conmovedor mensaje de Santiago K.

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Santiago Kovadloff me mandó este mensaje por whatsapp con un audio:

AMIA: 26 años de un silencio atroz Santiago Kovadloff La Argentina sigue siendo, en términos de deuda interna, un país hipotecado con la verdad. Con esa verdad que debería hacerse oír por boca de la justicia. Ayer, 18 de julio, volvió a escucharse lo que año tras año no deja de ser oído: el silencio impuesto por la prepotencia del crimen a la voz de la verdad. De una verdad amordazada acerca de la complicidad de delincuentes argentinos en el encubrimiento del peor atentado terrorista sufrido por nuestro país. A 26 años de ese acto criminal que sufrió la República en la más emblemática de sus instituciones judías- la AMIA-, el sistema democrático reestablecido en 1983 sigue evidenciando una dificultad sustancial para hacer de la Justicia la expresión básica de su fortaleza moral. Los cómplices locales de Hezbollah, el órgano terrorista que concibió y ejecutó el atentado, siguen en libertad. ¿Qué libertad es esa? La que demuestra la impotencia de nuestra democracia para consolidarse y ser lo que debería ser. ¿Si los asesinos están libres, dónde están sepultadas sus víctimas sino en la subestimación y el peor de los desprecios? ¿Y esas muertes del 18 de julio de 1994 no nos están diciendo, con la humillación a la que siguen expuestas, que nuestras propias vidas son menos vidas porque se despliegan fuera del marco de la ley? La herida sigue abierta. La AMIA sigue estallando en pedazos. La Argentina sigue siendo, a 26 años de esta tragedia, menos que sí misma, insensible a su mejor pasado e incapaz de orientarse hacia su mejor futuro. ¿Qué hicimos y qué haremos cada 18 de julio? ¿Implorar otra vez? ¿Recibir las condolencias de quienes deberían ofrecernos la verdad sobre lo ocurrido? ¿Qué significa, en este estado de cosas, hablar de la grandeza de nuestra Nación cuando los hechos atroces que tuvieron lugar aquí la fuerzan a permanecer empantanada en el silencio, la prepotencia y la impunidad de los asesinos? Si la verdad no tiene porvenir entre nosotros, tampoco lo tendrá la democracia. Sí, en cambio, lo tiene y lo tendrá el reino del simulacro, del encubrimiento, de las muertes rifadas a la corrupción. No queremos ni debemos limitarnos a recordar lo sucedido. No queremos llorar solamente a nuestros muertos con el agobio de lo que seguimos siendo: argentinos expuestos a la impunidad de la barbarie. Lloremos, sí. Pero exijamos también. Una y mil veces hagamos oír la voz del corazón y la pasión por la ley y el derecho que no se rinden a la resignación. La Argentina seguirá teniendo un futuro clausurado mientras tenga un pasado envilecido por la mentira. ¿Y qué diremos de la muerte de Alberto Nisman? ¿En la cabeza de quiénes sino de todos nosotros como nación, estalló ese balazo que le arrebató la vida a un fiscal de la Nación empeñado en no traicionar la estatura moral de su investidura? ¿Es que habrá que resignarse a aceptar que ese crimen es el destino invariable de todo aquel que en este país se atreva a llamar delito al delito y traición a la patria a la traición a la patria? No será así mientras sigamos convencidos de la necesidad de infundir consistencia cívica a nuestro dolor. No permitamos que ante el horror de lo sucedido prevalezca para siempre la idea perversa de que lo que pasó fue una tragedia exclusivamente judía. Fue esencial, medularmente, una tragedia nacional. El 18 de julio debe, por eso, ser día de duelo nacional. No solo por los muertos sembrados entonces. También por los vivos que aún no sabemos ser.

Mi respuesta fue: Excelente Santiago, ya la había leído en LN. No sé por qué me la dedicás pero lo recibo conmovida como un honor inmerecido. Te quiero. A lo que respondió:

Encierro y encierros. No es igual.

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Hay voces que comparan esta cuarentena con el encierro de los judíos durante el nazismo. Situaciones incomparables. La pandemia es un cataclismo natural sin intencionalidad humana. La Shoá, por el contrario, fue planificada y realizada por personas.

Esa diferencia es esencial. No hubo ni hay acá hordas asesinas dispuestas a caer sobre nosotros. El enemigo no tiene forma humana, es invisible. No estamos en medio de una guerra. La pandemia no tiene voz ni esgrime razones, no pretende crear una “raza superior” ni conquistar al mundo. No hay ejércitos ni partisanos que nos defiendan, sólo contamos con los infectólogos y la tan esperada vacuna.  

No estamos igual que entonces. De ninguna manera.

Este encierro es muy diferente de aquél y bien que lo saben los que sobrevivieron escondidos para no ser asesinados.

Estamos a mediados de julio de 2020. Empiezo a escribir esto cumpliendo los 4 meses de mi cuarentena y reviso lo vivido en un paralelo retrospectivo. Pienso en mis padres escondidos en un altillo durante casi dos años y desde mi propio encierro me preguntaba cómo habrá sido aquél. Reducido a relato, era un bloque cerrado y opaco en el que cada minuto, cada hora, cada día de aquellos interminables 22 meses eran una madeja enredada y apelotonada.

El tal altillo era un pequeño desván con una altura que no llegaba al metro. Más que un altillo era un bajillo, no podían ponerse de pie. Estuvieron allí durante 22 meses mi mamá, mi papá, una tía y mi primo Celus de 5 años. Una vez por día recibían algún alimento y agua y se vaciaba el tacho en el que habían hecho sus necesidades. El silencio debía ser total para que ningún vecino sospechara, los denunciara y fueran asesinados todos, tanto los judíos escondidos como la familia cristiana que los alojaba. Los domingos, cuando  iban a misa, podían bajar, lavarse, estirar las piernas y dar unos pasos.  

¿Cómo fue cada minuto, cada hora de cada uno de esos 666 días? En casa tengo todo lo necesario: cocina, dormitorio, sala de estar, ventanas para ver el cielo que entre el sol y, sobre todo, tengo baño con inodoro, papel higiénico, agua corriente y puerta; duermo sobre una cama, con colchón, almohadas y sábanas limpias; hay provisiones en la heladera y puedo comer y elegir qué. Tengo teléfono e internet, mantengo mis conexiones, puedo seguir trabajando y hasta ver cine y series. 

¿Cómo era no poder estar de pie ni moverse esperando dar unos pasos titubeantes un rato los domingos? ¿Cómo eran la tristeza, la angustia, la incertidumbre de no saber cuándo iba a terminar? ¿Qué hacían con mi primito que debió rehabilitar sus piernas al salir porque se le habían atrofiado? ¿Y los que estuvieron escondidos en pozos, graneros, bosques a la intemperie? ¿Cómo soportaron el intenso frío y el calor infernal? ¿Y cuando debían cambiar de lugar, aterrados mirando hacia uno y otro lado temiendo ser descubiertos? 

Me atormentan esas preguntas y me admira su firme determinación de vivir. Me quejo de que estoy harta, y lo estoy. Estoy hartísimamente harta. No sé si las decisiones gubernamentales son correctas pero no puedo más que acatarlas con martillo, curva aplanada y la mar en coche. Pero en medio del encierro vuelven aquellos 666 días de mis padres que ahora leo de otra manera, con intriga y admiración. ¿Habré heredado aquella fuerza? ¿Podré sostener con dignidad e hidalguía esto que tampoco elegí? 

Cuando era chica preguntaba cómo lo habían aguantado. Mamá me miraba con cara de ¿nena-qué-tontería-preguntás? y respondía: “Considerando la alternativa… estábamos bien. ¡Sobrevivimos!”

Publicado en El Diario de Leuco

Intercambio con Beccacece

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Nota de Hugo Beccacese en LN, 13 de julio 2020.

En este periodo del año se suceden las fechas patrias más importantes: 25 de mayo, 20 de junio, 9 de julio, 17 de agosto. Es inevitable que surjan algunos recuerdos de la época escolar relacionado con esas efemérides. Tuve conciencia y claros ejemplos de lo que era la discriminación ya en la niñez. Voy a contar uno de esos episodios. En ese entonces tenía doce años y cursaba la escuela primaria.Para los actos escolares, había y hay una serie de rituales. Entre ellos, el de elegir al alumno que llevará la bandera. La tradición imponía (como ahora, creo) que el chico de mejor promedio, a modo de reconocimiento, fuera el abanderado. En sexto grado (en aquella lejana época, equivalía al séptimo de hoy), tenía un compañero judío brillante en todas las disciplinas. Lo llamaré por la inicial de su nombre: P. Él tenía el primer promedio de la división; yo, el segundo. Competir con él estaba fuera de cuestión. Su destino era ser el mejor de la clase. Lo admiraba. Era más bajo que yo. Estábamos en ese período de la vida en que un grupo crecía de golpe; otro, poco a poco; y un tercero se desarrollaba bastante más tarde. Yo estaba más bien en el primero; P, en el tercero.Como si la naturaleza hubiera querido señalar la inteligencia con un atributo físico especial, P. era el único compañero pelirrojo. Los pelirrojos, chicas y chicos, pertenecían para mí a la aristocracia capilar. Me fascinaban. El pelo de P. era brillante; además, su cara tenía pecas. Ese detalle hacía que me resultara muy simpático. Éramos amigos.

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14 de julio 2020, Sr Beccacece 

Leí conmovida su nota de ayer. Los que nacimos hace algunas décadas recordamos aquella escuela primaria y aquellos actos discriminatorios lesivos. Me duele lo que vivió entonces, entiendo su silencio, cuando uno era chico no era fácil discutirle a la autoridad (¡cómo ha cambiado eso!) y me pregunto cómo recordará el mismo hecho el colorado petiso. 

Tengo una anécdota también yo que me tomo el atrevimiento de compartir con usted. 

Cuando me anotaron en la primaria mis padres no dijeron que éramos judíos. Hacía poco que habíamos llegado de Polonia, ellos con el peso de lo vivido bajo el nazismo, con el dolor de lo sufrido y perdido, debiendo declararnos católicos para poder entrar por la infausta Circular 11 que prohibía el ingreso si decíamos ser judíos, quisieron darme a mi una oportunidad para no ser discriminada, para tener una vida normal. Como no figuraba como judía, en la clase de religión me quedaba, no me iba a la de "moral" con las chicas judías. En casa no se hablaba de ser judío, no se negaba pero no se mencionaba. Mis padres no eran religiosos ni tradicionalistas, no éramos socios de ninguna institución judía y, aunque nos movíamos en un núcleo con amigos judíos, todos sobrevivientes del Holocausto, claro, el tema de ser judío no era un tema para mí. Amaba las clases de religión. Y, obvio, llegado el momento quise tomar la comunión con las otras chicas, tener ese vestido de novia tan bonito, y las estampitas con mi nombre y los guantes y la cofia con los lazos de satén... soñaba con eso. Pero algo en mi sabía que no me correspondía. Entraba a la iglesia para mis clases de catecismo y cuando tenía que introducir mis dedos en el cuenco con agua bendita antes de persignarme, hacía el gesto pero no mojaba los dedos. Sabía. Oscuramente sabía. La cosa se puso complicada cuando les mentía a las otras chicas sobre como era mi vestido y el diseño de las estampitas. Todo mentira. Pero cuando la fecha estuvo cerca me vi en el problema de que necesitaba el vestido. Mis padres no tenían idea de mis visitas a la iglesia, eran épocas en las que jugábamos en la calle y uno podía escabullirse en travesuras. Pero necesitaba el vestido y se lo tuve que pedir a mi mamá. Claro, la escena fue dramática. Cuando supo para qué lo pedía y en qué había estado, el llanto, el lamento, el dolor fueron desgarradores. La hago corta: no hubo vestido. Sentada en el balcón de mi casa, aquel 8 de diciembre, día de la virgen, vi desfilar a esas novias chiquitas, orondas y orgullosas como una burla dirigida a mi, encerrada en la prohibición de ser igual que ellas. Odié a mis padres, los odié con todas mis fuerzas. Y me dediqué a amar a Evita, el hada de los pobres y desamparados (mis padres me dejaron hacer no fuera que contara en la escuela que ellos no...). 

Me abrió todo este archivo su nota. 

Mis saludos en espera de otros de sus textos.

Diana

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Respuesta 14 de julio 2020

Estimada compañera de distintas discriminaciones, en primer lugar, la felicito por la calidad de su narración. No puedo con el genio de lector: disfruto de las cosas bien contadas.

En segundo término, lo que usted sufrió fue mucho más duro que lo padecido por mí en esa ocasión. Imagino la angustia y el terror que sufrieron sus padres. Y después el peso del silencio y el secreto, tanto para ellos como para usted.

Mi padre era, más que agnóstico, ateo. Cuando, en el primario, tuve la primera clase de religión, se hizo la división entre los católicos y los no católicos, éstos, como usted recuerda, iban a la clase de moral. Yo había sido bautizado (mi madre intervino). Pero no sabía ni persignarme. Qué era la moral?, me pregunté. Sobre la la moral ignoraba todo.

La palabra no me gustaba. Preferí quedarme en religión por pereza.

Con el tiempo, llegué a una conclusión. Por haber desechado la hora de moral, era un amoral, en vez de un ateo. Por intuición, por pereza, había encontrado mi lugar en el mundo: la amoralidad. 

Le agradezco mucho sus líneas, apreciada señora. Usted me ha leído como yo quería ser leído. No olvidaré lo que me ha contado. Me conmueve que me haya confiado algo tan íntimo con tanta emoción.

La saludo con profundo afecto y respeto.

Hugo

Cuando no podés comunicar lo único que te queda es ganar

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Te pregunto si se lo dijiste y me contestás: “¡Miles de veces pero no me oye, yo hablo pero no podemos conversar!”. ¿Creés que hablar es conversar? ¿No será que lo hacés para ganar? Veamos cómo funciona la no conversación demostrada por reducción al absurdo. 

Para ganar es preciso estar bien entrenado, tener los reflejos rápidos y la actitud apropiada, listo y afilado el estado de ánimo previo. Así:

  • Entendé todo lo que diga o haga el otro como dirigido a vos, un ataque a tu autoestima, capacidad, inteligencia y atractivo. Olvidate que el otro tiene sus propios problemas, dificultades, necesidades y angustias, vos sos el centro de su vida. Hasta si sufre de algún problema físico te lo hace a vos, a propósito, para molestarte, atraer tu atención y mostrarte que no le servís. 

  • En el sistema planetario familiar sos el sol. No es preciso que digas lo que te pasa, lo que necesitás y estás esperando, lo tiene que adivinar. ¿Cómo no lo va a saber? Si no lo hace es porque es tan egoísta que no quiere y porque no le importás. 

  • No te quiere. Pasá lista y tené  presente todo lo que no te satisface o te molesta de su conducta como evidencia de que no le interesás, no te considera y no le importás. Decitelo varias veces por día, dos o tres veces por hora sería lo ideal. Olvidate de lo bueno que vivieron juntos, no dejes que interfiera en el estiramiento del músculo bélico. Si se te cruza la pregunta de por qué sigue a tu lado, respondete que es por comodidad, miedo o conveniencia. Nunca porque quiera estar con vos.

  • Habituate a revisarle el celular, la computadora, el teléfono y los bolsillos buscando la prueba de que está viendo a otra persona mejor que vos. Si tenés la suerte de encontrarla, pegale un mordiscón y no aflojes, apretá los dientes, quedate ahí, insistí y guardalo bajo la manga para mostrarle lo mala persona que es. 

  • Siempre tenés razón, es un don natural con el que naciste, poseés la verdad de como son las cosas. No te olvides entonces que no sos vos quien tiene que cambiar, es el otro. Y si se opone y discute, es por perfidia, maldad y capricho. 

  • Tiene la culpa. Acentuálo con patologías que te sirvan para probar que está enfermo. Narcisismo, negación, autismo, depresión, aislamiento emocional y tantas otras que, a modo de armas, te permitirán sumar la acusación de locura a la de maldad. No te compadezcas ni intentes ponerte en sus zapatos, mandalo a hacer terapia.

  • Siempre el problema es del otro. Todas las parejas están convencidas de que es preciso cambiar al otro. Sé como todos: creéte que sos de lo mejor, amable, complaciente, tolerante, un océano de comprensión y convencete de que el otro es imposible, hostil, agresivo y maltratador.

Ahora que sos una víctima inocente e indefensa y nadás en la furia tu estado de ánimo está a punto caramelo. Conducta a seguir en el campo de batalla: 

  • Hablá siempre en segunda persona. Enunciá todo lo que decís con un “porque vos…” Nunca uses, ni soñando, la primera persona. Hablá siempre en reclamo, crítica, juicio, queja, que tu dedo erguido señale al culpable. Y sé espontáneo, vomitá lo que se te venga a la cabeza sin filtro alguno, tenés derecho a hacerlo porque sos la víctima. 

  • Jamás menciones lo que necesitás, lo que te gustaría y no podés. Además de que, como ya dijimos, el otro seguro que lo sabe, que no se te vaya a caer la corona hablando de tus miedos y vulnerabilidades. ¡Atención! porque la tortilla se puede dar vuelta, se pondrá en evidencia tu imperfección y te acusará de locura.

  • Arrinconalo, avergonzalo, atacalo activa o pasivamente, desprecialo, a solas y ante los demás, que se vea como una cucaracha infecta, inútil y despreciable. Contale a su familia lo insoportable que es. Amenazalo con separarte y si aún insiste en seguir siendo como es y no cambia, castigalo: vengate, no le hables ni sientas deseo sexual. 

  • Imponete siempre. Nunca digas “por favor”, “disculpame” o “¿puedo?” Sé terminante, respondé con un rotundo ¡NO! que suene a cachetazo definitivo. No vayas a reconocer ni agradecer nada que pudo haber hecho bien, focalizate sólo en todo lo que está mal.

  • Tampoco le tengas lástima ni caigas en la tentación de ser razonable con un  “¿te parece?” o “mmmm… lo voy a pensar” o “no se me ocurrió verlo de esa manera”. Revela tu inseguridad y debilidad cosas que nunca podés mostrar. Tu posición debe ser siempre la del luchador aguerrido, reactivo e impaciente, un gladiador en el circo romano, firme, en guardia, es matar o morir. 

Si mantenés tu entrenamiento al día y persistís en estas conductas tendrás el éxito asegurado, te será imposible conversar, habrás ganado todas las peleas y dejarás a tu alrededor un tendal de muertos. Y los muertos no discuten, ¡siempre nos dan la razón!

A ver si entendiste. “Se lo dijiste miles de veces y no pueden conversar”. Si lo que querés es eso, tendrás que construir un espacio de confianza y aceptación que lo haga posible. Es fácil: no hagas nada, absolutamente nada de lo que dije. 

¡Que es lo que queríamos demostrar!

Fue lo que dije en Vivan las Ideas cuando se habló del arte de conversar:

Vivan las ideas. Espacio de Gerry Garbulsky en Instituto Baikal. Viernes 4 de julio de 2020. Participaron también Christian Carman, Gustavo Faigenbaum y Guadalupe Nogués. El video de mi participación:

Vivan las ideas. Espacio de Gerry Garbulsky en Instituto Baikal. Viernes 4 de julio de 2020. Participaron también Christian Carman, Gustavo Faigenbaum y Guadalupe Nogués. El video de mi participación:

El sesgo tribal

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Vivimos en una realidad binaria, maniquea y bélica. Según de qué lado se esté y quién sea el hablante nos considerará amigo o enemigo. A medida que las redes sociales, a las que todos tenemos acceso, globalizan los mensajes simplistas y engañosos, esta tendencia está siendo una característica mundial. ¿Serán los medios? ¿Será la propaganda? ¿Será la manipulación de los políticos? ¿Ignorancia? ¿Perversidad? ¿Estupidez? ¿Qué nos conduce en tanto Humanidad a alojarnos en casilleros cerrados sin dejar entrar a los que creemos que no tienen nuestro mismo pelaje?

Dada la aparente universalidad de esta conducta, lejos de ser una patología, podría tratarse de una característica humana, un sesgo cognitivo. El sesgo se describe como una estrategia mental, una forma de procesar y comprender los datos, sean fenómenos o ideas, de manera rápida y simplificada. Se toman e incorporan los que confirman una idea previa; los que la cuestionan o la niegan, quedan en las sombras o directamente no se perciben. No vemos nuestros sesgos. Son la lente a través de la cual percibimos, leemos, comprendemos y actuamos, lente tan integrada a nosotros que actúa como un verdadero escotoma. El escotoma es un punto ciego en la retina: creemos que vemos todo pero en realidad compensamos lo que no vemos y lo rellenamos con nuestra experiencia previa, de modo que no vemos que no vemos. Nuestros sesgos tienen el mismo efecto: creemos que vemos y consideramos que vemos todo cuando en realidad, vemos solo una parte y no vemos que no vemos. Así, los sesgos cognitivos nos hacer tomar decisiones, comunicarnos y operar con la gente y con la realidad en el engaño de que lo hacemos disponiendo de toda la información y no nos damos cuenta de que nuestra lente nos hace tomar solo una parte. La que nos confirma nuestra idea preexistente. Es el sesgo de confirmación, claramente evidenciable en los partidarios de algún partido político que siguen a los periodistas y medios que confirman sus propias ideas, las refuerzan y por añadidura les aseguran un grupo de pertenencia afín.

Propongo, hasta encontrar una palabra mejor, llamar sesgo tribal a esta característica de partir el mundo en amigos y enemigos, sesgo tan potente que domina nuestra vida social y genera tantas de sus guerras, hostilidades y enfrentamientos. ¿Por qué tribal? Una tribu es un grupo humano unido por lazos históricos, familiares y de intereses comunes. Los mamíferos solo podemos subsistir en el grupo que nos cobija. En su seno construimos nuestras subjetividades, mamamos su cultura e ideología, reglas y rituales, que son las fuentes de pertenencia, aceptación, alimento y protección. En nuestro gran desvalimiento, la pertenencia a una tribu es nuestra única garantía de sobrevivir. Seguimos tan necesitados del grupo como en las primitivas cuevas donde era esencial distinguir amigos de enemigos, protectores de atacantes. El color, el aspecto físico, la lengua, las costumbres de los miembros dibujaban en quien confiar y en quien no. Los diferentes eran potenciales enemigos que podían robarnos tanto el fuego como la carne del mamut recién cazado que debía durar todo el invierno. Diferenciar amigos de enemigos era condición de vida y pasados miles de años este sesgo tribal pareciera estar incorporado a nuestro ADN. La tribu dibuja y define quienes somos, cómo somos vistos, y si somos aceptados, qué privilegios o beneficios podremos recibir. Asimismo dibuja claramente las fronteras y todo lo que está afuera es potencialmente peligroso y levanta nuestro alerta. Este sesgo tribal es la lente con la que leemos nuestras interacciones sociales. En todos los órdenes, en lo político, en lo deportivo, en lo artístico, en lo religioso, esta característica tiene la virtud de asegurarnos la pertenencia y la aceptación del grupo, nos confiere una identidad y nos protege de los ajenos, los predadores y enemigos. Dentro del grupo estamos con nuestros iguales, seremos queridos y respetados, siempre y cuando le seamos leales hasta la ceguera.

El sesgo tribal tuvo trágicas consecuencias en la historia de la humanidad. La mirada maniquea del fanatismo y el extremismo justificó, y aún justifica, conflictos sangrientos en los que cada bando asegura tener el derecho y la posesión de LA VERDAD. Quien gane esa guerra decretará que solo sus rituales, idioma y costumbres serán legítimos y que quienes no los acepten estarán afuera de la gran cueva de todos, perderán el derecho a la pertenencia. Los tiranos, las dictaduras y utopías políticas, tienen como sustento común esta idea de verdad que fundamenta la exclusión, el exilio, la detención, la tortura y el asesinato. Vemos este sesgo en todas partes y de diferentes maneras. En nuestra realidad Ford o Chevrolet, coquitas o chocolinas, River o Boca, izquierda o derecha, populistas o liberales, cristianos o judíos, negros o blancos, peronistas o gorilas y podría seguir con cientos de dicotomías en las que el extremismo y el fanatismo excluye y señala como enemigo al de la otra tribu. Todo lo que se diga o haga evidencia a qué tribu se pertenece. Son solo dos y es inconcebible no pertenecer a alguna. El sesgo tribal no admite territorios intermedios. No hay matices ni grises. No hay miradas o posiciones alternativas. Quien no se reconoce como de acá o de allá, es un traidor encubierto, un enemigo falaz.

El sesgo tribal que, por un lado nos confiere identidad y pertenencia y nos permite crecer y desarrollarnos en el seno del grupo conocido y confiable, por el otro nos mantiene sujetos y prisioneros de un pensamiento único, de la imposibilidad de expresar cualquier divergencia a riesgo de ser echados a la intemperie. Nos obliga a aceptar y abrazar lo que la tribu propone, nos cierra el dispositivo crítico, reflexivo que nos previene de todo posible desacuerdo. El gran peligro es que, como el escotoma visual mencionado, genera una doble ceguera: no vemos y no vemos que no vemos. El sesgo tribal rige nuestras conductas y opiniones. Si no lo conocemos ni reconocemos, si no estamos alertas, caeremos bajo el influjo y la ilusión de poseer el gran tesoro de LA VERDAD. Nos acomodaremos junto a los que creen lo mismo y nos veremos en sus ojos confirmando la identidad grupal y los otros, a su vez, se verán en nuestros ojos en un reflejo especular repetido ad infinitum, tranquilizador y reconfortante. ¡Qué alivio! ¡Qué tranquilidad! todos con el mismo pelaje, todos pensamos y actuamos igual. ¡Qué acogedora y calentita la cueva!, nada nos podrá pasar acá adentro. El enemigo está afuera. Siempre afuera. El único precio que pagamos es la libertad de pensar.

Publicado en El diario de Leuco.

Publicado por Clarin.