El matrimonio tradicional ya no es lo que era. Hoy preferimos llamarlo convivencia porque ni siquiera es indispensable haber pasado antes por el registro civil.
Tampoco la convivencia se refiere a la estructura “normal” porque las cosas dejaron de ser como solían ser a lo largo de decenas de siglos en occidente. La gente se casaba, procreaba, llegaba a ver la adolescencia de sus hijos, envejecía tempranamente y moría. Desde mediados del siglo XIX las cosas empezaron a cambiar. Hizo su estelar aparición el amor. No solo la procreación o la conveniencia determinaban la unión de dos personas.
El romanticismo literario encumbró al amor que, después de la primera guerra mundial, fue “la razón” por la que una pareja decidía compartir su vida. Esta novedad irrumpió como un vendaval que traía como colita la promesa de felicidad completa y eterna.
El siglo XX sumó el nuevo lugar laboral y social de la mujer luego de la Primera Guerra y los métodos anticonceptivos después de la Segunda. La vida de las mujeres dejó de ser el exclusivo y particular reino del hogar y la procreación dejó de ser la única y suprema finalidad del matrimonio.
Los roles fijos asignados a hombres y mujeres con el propósito social de asegurar la reproducción y el sistema de relaciones sociales y laborales comenzó a tambalear, el objetivo de la felicidad total y absoluta se encumbró como el principal. Los cambios, fertilizados por el cine, las novelas, las canciones, confluyeron en que la conquista de la total y perpetua felicidad fuera el imperativo de toda pareja al elegirse. Aquella vieja estructura de una familia que tenía su camino claramente marcado, con rituales y expectativas fijas, empezó a hacer agua. Ahora se tenía la libertad de elegir qué, cuándo, cuánto y cómo, una libertad oceánica que conmovió las estructuras. No había por qué atenerse a los mandatos históricos, al estilo de familia tradicional que persistía gracias a la tolerancia y no al amor. Las apetencias y las expectativas crecieron de manera exponencial. Y así estamos ahora. Con una libertad por momentos contradictoriamente asfixiante porque cuando hay mucho nos resulta frustrante elegir algo, siempre nos queda la idea de que podíamos haber elegido otra cosa mejor. Queremos todo, inmediato, perfecto y siempre. ¿Por qué frustrarse? ¿Por qué aceptar que no se puede todo? ¿Por qué postergar o renunciar? Todo nos dice que no hay por qué limitarse, postergar, renunciar o aceptar lo que a uno no le viene bien. ¡You can do it! ¡Querer es poder! Entonces luchamos día a día, hora a hora, esperando alcanzar estas expectativas que exceden en mucho lo posible. ¿Felicidad total? ¿Satisfacción inmediata? ¿Logros sin esfuerzos? Nada de eso es posible pero la expectativa sigue ahí como un mandato ineludible y cuando no sucede eso que debería suceder, lo leemos como fracaso. Y ante el fracaso, solemos atribuirle el problema al otro, ese otro que “se empeña en no hacer lo que sabe que tiene que hacer, que me lo hace a mí, a propósito, porque no le importo, no me quiere”. Ante esa gesta por lo tan deseado y muchas veces imposible, la solución es buscar a otra persona que sí pueda darme aquella felicidad prometida. Y las separaciones y los divorcios están a la orden del día. “No quiero vivir como mis padres que se aguantaban y se toleraban pero que nunca fueron felices” es una de las formulaciones más habituales que escucho.
Pero están naciendo otros modelos de parejas, las que empiezan a darse cuenta de que las expectativas desmedidas son irreales y que no todo está mal con su otro y se proponen encontrar otra manera. Con valentía se atreven a salirse de las estructuras históricas e inventan otras. Básicamente buscan nuevas formas de vivir en pareja que mantengan lo que está bien, lo que funciona y que eviten lo que hace sufrir. Buscan lo mejor de los dos mundos, los beneficios emocionales y familiares de sostener la relación en nuevos contextos que permitan la realización y la paz personal.
Hay parejas que no duermen en la misma cama o en la misma habitación. Hay parejas para las que la convivencia cotidiana era tan conflictiva que dejaron de vivir juntos. Hay parejas que conviven solamente los fines de semana. Cada una va buscando su solución a medida, un modo que no los violente y que recupere la relación amorosa que la convivencia fallida deterioró tanto.
Hay diferentes modelos de pareja y de estructuración de la convivencia. No podemos decir cuánto de esto marcará un camino que seguiremos andando o si son solo ensayos individuales en la búsqueda de algo de paz. Lo que sí podemos asegurar es que estamos en un período de transición entre aquella estructura clara y sólida de la civilización occidental hacia alguna otra manera de combinar la necesidad de la unidad social y emocional de pareja y familia junto con los nuevos imperativos culturales en busca de la felicidad. Una felicidad posible que se parece mucho a calzarse una pantufla cómoda que haga más fácil cada paso en la vida.