Una casa, una familia judeo-alemana

Comentario sobre el film documental “La casa de Wannsee” de Poli Martínez Kaplún

Nicolás, el hijo menor de Poli, quiere hacer su bar mitzvá. Habiendo vivido lejos de todo ritual o pertenencia religiosa, el deseo de su hijo la sorprende y es el germen de la investigación que hace sobre una parte de la historia familiar que estuvo silenciada y olvidada, la parte judía. El hilo narrativo se inicia ahí y nos va llevando de la mano en el encuentro de cada hallazgo, cada pieza desenterrada del rompecabezas familiar que se va reconstruyendo ante nuestros ojos en una trayectoria de 7 generaciones de judíos alemanes.

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El bisabuelo Otto. La casa tiene un lugar protagónico, tanto que es el título de la historia. Construida por Otto Lipman, en un suburbio aristocrático de Berlín, refleja la condición en la que vivían los judíos en las primeras décadas del siglo XX. Otto había nacido en Alemania cuando ya eran ciudadanos de pleno derecho y habían ingresado con alegría y entusiasmo a la sociedad alemana, al mundo occidental; a su cultura, al arte, la ciencia, los deportes, al ejercicio profesional, al gobierno y al ejército, a todas las áreas que durante siglos les habían estado vedadas. Los judíos alemanes, antes despreciados y subestimados, se volvieron parte integrante de ese occidente pujante, creativo y prometedor. Ya no eran más miembros de segunda, sin derechos civiles, una minoría nacional. Eran alemanes. Y orgullosos de serlo. Veían a aquel pasado de sometimiento como una etapa superada que no los forzaba a vivir en los suburbios de la vida moderna y la civilización. Muchos judíos mantenían su vinculación con la religión y sus rituales, pero lo ejercitaban puertas adentro como parte de su vida privada, no lo ponían en evidencia en su vida pública. Otto y su familia, como tantos otros, sin renegar de ser judíos, dejaron de ser creyentes y no respetaban ya las tradiciones milenarias.

De este cambio radical viene la palabra ieke. Así los llamaban, despectivamente,  los judíos del Este. Ieke viene de Jacke, el saco occidental de medio cuerpo que reemplazaba al largo tapado tradicional. Esta integración a las costumbres occidentales revelaba, para los que seguían apegados a los usos tradicionales, que estos judíos alemanes estaban incursionando en un modo ser judíos que les era ajeno.

La historia familiar. Otto Lipmann era un ieke. Profesor universitario, fue el fundador de un instituto de Psicología Aplicada con sede en su propia casa. La alegría de haberlo conseguido duró poco tiempo porque el nazismo le prohibió el ejercicio profesional, fue echado de la Universidad y debió cerrar el instituto. Otto no lo pudo resistir y falleció de un ataque cardíaco. Su viuda y su hija Emily quedaron solas.

Pero recién ahí comenzaban los problemas. La ley de arianización de las propiedades judías determinó que la casa les fuera expropiada y en 1936 y ante la creciente persecución, debieran dejar Alemania. Comienza entonces un periplo que también nos recuerda el del pueblo judío a lo largo de la historia.

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La trayectoria de Gertrude, la viuda de Otto, y de su hija Emily,  las lleva a Alejandría, Egipto. Al poco tiempo Emily conoce a Vova Kaplún, un imprentero ruso con quien  se casa. Nacen las tres hijas, Katherine, Helen e Irene, y viven cómodamente unos años en Alejandría hasta que asume el rey Faruk: los judíos deben dejar Egipto. 

Nuevo destino, Suiza, donde se había establecido Sioma Kaplún, el hermano de Vova que a poco de estar quiere irse “porque Europa solo sabe de guerras”. ¿Dónde ir? ¿Sudáfrica? ¿Australia? Cuando se entera por azar de que hay unos primos en Argentina decide que ése será su destino. Llegan en 1949.

Cada uno de estos movimientos resumidos en estos pocos renglones, requiere trámites, tiempo, esperas, conexiones, dinero, documentos. Nada es sencillo. El último inconveniente, un oprobio que pesa sobre nuestra historia, fue que para ingresar a Argentina debieron bautizarse como protestantes, no vaya a ser que alguien sospechara que eran judíos y se les prohibiera la entrada a nuestro país. Porque los judíos, a partir de 1938, no eran admitidos en Argentina. 

Establecidos acá y dada la historia previa y por las dudas, mantienen su condición de protestantes. La religión no es un tema en la familia, son ateos, de modo que no les incomoda demasiado este engaño que, al menos para los padres, es un salvavidas estratégico. 

Con el paso de los años, las tres hermanas toman diferentes rumbos. Las cosas no le fueron bien a Vova e invitado por su hermano, deciden regresar a Suiza. Todos salvo Helen que se queda en Argentina, donde se casa. Katherine vive en Suiza hasta su jubilación y luego regresa a Argentina. Irene se casa con Fernando, un venezolano, con quien emigra a Venezuela y finalmente termina viviendo en España. Toda esta trayectoria se ve en el film en donde los diferentes puntos de Europa, Asia y América, se van uniendo con un hilo rojo que salta de continente en continente dibujando la búsqueda de un sitio amigable donde poder vivir y la dispersión consecuente.

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La historia de la casa. Perdida durante décadas, luego de la reunificación de Alemania, el gobierno  habilitó a presentar la documentación que acreditara la propiedad a los  expropiados durante el nazismo. Emily inició los trámites para recuperar su casa a la que no había podido volver desde su partida en el 36. Llevó diez años conseguirlo. Hay que probar que les pertenece pero no hay ningún documento que así lo establezca. Solo las fotos que Otto había tomado y que certifican que los Lipman habían sido sus primeros habitantes. También el expropiador solicita la propiedad aduciendo que vivió allí desde 1936. Finalmente la casa es recuperada y con ello, se conoce su historia durante los años en que estuvo expropiada. El predio estaba en la frontera misma de los dos Berlines y había quedado del lado oriental, sede de un cuerpo de la policía de la RDA. Deteriorada, descuidada, lacerada, la casa señorial mantiene intacta su estructura original y es adquirida por Norbert, un alemán representante de la Alemania post genocidio. Estudiando las fotografías originales, vuelve la casa a su antiguo esplendor, la cuida, la mima e investiga y honra su historia. Una de las habitaciones es una especie de museo con fotos, documentos y el relato de quien fue su constructor, su familia y qué pasó con ellos y por qué.

Las 3 hermanas. Aunque el film muestra toda esta trayectoria, los momentos más conmovedores y desafiantes son cuando cada una de las tres hermanas expresa su punto de vista y en qué lugar de toda esta historia están ubicadas.

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Katherine, la mayor, nos abre la puerta porque es la poseedora de los objetos y archivos familiares que trajo en su regreso a la Argentina luego de los años vividos en Suiza. Mientras Poli va pasando hoja por hoja los álbumes con fotos en sepia o blanco y negro, su tía la mira con extrañamiento. Depositaria y portadora de esos tesoros familiares, no reconoce a nadie en las fotos, dice que no le importan, que no sabe, que el pasado no le interesa. Cuelga en su casa un cuadro con el retrato imponente de un hombre vestido a la usanza antigua y llevando una kipá. Se trata de Salomón Isaac, antepasado familiar de la rama materna, bisabuelo de Otto. Poli se pregunta qué pasó entre este personaje y Nicolás, que, 7 generaciones después, quiere hacer el bar mitzvá.

Helen, la del medio, la mamá de Poli, fue quien insistió y convenció a sus hermanas para tramitar la recuperación de la casa. Cuenta acerca de su educación prusiana, severa, de cómo su madre, Emily, no se dejaba vencer por sentimentalismo alguno. Recuerda su vida como protestante y recuerda haber sentido malestar cuando de niña decía que era conversa. La religión no había tenido un lugar protagónico en su infancia pero sabía que era judía. 

Irene, la menor, vive en Madrid y es una católica ferviente y convencida. Se muestra feliz y orgullosa porque uno de sus nietos, Sebastián, está por hacer la primera comunión y se sabe al padrenuestro bien de memoria. Protagoniza el momento culminante del film, junto a su marido, Fernando, cuando se niega aceptar que su madre, Emily, decidió irse de Alemania porque era perseguida como judía. Lo encara con artilugios argumentales tales como “se fue porque quiso”, “mucha gente se iba”, “todos tenían miedo no es porque eran judíos”, “mi mamá abandonó Alemania, no huyó”. Inconmovible ante los argumentos que Poli le da, se la ve molesta porque la quiere enfrentar con eso que reniega. Otra vez la pregunta ¿Qué pasó entre Salomón Isaac en el siglo XVII y Nicolás que quiere hacer el bar mitzvá en el siglo XXI, 7 generaciones después?

La discusión incómoda. Cuando la vi en el cine, en el momento en que Irene y Helen están hablando con Poli, ante la oposición de Irene al relato de Poli, interviene Fernando, su marido, que estaba sentado fuera de cámara y que, evidentemente, no estaba planificado que participara. Entra en el cuadro y coincide con los argumentos de su esposa, dice que su suegra, Emily, jamás habló de ser judía. “Nunca le vi una tendencia judía, nunca le escuché hablar de judaísmo”, como si no haberlo dicho implicara que no lo fuera. Agrega, validando su afirmación, “yo sé cómo son las familias judías” sin explicar a qué se refiere pero podría ser a las tradiciones relacionadas con lo religioso.

Este momento del film, breve, pero potente y fuertemente impactante, es una especie de resumen urticante. Allí está la consecuencia de la historia familiar, de la historia de los judíos en Alemania y de la fuerza del prejuicio. 

Poli en este film desteje la trama oculta y vuelve a poner los puntos sueltos en la aguja de la historia familiar. Abre el arcón que contiene los tesoros de la fotos y películas silenciadas, desanda el camino del  olvido y rearma el rompecabezas con las piezas que estaban escondidas. 

Y como ya sabemos, cuando se cuenta una historia particular se está contando una historia más grande. Poli contó sobre su aldea pero nos abrió las puertas de todo un mundo.

En su búsqueda personal, junto a Norbert que reconstruyó la casa, pasan a ser guardianes y cultores de la historia. 

La calle Wannsee tiene una triste evocación porque a pocas cuadras de la construida por Otto, tuvo lugar la infausta conferencia de enero de 1942 en la que se legitimó y planificó la que llamaron solución final, o sea el asesinato del pueblo judío.

Las tres hermanas y la casa, en sus tres momentos, representan la historia de los judíos en Alemania y el modo en que debieron procesar la persecución y la amenaza de muerte así como la traición profunda de esa nacionalidad que creían que les era propia y que habían aprendido a amar.

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¡Harta de estar harta!

El hartazgo tiene dos acepciones. En una, se está harto cuando uno se siente satisfecho, pleno, sin necesidades, completo. En otra, uno está harto cuando está cansado, empachado, superado: cuando no aguanta más. 

Harto ya de estar harto, ya me cansé / de preguntar al mundo por qué y por qué / La rosa de los vientos me ha de ayudar / Y desde ahora vais a verme vagabundear / Entre el cielo y el mar. / Vagabundear

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¡Qué invitante el elogio al vagabundeo de Serrat! ¡Vagabundear! ¡Dejarse salir sin destino prefijado, ir al garete siguiendo los vientos del deseo, el cielo y el mar! ¿Te acordás de cuando lo podíamos hacer? Antes, los destinos estaban limitados a quienes tenían el dinero para poder hacerlo. Hoy, ni el dinero te presta las alas de aquella libertad. Nos hemos igualado, todos. El virus no discrimina ni pregunta quién sos, si sos bueno o malo, blanco o negro, homo o hétero, populista o liberal. Viene, se enseñorea en el reino de nuestra biología y se ríe de aquellas cosas que creíamos que nos diferenciaban y que nos hacían creer que éramos mejores o peores que otros. Pero mal de muchos, ya sabemos... 

¿De qué estoy harta? No es solo de la limitación del vagabundeo. Estoy harta de la inundación constante de noticias e informaciones, contradictorias, cambiantes, sensacionalistas, engañosas. Estoy harta de que no se hable de otra cosa. Estoy harta de las infografías, de los pronósticos, de las expectativas de tratamientos que no llegan, de la perentoriedad de una amenaza que nos tiene amordazados. Estoy harta de celebrar que estoy viva, que mi marido lo esté así como mis hijos, nietos y amigos queridos, como si estar vivos se hubiera vuelto lo único que podemos esperar de la vida. Obviamente si estás en el umbral y de un lado está la vida y del otro la muerte, la vida es ese milagro a celebrar. Pero está siendo una vida en sordina, estática y pasiva, que sale de la incertidumbre conocida para caer en otra más incierta aún que nos impele a protegernos para que, de manera dramática y urgente, nos mantengamos vivos. Al mismo tiempo me digo que no aparece a la vista otra manera de seguir, que debo ser más tolerante y paciente, que más se sufrió en la guerra (mis padres sobrevivieron escondidos en un altillo casi dos años durante el Holocausto), que al menos yo no estoy tan mal, tengo un techo que me protege de la lluvia y el frío, agua corriente y baño, mi marido se la banca con dignidad y bonhomía y mi perro no entiende de cuarentenas ni sufre por ello, todo lo contrario, porque nos tiene a su lado todo el tiempo y es todo lo que le hace falta. Son privilegios que tengo la suerte de tener y es una parte buena de este período porque me pone delante lo que daba por dado, casi que no veía y que hoy agradezco tanto.

Entiendo que el aislamiento está destinado a nuestra preservación y cuidado, no abogo por romperlo de manera irresponsable, hablar de mi hartazgo es tan solo un desahogo. Quiero volver a mi rutina habitual. Quiero volver a enojarme porque el tráfico está imposible. Quiero volver a sentarme con amigos en un café, solo a pasar el tiempo sin tener que hablar de algo en particular. Creo que ya sé que no volveremos a compartir el mate, que ese ritual tan rioplatense, tan de confianza y de proximidad, tendrá que ser cambiado por otro en el que cada uno chupará de su propia bombilla. Ya sé que esto dibujará un nuevo límite en nuestras interacciones pero quiero volver a la rutina de lo que era. Estoy harta de no saber qué día es, de que domingo y jueves sean palabras sin sentido, que calzarse haya quedado en el olvido y que la ropa de la cintura para abajo no deba ser elegida con el mismo cuidado que la que cubre el torso.

Y por si esto fuera poco, la dimensión temporal me resulta enloquecedora porque está tergiversada de un modo insólito: el tiempo detenido de agua estancada, coexiste con el tiempo vertiginoso, fugaz e inasible. No sé si algo que pasó fue esta mañana o hace dos meses, cuando digo “el otro día” puede corresponder a cualquier momento entre ayer y mediados de marzo cuando todo empezó. Por un lado es un eterno domingo sin diferencias entre un día y otro y de pronto y al mismo tiempo ya cambió el mes y estamos en junio. Winter is coming. Miro hacia atrás sorprendida, como si hubiera estado dormida en una caja de cristal, en un sueño sin sueños y el tiempo hubiera pasado sin que yo estuviera allí y para más inri como se dice en España, sigue sin venir el príncipe que me despertará con un beso de amor.

Sé que soy una privilegiada. Que aunque el dinero no es freno al contagio y todos podemos ser alcanzados por el virus,  si tenés dinero te podés cuidar mejor, disponés de espacios para aislarte, abrís una canilla y hay agua corriente para lavarte las manos, podés comprar el alcohol para desinfectarte y si te contagiás te recibirán en los mejores sitios para curarte. Por eso tantas víctimas mortales provienen de donde reina la carencia, la injusticia social y la iniquidad. 

Aunque el virus nos puede atacar a todos, algunos tenemos más posibilidades de contrarrestarlo que otros. Es con impotencia y culpa que escribo esto porque me digo que ante tanta injusticia no tengo derecho a estar harta. Pero lo estoy y me hace bien aliviarme y gritarlo a los cuatro vientos:  ¡ESTOY HARTA! ¡HARTA DE ESTAR HARTA!

Zaffaroni, sobre sus dichos

Ilustración de Vior para lo publicado en Clarin

Ilustración de Vior para lo publicado en Clarin

Al exjuez de la Corte Suprema Zaffaroni no se le puede atribuir ignorancia. Sabe. Lo que lo hace más aterrador. Si no supiera, se le podrían explicar las diferencias entre la prensa opositora, a la que llama "medios hegemónicos", y la propaganda nazi. Pero lo sabe, lo suyo es alevosía. Sabe que el nazismo había anulado a la oposición, que el partido era hegemónico, no había otra voz. Por suerte hoy se puede opinar, es una de las cosas que definen un Estado democrático. Seguro que recuerda que Carl Schmitt, prestigioso teórico del derecho, autor de las leyes antisemitas de 1935, dijo: "La democracia es un Estado fuerte que debe tener bajo su control todas las esferas de la vida, con un pensamiento único y una sola línea ideológica". Debe saber también que Goebbels estableció los 11 principios de la propaganda nazi, tres de los cuales son: transposición -si no se pueden negar las malas noticias hay que inventar otras que las distraigan-, orquestación -repetir siempre las mismas ideas, pocas pero insistentes-, renovación -derramar cosas nuevas todo el tiempo para que cuando sean respondidas la gente ya esté interesada en otra cosa-. Y no dudo que haya leído la opinión de Hitler sobre la propaganda que "no consiste en decir la verdad sino en señalar un enemigo común que sirva a nuestros objetivos de unidad nacional". Los tres mencionados fueron responsables directos de la dictadura nazi, de la guerra y del Holocausto. Es increíble que el profesor Zaffaroni coincida con ellos y es indignante ver cómo la venda ideológica y partidaria enceguece y genera comparaciones que, bien leídas, son autoincriminantes

Las declaraciones de Zaffaroni están acá: https://www.infobae.com/politica/2020/06/04/otro-exabrupto-de-eugenio-zaffaroni-los-medios-de-comunicacion-son-un-partido-unico-como-el-de-hitler/

publicada en La Nación

publicada en Clarin

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Homenaje de Manu Capparelli Wang

Hace 25 años fui con mi hermano a Marcha por la Vida y después seguimos hacia Ucrania. El cementerio judío de la ciudad de donde proviene nuestra familia no existía, sus mármoles habían sido saqueados para diferentes construcciones durante la ocupación nazi. Solo encontramos un rectángulo vallado con una placa que decía "acá estuvo el cementerio judío" escrita en polaco, hebreo e inglés. Era primavera y había allí margaritas silvestres. Tomé 5, las envolví en papel celofán verde y las incluí en un libro que escribí para mis 2 hijos y mis 3 sobrinos, pensando que tal vez, quizás, quién sabe, algo del ADN de nuestros antepasados estaba en esas margaritas que habían crecido sobre la tierra. Hoy mi sobrina Lucia me envió un trabajo que hizo su hijo Manu de 10 años para la escuela. Me conmovió tanto que lo comparto porque es un triunfo del ejercicio de transmisión y de la continuidad de la vida.

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El cuerpo como documento. El ritual de la muerte en tiempos de coronavirus.

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Sorprendente fue el pensamiento que tuvo Jack Fuchs una vez rescatado del nazismo. Con menos de 30 kilos, yaciendo en una cama de hospital con sábanas limpias, almohadas, rodeado de médicos y enfermeras se escuchó pensar: “ahora me puedo morir”. Cuando después de la ordalía que había pasado volvía a tener la posibilidad de vivir, lo que se le vino a la cabeza fue que se podía morir. Esta aparente contradicción revela que recién entonces morir lo volvía a inscribir en el reino de lo humano. El otro morir, el del campo de exterminio, era un morir animal, el de un puro cuerpo, arrancado del linaje familiar y cultural, anónimo, ausente. Los rituales de la muerte son una de las cosas que nos diferencian del resto de los mamíferos. 

¿Cómo enfrentamos los vivos la muerte de los que queremos? ¿Cómo aceptar que ya no están? ¿Cómo procesar el hecho de que no los veremos más, no les contaremos ni nos contarán, no nos acompañarán en nuestros logros y en nuestras decepciones? 

No tenemos la representación mental del no, de la nada, del vacío, del nunca. Pensar es lo opuesto a la nada, es siempre algo. ¿Como pensar la ausencia si llevamos incorporados a nuestros muertos más cercanos que nos hablan desde adentro de nosotros? Es tan inasible la muerte que los primeros tiempos esperamos que vuelvan a llamar o a aparecerse como hacían antes, como si se hubieran ido de viaje y pudieran volver en cualquier momento. 

Para que el proceso de duelo empiece por donde tiene que empezar, hace falta tener la evidencia de que la muerte efectivamente sucedió. Solo el cuerpo muerto nos la da. Los que tenemos un desaparecido en nuestra familia sabemos de qué modo la ausencia del cuerpo afecta nuestra convicción de que esté muerto. Si ya es difícil hacerse a la idea de la muerte de alguien en condiciones normales, al no tener la evidencia positiva de que ocurrió, nuestro cerebro se resiste a creerlo. Un muerto sin cuerpo que lo documente, no está del todo muerto. Tampoco está del todo vivo. Es como un fantasma, un aparecido, un des-aparecido. Nunca lo vimos muerto, siempre esperamos que vuelva.

Los protocolos de seguridad y protección en esta epidemia nos excluyen del ritual de la muerte. Una vez internado, el enfermo es aislado y su familia le es mutilada, nunca más se ven. Si llega a morir nadie tiene acceso al sitio donde está, su cuerpo se queda aislado y sellado dentro de una bolsa sin que nadie de la familia lo haya visto. ¿Cómo reinventar el ritual del entierro cuando no se tiene la certeza de que en el cajón yace quien se supone que yace? Al dolor de la muerte, a la imposibilidad de hacer un velatorio que permita procesar los primeros momentos del shock de la pérdida, se suma el hecho de no tener la evidencia de que tal muerte fue porque nunca se vio el cuerpo. Ver para creer.

Recuerdo una escena de Kadish, film de Bernardo Kononovich, en la que un descendiente de un judío asesinado en el Holocausto, pide en el Museo del Holocausto de Yad Vashem, en Jerusalém, la hoja de testimonio que indica que su antepasado murió. Cuando se lo entregan pide permiso para salir al pasillo y llevarse el papel. Le preguntan para qué y dice “porque ésta es la única evidencia de que murió, con este documento puedo decir Kadish” la plegaria judía que solo se puede decir si hay un cuerpo. 

Tomando esa idea, tal vez un sucedáneo del cuerpo pudiera ser la fotocopia del certificado de defunción. Así, en el momento del entierro, sea del cuerpo herméticamente embolsado o de la caja con las cenizas, se puede agregar una fotocopia de ese certificado como evidencia material. Sin el cuerpo documentando la identidad, el documento en papel lo será. 

La noción de la muerte es elusiva, inconcebible. ¿Cómo aceptarla sin haber tenido la evidencia de que sucedió? Para comenzar a transitar el proceso de duelo, es preciso tener la certeza de que el enterrado o quemado que no se pudo ver es quien se supone que es. Ello no atenuará el dolor y la tristeza pero hará posible que se transite el proceso natural del duelo y  que el flujo de la vida continúe.

Publicado en Infobae el 4 de junio de 2020

Twiteado por Alfredo Leuco el 11 de junio de 2020

Publicado en Le doy mi palabra el 11 de junio de 2020

De las historietas a la historia

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Las historietas, como llamábamos a los cómics, fueron parte de mi infancia y de buena parte de mi vida. Las “revistas mejicanas” como Superman y La Pequeña Lulú; Rico Tipo y su inolvidable “el otro yo del Dr Merengue”, Pelopincho y Cachirula, Peanuts. Las novelas de Intervalo y los policiales de El Tony, D’Artagnan; Tía Vicenta, Fierro, Patoruzito, El Eternauta… Sé que me olvido de muchas y vienen a mi memoria las tiras de Mafalda, Clemente, Mendieta, Isidoro Pereyra, Diógenes y el linyera. Siguen nuevas tiras que publican los diarios, algunas cómicos otras provocadoras o críticas, filosóficas o poéticas, con una mención especial para “Maus” del gran Spiegelman y “El Camino a Auschwitz” de Gorodischer.

Dibujos con historias y personajes en encuadres clásicos: un cuadrado y adentro las figuras y los globitos con los parlamentos. Hoy gran parte del escenario de las viñetas es el nuestro, hoy somos un poco personajes de historieta. Gracias a la tecnología saltamos del papel a la pantalla y nos encontramos, nos vemos y dialogamos dentro de un escenario parecido al de los cómics.

Guardados en nuestras casas a salvo del virus todopoderoso, pegajoso y malévolo, nos relacionamos con los demás enmarcados en un cuadrado prolijo y alineado, grande en la computadora o chiquito en el celular. Adentro del encuadre fijo solo hay alto y ancho, nada de profundidad. Nuestro cuerpo y el de los demás tiene ahora dos dimensiones, es la voz producida por una imagen chata e intocable. Sentados ante el dispositivo de turno aparecemos amputados de la cintura para abajo, solo torso y cabeza, una especie de hemiplejia instrumental o ausencia fraguada. Atentos a lo que se ve atrás no vaya a ser que se revele algo que no queremos que se sepa, una puesta en escena cuidada que se ha vuelto nuestra nueva tarjeta de presentación. 

Las caras miran fijo y luego del tiempo limitado en que la atención está prendida, se van vaciando las miradas y quedan espectros que hacen como que miran forzándose a parecer atentos, receptivos y disimulando que ya basta, que me quiero levantar, desperezarme, no estar siendo mirado ni hacer que miro con interés todo el tiempo, quiero poder volver a poner la cara que tengo cuando no debo cuidarme del escrutinio de todos esos ojos que me ven y vaya uno a saber qué están pensando cuando me miran. Todo esto requiere un esfuerzo suplementario para nuestro pobre cerebro que tiene que aprender a procesar estos nuevos inputs con los que no contaba. Termina siendo agotador al final del día.

Los ángulos que enmarcan esta estructura son inflexibles, de 90 grados que no se estiran ni redondean, estamos uno al lado del otro pero todos igualmente encerrados cada uno en su cubículo cueva. Parecemos estar bien cerca, pero en realidad no. Parecemos estar conectados el ojo en el ojo, pero en realidad no. Sin embargo vemos, vemos hasta lo que no queremos que se vea. 

Lo peor es lo que uno ve de uno mismo. Verse estático, verse hablar, callar, gesticular, es un verse al que uno no estaba acostumbrado. Vivíamos sin vernos eso que los demás nos veían. Vivíamos en la inconsciencia de lo que nuestros mínimos gestos decían. Vivíamos creyéndonos más jóvenes, más lindos, más tersos, un tanto ideales. Solíamos sorprendernos cuando no nos reconocíamos en fotos, grabaciones o en filmaciones. Ahora estamos delante de nosotros mismos, y el realismo y la irrealidad conviven contradictoriamente en este verse y saberse cómo es uno mientras está siendo. Porque era un alivio no verse mientras uno vivía preso de la mirada de los demás pero libre de la propia. Uno podía soñar, poner a volar la imaginación, dibujarse otras líneas y pintarse de nuevos colores. Ya no más. 

Eso que hay dentro del cuadrado, sentadito, firme y mirando derechito y fijo, somos nosotros ahora.

“¡Vista al frente!” nos decían en la primaria, seguía con “¡tomar distancia!” y estirábamos un brazo hacia adelante y la fila se iba alargando para atrás a medida que el resto hacía lo mismo. Ahora estamos a distancia pero no nos vemos las espaldas porque en la pantalla solo salimos en primer plano y de frente. Adyacentes uno al lado del otro, no tenemos como alejarnos cuando, en realidad, estamos tan lejos. Lejos y cerca están queriendo decir otras cosas. 

Nuestras caras son una parte importante de quienes somos pero ni de lejos alcanzan a ser quienes somos. Extraño aquello que se llamaba clima, energía, piel, presencia, el cuidado de respetar la distancia en la que cada uno se siente cómodo, lo que permite el encuentro y lo hace amable. Esto que estamos haciendo, y bienvenido sea dadas las circunstancias, se parece a un encuentro, se le parece bastante, pero no lo es del todo. 

Cuando estoy de viaje y chateo por algún medio electrónico con mi marido, él acerca su celular a nuestro perro y le hablo, le digo las mismas cosas que le digo siempre y en el mismo tono pero él no reacciona, en la pantalla no me reconoce ni me ve, es como si no me oyera, como si yo no estuviera ahí. Y tiene razón. No estoy. No me puede oler, no le llegan los ecos físicos de mi presencia ni las moléculas de aire que se mueven cuando uno habla. 

Está bueno el no tener que desplazarnos para las reuniones que no precisan que estemos personalmente. Pero después de esta cuarentena (que ya está siendo una sesentena o vaya uno a saber qué número resultará al final), la presencia real tendrá un nuevo protagonismo hoy revalorizado en lo que tiene de único e irreemplazable. Los encuentros vía internet vinieron para quedarse y cuando esto termine recuperaremos con felicidad renovada los encuentros personales que aprendimos a extrañar tanto. 

Las historietas que nos alojan hoy serán la historia algún día, cuando sean la memoria y el relato de esto que nos tocó vivir en el comienzo de la segunda década del siglo XXI amén.  

Dibujo hecho por una niña de 6 años ilustrando su juego con sus juguetes favoritos como si fuera una reunión de zoom. Enviado por Meli Furman.

Dibujo hecho por una niña de 6 años ilustrando su juego con sus juguetes favoritos como si fuera una reunión de zoom. Enviado por Meli Furman.


publicado en Infobae el 10 de junio de 2020

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Objetos desenterrados en Auschwitz. VI

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Restos de cerámica de algo que parece un recipiente y un candelero con una rosa. Una nena feliz sosteniendo un gatito junto a un enorme saxofón tras el cual se asoma la carita curiosa de un chiquito que está sin cuerpo, se rompió esa parte, solo se ven sus ojitos atentos y abiertos. Otro pedazo con palabras en húngaro, ¿es húngaro? no lo sé, pero me suena que sí. Son los últimos que llegaron. La guerra en el frente ya estaba perdida aunque los nazis seguían, imperturbables, deportando y asesinando. Entiendo el recipiente pero ¿a quién se le ocurre llevar un candelero a Auschwitz? de entre todas las cosas que se podrían llevar... ¿un candelero? Ese candelero perdido, enterrado, ahora desenterrado, nunca fue usado. ¿Cómo hacerlo en aquella noche perpetua, sin luz ni escapatoria posible? La foto nos muestra su boca abierta y huérfana a la espera de la vela prometida, aún ausente, para ver dónde está el peligro y seguir el camino de los buenos pasos.

https://historia.nationalgeographic.com.es/a/recuperan-miles-objetos-personales-victimas-auschwitz-birkenau_10433/7