Hay voces que comparan esta cuarentena con el encierro de los judíos durante el nazismo. Situaciones incomparables. La pandemia es un cataclismo natural sin intencionalidad humana. La Shoá, por el contrario, fue planificada y realizada por personas.
Esa diferencia es esencial. No hubo ni hay acá hordas asesinas dispuestas a caer sobre nosotros. El enemigo no tiene forma humana, es invisible. No estamos en medio de una guerra. La pandemia no tiene voz ni esgrime razones, no pretende crear una “raza superior” ni conquistar al mundo. No hay ejércitos ni partisanos que nos defiendan, sólo contamos con los infectólogos y la tan esperada vacuna.
No estamos igual que entonces. De ninguna manera.
Este encierro es muy diferente de aquél y bien que lo saben los que sobrevivieron escondidos para no ser asesinados.
Estamos a mediados de julio de 2020. Empiezo a escribir esto cumpliendo los 4 meses de mi cuarentena y reviso lo vivido en un paralelo retrospectivo. Pienso en mis padres escondidos en un altillo durante casi dos años y desde mi propio encierro me preguntaba cómo habrá sido aquél. Reducido a relato, era un bloque cerrado y opaco en el que cada minuto, cada hora, cada día de aquellos interminables 22 meses eran una madeja enredada y apelotonada.
El tal altillo era un pequeño desván con una altura que no llegaba al metro. Más que un altillo era un bajillo, no podían ponerse de pie. Estuvieron allí durante 22 meses mi mamá, mi papá, una tía y mi primo Celus de 5 años. Una vez por día recibían algún alimento y agua y se vaciaba el tacho en el que habían hecho sus necesidades. El silencio debía ser total para que ningún vecino sospechara, los denunciara y fueran asesinados todos, tanto los judíos escondidos como la familia cristiana que los alojaba. Los domingos, cuando iban a misa, podían bajar, lavarse, estirar las piernas y dar unos pasos.
¿Cómo fue cada minuto, cada hora de cada uno de esos 666 días? En casa tengo todo lo necesario: cocina, dormitorio, sala de estar, ventanas para ver el cielo que entre el sol y, sobre todo, tengo baño con inodoro, papel higiénico, agua corriente y puerta; duermo sobre una cama, con colchón, almohadas y sábanas limpias; hay provisiones en la heladera y puedo comer y elegir qué. Tengo teléfono e internet, mantengo mis conexiones, puedo seguir trabajando y hasta ver cine y series.
¿Cómo era no poder estar de pie ni moverse esperando dar unos pasos titubeantes un rato los domingos? ¿Cómo eran la tristeza, la angustia, la incertidumbre de no saber cuándo iba a terminar? ¿Qué hacían con mi primito que debió rehabilitar sus piernas al salir porque se le habían atrofiado? ¿Y los que estuvieron escondidos en pozos, graneros, bosques a la intemperie? ¿Cómo soportaron el intenso frío y el calor infernal? ¿Y cuando debían cambiar de lugar, aterrados mirando hacia uno y otro lado temiendo ser descubiertos?
Me atormentan esas preguntas y me admira su firme determinación de vivir. Me quejo de que estoy harta, y lo estoy. Estoy hartísimamente harta. No sé si las decisiones gubernamentales son correctas pero no puedo más que acatarlas con martillo, curva aplanada y la mar en coche. Pero en medio del encierro vuelven aquellos 666 días de mis padres que ahora leo de otra manera, con intriga y admiración. ¿Habré heredado aquella fuerza? ¿Podré sostener con dignidad e hidalguía esto que tampoco elegí?
Cuando era chica preguntaba cómo lo habían aguantado. Mamá me miraba con cara de ¿nena-qué-tontería-preguntás? y respondía: “Considerando la alternativa… estábamos bien. ¡Sobrevivimos!”
Publicado en El Diario de Leuco