El tren de la vida (1999)

Viendo pasar “EL TREN DE LA VIDA”

“La vida es un cuento, contado por un idiota, lleno de”.... Una nueva película sobre la shoá. ¿Una nueva polémica? Aparentemente no. Por lo que he oído, “El tren de la vida” está siendo muy bien recibida.

Confieso que me resultó insoportable. No cabía en mi asiento, hacía esfuerzos para quedarme hasta el final, tenía deseos de gritar, de golpear, estaba inundada de rabia. A mi alrededor la gente disfrutaba, algunos reían con ganas y alivio. La furia se me hacía mayor porque los chistes eran buenos, los diálogos ácidos y desacartonados, y yo no lo podía disfrutar, el contexto que se me había instalado me hacía imposible ver el lado amable. Y lo tiene, reconozco que tiene aspectos simpáticos, inteligentes, humorísticos.

La vida judía que se perdió. Hay un “tren de la vida” que nos habla de la vida judía en los shtelaj, es una pintura costumbrista muy bien lograda, chispeante, llena de ese humor judío que nos es tan entrañable, esa vida judía que el nazismo borró de un plumazo prematuramente. No sé si la vida judía que se refleja en esta película corresponde a lo que sucedía en 1941, tal vez fuera así en algún lugar pequeño y remoto. Este shtetl se parece más a como deben haber sido estos villorios antes de la primera guerra, pero igual, vale, tiene toda la sal y pimienta que añoramos y que sazonan las páginas de Shalom Aleijem. Para mostrar todo esto, no hacía falta usar a la shoá como contexto. Creo.

La esencia de lo judío. Hay un “tren de vida” de más profundidad y esencia, relativo a lo judío, a lo comunitario, a lo humano. Es un “tren de vida” que nos habla de esa “royinke” (carozo) ética, pacifista, reflexiva, argumentativa que define a lo judío; “¿para qué las armas?” se pregunta un personaje “¿acaso las vamos a usar?”.Este mensaje judío me parece más importante que el monoteísmo, propone un mundo dialogable y al mismo tiempo loco y misterioso, en el cual el sabio es el loco y el loco es el sabio, los débiles se unen y se protegen mutuamente, la vida es el bien supremo, se ama, se come y se argumenta con fervor y entrega. La bondad, la solidaridad, la unión, la voluntad de vivir, la acción comunitaria son exhibidas gozosamente tal como lo dictan nuestras leyes. Metáfora de lo mejor de lo judío, del humanismo judío, lo irreverente, lo sorpresivo, lo mágico, mundo de Chagall y de sueños, de imposibilidades que se vuelven posibles, de caminos que parecen cerrarse pero siempre, de alguna manera, siguen abiertos. Para mostrar todo esto, no hacía falta usar a la shoá como contexto. Creo.

Lo que no podemos los judíos. También, y de manera opuesta, veo en “Un tren de vida” una expresión de deseos de qué diferentes serían las cosas si los judíos pudiéramos comportarnos como un todo, si constituyéramos un colectivo social. Sabemos que no, que no lo somos. “Los judíos” somos “los judíos” sólo para los antisemitas. “Los judíos” podemos accionar juntos sólo si somos atacados. No existe algo así como “los judíos” para nosotros los judíos. Respondemos a diferentes intereses y pertenecemos a distintos grupos y clases. Hay apuntes en la película que producen escalofríos por su vigencia comunitaria, por ejemplo cuando el ricachón del shtelt que es quien debe asumir, contra su propia voluntad, el personaje del nazi mandamás y desde ese lugar sabe y dice que no es querido. Nos abre al tema de cómo es visto el dirigente, de los límites de su acción, de su exposición, del lugar de los poderosos, de la delegación de la responsabilidad. Los personajes de la película presentan una acción conjunta envidiable. Quienes conocemos algunas cosas de la shoá, sabemos que una tal acción mancomunada es dolorosamente irreal puesto que incluso entonces, los intereses ideológicos, políticos y/o de clase, primaron por sobre la unidad de lo judío: durante la shoá los judíos estuvieron tan juntos y tan separados como siempre, como estamos ahora. Claro que hubo infinitos actos de solidaridad y generosidad, tantos como hay en la vida normal y que no suelen darse a publicidad. Los judíos -probablemente como cualquier otro grupo- no podemos actuar como una unidad y no debemos más que aceptarlo como un hecho. Basta mirar a nuestro alrededor hoy mismo, aquí en Buenos Aires -y supongo que la imagen podría replicarse en otros lados, incluso y más que en ningún otro lugar allí, en la tierra prometida, en Israel-. Esta película nos muestra, por la contraria, todo lo que podríamos hacer y no hacemos, nos hace pensar “qué lindas serían las cosas si....”. Pero, otra vez, no hacía falta poner como contexto a la shoá para mostrar esto. Creo.

La estupidez en algunos enfrentamientos políticos. Radu Mihaileneau habla probablemente de lo que sufrió y sabe en su película. Hijo de un judío rumano y comunista que estuvo detenido dos años en un campo de trabajo, conoce desde adentro los absurdos de ciertas estrategias y argumentaciones políticas y las exhibe en su total estupidez e insensatez. Es algo más benévolo con las “verdades” religiosas, pero es igualmente ácido e irónico con ellas. Ya se hizo en este sentido “La vida de Brian”. No hacía falta poner como contexto a la shoá. Creo.

Resumo, todos los valores que tiene la película, cambian, para mí, desde un cierto contexto que me propone: la shoá. Si ubicó las cosas allí, es que hay alguna otra cosa que nos quiere decir. Y va, a partir de ahora, todo mi malestar. Tal vez se trate tan sólo de mí, tal vez esté demasiado sensible frente a algunas cosas que para algunos no tienen importancia. Tal vez sea sólo eso.

Me es inevitable recordar a “La vida es bella”. En la interminable polémica que suscitó, yo estaba del lado de quienes les había gustado. Debo reconocer que me disgustó profundamente el final, pero no me arruinó el resto de la película. Desde la primera escena del comienzo, Benigni me avisa “lo que sigue es una payasada, es imposible y yo lo sé”. En “Un tren de vida” pasa al revés. No hay ningún indicador de las intenciones del realizador, aunque es evidente que no propone una mirada realista, sólo la imagen última, la que resignifica todo el film, da un respiro de alivio. Para mí ya era tarde, había sufrido muchísimo toda la película, estaba llena de indignación y rabia, la imagen final me dio más rabia todavía “¿por qué no me lo dijo antes, así la habría podido disfrutar?” grité en silencio.

Como ovejas al matadero. Dice Raquel Hodara que hay preguntas que nunca hay que hacer acerca de la shoá, no porque no se puedan hacer preguntas, sino porque implican un tal desconocimiento de la situación que pueden resultar intensamente insultantes para sus protagonistas. Una de ellas es “¿por qué los judíos fueron a morir como ovejas al matadero?”, metáfora que algunos atribuyen a Ben Gurion. Quienes estamos seriamente comprometidos con el aprendizaje, la comprensión y la transmisión de la shoá, estamos muy sensibles ante una tal aseveración cada vez que nos es formulada o cada vez que la sospechamos como sustrato de algún comentario o pregunta. Nuestra sensibilidad se debe a que alguna gente sigue pensando que los judíos que fueron víctimas de los nazis fueron cobardes, se los llama “guetizados”, son, para ellos, los judíos vergonzantes.

El judío vergonzante. Encabezo este comentario con la famosa frase de Shakespeare que quisiera parafrasear y lo haré en forma de pregunta: “¿La vida es un cuento contado por un idiota lleno de vergüenza?”. Porque es ése el contexto en el que se me impuso este “tren de vida”. Para hablar de los temas que mencioné al principio, no hacía falta encararlo desde la shoá. De lo que habla no es de otra cosa que de la shoá. Podría haber tomado cualquier otro momento o aspecto de la historia para presentar los otros aspectos. Si toma como tema a la shoá, y se centra en la conducta de los judíos frente a la arrolladora, sorpresiva, impredecible, inadivinable política de exterminio, hay algo que está queriendo mostrar. Acá viene mi sensibilidad exacerbada, porque no puedo más que pensar que Radu Mihaileneau tiene vergüenza de cómo los judíos se han conducido, de cómo han ido “como ovejas al matadero” e inventa a unos judíos que contrarían esa noción. Estos judíos ingenuos, excluidos de la modernidad tienen tiempo para prepararse y lo encuentran cuando no había tiempo. Estos judíos mansos dan crédito a los rumores aún cuando parezcan inverosímiles, reaccionan como reaccionaríamos todos desde hoy, desde saber exactamente qué pasó y cómo pasó. Estos judíos superan al imperio nazi y planifican y organizan y parecen estar por conseguir lo imposible. Radu Mihaileneau me hace acordar a las películas del far west donde los indios eran absolutamente estúpidos, mientras que los del séptimo de caballería se veían invencibles, puesto que pinta a los nazis como idiotas, ingenuos. Imagina que un judío de un shtetl atrasado podía disfrazarse y parecer un alemán cosmopolita y autoritario con un curso acelerado de pronunciación.

¿Para no tener vergüenza? Ni bien comenzó la película, entablé un diálogo desesperante con Radu Mihaileneau porque me hirió esta sensación de que hubiera creado un producto para contrarrestar su vergüenza. Ya sé, ya lo dije antes, tal vez sea sólo cosa mía. Probablemente el autor ni haya pensado en ello. Aunque eso no lo disculpa: debería haberlo pensado. Es como cuando un no judío nos dice “ustedes los judíos” sin darse cuenta de lo que implica lo que dice; también él debiera darse cuenta, o somos nosotros quienes tenemos que explicarle, mostrarle el grado en el que el sentimiento antijudío está enquistado en sus convicciones, tanto que, sin ser un antisemita, los enuncia “sin darse cuenta”. Me gustaría decirle a Radu Mihaileneau que, “sin darse cuenta”, habló de la vergüenza que le da el pensar que sus hermanos judíos no se condujeron como valientes, como héroes, que no tomaron ese tren imposible y que, por el contrario, se dejaron humillar y matar. Me gustaría decirle que, “sin darse cuenta”, expresó una acusación que aún hoy deben enfrentar los sobrevivientes.

¿Héroes o cobardes? Yo he crecido en un hogar de sobrevivientes de la shoá, rodeada de otros sobrevivientes y de otros que no eran sobrevivientes y que nos miraban, además de con sospecha, con vergüenza. Sigo escuchando a algunos judíos combativos y preclaros declarar lo que habrían hecho de haber estado en un gueto, o en un campo, o escondidos, o en los bosques. Lo dicen con la frente alta, sin miedo ni indecisiones, de modo admonitorio y el dedo índice extendido hacia el futuro. Se diferencian así de lo poco o nada que suponen hicieron las siete millones de víctimas, un millón de las cuales, los sobrevivientes, quedan sumidas en el silencio.

El heroísmo de sobrevivir. Yo sé de qué fueron capaces los sobrevivientes. Conozco sus actos de resistencia, no de resistencia armada, no de combates y enfrentamientos sino del esfuerzo indecible por mantenerse vivos y dignos en condiciones inimaginables hoy día y en este lugar. Los que hablan de luchar, no saben nada de la shoá (me acuerdo de Hiroshima Mon Amour, “tu ne sais rien d´Hiroshima”).

Debo agradecerle, de últimas, a Radu Mihaileneau que “sin querer” se le haya escapado lo que he leído como su vergüenza, que, como un lapsus, se le haya colado de entre los intersticios de su voluntad, porque me permite hablar acerca de ello, pensar un poco más en las suposiciones irreflexivas y en sus consecuencias. Me acuso de extremadamente sensible al verlo de este modo. Me siento con la misma sensibilidad extrema que tengo cuando en una prepaga médica no veo ningún judío en el listado. Ya lo sé. Soy una exagerada. Tal vez no estoy sola.

Optimismo y pesimismo. El otro día un sobreviviente me dijo algo en lo que nunca había pensado: “Los judíos que se fueron de Europa antes de la guerra eran los pesimistas, los que creyeron que algo malo iba a pasar. Los optimistas, quienes no creyeron, se quedaron y mirá cómo les fue”.

Una mirada nueva sobre el pesimismo y el optimismo.

Yo no me fui de la Argentina durante la dictadura militar. Yo, tan valiente, tanta facultad, tanto libro, tanto cacareo revolucionario, fui estúpidamente optimista.

No fui la única. Pero eso es otra historia.