Una de las cosas más desgastantes de la convivencia son las peleas. Y para pelear, como para el tango, hacen falta dos.
¿Qué dispara una pelea? Casi siempre una conducta, gesto o comunicación, que hiere a quien lo recibe. No siempre el emisor lo hizo con ese propósito pero una vez que el receptor la ha recibido de ese modo ya no hay vuelta atrás. Las alternativas se abren en las elecciones que tenemos luego de eso. Si reaccionamos a lo que vivimos como un ataque con un contra ataque, la avalancha que sigue suele ser imparable.
Desprecios, críticas, burlas y órdenes son ataques, explícitos o disfrazados, que una piel sensible recibe y ante la que, rápidamente, reacciona en un reflejo que va de la piel a la boca y se responde con una agresión similar o más fuerte. Es casi automático, pre-reflexivo.
Cuando el otro habla enarbolando el dedo acusador, la mirada punzante, el juicio severo, ¿no se puede hacer otra cosa que recurrir a la respuesta de stock habitual y contraatacar?
Veamos la cosa un poco más de cerca. ¿qué nos pasa cuando recibimos una tal conducta o comunicación? Sentimos que nos dicen que no servimos y que no nos quieren, nos vemos reflejados en el espejo de la mirada del otro de la peor manera posible. Lo que es insoportable.
La burla, el desprecio, la crítica, la demanda, el reclamo tienen varias implicaciones en la vida de relación. Nos encierran en un sitio del que todos queremos escapar porque nos espanta vernos no valorados por el otro, o dañinos o, mucho peor, que no le importamos y que podría prescindir de nosotros. No nos gusta ese otro que se cree con derecho a opinar sobre nuestra conducta, a juzgarla, a subir o bajar el dedo de lo que está bien o lo que está mal. Su conducta lo ubica en una posición superior y si lo aceptamos y confirmamos, nos sometemos a esta estructura jerárquica en la que seremos, fatalmente, inferiores. Curiosamente, si contra atacamos, confirmamos la legitimidad del ataque recibido y nos declaramos inferiores.
Nadie acepta de buen grado que le señalen sus falencias, sus errores, sus incapacidades, sus dudas y vulnerabilidades. Tampoco que un otro se proponga como Master o Decálogo de lo que está bien hablando con el dedo enhiesto de la verdad revelada y lo deje a uno como incapacitado, egoísta, ignorante, estúpido o mala persona. La reacción espontánea ante un semejante ataque es la misma reacción de cualquier mamífero: sometimiento, contraataque o huída. El sometimiento o la huida pueden ser estratégicamente útiles pero también pueden ser un no animarse, un no saber qué hacer, una postergación del conflicto que tarde o temprano explotará de manera arrasadora porque la bronca se acumula, se rumia y es altamente tóxica.
El contraataque (con burla, desprecio, juicio, crítica) abre una escalada violenta, es una respuesta que acepta la propuesta bélica. Quien responde al insulto con un insulto se ha sometido al escenario propuesto por el otro, al entrar en la batalla acepta su inferioridad. Una batalla en la que quien grite más fuerte o quien sea más hábil en la esgrima verbal o en los golpes cuando se llega a eso, supuestamente saldrá ganando.
Pero nadie gana, En las guerras, en todas las guerras, todos pierden. Entre dos personas, en el contexto de una pareja las consecuencias son harto evidentes. El que atacó mejor o más fuerte y el que se quedó rumiando su resentimiento, los dos quedan mal y respiran un clima enrarecido que a veces dura mucho tiempo en disiparse. Los efectos comprometen la condición física con taquicardias y otros síntomas que revelan la intensidad de lo sucedido. Si hay niños, ellos también recibirán el impacto de los ataques. Nadie queda ileso después de una escalada de violencia.
Si todo ataque es una propuesta de guerra y si un contraataque como respuesta es un sometimiento ¿cómo hacer para continuar sin someterse? Si aguantar o escapar no es el camino ¿se puede responder sin contraatacar?
Sí. Se puede. Pero requiere asumir la decisión de hacerlo, la convicción de que ninguna guerra en la que supuestamente alguno gane es mejor que un clima pacífico en el que se uno o ambos hayan cedido algo.
La pelea puede resumirse en uno que dice “yo sé más que vos y tengo razón” y otro que cree “no, yo sé más que vos y yo tengo razón” y cada uno querrá demostrarle al otro que sabe más, aunque ambos se destrocen en el camino. Como si en la pelea se jugara la subjetividad entera de cada uno y su derecho a decidir sobre su vida.
De los laberintos se sale por arriba. Como hacen los hábiles toreros que no se ponen de blanco, Para no recibir en el pecho las cornadas del toro bravo, hacen una “verónica”, giran y dejan que pase sin tocarlos.
Cada uno es dueño de sí mismo y puede decidir si el ataque del otro -la cornada- le cabe o no. Si le pone el pecho, si se entrega a recibir el ataque, uno se declara inferior. Pero uno también puede no aceptar el escenario de guerra, hacer un movimiento sutil y elegante, igual que el torero, y lograr que la cornada se diluya por la tangente. El torero no nace sabiendo hacer “verónicas”, debe estar convencido de que es la única manera de seguir vivo, aprender los movimientos y entrenarse. Nosotros también.
¿Cómo convencernos? Detengámonos a entender, en frío y a solas, por qué esa conducta del otro, a qué se debe su necesidad de mostrarse superior o mejor a nosotros. Podría ser la expresión de una enorme inseguridad, necesidad de reconocimiento o alguna carencia esencial que le carcome todo el tiempo y que exterioriza bajo la forma de ataque.
Por ejemplo. Si tu pareja tiene el hábito de decirte que tendrías que haber hecho algo que no hiciste o que lo hiciste mal o lo que fuere que enarbole como ataque, pará unos segundos para decidir no entrar en la pelea de demostrarle que no es verdad. Tomá aire, pensá en el torero, no te pongas de blanco, no te coloques en el lugar de la víctima, no elijas el lugar de inferior y del sometimiento. Una vez hecho esto, con la mirada tranquila y el gesto relajado podés responder “mmmm, tal vez sea así como decís”, “lo consideraré”, “interesante sugerencia” es decir, ni sí ni no ni blanco ni negro, no entrás en una discusión, no precisás demostrarle al otro que no sabe nada, que hacés todo bien y que te trata de manera injusta o arbitraria. Le informás claramente y sin hostilidad que oíste lo que te dijo; en tu respuesta no lo estás aceptando o confirmando pero tampoco lo rechazás, no entrás en la pelea. Esto tiene un efecto mágico porque no confrontás ni querés demostrarle al otro su error sino que le dejás una vital salida de caballeros. Tu intención no es la destrucción sino la información clara de que aunque tal vez no acuerdes con sus palabras no hacés una confrontación peleada porque prima en vos la relación y el respeto por su persona. La salida de caballeros es lo contrario del arrinconamiento y el encierro. Si respondés a su falta de respeto con una falta de respeto, la respetabilidad se hiere de muerte y la relación se va llenando de pústulas purulentas que pueden llevar a su destrucción.
Pero la decisión de no entrar en la pelea y deponer las armas requiere una preparación previa para que no caigas en la reacción espontánea habitual. En esa preparación es esencial ver y entender lo que está en juego y no someterse al escenario propuesto por el otro. Aunque en el calor de la convivencia pareciera haberse olvidado, uno es libre, tiene y puede tomar las riendas de su vida y elegir.
Publicado en La Nación, 8/10/19