protectores podían alcanzarles… ¿cómo compararlo con el privilegio en el que vivo, en mi propia casa, con recursos para comprar la comida que necesito, con ese adminículo maravilloso que es la canilla que cuando la giro sale agua, con baño y con puerta? Y en aquél contexto, papá pensaba en tener todo pronto para poder cantar y bailar. Ese sueño no se le cumplió, las circunstancias no le permitieron volver a actuar. Pero siempre cantaba y me enseñó a mí todas esas canciones, especialmente las de su amado Gebirtig. 


La shoá no puede ser comparada con la pandemia pero las historias de los sobrevivientes nos muestran que lo que uno vive no determina un único camino. Que las desdichas, las injusticias, las cosas que nos pasan no nos llevan fatalmente a la neurosis o la enfermedad, A no conduce fatalmente a B. La conducta humana es mucho más compleja e imprevisible y no se puede reducir a sufrimiento igual trauma y trauma igual psicopatología. Mis padres, salvando las distancias, nos muestran que es humanamente posible elegir la vida cuando la vida continuó, que está en uno la decisión de insistir y persistir, de levantarse una y otra vez luego de cada caída, de elegir hacia dónde ir y cómo seguir. Si fuimos víctimas de algo, cuando eso termina está en nuestras manos cómo seguir, cómo leer lo que nos pasó. Podemos elegir la victimización, esa trampa que incorpora la condición de víctimas a nuestra identidad, o podemos elegir mirarlo como un pasado que no nos define, salir de ahí, aprender de ello y dibujar un nuevo camino. 

Porque nadie elige lo que le pasa, simplemente le pasa. 

Pero sí puede elegir lo que uno hará con lo que a uno le pasa.

Y como decía mi mamá, nadie sabe de lo que es capaz hasta que la vida no lo desafia y lo pone a prueba.