Tengo 75 años. Hace 18 que se me retiró la menstruación. Estoy viviendo la nueva vejez. O la longevidad, es decir la larga vida, como la leche y el puré de tomates. En este mundo de centennials y millenials, soy del grupo de los perennials, los que nos resistimos a ser categorizados en los viejos estereotipos que identifican la jubilación. Tengo la suerte que no tienen muchos compañeros etarios de no tener miedo de ser dejada al margen. Sigo activa, sigo inmersa en grupos de trabajo, sigo interactuando con gente de diversas edades y alimentándome con lo que los más jóvenes crean e inventan. Sé que no sucede lo mismo con otros viejos como yo que se sienten invisibles, como que no están, como que ya no importan, como que lo único que les espera es la hora de morir. Los viejos estamos viendo que no se encuentra la manera en que se nos pueda llamar. A mi no me gusta ninguna, ni adulta mayor, ni tercera edad, ni senior, ni geronte, ni anciana ni clase pasiva dado que de pasiva no tengo nada, y menos que menos, abuelita. No soy la única. Como dice Inés Castro Almeyra hay una buena cantidad de perennials como yo que trabajan, hacen deporte, estudian, participan en voluntariados, cuidan a otros, fundan empresas.
Como Zigmunt Bauman, ese sociólogo polaco que emigró a Inglaterra donde terminó sus días en el 2017. Es famoso por los variados best sellers que publicó relativos a la modernidad y al consumismo. A él se le debe la definición de “liquido”, amor líquido, miedo líquido, vida líquida, en los que dió cuenta del cambio en la densidad y la estabilidad de lo que estamos viviendo, con la analogía de lo líquido nos sumergió en este nuevo estado de cosas que en muchos sentidos nos sume en la incertidumbre. Resulta que este hombre que era profesor de sociología en la universidad de Leeds, comenzó a escribir a sus 70 años, cuando se retiró de la docencia. Escribió estos esclarecedores libros en los últimos 15 años de su vida. Cuando era viejo pero finalmente tuvo tiempo de escribir.
No quiero hacer un elogio idealizado del envejecimiento. En muchos sentidos es una porquería. Sentir que no se tienen las mismas fuerzas, la misma energía, el mismo equilibrio, la misma digestión, la misma velocidad de reacción, son lesiones no siempre fáciles de asumir. Todas las mañanas, al levantarme de la cama, debo hacerlo de a poco y lentamente, igual que cuando me pongo de pie. Es como si mi cuerpo se hubiera olvidado de cómo era estar parado sobre el piso y responder a la ley de gravedad y cada día debiera aprenderlo nuevamente. Eso no me pasaba antes. Vivía en la inocente ausencia de mi cuerpo que estaba en respetuoso silencio. Ahora me habla, me interpela, me exige cuidados que antes ni sabía que existían.
Pero tengo una ventaja de la que más de una vez me aprovecho porque desafío a la mirada de los demás. Si quiero que e digan “¡qué bien que estás!” me agrego unos años y veo la mirada admirativa que enciende mi narcisismo.
La otra cosa que fui consiguiendo, casi inadvertidamente, es el más excelso y placentero chupahuevismo. Cada vez me importa menos lo que antes me importaba tanto. Las críticas, las miradas judicativas, las opiniones, son cada vez más cosas de los demás, no me tocan y me hacen sentirme con una ligereza liberadora, como si la pesada mochila de querer agradar no estuviera más.
Para mí la menopausia fue un recontrato con la vida. Terminado el período de la procreación y la crianza, tuve delante un nuevo horizonte con caminos nuevos que me deleité en recorrer. Curiosamente, igual que Bauman, mi vida se expandió de un modo que me sigue sorprendiendo.
Y no solo me pasa a mi.
Conocíamos ese período que llamábamos la crisis de la mitad de la vida que sucedía entre los 40 y 45 años y determinaba cambios radicales en como seguía la vida. Hoy, con el aumento de la expectativa de vida y los vertiginosos cambios que vivimos, esas etapas se multiplicaron. Se piensa que hay crisis similares cada 20 años y que en cada crisis tenemos la oportunidad de hacer un nuevo contrato.
Nada es fijo, nada es estable, nada está predeterminado y seguro. En los estudios que vamos conociendo se anticipa que los que se podrán adaptar a los cambios laborales, tecnológicos y sociales, son los que tendrán mayor capacidad de adaptación y recontratación. Quien se atiene a los modelos tradicionales en busca de aquella certidumbre perdida, quedará afuera del flujo vibrante y vital que nos ofrece el mundo en este momento. Y no me refiero a la pandemia que nos tiene tan en jaque, estoy pensando fuera de ella, cuando pase, cuando las cosas se reacomoden y veamos cómo se sigue, qué sigue, que ya no. Nuestra capacidad de adaptarnos a lo que se viene será crucial para que nos sintamos bien y para que nuestro diario vivir siga teniendo sentido.
Hay nuevos caminos que deben ser dibujados y que esperarán nuestros pasos tanto en la construcción como en su trayecto. Más que nunca debemos estar atentos a lo que pasa a nuestro alrededor y a lo que nos dicta nuestro propio interior. No es momento de estar distraídos ni de tolerar ni de dejarse vencer.
Pero que no se me entienda mal. Ni el mundo ni la vejez son rosa y con violines de fondo. Hay nuevas dificultades, nuevos desafíos que exigen la valentía de encontrar nuevos modelos.
Es la primera vez en la historia de la humanidad que hay tantas familias con cinco generaciones. Se ha extendido tanto nuestra expectativa de vida que urge que le demos más vida a la vida. Si tenemos la suerte de estar sanos, tenemos algo que nos faltaba en nuestra juventud: experiencia. En muchas situaciones, especialmente en lo que atañe a la interacción humana, tenemos el diario del lunes y si hemos aprendido de lo que vivido sabremos unas cuantas cosas que pueden ser de gran utilidad, tanto para nosotros como para los demás.
En la pareja, y no solo para los mayores como yo, estamos viviendo toda una revolución con la aparición de nuevos modelos de convivencia o de constitución de las parejas.
Seguimos sufriendo las consecuencias de la instalación en nuestras expectativas del modelo del amor romántico. Un modelo ideal y tan imposible de concretar como el cuerpo de las barbies. Sobra y falta por todos lados. Nunca nadie podrá tener las piernas así de largas alejadas de toda proporción posible. Igual como el ideal del amor romántico. El romanticismo surgido en el siglo XIX, ese amor incondicional, perfecto y eterno, terminaba en la adultez temprana, uno de los amantes o ambos, moría alrededor de los 30. Romeo y Julieta en su adolescencia. Eran historias breves, de amores infatuados y apasionados que por su brevedad no tenían asperezas y encima con la muerte temprana se transformaban en perfectos. Pero una vez comidas las perdices, hay que seguir viviendo. No es “se casaron y fueron felices” sino “se casaron y empezó otra vida”.
¿Cómo es vivir juntos durante décadas en el contexto de un mundo que nos interpela y desafía cada vez con algo inédito? Si encima, como bien sabemos, después de años de convivencia todo matrimonio se transforma en incesto. Nos creímos lo de la espontaneidad y la naturalidad de las reacciones como garantía de una relación sana y transparente. Y resulta que también acá nos tenemos que cuidar, no poder hacer o decir cualquier cosa. Tenemos que adaptarnos y desarrollar y sostener nuestra inteligencia emocional, porque, y acá les voy a regalar un secreto milenario, el amor no lo puede todo. Al amor hay que ponerle un tutor, sostenerlo y dejar que florezca. ¿Cómo? Conociendo las necesidades propias, no salteándolas con la esperanza de que “ya va a cambiar” sino aprender a reconocerlas y a hacer lo posible porque sean satisfechas. Pero no es tan fácil porque al mismo tiempo, si queremos que sean satisfechas, es preciso conocer al otro que supuestamente nos las satisfará. Para no pedirle peras al olmo. Si queremos peras, pues a los perales. Los olmos solo dan sámaras que no sé si se comen, pero no son peras. Si el otro no puede, no tiene o no sabe, por más que nos enojemos, nos quejemos, reclamemos y acusemos, no recibiremos lo que necesitamos. Entonces, además de estar atento a las propias necesidades, la segunda condición para que el amor no se deshaga es conocer al otro según sus características y posibilidades.
Hay varias otras cosas a considerar pero dejemos solo estas dos que si las podemos aplicar resultarán en un incremento notable de la paz. Repito, conocer las necesidades propias y las posibilidades del otro.
A veces no coinciden y es entonces cuando aparece la alternativa de elegir un nuevo modelo de vida. O bien la separación lisa y llana, lo más cariñosa posible, porque será para el bien de los dos o de todos si hay hijos. Pero estoy viendo muchas parejas que no se quieren separar como pareja pero que quieren tener un poco de paz y están atreviéndose a nuevos modelos. Dicen: Nos queremos, nos gustamos como personas, coincidimos en muchas cosas, nos fuimos haciendo juntos a lo largo de la vida pero vivir juntos es un infierno.
Y aparecen los nuevos modelos: no compartir la cama, no compartir el dormitorio, no compartir la vivienda, no compartir la misma ciudad o hasta no compartir país. Las alternativas son infinitas y deben ser elegidas a medida, como la ropa buena, que te calza bien, que te disimula lo que no está bien y te enriquece lo que te gusta, ropa en la cual reina la comodidad, sin costuras que piquen ni molestia alguna.
Voy a contar un modelo insólito, totalmente a medida que encontró una pareja que conocí.
Mabel y Ricardo, casados hacía 23 años, coincidían en muchas cosas, se complementaban y enriquecían personal y profesionalmente. Decidieron no tener hijos, solos estaban bien. Bueno, casi todo el tiempo, salvo cuando se trincaban en esas peleas que terminaban en batallas campales agotadoras y desgastantes.
Hicieron todo tipo de terapias y nada impedía los estallidos, esas explosiones dañinas que los herían muchísimo a los dos.
Pero un día descubrieron el punto de quiebre, el momento cuando empezaban. Se trataba siempre de algún gasto. Desde una cosa nimia como la compra de papa blanca en lugar de papa negra hasta la reserva de un hotel en un sitio de vacaciones eran disparadores de una escalada de violencia. Veamos cómo sería con la compra de las papas por ejemplo.
- ¿Papa blanca compraste?
- Sí, ¿por?
- No es la temporada, hay que comprar la negra que, además, está mucho más barata
- Mejor la blanca aunque sea más cara porque ….
y ahí comenzaban las argumentaciones. Se ponían en guardia, iban subiendo de tono mientras cada uno extremaba su posición y trataba de destruir al otro primero con argumentos, después con descalificaciones y por último con ataques directos que los dejaban exhaustos, doloridos y descorazonados.
Fue una revelación el día en que se percataron de que las peleas comenzaban por cómo se había decidido algún gasto. Estallaron en una carcajada y ahí mismo diseñaron la solución: partición total de las economías, cada uno tomaría sus propias decisiones sin que el otro tuviera derecho alguno a opinar.
Las consecuencias fueron que separaron las cuentas de banco, los ahorros y todas y cada una de las decisiones. Las vacaciones, las compras cotidianas y las fuera de programa, los objetos de la casa, las salidas, los regalos, todo, absolutamente todo quedaría partido para evitar opiniones, discusiones y argumentaciones. El baño no fue problema, sí lo fue la cocina. ¿Cómo resolverlo? Mabel y Ricardo, eran muy inteligentes y estaban entrenados en pensar afuera de los esquemas habituales. Eran honestos consigo mismos, se querían y elegían como pareja y, sobretodo, eran valientes.
La solución fue insólita y simple: comprar otra heladera. A partir de entonces, y de esto ya hace más de 25 años, desaparecieron las peleas porque su fuente se había anulado. No se trataba solo de dinero, se trataba de quien evaluaba y tomaba las decisiones respecto del dinero. Si se quiere un tema de poder o de rivalidad o como se lo quiera llamar, pero el hecho es que la solución encontrada les permitió recuperar la paz.
Era raro y divertido cómo vivían. Cada uno hacía sus compras de alimentos. Cada uno organizaba y planificaba su menú. Cada uno cocinaba lo que le apetecía del modo en que le gustaba, con el aceite que quería y en la cantidad que se le cantara. Ninguno le imponía al otro tal o cual decisión, en ningún orden. Si Ricardo tenía pensado comer una tarta de zapallitos esa noche podía invitar a Mabel, si es que ella quería, a compartirlo. Aunque comían en la misma mesa, lo hacían de modo independiente. Y el juego de invitarse les resultaba estimulante y fresco, cada uno sentía que no debía someterse al otro y que era libre de aceptarlo o no, que no había conflicto ni ofensa si no lo hacía.
Igual con todo lo demás. Si Mabel quería comprar un abono de ópera en el Colón le preguntaba a Ricardo si él también querría; podía decirle que sí o que no, dependiendo de su estado de cuentas y de sus ganas. En todos los órdenes de la vida, esta estructura fue para ellos la salvación de su vida juntos.
Este es solo un ejemplo de una solución a medida que satisface perfectamente las necesidades y requerimientos de estas dos personas. Coincido en que es algo extremo, tanto que a mi no me funcionaría porque no soy Mabel ni mi marido es Ricardo.
Cada pareja está compuesta por diferentes personas y desarrolla situaciones particulares, no se puede generalizar. Pero la idea es animarse a buscar esa solución a medida, con la misma libertad, honestidad y valentía de Mabel y Ricardo con su admirable grado de aceptación de sí mismos y del otro y su consecuente renuncia creativa a querer cambiarlo.
¿Cómo empiezan nuestras discusiones? ¿Cuál es el pretexto que dispara todo? Si lo encontramos y si lo miramos con atención y respeto, si no nos enroscamos en pretender cambiar al que “hace todo mal” -nunca nosotros, por supuesto-, si nos vemos como somos de verdad y si queremos seguir conviviendo, la solución está ahí, incluso puede ser tan obvia o ridícula como lo de comprar una segunda heladera.
Este es un ejemplo de nuevo modelo de relación que da una idea de la infinidad de alternativas posibles.
Agradezco el haberme escuchado y espero que algunas de estas cosas hagan sentido en sus vidas. Hablo de valentía y chupahuevismo para llegar a viejo y ser el viejo que a uno se le cante ser y también para vivir en pareja en el modelo de pareja que a ambos les venga mejor.
Nadie sabe si vivirá los próximos 5 minutos. No perdamos el tiempo, ese tiempo tan precioso, en buscar lo imposible, seamos vivos y atengámonos a lo posible.
Cierro con el comienzo de bellísimo poema de José Saramago sobre la vejez.
¿Que cuantos años tengo? ¡qué importa eso! tengo la edad que quiero y siento, la edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso, hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso o a lo desconocido. Pues tengo la experiencia de los años vividos y la fuerza de la convicción de mis deseos.
Gracias.