Otras cosas

El pedido de perdón de la Iglesia: I have a dream! ¡yo tengo un sueño!)

La Iglesia Católica pide perdón. Se ha publicado la versión en castellano -supongo que la oficial- del pedido de perdón de la Iglesia Católica por los pecados de sus hijos, tanto los pasados como los presentes (La Nación, 10 de marzo de 2000, páginas 10 y 11).

Es éste, creo, un paso importante en el camino de recuperación del respeto por los principios humanitarios enunciados en la palabra de Jesús del que tantas y tan dolorosas veces se ha desviado la Iglesia Católica.

Yo, judía, hija de sobrevivientes de la Shoá, buscadora de ese hermano que alguna vez tuvo mi apellido y que hoy vaya a saber si vive, dónde está y cómo se llama, preguntadora de porqués muchas veces sin respuesta, celebro este pedido de perdón que la Iglesia, en la voz de su actual Papa, ha dirigido a Dios (sic). Lo celebro y espero que no se detenga la marcha, que este camino emprendido siga adelante y que abra perspectivas esperanzadoras para las futuras generaciones.

Es en este espíritu que quiero señalar algunos elementos del texto en cuestión y un sueño que me gustaría ver realizado.

Me referiré tan sólo a los tres párrafos relativos al pedido de perdón por lo hecho a los judíos que forman parte del quinto punto titulado "Discernimiento ético". Mis reparos están relacionados con el uso de ciertas palabras y su probable alusión a la forma de ver a los judíos que sigue pareciendo conflictiva, aún dentro de este texto de pedido de perdón. Es más flagrante esta evidencia cuando se observa que se ha tenido el sumo cuidado de hablar de Shoá en lugar del incorrecto pero popular término "holocausto". No ha sucedido igual con otras palabras utilizadas.

¿"Hebreos" es mejor que "judíos"? Los tres párrafos en donde se refiere a los judíos, están bajo el subtítulo: Cristianos y hebreos. Desde allí y en lo que sigue dice hebreo toda vez que debiera decir judío. Por ej: ...Ala relación de la Iglesia con el pueblo hebreo...la historia de las relaciones entre cristianos y hebreos...la hostilidad o desconfianza de numerosos cristianos hacia los hebreos...del pueblo hebreo nacieron la Virgen María y los Apóstoles...los hebreos son nuestros hermanos queridos y amados. La palabra hebreo, sea en singular o plural, aparece exactamente 12 (doce) veces en los tres párrafos del texto.

La palabra judío y la sintaxis. Por el contrario, la única vez que aparece la palabra judío es cuando dice que "hay que preguntarse si la persecución del nazismo respecto a los hebreos no haya sido facilitada por los prejuicios antijudíos presentes en las mentes y en los corazones de algunos cristianos"(los subrayados son míos). No puedo resistirme a la pequeña disgresión de analizar la sintaxis de esta oración:

a) Formula un hecho innegable -la persecución nazi facilitada por los prejuicios antijudíos- como si fuera una hipótesis a comprobar ("hay que preguntarse si...") y b) antecede con un "no" su sospecha de que los prejuicios antijudíos hayan facilitado la persecución. Reveladora sintaxis de una intención buena, pero no del todo firme.

En este fragmento vuelvo a observar que, aún cuando lo habitual es escuchar prejuicio antisemita, se ha usado las palabras prejuicio antijudío de forma correcta y apropiada. Repito que revela un cuidado atento de las palabras usadas. Pero, dado ese mismo cuidado, no puedo dejar de señalar que es la única vez que los judíos llamados por su nombre aparecen en el texto. La única vez que dice judío dice antijudíos.

En resumen, dice judío cuando está cerca del prejuicio, a algo que está mal, a una emoción, ligado a una patología social, mientras que dice hebreo cuando se refiere al pueblo, un concepto descriptivo, limpio, inodoro, potable.

¿Por qué hebreos? Hasta donde sé, los textos emitidos por la Iglesia, son analizados, estudiados y evaluados concienzudamente, pasan varios filtros de asesores de todo orden, incluso los lingüísticos. Para la redacción del documento "Memoria y Reconciliación" una comisión de más de 30 teólogos trabajó bajo la coordinación del cardenal alemán Josef Ratzinger (cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe -ex Santo Oficio-). La sede de la Iglesia está en el Vaticano, en el corazón de Roma. En Italia se suele llamar ebrei a los judíos, la antigua denominación del pueblo judío. No sucede lo mismo en idioma castellano, en el cual se dice judíos o, también, israelitas. En ambos términos hay una concordancia entre la palabra y aquello que designa: judíos es de Judá e israelitas es del pueblo de Israel. Hebreos, por el contrario, es los que hablan hebreo identificando un idioma con un pueblo. Es tan inapropiado como decir latinos a los cristianos.

La lingüística y el racismo "científico". El término hebreos tiene un origen lingüístico, no denomina a un pueblo sino a los hablantes de una lengua. Y aquí sucede un fenómeno curioso y si se quiere sorprendente: lo mismo sucede con las palabras antisemitismo y ario. Ambas provienen de contextos lingüísticos y ambas, han sido trasladadas impunemente al contexto étnico por los creadores del antisemitismo "científico" del siglo pasado en el floreciente y civilizado Imperio Austro Húngaro y en Francia.

Semitas y judíos. Merced a la difusión del ideario "científico" antijudío, se comenzó a llamar semitas a los judíos dejando de lado que, en términos lingüísticos, también les correspondería ese nombre a otros pueblos, como por ejemplo a los árabes (pensado así vemos el absurdo de proponer a los árabes como antisemitas, un semita es un antisemita). A partir de entonces, se comenzó a usar indistintamente semita y judío, así como también antisemita y antijudío.

En los países católicos, la palabra semita parecía permitir nombrar a los judíos de modo más aceptable, más "científico". Las palabras judío y antijudío son fuertes, pesadas, corpóreas (en castellano, hasta en la emisión del sonido, esa jota inicial que raspa en la garganta, es tan poco elegante). Las palabras semita y antisemita son más ligeras, asépticas, más decentes, su sonido es más delicado, si se quiere susurrante. En una conversación cualquiera, uno dice judío y la palabra queda resaltada, misteriosamente acentuada en el contexto de la oración, mientras que si uno dice semita, la palabra se mezcla como una igual entre las otras.

Lo ario. Otro tanto sucede con la palabra y el concepto ario. Lo ario es la lengua, el origen indo-europeo, no hay tal cosa como lo ario referido a lo corporal, a lo genético o a lo étnico. Los fundadores del racismo pretendidamente científico, tomaron la palabra ario referida a un linaje de lenguas y la trasladó a personas, a su biología, a su herencia, a su sangre, mediante esta malhadada invención del concepto de razas y todas esas vilezas y paparruchadas que tanto dolor causaron y persisten en causar a la humanidad.

¿Igual que los nazis? De modo que, la Iglesia Católica, que tanto cuida sus dichos, que tanto estudia y prepara sus enunciados, en su pedido de perdón habla de los judíos y dice hebreos, es decir, toma un concepto del dominio de lo lingüístico -un idioma- y lo traslada a lo étnico -un pueblo-, lo mismo que habían hecho los odiadores científicos y los teóricos nazis. Vaya con la sorpresa. No se deben haber dado cuenta. Lo deben haber hecho sin querer. No hay que ser mal pensado. O, tal vez, lo que sucede sea más simple que todas las cosas turbias que a uno se le ocurren, tal vez simplemente no querían irritar a nadie del amplio espectro de su grey, querían que el texto no despertara resentimientos y la palabra judío, quizá todavía siga oliendo mal, sea sospechosa y haya que mejorarla por una más admisible y potable, que se pueda leer sin que a uno se le borronee el texto. Hebreo está bien y todo el mundo entiende.

¿Por qué no decir judío? Por otra parte está la referencia al origen de Jesús a quién se menciona como descendiente de David. Ya sé. No va a faltar quién piense que soy demasiaaaaaaaado susceptible, pero, digo, me pregunto, no sé, disculpen la irreverencia ¿por qué no escribir directamente y sin eufemismos Jesús, de quien se dice que era judío? ¿Por qué disfrazarlo? )Qué es lo que no se puede decir todavía?

La mala palabra. Obviamente, no se puede decir judío. Lo repito: no se puede decir judío. No se puede decir que Jesús era judío. No se puede decir que el primero de enero se conmemora la circuncisión de Jesús, acto que lo marcaba para siempre como hijo del pacto, un judío más. ¿No se puede pensar judío? ¿Qué es lo que perturba tanto? ¿Qué clase de pedido de perdón es éste en el que la víctima no puede ser denominada por su nombre?

Es especialmente doloroso que estas imprecisiones se hayan colado en este texto que es, no me cabe duda, una mano tendida. Tomo esa mano, la aprieto. Yo, nadie importante, tan solo una judía que con jutzpa (arrogancia, provocación) bien judía, miro a los ojos a Su Santidad Juan Pablo II, el Papa de la Santa Iglesia Católica y veo la buena voluntad, veo la disposición, y digo entonces lo que, a mi parecer, todavía falta.

Mi sueño. Me gustaría abrir el diario y leer alguna vez un texto oficial, en su versión oficial en castellano, distribuida oficialmente por voceros oficiales de la Iglesia, con estas palabras:

"Reconocemos que la Iglesia Católica, a lo largo de muchos siglos, ha sostenido y diseminado acusaciones falsas, mentiras y arbitrariedades acerca del pueblo judío, al que ha demonizado y escarnecido; que, mediante esa estrategia desarrollada ante un público crédulo e iletrado, ha construido al judío como un enemigo al que se debía combatir, un pueblo del que era imprescindible desconfiar y sospechar y con cuyos miembros era inconveniente cualquier intercambio. Reconocemos que estos contenidos han sido difundidos en las prédicas de gran parte de los curas en todo el mundo y que dicha palabras han alimentado el odio y el resentimiento de los cristianos hacia sus hermanos, los judíos. Lamentamos profundamente que estos sentimientos, cuyo objetivo no era el asesinato, hayan sido en gran parte su sustento en esta tragedia irrecuperable que ha sido la Shoá. Por todo ello pedimos perdón, a Dios por no haber honrado sus designios, por habernos dejado sumergir en el odio y habernos olvidado del amor; también pedimos perdón a nuestros hermanos judíos y a todos aquellos que han sido víctimas del odio racial.

No creemos, sin embargo, que baste el pedido de perdón por este pecado tan arraigado y de consecuencias tan nefastas. Queremos enmendarnos de manera concreta. Por ello a partir de ahora, desandaremos con firmeza el camino equivocado que habíamos recorrido y en nuestra prédicas habituales, en la catequesis y en toda oportunidad que tengamos de ser escuchados, insistiremos en el reconocimiento de nuestros graves pecados, en la dignidad que confiere al ser humano el pedido de perdón y la revisión de los errores cometidos; hablaremos acerca del pueblo judío, transmitiremos sus enseñanzas milenarias, su filosofía humanística y su ética del respeto por la vida de la que somos herederos, e instruiremos a nuestros fieles y, en especial, a nuestros párrocos, la firme tarea de rescatar el espíritu de Cristo y su evangelio, ofreciendo al mundo una vida de valores inspirada en la fe, porque la gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la visión de Dios (tomado del texto publicado por la Iglesia)." Como el reverendo Martin Luther King, I have a dream (yo tengo un sueño).

Seis millones de veces Uno. El Holocausto - Toker Weinstein

Comentarios bibliográficos. Seis Millones de Veces Uno. El Holocausto. , de Eliahu Toker y Ana Weinstein. Las celebraciones. Todo libro que se publica es una celebración. Todo libro que se publica acerca de la shoá, es una doble celebración, porque revela que, al menos para su autor y editor, el tema tiene vigencia. Pero este libro, agrega a ambas celebraciones, dos más: una, la forma y el contenido en que se ha presentado este texto pensado para la enseñanza y la otra, que haya sido un proyecto nacional.

Mi querido Eliahu. Además de la admiración que siento por él como poeta, me liga a Eliahu Toker, uno de los dos autores, un cariño profundo. Uno toma el texto de alguien querido también como algo querido. Así me acerqué a este libro, como quien va a conversar con alguien con quien sabe que puede conversar. He conocido a Eliahu en el contexto de la Shoah Foundation creada por Steven Spielberg en la que ambos participamos, o sea que nuestras primeras conversaciones fueron acerca de la shoá. Lo dicho: me acerqué a este libro con la mejor de las disposiciones. Los azares de la vida han determinado que aún no conozca personalmente a Anita Weinstein a quien felicito por la co-autoría de este libro tan valioso.

Mi inevitable subjetividad. No seré objetiva en mi comentario. No puedo serlo, no quiero serlo, no debo serlo. Este libro me toca directa y personalmente y es en la confluencia de este impacto genuino con mis propias reflexiones y experiencias que nacen estas palabras. Además de amiga de Eliahu, soy hija de sobrevivientes de la shoá y mi vida pivotea en gran medida y sin remedio alrededor de esta circunstancia. Desde que la shoá forma parte conciente de mi vida y de mi actividad como tema de investigación, lectura, escritura, conferencias, grupos, he sentido un cierto malestar por la forma en que se han tratado estas cuestiones. La shoá es para muchos algo que pasó hace más de cincuenta años, que les pasó a los judíos, perpetrado por los nazis con una malignidad atribuida a la maldad misma que les era innata, como si no se hubiera tratado de seres humanos, en su gran mayoría, comunes y corrientes. La shoá se conmemora habitualmente con actos que se repiten a sí mismos año tras año, los mismos discursos, las mismas velas, los mismos lamentos, las mismas inútiles advocaciones declarativas de nunca más, las mismas caras, la misma desinformación, la misma ausencia de las lecciones que se podrían aprender. De la shoá se habla como de un fenómeno repentino, sucedido vaya uno a saber cómo, y que así como empezó, terminó; dejémoslo allá, en Europa, parecemos decir, para qué revolver entre los escombros, mejor mirar hacia adelante. La poderosa lección para la humanidad que representa el estudio de la shoá queda en las sombras ante este tipo de enfoques. En estas tentaciones habituales de hacer como que se dice porque hay que recordar pero hablar sin decir nada que conmueva de verdad no ha caído Seis millones de veces uno.

El título. Ya el título marca una diferencia con el tratamiento que se ha hecho del tema hasta ahora porque nos invita de entrada al encuentro de lo humano involucrado en cada una de las víctimas, porque la shoá debería contarse varios millones de veces, una vez por cada persona que la ha padecido.

La diagramación. Tanto el formato, los colores elegidos (blanco, negro y rojo), la inclusión de fotografías, de títulos resaltados, de recuadros, de citas, resultan atractivas, activas, invitan a la interacción, a la movilidad. Es una diagramación hecha en códigos de hoy, con una estética que se reconoce y propone un acercamiento posible, con algo del hipertexto y un uso de lo icónico que los jóvenes pueden ver como propio.

El estilo. El estilo es didáctico y dialogal, son lecciones conversadas. Hay preguntas, hay respuestas, hay reflexiones, hay comentarios, hay testimonios, hay una evidente preocupación por el lector, por un lector de amplio espectro a quien se toma de la mano y se lo va guiando por este laberinto del horror. Se han elegido textos cortos, contundentes, que hacen innecesarias demasiadas bajadas de línea habitualmente entorpecedoras de la elaboración interna que debe surgir del trabajo personal del lector. Uno ve el trabajo en cada palabra, en cada oración, en cada párrafo, en cada mapa y en cada fotografía, el delicado equilibrio requerido para hacer el material y el contenido interesante, comprensible y conmovedor para cualquiera.

El contenido. No es fácil contar la shoá, contarla toda y no traicionarse al pretender hacer el lenguaje accesible. Los autores lo han logrado. Han encarado toda la complejidad de manera simple. Plantean, con justicia, que, si bien el genocidio estaba destinado al pueblo judío, la shoá es un problema de la humanidad toda. Incluyen todos los ingredientes necesarios para hacer de esta experiencia de la humanidad una escuela para el futuro (el racismo, la discriminación, la manipulación de las masas, la propaganda política, el falseamiento del lenguaje, los totalitarismos). Plantean las distintas formas de resistencia que los judíos encararon, sus dificultades, sus posibilidades y echan por la borda la vergonzosa acusación de cobardía, pasividad y sometimiento que tanto han sufrido los sobrevivientes. Recurre a estos últimos, especialmente a los que han venido a la Argentina, y se apoya en sus testimonios con fotografías en que se los ve jóvenes, así como eran durante la shoá. No olvidan a los salvadores no judíos que arriesgaron sus vidas y las de sus familias, a los espectadores que no quisieron o no pudieron o no supieron hacer nada y, termina con el poderoso capítulo dedicado al reverdecimiento del monstruo que, citando el efectivo corto del Centro Simon Wiesenthal, está mutando. No se queda en el planteo reduccionista y simplificador de que la shoá es algo que pasó allá y entonces y tiene la valentía de incluir el aquí y el ahora; en este espíritu se menciona a lo largo del texto varias veces la forma en que el antisemitismo se ha expresado en nuestro país y se incluyen testimonios y referencias que llegan hasta los atentados aún no esclarecidos de la embajada de Israel y la sede de la AMIA. El afán pedagógico de este libro se evidencia en la sección Apara pensar@ que hay al final de cada capítulo que propone preguntas que comprometen al lector de hoy y dan claves a los docentes del trabajo posible. Van algunos ejemplos de estas preguntas: )qué valores y convicciones se deben sustentar para delatar a vecinos o a perseguidos? )Cuál es el sentido de despojar a una persona de su nombre y adjudicarle un número? )La libertad de expresión debe ser ilimitada, incluyendo la libertad para defender o promover discriminaciones, persecuciones, torturas, asesinatos y masacres?

La shoá ya no es sólo un tema judío. El otro aspecto que señalé como digno de celebración es que la publicación de este libro sea un emprendimiento del Estado Nacional, que haya respondido a un decreto que instituye la enseñanza de la shoá en las escuelas públicas y que se lo distribuya en todo el territorio de nuestro país. El Estado Nacional asume como propio el tema, igual que el Washington Holocaust Memorial Museum que es parte del Estado Nacional Norteamericano y sus empleados son empleados estatales y su financiación proviene del presupuesto nacional. La shoá puede ser un poderoso instrumento de aprendizaje de conciencia cívica y comunitaria, de revisión y consolidación de valores tan descuidados en este momento como la responsabilidad, el respeto a la democracia y a la honestidad, la no aceptación de conductas autoritarias, la mirada atenta ante intentos de manipulación de la conducta, la defensa de los perseguidos, el reconocimiento del otro como un semejante, un humano, se trate de quién se trate. Celebro al Estado Nacional por haber encarado esta tarea. El Ministerio del Interior de esta administración saliente fracasó en el esclarecimiento de los atentados (¿no quiso-no supo-no pudo?: como sea, fracasó). Queda para la historia el dolor de que haya sido un judío quien haya estado al frente de un tal desaguisado de incapacidades o complicidades. La publicación de este libro (que no está a la venta sino que es distribuido gratuitamente a escuelas y según solicitud) no compensa ni enmienda nada de los dislates cometidos, pero los gobiernos cambian y el libro -junto al decreto y la voluntad de enseñar estos contenidos en las escuelas- permanecerá. Es lo que celebro.

Ana se pregunta por qué - Ana Baron

Ana Barón salió viva de la shoá. No está sola, hay otros que sobrevivieron. Escribió un testimonio que llamó “Todavía me pregunto ¿por qué?”. Tampoco es la única en hacerse esa pregunta. Como tantos “aparecidos de la shoá” querría saber por qué le pasó lo que le pasó, por qué salió viva de ese horror y toda esa muerte no la abandona, por qué su hermana y otros seres queridos no pudieron vivir, por qué la memoria no la deja en paz, por qué no pudo hablar durante tanto tiempo, por qué no entiende tantas cosas, por qué hay gente que no quiere escuchar, por qué hay gente que descalifica su dolor y sufrimiento, por qué la maldad, por qué la injusticia, por qué el olvido, por qué la arbitrariedad.

Ana Barón no es la única que se pregunta por qué. Ana Barón tampoco es la única que tuvo la fortaleza y la osadía de ponerlo por escrito. La acompañan en esta empresa, tan sólo en Buenos Aires, Genia Unger, Charles Papiernik, Jack Fucks, José Schicht, Iehuda Laufban......... y otros que, espero me disculpen por no nombrarlos pero mi memoria es también frágil a veces.

Todos ellos, igual que nosotros, los que nos acercamos a conocer sus experiencias, se preguntan, nos preguntamos: por qué. Estamos educados en la creencia de que el bien triunfa sobre el mal, de que la justicia reinará algún día, de que la civilización ordena y organiza la convivencia de los frágiles seres humanos. Y nos lo hemos creído.

Pensamientos voluntaristas, engañosos, frustrantes, que la experiencia insiste en desbaratar. No siempre triunfan el bien, la justicia y la convivencia. No siempre. Menos aún cuando el sistema político salvador nos promete que esta vez sí, esta vez se terminaron todos los problemas, esta vez tenemos la solución. A la humanidad nunca le fue bien con tales promesas. Los libros de historia están teñidos de sangre de las víctimas del “bien universal” y los poseedores de “la verdad”. No nos olvidemos que los nazis -ni los únicos, ni los últimos- prometían lo mismo.

He aprendido algunas cosas de la shoá. Unas poquitas, pero pueden ser útiles. Raquel Hodara suele decir que si algo ha enseñado la shoá es que no hay nada que un ser humano no pueda hacerle a otro ser humano. Es una enseñanza dura y al mismo tiempo poderosa que todavía espera ser enseñada en las escuelas.

También he aprendido que no nacemos ni buenos ni malos, que tenemos ambas potencialidades, que ciertas condiciones de vida pueden hacer crecer una o la otra. Así no más. Las religiones han intentado dominar la parte “mala” con la amenaza del castigo divino. Las leyes han intentado ponerle frenos con la amenzaa del castigo terreno. Ambas cosas, fuerza es reconocerlo, han tenido un éxito relativo en la sociedad. Las guerras, las ignominias, las injusticias, el hambre y la pobreza injustificados, la desesperanza, el desempleo creciente son prueba suficiente, a nivel planetario, de la estupidez y la irracionalidad de lo humano. Porque lo que dicen las religiones es bueno, así como lo que pregonan las leyes, pero siempre ha dependido de quién manipulaba tanto a la religión como a las leyes. Apoyados en la religión cristiana, por ejemplo, cuya doctrina tiene una raíz humanista de preservación de la vida, se ha cometido, entre otras cosas, el genocidio indígena en América. Se ha enarbolado la cruz y la espada para civilizar -léase: domesticar y esclavizar- a los infieles. Los poderes políticos conocen el poder de las creencias religiosas y los líderes hábiles han sabido siempre manipularlos para dominar a la masa que espera ser salvada.

Los sobrevivientes son testigos privilegiados de lo “mejor” de la irracionalidad humana. Finalmente han decidido romper su silencio de decenios y contar lo que vivieron. Cada testimonio es una pieza más de este muestrario de abyección.

Ana Barón produjo un testimonio escrito fresco, espontáneo, por momentos ingenuo pero siempre revelador. Tenía doce años cuando su mundo se desplomó y habla desde esa edad, con esa mirada que ha conservado casi intacta. Con palabras simples, sin pretensiones ni ínfulas, nos abre las puertas de su mundo de adolescente, de sus vergüenzas e ilusiones. La desnudez, los piojos, el hambre, la piel, la desprotección, la desolación son temas que encara sin pudor, como si nos abriera una hendija oculta para que podamos espiar.

Nos habla de la Transnistria, (¿conocía usted este campo?) un campo de concentración en Rumania (hoy Ucrania) y de Pichora, un campo de muerte de donde fue rescatada. Sí, fue rescatada por dos ucranianos pagados por el Joint a quienes contrató su madre que había quedado fuera del campo. Cuenta las experiencias en escondites, en los dos campos, la degradación corporal cotidiana y, al mismo tiempo, la milagrosa solidaridad, no sólo entre los prisioneros sino la que venía de algunos ucranianos.

Sí. Auschwitz no fue todo. Además de Auschwitz hubo otros campos.

Sí. Muchos ucranianos fueron asesinos y colaboradores, pero no todos. Hubo también ucranianos que ayudaron, que salvaron, que se arriesgaron.

El ser humano no resiste explicaciones simplistas, no se reduce a malo o bueno, blanco o negro. El ser humano emerge del relato de Ana Barón, en su complejidad no siempre comprensible, siempre milagrosa y sorprendente.

Permítaseme agregar un “por qué” a los ya planteados más arriba: ¿Por qué, o, mejor dicho, cómo han podido los aparecidos de la shoá seguir viviendo, sobreponerse, volver a caminar? ¿Cuál es la fuerza que los ha alentado a sostenerse? ¿De qué materia misteriosa estamos hechos los seres humanos que somos capaces de tanto (en los dos sentidos, claro, en los dos sentidos)?

En su última página dice “Debo agradecer esta segunda oportunidad que me dio la vida de poder sonreír sin forzarme de tener inquietudes, de continuar hambrienta por aprender todo lo que no sé y por abrir mis manos y mi corazón....”

Ojalá podamos nosotros abrir las manos y el corazón a vos Anita, a vos Genia, a vos Jack, a vos Charles, a vos Iehuda, a vos José..., a todos los que nos quieran contar.

Ojalá podamos.

LOS NIÑOS Y LA SHOÁ. UNA EXPERIENCIA EDUCATIVA.

Entré en esa pequeña aula sin saber qué iba a hacer. “¿Te animás con los chicos de entre 9 y 11?” me había preguntado unos instantes antes el director de la escuela hebrea de Bogotá, “los chicos más grandes quedaron tan entusiasmados con tu conferencia que los más chicos también querrían...”. ¿Cómo negarme? ¿Si había ido a Colombia para eso, para hablar acerca de la shoá? Era viernes, el último día de ese periplo que me había llevado casi una semana, pasando por Medellín, Cali y Barranquilla, dando conferencias a chicos en la mañana y a sus padres por la noche, a estudiantes universitarios en un encuentro organizado por estudiantes judeo colombianos en la Pontificia Universidad Javeriana (muchos de cuyos asistentes eran estudiantes de derecho canónico). La noche anterior había sido recibida por la comunidad judía de Bogotá en pleno y a sala llena había hablado y hablado a lo largo de dos horas entusiasmada por el entusiasmo que recibía. Era viernes, casi mediodía. Venía de un encuentro con los más grandes de la escuela, los que van de los 12 a los 16 años. Otra vez en esa gira, me había sorprendido el interés que mostraban los chicos, cómo, planteado de cierto modo, sentían el tema propio y actual. Igual que en nuestro país, en las diversas escuelas de Colombia se me había dicho que la shoá no atraía la atención ni el interés de los alumnos. “Están en otra, internet, la cosa instantánea... no les interesa...no les importa...parecen aburridos de escuchar siempre lo mismo y ya no quieren saber más nada... esta juventud es diferente a la nuestra, no hay ideales, son descreídos y desconfiados...” eran las explicaciones que se daban los docentes, desalentados por la falta de receptividad de los chicos al tema. No había sido ésa mi experiencia. Claro, yo tenía la libertad de no tener que atenerme a ningún programa ni método ni responder a nadie, de modo que inventé accesos que creía que podían conmover a los adolescentes y hacerlos participar. Y lo logré. Más de lo que suponía. Sin embargo, lo que sucedió ese viernes en el mediodía con los más chiquitos, superó cualquier expectativa imaginada.

Yo aún no lo sabía cuando debía responder al director de la escuela, si me animaba. “Animarme, me animo” le contesté, “si me vine hasta aquí e hice lo que hice, más bien que me animo... sólo que no sé qué decirles, no hicimos ningún trabajo previo como se hizo con los grandes... no sé qué saben, no sé cuánto pueden conceptualizar...”. “Probá unos cuarenta y cinco minutos....” “¿Cómo lleno cuarenta y cinco minutos? No! A lo sumo veinte, o una media hora... nada más.” “Bueno, los mando llamar” y ahí me quedé en la cafetería, rumiando y devanándome el cerebro tratando de armar algo, un esquema, alguna idea rectora mientras me reprendía a mí misma y me acordaba de cuando mi mamá acostumbrada retarme con sus “¿para qué te metés en estas cosas?”. En definitiva, no tenía la menor idea de cómo empezar, de cómo seguir ni de qué hacer. Mis conferencias con los más grandes había sido precedidas, a pedido mío, por un trabajo que yo había indicado y nuestros encuentros se sostenían en ello. Pero, ¿qué sabe un chico de 9 ó 10? ¿Hasta dónde se puede avanzar a esa edad? ¿Puedo arremeter con el tema de la responsabilidad individual, del juicio crítico, los dilemas a que nos enfrenta la shoá, la sordera ante las lecciones que nos enseña acerca de la naturaleza social y humana, en fin, todas las cosas que había encarado con los más grandes?

Y de pronto ya estaba en una pequeña aula donde empezaban a entrar los chiquitos. Se trataba de tres grados diferentes, unos 30 ó 35 chicos y sus seis maestros y maestras (dos por grupo). Miraba con terror a esas caritas que me observaban con curiosidad. Se fueron sentado en sillas chicas, como de aula de jardín y yo estaba de pie, apoyada en un escritorio que a duras penas sostenía mis ganas de salir corriendo, la angustia que sentía y el vacío que se me estaba haciendo a mis pies. El director también estaba presente y dijo a los chicos que yo había venido de la Argentina y que podíamos conversar acerca de algunas cosas que yo sabía y que podían ser importantes para ellos. Un rato antes, en la cafetería, me había contado que él era, como yo, hijo de sobrevivientes y que se había sentido muy tocado por algunas cosas que me había escuchado decir. “Vaya uno a saber si este tema será importante para los chicos... ojalá lo sea” pensé y tomé aire. Después de un silencio eterno y expectante, lo único que se me ocurrió decir fue “¿sabe alguno de ustedes qué es el holocausto?” (los colombianos no usan todavía la palabra shoá en forma habitual). Se levantaron algunas manos. “Es lo que Hitler les hizo a los judíos que los mató en Europa” respondió el chico que señalé primero. “Había otros, no era Hitler solo, yo lo vi en una película en la televisión” dijo otro que había levantado la mano. La palabra “televisión” fue mágica porque se levantaron otras manos y me fueron diciendo las cosas que sabían acerca de la shoá, todas, según decían, vistas en la televisión: los trenes, los campos, La Lista de Schindler “que no la entendí mucho pero era muy triste” y una nena dice “Y yo vi un señor que decía que Hitler no se había muerto, que eso es mentira... ¿usted qué piensa?”. “Mirá, le respondí, la verdad es que a mí no me importa si está vivo o no, aunque a estas alturas si estuviera vivo sería un milagro porque sería muy viejo, lo que me importa y me da miedo es que hay gente que piensa lo mismo que él y que está viva y por muchos lados”. Esto pareció intrigarlos y rápidamente su interés pareció centrarse en el tema del odio racial y hacia allí encaraban sus preguntas. “¿Por qué nos odian?”, “¿Por qué nos quisieron matar?”, “Qué les hicimos?” y así sucesivamente. Yo trataba de responder pero me daba cuenta de que no conseguía decirles lo que querían saber, que no encontraba el modo ni las palabras. Me sentía desalentada. No quería hablarles como a nenes chiquitos, es decir, como si no entendieran o como si fueran medio tontitos. No encontraba la forma de desarrollar conceptos, de hablarles respetuosamente pero en un código al que pudieran acceder. Por otra parte, no quería que la cosa fuera de preguntas y respuestas, un intercambio intelectual, quería que participaran, que se conmovieran, que les importara. Les propuse entonces un juego. Les propuse que hiciéramos una discusión en la que yo sería un niño nazi de diez años y ellos serían el niño judío que trata de convencer al nazi de no odiarlos, de no querer matarlos. No fue necesario esperar a que me dijeran que sí. Casi todas las manos estaban levantadas. Todos querían hablarle al niño nazi. Empezó un ping-pong encarnizado que, lamentablemente no fue grabado, de modo que deberé confiar en mi frágil memoria y traicionar inevitablemente lo que pasó con el pobre relato que sigue.

“¿Odias a los judíos?”, “Sí” le contesté.

“¿Por qué?”, “No sé... todos los odian... dicen que son malos” dije como si dijera una obviedad.

“Yo no soy malo” me dicen por ahí, “yo tampoco” dice otro.... “Es lo que dicen todos” digo yo, “son unos santitos... pero ni bien pueden roban, mienten...”.

“Eso es mentira!” protesta alguien, “en mi casa no somos así, mi mamá es buena, mi papá es bueno, mis abuelos....”, “Claro” contesto “entre ustedes son buenos, se ayudan, tienen secretos, pero ni bien se encuentran con nosotros nos roban, nos matan”.

“¿Quién mata?” preguntan, “Ustedes” respondo.

“Nosotros nunca matamos a nadie, en mi casa dicen que no hay que matar y que hasta para matar a un animal si se necesita para comer, hay que hacerlo sin que le duela”, “Sí, con los animales son buenos, pero con los cristianos....” lo desafío y miro con el rabillo del ojo a los maestros y profesores que en las escuelas hebreas de Colombia no son judíos.

“¿A qué cristiano matamos?”, “Para Pascua siempre buscan un niñito cristiano para matarlo, sacarle la sangre y hacer con eso ese pan raro que comen” le digo con resentimiento.

“¡Eso es mentira!” gritan varios a coro, las caras rojas, enojados, “¡Es mentira!”

“Mataron a Cristo! Mataron a Dios”, dije con perversidad y ya no miré a los maestros. “¿De dónde lo sacaste? ¿Quién te lo dijo?”, “Lo dicen todos, lo dicen mis maestros, lo dicen mis padres, mis hermanos, mis primos, los chicos de la cuadra y el que más lo dice es el cura, el monaguillo, lo dicen todos los domingos en misa...”. Difícil describir el revuelo, la indignación. Respondían ya sin esperar a que los señalara dándoles la palabra, argumentaban, se atropellaban. “En mi casa me enseñan que hay que ser bueno”, “Todos me dicen que no hay que pelearse”, “Nadie de mi familia nunca pero nunca mató a nadie”, “El pan ése de que hablás no se hace con sangre, eso no es verdad”, “La Biblia dice que no hay que matar”, “Tampoco mentir ni robar”, “A nadie, ni a los judíos ni a los cristianos” y así siguieron uno tras otro y yo los miraba encogiéndome de hombros diciendo, provocativamente “claro, qué me van a decir...” o “los judíos saben discutir” o “los judíos son inferiores porque no creen en Dios”, “En mi casa creemos en Dios” decía alguien pero yo proseguía atacando. Al cabo de un rato bastante largo -había perdido noción del paso del tiempo- decidí que el niño nazi (cuyo papel ya me quería sacar de encima) debía perder la discusión, que se lo merecían, pero que alguien debía darme un argumento lo suficientemente poderoso como para que eso sucediera. Y un chico dijo: “pero todas las personas somos iguales” y entonces bajé los brazos. “Acá terminó el juego, dije, me ganaron porque no sé qué decir a eso, tiene razón...”.

Tomé un poco de agua. Esperé a que se calmaran y entonces les pregunté cómo se imaginaban ellos que el niño nazi había llegado a creer todas esas falsedades respecto de los judíos. No supieron qué contestarme, pero era evidente que lo querían saber. Les hablé entonces de las cosas que a uno le dicen una vez y otra vez, una persona y otra persona, gente con autoridad, los maestros, los padres, los amigos, los chistes, los curas, los refranes, la televisión, y que se escuchan tanto que al final ya no se piensan si son verdad o mentira, que a uno se le van metiendo en la cabeza sin que uno se dé siquiera cuenta y que de pronto se encuentra pensando algo y creyéndolo sin saber bien de dónde lo sacó y sin importarle demasiado si es verdad o no. No se los dije en una oración como aquí, pero les dije todo eso y me tomé bien el trabajo de ver, por sus expresiones si me comprendían. Debido a que no estaba del todo segura, les dije: “Hablé tanto que no sé si fui clara, tal vez los aburrí o cansé, díganme ¿qué pueden aprender de todo esto?” y se hizo un silencio, un silencio denso, sumamente reflexivo, casi se los escuchaba pensar.

Desde la primera fila, una chiquita de no más de 9 años, menuda y tierna, murmuró por lo bajo: “que no hay que creerse todo lo que a uno le dicen”.

No podía dar crédito a mis oídos. “Por favor, repetilo en voz más alta”. Lo hizo: “QUE NO HAY QUE CREERSE TODO LO QUE A UNO LE DICEN”.

“Bien! Ahora decíselo al resto de los chicos, pero más fuerte que todavía no se escucha bien”. Se puso de pie y lo hizo. Después les pedí a todos que me ayudaran, que lo dijéramos juntos y bien fuerte así lo podían escuchar en toda la escuela y fue un coro inolvidable. Éramos unos treinta o treinta y cinco chicos y yo (no sé si los maestros nos acompañaban) gritando a voz en cuello

N OH A Y

Q U E

C R E E R S E

T O D O

L O

Q U E

A

U N O

L E

D I C E N

que aún resuena en mis oídos.

Octubre de 1999. Bogotá. Colombia. Viernes al mediodía. Habían pasado casi dos horas. Esos chiquitos de entre 9 y 11 años habían aprendido una de las la lecciones más potentes para comprender el odio y la intolerancia, el fundamento del prejuicio: que no hay que creerse todo lo que a uno le dicen.

Y yo salí enriquecida, habiendo aprendido: que se puede hablar de la shoá a los chicos de un modo en que les importe, porque cuando se le habla a la gente acerca de algo que le importa, se compromete, se lo apropia.

Ellos me enseñaron a mí algo que los pedagogos saben y que uno a menudo olvida: que cuando un alumno no aprende, es el maestro el que no ha aprendido la manera de enseñarle a ese alumno.

A mis dolientes hermanos - libro de Isaías Kremer

Isaías es un personaje de la Buenos Aires judía, de la Argentina judía. No le gusta formar parte de la manada. Se recorta con perfiles propios y se ha construido una imagen de informalidad que debo decirles, no se ajusta del todo a la realidad, es un disfraz. Basta conocer para ello a sus hermanas, a su esposa, a sus hijos y sobrinos, estar en su casa para que esta imagen informal que él ha inventado se caiga a pedazos y se encuentre al hombre serio, responsable, buen padre, buen hermano, querido, valorado y respetado. Creo que le da pudor mostrarse romántico, sensible, vulnerable pero no puede evitar que todos nos demos cuenta que anda por la vida en carne viva, siente ante cada injusticia, ante cada crueldad, ante cada arbitrariedad como si le fueran inflingidas a él.

Isaías es un caminador, un curioso, un explorador, un cartonero de historias abandonadas por otros, un entusiasta reciclador de desechos, un conservador de anécdotas, de vidas. Es argentino, y argentino de los del interior, campeboy como le gusta llamarse. También es judío, entrañablemente judío, dolorosamente judío, alegremente judío. Los títulos de sus libros hablan del entretejido intrincado de ambos aspectos de su vida. “Mateando bajo el parral”, “Gauchadas y mitzves”, “De cada pueblo un paisano” y “Milonga de la Independencia”. Éste de hoy se llama “A mis dolientes hermanos”, título que evoca aquel libro de Howard Fast, “Mis gloriosos hermanos” sobre la gesta de los hermanos Macabeos bajo el Imperio Romano. Este título es toda una declaración de principios porque en él habla de los sobrevivientes de la shoá. Lejos de la acusación implícita de cobardía encerrada en la desdichada frase “los judíos fueron como ovejas al matadero”, Isaías nos presenta a los sobrevivientes en un paralelo con los gloriosos hermanos Macabeos, o sea, como luchadores, peleadores por la supervivencia, por la vida. Estos hermanos cambiaron la gloria por el dolor, son sus dolientes hermanos que guardan escondida la gloria de haber sobrevivido, de haberse mantenido humanos a pesar de todo. Lejos de personajes ejemplares, héroes de bronce o cemento, retrata a personas comunes, personas falibles, personas imperfectas, personas que nunca pasarán a la historia, personas como cualquiera, esas personas que muy difícilmente encuentren quienes cuenten sus historias. Isaías parece no tenerle miedo a nada. Es más, parece preferir exponer cosas que suelen estar en zonas grises, zonas de difícil categorización, zonas que suelen ser evitadas en los relatos maniqueos que solemos oír por doquier, y lo hace creo con el afán docente de mostrar personas, personas comunes, personas poco visibles y poco importantes, personas que hacen lo que pueden, como pueden y lo mejor que pueden. Igual que hicieron los sobrevivientes de la shoá en la shoá.

Esta es una presentación muy particular. Estamos presentando un libro pero, curiosamente, estamos presentando más que a un escritor, a un fotógrafo. Isaías, aunque escriba todo el tiempo, en cualquier momento, con una urgencia febril, se sale de los moldes de un escritor. Recuerdo un personaje de una vieja serie de televisión que me apasionaba, Dimensión Desconocida. Era un lector fanático, obsesivo, que no podía evitar leer cuanto se le pusiera ante los ojos: carteles, avisos, etiquetas, cualquier cosa. Así escribe Isaías, apurado, sin poderlo impedir, casi sin decidirlo, urgido por un reloj sin agujas que lo acosa, sin respetar reglas ni convenciones. Isaías no corrige, vuelca, literalmente derrama sobre el papel el torrente de palabras que tenía guardadas y presionaban para salir y una vez que están afuera ya no puede volver sobre ellas. No sigue los pasos que hacen al oficio del escritor, no revisa, no re-escribe, no corrige. Él dice –porque esto lo hemos hablado- que es por comodidad, por pereza. Yo no soy nadie para contradecirlo, pero en estos años de haberlo conocido, permítanme proponer mi propia hipótesis: no puede volver sobre lo que está en el papel porque siente que lo que está escrito ya no le pertenece. Cuando pudo ponerlo fuera suyo, cuando dejó el testimonio, se le convierte en sagrado, y lo que es sagrado no tiene dueño y no se puede tocar. Por eso creo que, a pesar de que escribe y escribe sin descanso, Isaías no es un escritor, no lo es, al menos, en el sentido habitual, académico del término. Yo diría que Isaías es un fotógrafo que escribe, un fotógrafo especialista en instantáneas. Un fotógrafo que vive en la urgencia y la espontaneidad de la vida misma, que no puede detenerse en encuadres, en contraluces, en armonías. Un fotógrafo con los ojos siempre bien abiertos y que dispara ante un hecho a veces sin tener la cámara preparada. Un fotógrafo interesado en dejar el registro de lo que ve y que no tiene tiempo de editar sus fotos, retocarlas, mejorarlas. Pone su recuerdo en bruto, con toda la fuerza de lo repentino, con toda su imperfección, pero con toda su potente presencia. Muchas veces dialoga con esos personajes, reflexiona con ellos, les dice aquello que no pudo en el pasado, les pide perdón, y se muestra en su propia e impúdica imperfección. Y es ésta su característica, su estilo, lo que lo hace único. Se sale del texto y del relato y desnuda reflexiones personales, nos muestra su carne viva. Está acosado por los recuerdos de tanta anécdota, tanto personaje conocido en sus andanzas por la Argentina, y cuando alguno se le aparece, cuando recompone fragmentos y rearma algún rompecabezas, deja todo, deja lo que sea que esté haciendo y lo escribe, aterrorizado por el temor de dejarlo pasar, horrorizado por la idea de que se pierda, de que no se sepa, de que se olvide.

Así como Roberto Arlt en sus “Aguafuertes porteñas” describía vívidamente, con fiereza, algunos rincones desapercibidos de nuestra ciudad, así como Héctor Gagliardi, nos conmovía con sus relatos nostálgicos, ingenuos, algo sensibleros y que daban en la tecla en el sabor de lo popular, así Isaías Kremer, sin pretensiones ni esnobismos pretendidamente intelectuales, con la humildad del cronista popular, nos devuelve retazos de historias, personajes y situaciones que no suelen ser tomados en cuenta. Muchos de nosotros conocemos anécdotas, porque las hemos escuchado, porque las hemos vivido. Sabemos con qué facilidad se olvidan, porque no nos tomamos el trabajo de escribirlas, de guardarlas de alguna manera, tal vez porque pensemos que quedarán en nuestra memoria, tal vez porque no consideremos que valga la pena registrarlas. Isaías, enfermo de memoria, enfermo de miedo a olvidar, toda vez que pesca un recuerdo, le sigue el rastro y lejos de la pereza que él cree que lo aqueja, se pone a escribir. Nada le parece insignificante, nada le parece poco valioso, sabe que la fuerza de la vida está en cada expresión, en cada pequeña situación, en cada hilacha de lo humano. Como dijera el poeta inglés John Donne y citara e hiciera famoso Ernest Hemingway: Ningún hombre es una isla; cada uno es un trozo del continente, una parte del océano; si un terrón fuera arrastrado por el mar, Europa sería menos Europa, tal como sucedería con un promontorio, con la casa de tus amigos o con tu propia casa; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo formo parte de la Humanidad; por tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.

Ya hace muchos años me contó historias de sobrevivientes de la shoá, también historias de hijos que él había conocido. Incluí una de sus historias en mi libro porque había en ella preguntas, volutas torturadas y tortuosas que reconocí como propias de los sobrevivientes y que nos muestran sus corazones desgarrados. Descubrí a los sobrevivientes que fueron a vivir al interior. Nunca había considerado que podía haber sobrevivientes en el interior, tenía esta simplista idea, que tenemos muchos porteños, de que todo pasa acá, que todos están acá. Isaías ha escrito sobre ellos. Había observado conductas en sus vecinos, compañeros de escuela, que, en su infancia, le resultaban incomprensibles y ya grande, comprendió cuántas de ellas estaban originadas en experiencias de la shoá, cuántos aparentes desplantes se debían al pesado equipaje que traían, a las sombras que teñían los recuerdos que, por más que intentaran, no podían olvidar. No es común que a alguien le interesen nuestras historias de la shoá. Hemos sufrido, por el contrario, años de oídos cerrados, años de consejos bien intencionados para que mantengamos silencio, que para qué hablar de eso, mejor mirar para adelante. Como si, por el sólo hecho de decidirlo, se pudiera olvidar. Isaías mantenía los párpados de sus oídos abiertos, desde muy chico, y dejaba entrar por ahí lo que nadie quería escuchar y por suerte, lo guardó y alivia su alma poniéndolo en el papel.

Estos dolientes hermanos son hermanos de Isaías en varios sentidos: son hermanos judíos, también son hermanos judíos que sufrieron lo indecible en la shoá, también son hermanos gentes de campo, son hermanos trabajadores, y, last but not least, son hermanos humanos, entrañablemente humanos.

Me llegó hace unas semanas, exactamente el día posterior a Iom Hashoá cuando suena esa sirena en Israel que detiene la vida por dos minutos, una carta de un hijo de sobrevivientes, Rubén Yudelevich. Dice así:

Ayer luego del toque de la sirena, esa sirena tan particularmente israelí, donde la vida queda detenida por dos largos minutos, comencé a contarle a mi hija menor sobre la vida de mi madre vagando por el mundo junto a su padre en busca de un lugar donde establecerse. Mi mamá tenía dos hermanas menores que no alcanzaron a salvarse. Hace dos años mi otra hija, la mayor organizó un acto con los hijos de los sobrevivientes y le escribí un poema originalmente en hebreo. Hoy lo traduje para mostrárselo a un sobrino argentino y te lo mando. Se llama

“El pequeño rincón del álbum- Frima y Jayale”

Las niñas de la foto / son mis tías.

Tuve dos tías / que permanecieron niñas / en el pequeño rincón del álbum. A medida que fui creciendo, / ellas continuaron / en el mismo pequeño / rincón del álbum. También, cuando me convertí / en un muchacho joven / ellas no se movieron / del pequeño rincón del álbum. Ellas nunca salieron / del pequeño rincón del álbum! Ellas fueron / como si no hubieran sido. Estuvieron dentro de las lágrimas / de mi madre, / que fueron mis mismas lágrimas.

Ellas fueron / como si no hubieran sido. Estuvieron dentro del dolor / de mi abuelo, / que fue mi mismo dolor. Ellas fueron / como si no hubieran sido, y fueron llevadas a la muerte / con un grito en sus labios: / “por qué ?”.

Ese es el mismo grito / que rompe mi garganta cuando observo la foto / en el pequeño rincón del álbum.

Isaías construye con sus relatos un álbum de fotografías que impide que esos fragmentos de vidas se pierdan en el olvido.

Muchos llaman a este lugar Fundación Memoria, acortan el nombre creyendo que hacen una economía en el discurso. Sin quererlo, ponen el acento en donde corresponde, en la memoria. Es lo mismo que hace Isaías.

CHILDREN AND SHOAH. AN EDUCATIONAL EXPERIENCE.

The challenge. I came into that little classroom not knowing what I was going to do. I was in the Hebrew School of Bogota, Colombia. Some minutes before its Principal had asked me if I could lecture the children between 9 and 11 years old. "The bigger ones were so enthusiastic after your conference that the smaller ones asked if you..." How could I say no? My reason for going to Colombia was to talk about the Shoah.

It was Friday, the last day of that long tour. In five days I had lectured in Medellín, Cali and Barranquilla, speaking to children in the mornings and to their parents and the Jewish community in the evening, to university students in a meeting organized by the Judeo-colombian students of Law School in the Pontificia Universidad Javeriana (including students of Canonic Law). The night before I had been received by the Bogota´s Jewish community and I had talked for more than two hours in the crowded room, stimulated by the enthusiasm they showed. It was Friday, almost noon. I was coming from a meeting with the older pupils, ages between 12 and 16. Once again in that tour I was surprised by the interest the children expressed; I chose to present the issue of the Shoah in a way that helped them feel it as their own and existing in the present and actual world. As in my own country, Argentina, I heard in the schools I visited that the Shoah didn't attract neither the attention nor the interest of the pupils. "Its a different world, Internet, instantaneity... they are not interested... they don't care... they seem bored listening over and over the same facts and they don’t want to know more... this youth is different than ours, no ideals, skeptical, suspicious..." these were the explanations I got from the teachers discouraged by the lack of receptivity the children showed towards the issue. Well, that had not been my experience during those days. Not at all. Of course I had the freedom of not being forced to stick to programs nor methods, I could do whatever I pleased, so I invented paths trying to reach out, to move the adolescents, make them feel committed. And I succeeded. More than I expected.

But what happened that Friday near noon with the little ones, surpassed any dreamt expectation. I did not know it by the time I had to answer the school's Principal if I dared to address the smaller children. "If it is a matter of daring, I do", I answered him, "if I came up to here, it is clear that I dare... it is that I do not know what to say to them, we did not do any previous work with them as we had done with the adolescents... I do not know what they know, I do not know how much they can conceptualize...". "Try for forty five minutes..", he said. "How do I fill forty five minutes? No! Twenty the most, or a half hour... nothing more". "OK" he said quickly, "I shall make them come" and there I stayed, at the cafeteria, humming and browsing in my brain trying to figure something out, a scheme, some central idea, while I kept reprimanding myself and remembered how my mother used to say to me "why do you take so manny challenges?". As a matter of fact, I had not the faintest idea of how was I to begin, how to follow or what to do. My lectures with the bigger ones had been preceded by the work that I had done before and our meetings were built on that. But, what oes a child of about 9 or 10 years old know? What were the limits with them? Could I put the issue of individual responsibility, of critical judgment, of the dilemmas that the Shoah makes us face, the deafness of humankind before the teachings about social and human nature..., all the things that I had worked on with the adolescents? And soon I was standing in the small classroom where the children began to enter. They were members of three classes, about 30 or 35 children and their six teachers, two per group. I stared terrified at those little faces that stared at me with curiosity. They sat in small chairs while I remained standing, leaning on a desk that could hardly hold my urge to run away, the anguish I felt and the void that was beginning to grow under my feet. The Principal was there too and introduced me. He said that I had come all the way from Argentina and that we were going to discuss some important things that I knew and that could be important to them. Some time before, at the cafeteria, he had told me that he was, as me, a child of survivors and that some things I had said, touched him deeply. "I hope the issue is mportant also for the children". I thought and breathed profoundly.

Beginning of the dialogue.

After an eternal and expectant silence, the only thing that came to my mind was saying "does anyone of you know what was the Holocaust?" (Colombians as a lot of people, still use this word instead of Shoah). Some hands raised. "It is what Hitler did to the Jews he killed in Europe" said the child I pointed first. "There were others, it was not Hitler alone, I saw a movie in TV" said the second one. The word TV was magic because a lot of hands raised and everybody told me what they knew about the Shoah, notions acquired from the television: the transportation, the camps, Schindler´s List "which I did not understand much but it was very sad" the child added, and a little girl said "and I saw a man that said that Hitler is not dead, that it is not true, what do you think?", "Well, I answered her, the truth is that I do not care whether he is alive or not, even at this time if he were alive it would be a miracle because he would be very very old, but, anyway, what matters and what scares me most is that some people think the same as he did, and they are surely alive and living everywhere and putting other people in danger". This seemed to have intrigued them and quickly their interest switched towards the issue of racial hatred and they turned over there their questions and interventions. It seemed we had touched a nerve. "Why do they hate us?", "Why do they wanted to kill us?", "What did we do to them?" and so on. I tried to answer but I realized that I could not tell them what they really wanted to know, I could not find neither the way nor the words. I felt discouraged. I did not want to address them as to small children, that is as if they were not able to understand or as if they were dumb. I could not find a way to develop concepts, to talk to them respectfully but in a code we could share. On the other hand, I did not want that the exchange turned out to be only questions and answers, I wanted them to participate, to feel involved, to be moved, I wanted them to care. I proposed then a game.

The game.

I was going to be a ten year old nazi child and they, the whole class, were going to be a ten years old Jewish child and we would argue and they had to convince me not to hate them, not to kill them. I did not have to wait for their acceptance, all the hands were up. Everyone wanted to speak to the Nazi child. And there began a pitiless Ping-Pong that unfortunately was not taped, so I will have to trust my fragile memory and betray inevitably what happened in the poor narration that follows. "Do you hate Jews?", "Yeah" I answered. "Why?", "I don’t know... everybody hates them... they say they are mean" I said as if I was saying something obvious. "I'm not mean" someone says, "me neither" says another.... "That’s what all of you say" I reply, "you seem like saints... but as soon as you can you steal, you cheat, you lie...". "That’s a lie!" in an angry voice, "we are not like this at home, my mummy is good, and so is my dad, and my granny...", "Of course" I say "among you, you are good, you help yourselves, you keep secrets, but as soon as you are with us, you steal us, you kill us". "Who kills?" several children asked, "You do" I answer. "We never killed anyone, at home my folks say that nobody can kill and even to kill an animal needed as food, it must be done without suffering", "Yeah! with beasts you are good but with Christians...." I challenged the child looking with the corner of my eye at the Christian teachers. "What Christian did we kill?", "For Easter you always look for a Christian child, you kill him, and with the blood you make this strange bread you eat" I said resentfully. That is a lie!" they shouted in a enraged chorus, the faces red, angry "It’ s a lie!" "You killed Jesus Christ! You killed God", I said with perversity and I did not look at the teachers any more. "Where did you take it from? Who told you?", "Everybody says it, my teachers, my parents, my siblings, my relatives, the children in the street and the priest, he is the one that says it all the time, in the Sunday’s mass, everyone says it...". It is difficult to describe the agitation, the outrage. They spoke without waiting for me to point at them, they argued, they wanted to be heard, to show the nazi child he/she was wrong. "At home they teach me to be good", "everyone says that fighting is not good", "Nobody in my family ever killed anyone", "the bread you talked about is not made with blood, you don’t know what you're talking about", "the Bible says that you can not kill", "not even lie nor steal", "you must not kill nobody, not Jews not Christians" and so they went on, one by one and I continued to say, provocatively,"of course, what could you say..." or "Jews know how to argue" or "Jews are inferior because they don't believe in God", "We do believe at home" some voice said but I kept attacking.

The end of the argument.

After a long time - I had lost notion of time- I made up my mind and I decided that the Nazi child (whose role began to be a heavy burden) had to loose the argument, that they deserved it, but someone had to offer me a good point for me to give up. And a boy did it: "but all the people are equal" he said in a helpless voice and then I left my arms down. "The game is over, I said, you won because I can't answer to that, he is right, we are all the same...". I drank some water, waited until they calmed down and then I asked them how they imagined that the nazi child had come to believe all those lies about the Jews. They did not know what to say but it was evident that they wanted to know. I spoke then about the things that we hear, that we are told to hear and believe, and that are told a lot of times, by one person and by another one, people with authority, teachers, parents, friends, priests, the jokes, the sayings, the television, and after some time you don't ask yourself whether it is true or a lie, little by little these ideas plunge in the heads without even noticing it and soon you realize that you are thinking something, believing it, not knowing where your take it from and not caring if it is true or not. I did not say it in such a long sentence, but I said it, all of it, and I wondered if they had understood me. I was not so sure, although their eyes were looking at me strait into mine and they seemed attentive and thoughtful. I was not sure, so I said: "I spoke a lot and I don't know if I’ve made myself clear, I may have bored you or tired you, tell me, is there something you think that can be learnt from all this?" and a big silence grew, a thick silence, a reflexive silence, I could almost hear them think.

The lesson I was taught.

From the first line, a little girl not older than 9, tiny and tender, hummed for herself: "that you must not believe everything you hear". I could not believe my ears. "Please, repeat it louder". And she did:

“THAT YOU MUST NOT BELIEVE EVERYTHING YOU HEAR". Good! Now tell it to the rest of the children, but do it louder so all of them can hear you". She stood up, faced them and firmly said it. I asked all of the children to help her "let us say it together, real loud so it can be heard all over the school" and it was an unforgettable chorus. Some thirty or thirty five children and me (I do not know if the teachers were joinings) yelling:

YOU MUST NOT BELIEVE EVERYTHING YOU HEAR

that still echoes in my ears. October,1999. Bogota. Colombia. Friday noon. Almost two hours had passed. These children between 9 and 11 years old had taught me one of the most potent lessons for understanding hate and intolerance, the foundations of prejudice: that you must not believe everything you hear. I was enriched with the notion that it is possible to address children even small ones, over difficult topics such as the Shoah, if it is done in a way they are trapped by the interest, if they care about it, if they are committed with the idea that it is something they own. They taught me something teachers ought to know and sometimes forget: that when a pupil does not learn it is the teacher that has not learnt the way to teach that pupil.

La tumba de mis padres

También un lunes. “En el día de ayer se profanaron 63 tumbas del cementerio judío de Tablada” fue la noticia de esta mañana de lunes, mañana de Iom Kipur, mañana de Memoria Activa, mañana de preguntas renovadas, mañana triste.

Un golpe en la boca del estómago: la imagen de la tumba de mis padres. El recuerdo de la pena cuando murió papá, la desazón cuando unos años después se fue mamá. Las dos veces, los trámites, el papeleo, el dinero, el dolor, las lágrimas que se agolpan en el momento de las decisiones –el tipo y color del mármol, cuál fotografía, el texto de la inscripción-. En una tumba uno trata de dejar lo que quedará de ellos para la eternidad.

Un dolor conocido. ¿Estará destruida la tumba de mis padres? ¿Habrán hecho añicos esa foto que elegimos con tanto amor? ¿Estará la tapa de mármol partida, abierta impúdicamente a alguna mirada inclemente?

Imágenes que no podía evitar me invadieron toda la mañana: svástikas, manchas de alquitrán, picos y hachas, risotadas, burlas, bombas. Reacciones viscerales, incontrolables, dolorosa, perversa y pornográficamente “naturales” en este país que nos ha ofrecido estas imágenes tantas veces.

No se podía ir al cementerio, era Iom Kipur. No se podía saber cuáles eran las tumbas seleccionadas.

El dolor es un dolor tan viejo, tan conocido que cada tumba violada es la tumba de mis padres. Cada tumba resume el mismo deseo de los familiares, similares preocupaciones, dudas parecidas, ausencias lamentadas. Todos los muertos del cementerio son mis padres. Yo y todos los judíos somos sus hijos. Cada una de las tumbas rotas es la tumba de mis padres.

Las preguntas. Me pregunto qué ha llevado a un grupo de personas a meterse en un cementerio cerrado a romper. ¿El placer? ¿El odio? ¿La obediencia? ¿La necesidad económica? ¿Alguna militancia? ¿El miedo? ¿La anomia?

¿Cómo es la toma de decisión de ir a romper tumbas al cementerio judío? ¿A quién se le ocurre la idea? ¿Cómo se junta a la gente? ¿Cómo se los recompensa? ¿Cuáles son los fines? ¿Quién consigue los elementos, quién y cómo se planea y organiza?, ¿Cómo se los estimula y envalentona, con vino, con droga, con alguna promesa? ¿Cómo se vence el natural respeto a un cementerio? ¿Es gente que no tiene muertos, que no ha velado nunca a nadie, que no sabe del dolor de la ausencia de algún ser querido? ¿Terminan de romper las tumbas y vuelven a sus casas como quien regresa de trabajar y dicen “vieja, qué hay para comer”?

La obediencia debida. Recuerdo a Splengler, el comandante de Treblinka, también a Eichmann, el factotum de la “solución final” y a tantos otros que justificaron sus actos con los gélidos, burocráticos e increíbles argumentos de “cumplía órdenes”. No habían hecho lo que hicieron por odio sino por obediencia y pragmatismo. No era una cosa personal –y lo decían casi con orgullo-, “sólo” cumplían con su deber.

Dice Humberto Maturana que eso es precisamente la esencia del mal, no cuando se hace daño en medio de alguna pasión, por odio, por resentimiento, por celos, por venganza, sino que el verdadero mal, el mal social es cuando se daña sin odio, con indiferencia y se lo justifica con argumentos de la razón.

¿Serán estos perpetradores malos de este tipo de maldad? ¿Para qué hicieron lo que hicieron si no fuera así? ¿Qué pudo haber despertado el odio antisemita en estos días? ¿O lo del antisemitismo es una cortina de humo y será una maniobra para distraer la atención de algo que no se quiere que sea visto?

¿Una maniobra de distracción? Cuando no se entiende algo, a veces es conveniente buscar en el hecho que lo precedió inmediatamente. Algunos dicen que la profanación podría ser una consecuencia del torpe accionar de la policía con los rehenes que acribilló en Ramallo y de las críticas unánimes que ha despertado. Ambas cosas habrían aumentado la temperatura de alguna interna bonaerense hasta grados críticos. Un cierto sector podría haber decidido hacerse presente como fuerza que merece cuidado y atención, para lo cual habría recurrido a la “respuesta de stock”, esto es, tomar como blanco algo judío y disparar. No es una respuesta novedosa. Ni siquiera un invento argentino. Fue usado con cierto “éxito” otras veces en la historia, por ejemplo en la Kristallnacht que los del III Reich han querido hacer aparecer como una reacción “espontánea” del pueblo alemán. Nada de esto se hace “espontáneamente”. Requiere organización, planificación, dinero, herramientas, alguien que da órdenes, otros que obedecen, otros que callan cómplices.

Uno se cansa de ser “blanco” siempre. Otra vez es la semana trágica. Otra vez es Mirta Penjerek. Otra vez es el ataque a la AMIA. Otra vez es otra vez y otra vez es otra vez más. Y uno se cansa de escuchar hipócritas declaraciones de pesadumbre de nuestros gobernantes, como si se tratara de otro país, lejos de aquí, como si no fueran ellos quienes gobernaran acá, hoy y ahora, como si nadie tuviera nada que ver. Este lunes han vuelto a profanar la tumba de mis padres.

El tren de la vida (1999)

Viendo pasar “EL TREN DE LA VIDA”

“La vida es un cuento, contado por un idiota, lleno de”.... Una nueva película sobre la shoá. ¿Una nueva polémica? Aparentemente no. Por lo que he oído, “El tren de la vida” está siendo muy bien recibida.

Confieso que me resultó insoportable. No cabía en mi asiento, hacía esfuerzos para quedarme hasta el final, tenía deseos de gritar, de golpear, estaba inundada de rabia. A mi alrededor la gente disfrutaba, algunos reían con ganas y alivio. La furia se me hacía mayor porque los chistes eran buenos, los diálogos ácidos y desacartonados, y yo no lo podía disfrutar, el contexto que se me había instalado me hacía imposible ver el lado amable. Y lo tiene, reconozco que tiene aspectos simpáticos, inteligentes, humorísticos.

La vida judía que se perdió. Hay un “tren de la vida” que nos habla de la vida judía en los shtelaj, es una pintura costumbrista muy bien lograda, chispeante, llena de ese humor judío que nos es tan entrañable, esa vida judía que el nazismo borró de un plumazo prematuramente. No sé si la vida judía que se refleja en esta película corresponde a lo que sucedía en 1941, tal vez fuera así en algún lugar pequeño y remoto. Este shtetl se parece más a como deben haber sido estos villorios antes de la primera guerra, pero igual, vale, tiene toda la sal y pimienta que añoramos y que sazonan las páginas de Shalom Aleijem. Para mostrar todo esto, no hacía falta usar a la shoá como contexto. Creo.

La esencia de lo judío. Hay un “tren de vida” de más profundidad y esencia, relativo a lo judío, a lo comunitario, a lo humano. Es un “tren de vida” que nos habla de esa “royinke” (carozo) ética, pacifista, reflexiva, argumentativa que define a lo judío; “¿para qué las armas?” se pregunta un personaje “¿acaso las vamos a usar?”.Este mensaje judío me parece más importante que el monoteísmo, propone un mundo dialogable y al mismo tiempo loco y misterioso, en el cual el sabio es el loco y el loco es el sabio, los débiles se unen y se protegen mutuamente, la vida es el bien supremo, se ama, se come y se argumenta con fervor y entrega. La bondad, la solidaridad, la unión, la voluntad de vivir, la acción comunitaria son exhibidas gozosamente tal como lo dictan nuestras leyes. Metáfora de lo mejor de lo judío, del humanismo judío, lo irreverente, lo sorpresivo, lo mágico, mundo de Chagall y de sueños, de imposibilidades que se vuelven posibles, de caminos que parecen cerrarse pero siempre, de alguna manera, siguen abiertos. Para mostrar todo esto, no hacía falta usar a la shoá como contexto. Creo.

Lo que no podemos los judíos. También, y de manera opuesta, veo en “Un tren de vida” una expresión de deseos de qué diferentes serían las cosas si los judíos pudiéramos comportarnos como un todo, si constituyéramos un colectivo social. Sabemos que no, que no lo somos. “Los judíos” somos “los judíos” sólo para los antisemitas. “Los judíos” podemos accionar juntos sólo si somos atacados. No existe algo así como “los judíos” para nosotros los judíos. Respondemos a diferentes intereses y pertenecemos a distintos grupos y clases. Hay apuntes en la película que producen escalofríos por su vigencia comunitaria, por ejemplo cuando el ricachón del shtelt que es quien debe asumir, contra su propia voluntad, el personaje del nazi mandamás y desde ese lugar sabe y dice que no es querido. Nos abre al tema de cómo es visto el dirigente, de los límites de su acción, de su exposición, del lugar de los poderosos, de la delegación de la responsabilidad. Los personajes de la película presentan una acción conjunta envidiable. Quienes conocemos algunas cosas de la shoá, sabemos que una tal acción mancomunada es dolorosamente irreal puesto que incluso entonces, los intereses ideológicos, políticos y/o de clase, primaron por sobre la unidad de lo judío: durante la shoá los judíos estuvieron tan juntos y tan separados como siempre, como estamos ahora. Claro que hubo infinitos actos de solidaridad y generosidad, tantos como hay en la vida normal y que no suelen darse a publicidad. Los judíos -probablemente como cualquier otro grupo- no podemos actuar como una unidad y no debemos más que aceptarlo como un hecho. Basta mirar a nuestro alrededor hoy mismo, aquí en Buenos Aires -y supongo que la imagen podría replicarse en otros lados, incluso y más que en ningún otro lugar allí, en la tierra prometida, en Israel-. Esta película nos muestra, por la contraria, todo lo que podríamos hacer y no hacemos, nos hace pensar “qué lindas serían las cosas si....”. Pero, otra vez, no hacía falta poner como contexto a la shoá para mostrar esto. Creo.

La estupidez en algunos enfrentamientos políticos. Radu Mihaileneau habla probablemente de lo que sufrió y sabe en su película. Hijo de un judío rumano y comunista que estuvo detenido dos años en un campo de trabajo, conoce desde adentro los absurdos de ciertas estrategias y argumentaciones políticas y las exhibe en su total estupidez e insensatez. Es algo más benévolo con las “verdades” religiosas, pero es igualmente ácido e irónico con ellas. Ya se hizo en este sentido “La vida de Brian”. No hacía falta poner como contexto a la shoá. Creo.

Resumo, todos los valores que tiene la película, cambian, para mí, desde un cierto contexto que me propone: la shoá. Si ubicó las cosas allí, es que hay alguna otra cosa que nos quiere decir. Y va, a partir de ahora, todo mi malestar. Tal vez se trate tan sólo de mí, tal vez esté demasiado sensible frente a algunas cosas que para algunos no tienen importancia. Tal vez sea sólo eso.

Me es inevitable recordar a “La vida es bella”. En la interminable polémica que suscitó, yo estaba del lado de quienes les había gustado. Debo reconocer que me disgustó profundamente el final, pero no me arruinó el resto de la película. Desde la primera escena del comienzo, Benigni me avisa “lo que sigue es una payasada, es imposible y yo lo sé”. En “Un tren de vida” pasa al revés. No hay ningún indicador de las intenciones del realizador, aunque es evidente que no propone una mirada realista, sólo la imagen última, la que resignifica todo el film, da un respiro de alivio. Para mí ya era tarde, había sufrido muchísimo toda la película, estaba llena de indignación y rabia, la imagen final me dio más rabia todavía “¿por qué no me lo dijo antes, así la habría podido disfrutar?” grité en silencio.

Como ovejas al matadero. Dice Raquel Hodara que hay preguntas que nunca hay que hacer acerca de la shoá, no porque no se puedan hacer preguntas, sino porque implican un tal desconocimiento de la situación que pueden resultar intensamente insultantes para sus protagonistas. Una de ellas es “¿por qué los judíos fueron a morir como ovejas al matadero?”, metáfora que algunos atribuyen a Ben Gurion. Quienes estamos seriamente comprometidos con el aprendizaje, la comprensión y la transmisión de la shoá, estamos muy sensibles ante una tal aseveración cada vez que nos es formulada o cada vez que la sospechamos como sustrato de algún comentario o pregunta. Nuestra sensibilidad se debe a que alguna gente sigue pensando que los judíos que fueron víctimas de los nazis fueron cobardes, se los llama “guetizados”, son, para ellos, los judíos vergonzantes.

El judío vergonzante. Encabezo este comentario con la famosa frase de Shakespeare que quisiera parafrasear y lo haré en forma de pregunta: “¿La vida es un cuento contado por un idiota lleno de vergüenza?”. Porque es ése el contexto en el que se me impuso este “tren de vida”. Para hablar de los temas que mencioné al principio, no hacía falta encararlo desde la shoá. De lo que habla no es de otra cosa que de la shoá. Podría haber tomado cualquier otro momento o aspecto de la historia para presentar los otros aspectos. Si toma como tema a la shoá, y se centra en la conducta de los judíos frente a la arrolladora, sorpresiva, impredecible, inadivinable política de exterminio, hay algo que está queriendo mostrar. Acá viene mi sensibilidad exacerbada, porque no puedo más que pensar que Radu Mihaileneau tiene vergüenza de cómo los judíos se han conducido, de cómo han ido “como ovejas al matadero” e inventa a unos judíos que contrarían esa noción. Estos judíos ingenuos, excluidos de la modernidad tienen tiempo para prepararse y lo encuentran cuando no había tiempo. Estos judíos mansos dan crédito a los rumores aún cuando parezcan inverosímiles, reaccionan como reaccionaríamos todos desde hoy, desde saber exactamente qué pasó y cómo pasó. Estos judíos superan al imperio nazi y planifican y organizan y parecen estar por conseguir lo imposible. Radu Mihaileneau me hace acordar a las películas del far west donde los indios eran absolutamente estúpidos, mientras que los del séptimo de caballería se veían invencibles, puesto que pinta a los nazis como idiotas, ingenuos. Imagina que un judío de un shtetl atrasado podía disfrazarse y parecer un alemán cosmopolita y autoritario con un curso acelerado de pronunciación.

¿Para no tener vergüenza? Ni bien comenzó la película, entablé un diálogo desesperante con Radu Mihaileneau porque me hirió esta sensación de que hubiera creado un producto para contrarrestar su vergüenza. Ya sé, ya lo dije antes, tal vez sea sólo cosa mía. Probablemente el autor ni haya pensado en ello. Aunque eso no lo disculpa: debería haberlo pensado. Es como cuando un no judío nos dice “ustedes los judíos” sin darse cuenta de lo que implica lo que dice; también él debiera darse cuenta, o somos nosotros quienes tenemos que explicarle, mostrarle el grado en el que el sentimiento antijudío está enquistado en sus convicciones, tanto que, sin ser un antisemita, los enuncia “sin darse cuenta”. Me gustaría decirle a Radu Mihaileneau que, “sin darse cuenta”, habló de la vergüenza que le da el pensar que sus hermanos judíos no se condujeron como valientes, como héroes, que no tomaron ese tren imposible y que, por el contrario, se dejaron humillar y matar. Me gustaría decirle que, “sin darse cuenta”, expresó una acusación que aún hoy deben enfrentar los sobrevivientes.

¿Héroes o cobardes? Yo he crecido en un hogar de sobrevivientes de la shoá, rodeada de otros sobrevivientes y de otros que no eran sobrevivientes y que nos miraban, además de con sospecha, con vergüenza. Sigo escuchando a algunos judíos combativos y preclaros declarar lo que habrían hecho de haber estado en un gueto, o en un campo, o escondidos, o en los bosques. Lo dicen con la frente alta, sin miedo ni indecisiones, de modo admonitorio y el dedo índice extendido hacia el futuro. Se diferencian así de lo poco o nada que suponen hicieron las siete millones de víctimas, un millón de las cuales, los sobrevivientes, quedan sumidas en el silencio.

El heroísmo de sobrevivir. Yo sé de qué fueron capaces los sobrevivientes. Conozco sus actos de resistencia, no de resistencia armada, no de combates y enfrentamientos sino del esfuerzo indecible por mantenerse vivos y dignos en condiciones inimaginables hoy día y en este lugar. Los que hablan de luchar, no saben nada de la shoá (me acuerdo de Hiroshima Mon Amour, “tu ne sais rien d´Hiroshima”).

Debo agradecerle, de últimas, a Radu Mihaileneau que “sin querer” se le haya escapado lo que he leído como su vergüenza, que, como un lapsus, se le haya colado de entre los intersticios de su voluntad, porque me permite hablar acerca de ello, pensar un poco más en las suposiciones irreflexivas y en sus consecuencias. Me acuso de extremadamente sensible al verlo de este modo. Me siento con la misma sensibilidad extrema que tengo cuando en una prepaga médica no veo ningún judío en el listado. Ya lo sé. Soy una exagerada. Tal vez no estoy sola.

Optimismo y pesimismo. El otro día un sobreviviente me dijo algo en lo que nunca había pensado: “Los judíos que se fueron de Europa antes de la guerra eran los pesimistas, los que creyeron que algo malo iba a pasar. Los optimistas, quienes no creyeron, se quedaron y mirá cómo les fue”.

Una mirada nueva sobre el pesimismo y el optimismo.

Yo no me fui de la Argentina durante la dictadura militar. Yo, tan valiente, tanta facultad, tanto libro, tanto cacareo revolucionario, fui estúpidamente optimista.

No fui la única. Pero eso es otra historia.

Sobrevivientes, derechos y sufrimiento

HAY PREGUNTAS QUE ME PONEN TRISTE. Imra tiene 68 años. Vive solo. Está viudo. No tiene hijos ni familiares. Es un sobreviviente de la shoá. Se ocupa de una cobranza en una pequeña institución, trabajo que le proporcionó el servicio social de AMIA. Es todo lo que tiene.

Nunca se vinculó con gente relacionada directamente con la shoá. Su mujer era argentina, de una familia de Rosario. Hasta enviudar, la familia de su mujer fue la suya. Al principio quería contarles. Le escuchaban educadamente pero pronto cambiaban de tema, no le volvían a preguntar. Se dio cuenta de que no querían saber. No habló más. Con nadie. Ni con sus hijos.

Hace pocos años, un tiempo después de enviudar, comenzó a salir, a buscar amigos y conoció en un café a otros sobrevivientes y escuchó sorprendido que hablaban de aquello. Por primera vez, el tema de la shoá estuvo abierto para él. Encontró un núcleo donde poder compartir algunos de sus dolores, de sus recuerdos más lacerantes. Pero no le resultaba fácil. Al principio no se percataba de la causa, aunque poco a poco se fue dando cuenta. Imra sólo había estado en un campo dos meses al final de la guerra, en Therezienstadt, nunca había estado en un campo de muerte. Observaba, algo avergonzado, el modo en el que sus amigos sobrevivientes a veces competían acerca de cuál lugar había sido peor, de cuál de ellos había sufrido más. Escuchaba las historias horrorosas y guardaba silencio. ¿Qué podía decir? Imra era húngaro, oriundo de las afueras de Budapest y uno de los beneficiados con un salvoconducto sueco de Raoul Wallenberg; como estaba a nombre de una mujer, para moverse en la ciudad aunque debía ir siempre disfrazado y atemorizado de ser descubierto. Sobrevivió no sólo gracias a ese documento sino también porque estuvo la mayor parte de esos largos meses escondido y protegido por una familia no judía. No era mucho lo que podía contar acerca del antisemitismo de sus vecinos puesto que eran quienes lo habían salvado. Sus amigos del café no se cansaban de hablar acerca de la maldad de los polacos, de los alemanes, de los ucranianos, de todos los goim sentenciaban. Imra escuchaba y no se atrevía a decir que no todos eran iguales, que había algunos que se habían arriesgado. A él lo habían cuidado, a él que era tan chico. En suma, al lado de lo que escuchaba, lo suyo parecía nimio, poca cosa, nada digno de ser contado. Alguna vez comentaba con dolor acerca del miedo que tenía de ser descubierto en las varias requisas que hubo en la casa que lo alojaba. Otra vez recordó su desesperación cuando finalmente lo descubrieron y fue llevado a Therezienstadt pero a poco se calló porque como había estado tan sólo dos meses se sentía mirado con sorna. Otra vez contó, cuando, con la entrada del Ejército Rojo en enero de 1945, él se encontró solo de la más total soledad, sin sus padres, sin sus hermanos, sin sus tíos, sin su casa, sin documentos, sin destino; algo en la mirada de los otros sobrevivientes le hizo callar avergonzado, como si le reprocharan haber vivido tan sólo esas cosas, nada más que soledad. Otra vez calló. Por cierto no le era fácil hablar tampoco allí, pero siguió yendo al café. Le hacía bien encontrarse con ellos, aunque sea para callar entre hermanos. Era un silencio diferente al que estaba acostumbrado.

A Imra lo conocí un lunes a la mañana en la Plaza Lavalle, en Memoria Activa. Alguien nos presentó y conversamos. Le sorprendió que yo, una hija de sobrevivientes, estuviera tan interesada porque sus hijos no querían saber nada. Me conmovió su soledad y la ironía de que, otra vez como cuando recién había llegado al país, volvía a sentirse sin derecho a hablar, descalificado en sus sufrimientos. Insistí en que se sobrepusiera a ello, que hablara igual, que tuviera la firmeza de decir y bueno, ni soy polaco ni alemán, no estuve en campos de muerte ni en guetos, no conocí Auschwitz ni me denunciaron mis vecinos, pero igual sufrí mucho, perdí a toda mi familia, me perdí a mí mismo y todavía no me puedo encontrar. Me dijo que no se animaba a hablar, que hacía un tiempo estaba escribiendo todo lo que recordaba y que eso le hacía bien. ¿Lo quiere leer? me preguntó con timidez. Por supuesto fue mi rápida respuesta y en pocos días tuve las hojas en mis manos. Se trataba de un manojo, unas veinticinco hojas, escritas en una máquina que por momentos parecía que se iba a quedar sin tinta. Las tachaduras y las desprolijidades de quien no está habituado a poner sus recuerdos por escrito hacía que sus palabras tuvieran vida propia, que se viera en su hojas la misma desprolijidad de la vida. Era un relato diferente a los de otros sobrevivientes, un relato que traía a ese niño de doce o trece años a la vida, un niño que tenía documentos de niña y por ello andaba disfrazado de mujer, asustado porque le estaba empezando a crecer los pelos en las piernas, entonces se los arrancaba con los dedos, uno por uno para no ser descubierto. Contaba que mientras él estaba escondido en esa especie de ropero-dormitorio, escuchaba con nostalgia a la gente vivir la vida normal. Me hizo acordar a lo que contaban los presos torturados de la dictadura militar argentina que estaban en el Coti Martínez y escuchaban los domingos a la gente zambulléndose en la pileta de la casa de al lado. Imra escribía como era: corto, conciso, contundente, sencillo. Se olía honestidad. Se veía la fuerza de quien tiene pocas pretensiones. Me entusiasmé. Le sugerí que lo llevara a algún lugar comunitario para que se lo publicaran. El mero hecho de recibir esta sugerencia lo llenó de alegría: alguien escucharía por fin. Pero, otra vez, fue despreciado. Está mal escrito le dijeron, tiene faltas de ortografía agregaron. ¿Cómo me dice eso? preguntó Imra demudado, ¿qué tengo que hacer? Yo no tengo plata de hacerlo corregir... yo no fui a la escuela en Argentina.... ¿Plata? ¿Plata le falta? Si ustedes los sobrevivientes de lo único que se ocuparon acá es de hacer plata. ¿Qué me viene a contar?. Imra bajó la cabeza. Ya conocía ese tipo de acusaciones y sabía lo que escondían, no eran una novedad para él. Ya había entrevisto las sospechas con las que los sobrevivientes eran recibidos. Con su silencio de tantos años también se había evitado responder a tan injustas acusaciones.

Me llamó y me contó lo que había pasado. Me sentía culpable de haberlo expuesto a semejante ataque. No sabía qué hacer para compensarlo.

A los pocos días tendría lugar una reunión en casa a la que estaban invitados unos conocidos que también habían pasado la shoá en su infancia. Invité a Imra con la idea de que podría sentirse a gusto, respetado, escuchado, considerado, puesto que algunos compartían sus mismas historias. Lo presenté a Mario y a Berenice y, como sucede siempre que sobrevivientes se encuentran sabiendo que lo son, se cuentan y se preguntan acerca de los años de la shoá. Cuando Imra escuchó el modo en que lo habían pasado sus interlocutores -en un convento católico uno y en una granja la otra-, para mi sorpresa y bochorno le escuché decir, prologando su propia historia, con tono de superioridad, yo soy un sobreviviente de verdad. Era el turno ahora de Mario y Berenice de sentirse con menos derecho.

El derecho a ser llamado sobreviviente.

Parece que llamarse sobreviviente es vivido hoy como un derecho, como una especie de honor, merecido para algunos y no para otros. Sobreviviente es más, entonces, que una palabra que describe la circunstancia de haber salido vivo de la shoá, tiene un valor agregado, calificador, que es lo que parece estar en disputa.

Extraigo del relato presentado tres aspectos:

- para algunas personas el hecho de que alguien haya pasado la shoá no alcanza para tener el derecho de ser llamado sobreviviente,

- tal derecho parece estar vinculado con la cantidad de sufrimiento vivida,

- no es infrecuente que la misma persona que es desvalorizada por unos en su condición de sobreviviente, desvalorice a su vez a otros a quienes considera con menos derecho.

Me parece que, lejos de juzgar a quienes entran en este tipo de competencias, deberíamos comprender qué mecanismos humanos están en juego, cuántas veces nosotros mismos hemos hecho este tipo de categorizaciones sea en éste o en otro tema. La reacción espontánea frente al dolor que produce cuando se les niega el derecho a ser llamados sobrevivientes puede ser una profunda ofensa personal que lleva al aislamiento o a la parálisis o, en el otro extremo, la viva confrontación que puede llevar a la pelea en una escalada violenta. Ninguna de las dos conductas son defensas adecuadas. Ninguna de las dos conductas colabora con que el otro comprenda y modifique su posición. Son ésos nuestros desafíos.

Las preguntas que me ponen triste.

Permítaseme extraer de lo esencial de esta situación algunas preguntas que no sé cómo responder.

¿Qué pasa todavía con el tema de los sobrevivientes de la shoá tanto en la comunidad judía como en la sociedad en general? ¿Siguen vigentes las sospechas que cayeron sobre ellos cuando recién aparecieron? ¿Cuál es el lugar que tienen los sobrevivientes hoy? ¿Son escuchados? ¿Se les abren las puertas para que cuenten, para que digan lo que pasaron, para que alivien su corazón?¿Qué pasa con algunas personas en el interior de la comunidad con este tema?

¿Esta recepción algo torva será lo que determina este tipo de reacciones de los sobrevivientes que tienen que discutir por un derecho, tienen que demostrar que merecen ser escuchados siempre y cuando hubieran estado en Auschwitz

o tuvieran historias truculentas para contar?

El Imra de mi relato es una víctima múltiple: víctima de la shoá, víctima de la sociedad en el pasado que no le permitió hablar, víctima de la comunidad de hoy que lo fuerza a tener que hacerse un lugar a los codazos en el espacio de los sobrevivientes para ser escuchado, víctima de su victimización que lo lleva a lastimar sin querer a otros iguales que él, víctima del tiempo que se le viene encima.

A veces pienso que el regreso a la vida de los sobrevivientes de la shoá será siempre parcial, que guardarán esa pregunta de ¿por qué a mí? como matriz de identidad que permanecerá siempre sin respuesta.

¿Por qué a mí ser judío?

¿Por qué a mí haber estado en Europa en aquel momento?

¿Por qué a mí haber perdido a mi mamá, a mi papá, a mis hermanos, a mi marido, a mi esposa, a mis hijos, a mis abuelos, a mis amigos..?

¿Por qué a mí haber perdido mi infancia, mi juventud?

¿Por qué a mí haber perdido mi casa, mi lugar, mi idioma?

¿Por qué a mí haber estado en campos, escondido, con otra identidad, asustado, muriendo tantas veces esa muerte atroz de seguir vivo?

¿Por qué a mí haber sobrevivido y encontrarme a solas con mis recuerdos?

¿Por qué a mí haber sido recibido con falsas bienvenidas y con sospechas encubiertas?

¿Por qué a mí seguir en un lugar que siempre parece un no-lugar, estar de pie sin estar seguro de estarlo, hablar sabiendo que nunca podré decir?

Son preguntas, y perdón por la reiteración, que me ponen muy triste.

Nota: Aunque la esencia de la situación que he relatado se atiene estrictamente a algo de lo que fui testigo, tanto los personajes como las circunstancias son ficticias.