HAY PREGUNTAS QUE ME PONEN TRISTE. Imra tiene 68 años. Vive solo. Está viudo. No tiene hijos ni familiares. Es un sobreviviente de la shoá. Se ocupa de una cobranza en una pequeña institución, trabajo que le proporcionó el servicio social de AMIA. Es todo lo que tiene.
Nunca se vinculó con gente relacionada directamente con la shoá. Su mujer era argentina, de una familia de Rosario. Hasta enviudar, la familia de su mujer fue la suya. Al principio quería contarles. Le escuchaban educadamente pero pronto cambiaban de tema, no le volvían a preguntar. Se dio cuenta de que no querían saber. No habló más. Con nadie. Ni con sus hijos.
Hace pocos años, un tiempo después de enviudar, comenzó a salir, a buscar amigos y conoció en un café a otros sobrevivientes y escuchó sorprendido que hablaban de aquello. Por primera vez, el tema de la shoá estuvo abierto para él. Encontró un núcleo donde poder compartir algunos de sus dolores, de sus recuerdos más lacerantes. Pero no le resultaba fácil. Al principio no se percataba de la causa, aunque poco a poco se fue dando cuenta. Imra sólo había estado en un campo dos meses al final de la guerra, en Therezienstadt, nunca había estado en un campo de muerte. Observaba, algo avergonzado, el modo en el que sus amigos sobrevivientes a veces competían acerca de cuál lugar había sido peor, de cuál de ellos había sufrido más. Escuchaba las historias horrorosas y guardaba silencio. ¿Qué podía decir? Imra era húngaro, oriundo de las afueras de Budapest y uno de los beneficiados con un salvoconducto sueco de Raoul Wallenberg; como estaba a nombre de una mujer, para moverse en la ciudad aunque debía ir siempre disfrazado y atemorizado de ser descubierto. Sobrevivió no sólo gracias a ese documento sino también porque estuvo la mayor parte de esos largos meses escondido y protegido por una familia no judía. No era mucho lo que podía contar acerca del antisemitismo de sus vecinos puesto que eran quienes lo habían salvado. Sus amigos del café no se cansaban de hablar acerca de la maldad de los polacos, de los alemanes, de los ucranianos, de todos los goim sentenciaban. Imra escuchaba y no se atrevía a decir que no todos eran iguales, que había algunos que se habían arriesgado. A él lo habían cuidado, a él que era tan chico. En suma, al lado de lo que escuchaba, lo suyo parecía nimio, poca cosa, nada digno de ser contado. Alguna vez comentaba con dolor acerca del miedo que tenía de ser descubierto en las varias requisas que hubo en la casa que lo alojaba. Otra vez recordó su desesperación cuando finalmente lo descubrieron y fue llevado a Therezienstadt pero a poco se calló porque como había estado tan sólo dos meses se sentía mirado con sorna. Otra vez contó, cuando, con la entrada del Ejército Rojo en enero de 1945, él se encontró solo de la más total soledad, sin sus padres, sin sus hermanos, sin sus tíos, sin su casa, sin documentos, sin destino; algo en la mirada de los otros sobrevivientes le hizo callar avergonzado, como si le reprocharan haber vivido tan sólo esas cosas, nada más que soledad. Otra vez calló. Por cierto no le era fácil hablar tampoco allí, pero siguió yendo al café. Le hacía bien encontrarse con ellos, aunque sea para callar entre hermanos. Era un silencio diferente al que estaba acostumbrado.
A Imra lo conocí un lunes a la mañana en la Plaza Lavalle, en Memoria Activa. Alguien nos presentó y conversamos. Le sorprendió que yo, una hija de sobrevivientes, estuviera tan interesada porque sus hijos no querían saber nada. Me conmovió su soledad y la ironía de que, otra vez como cuando recién había llegado al país, volvía a sentirse sin derecho a hablar, descalificado en sus sufrimientos. Insistí en que se sobrepusiera a ello, que hablara igual, que tuviera la firmeza de decir y bueno, ni soy polaco ni alemán, no estuve en campos de muerte ni en guetos, no conocí Auschwitz ni me denunciaron mis vecinos, pero igual sufrí mucho, perdí a toda mi familia, me perdí a mí mismo y todavía no me puedo encontrar. Me dijo que no se animaba a hablar, que hacía un tiempo estaba escribiendo todo lo que recordaba y que eso le hacía bien. ¿Lo quiere leer? me preguntó con timidez. Por supuesto fue mi rápida respuesta y en pocos días tuve las hojas en mis manos. Se trataba de un manojo, unas veinticinco hojas, escritas en una máquina que por momentos parecía que se iba a quedar sin tinta. Las tachaduras y las desprolijidades de quien no está habituado a poner sus recuerdos por escrito hacía que sus palabras tuvieran vida propia, que se viera en su hojas la misma desprolijidad de la vida. Era un relato diferente a los de otros sobrevivientes, un relato que traía a ese niño de doce o trece años a la vida, un niño que tenía documentos de niña y por ello andaba disfrazado de mujer, asustado porque le estaba empezando a crecer los pelos en las piernas, entonces se los arrancaba con los dedos, uno por uno para no ser descubierto. Contaba que mientras él estaba escondido en esa especie de ropero-dormitorio, escuchaba con nostalgia a la gente vivir la vida normal. Me hizo acordar a lo que contaban los presos torturados de la dictadura militar argentina que estaban en el Coti Martínez y escuchaban los domingos a la gente zambulléndose en la pileta de la casa de al lado. Imra escribía como era: corto, conciso, contundente, sencillo. Se olía honestidad. Se veía la fuerza de quien tiene pocas pretensiones. Me entusiasmé. Le sugerí que lo llevara a algún lugar comunitario para que se lo publicaran. El mero hecho de recibir esta sugerencia lo llenó de alegría: alguien escucharía por fin. Pero, otra vez, fue despreciado. Está mal escrito le dijeron, tiene faltas de ortografía agregaron. ¿Cómo me dice eso? preguntó Imra demudado, ¿qué tengo que hacer? Yo no tengo plata de hacerlo corregir... yo no fui a la escuela en Argentina.... ¿Plata? ¿Plata le falta? Si ustedes los sobrevivientes de lo único que se ocuparon acá es de hacer plata. ¿Qué me viene a contar?. Imra bajó la cabeza. Ya conocía ese tipo de acusaciones y sabía lo que escondían, no eran una novedad para él. Ya había entrevisto las sospechas con las que los sobrevivientes eran recibidos. Con su silencio de tantos años también se había evitado responder a tan injustas acusaciones.
Me llamó y me contó lo que había pasado. Me sentía culpable de haberlo expuesto a semejante ataque. No sabía qué hacer para compensarlo.
A los pocos días tendría lugar una reunión en casa a la que estaban invitados unos conocidos que también habían pasado la shoá en su infancia. Invité a Imra con la idea de que podría sentirse a gusto, respetado, escuchado, considerado, puesto que algunos compartían sus mismas historias. Lo presenté a Mario y a Berenice y, como sucede siempre que sobrevivientes se encuentran sabiendo que lo son, se cuentan y se preguntan acerca de los años de la shoá. Cuando Imra escuchó el modo en que lo habían pasado sus interlocutores -en un convento católico uno y en una granja la otra-, para mi sorpresa y bochorno le escuché decir, prologando su propia historia, con tono de superioridad, yo soy un sobreviviente de verdad. Era el turno ahora de Mario y Berenice de sentirse con menos derecho.
El derecho a ser llamado sobreviviente.
Parece que llamarse sobreviviente es vivido hoy como un derecho, como una especie de honor, merecido para algunos y no para otros. Sobreviviente es más, entonces, que una palabra que describe la circunstancia de haber salido vivo de la shoá, tiene un valor agregado, calificador, que es lo que parece estar en disputa.
Extraigo del relato presentado tres aspectos:
- para algunas personas el hecho de que alguien haya pasado la shoá no alcanza para tener el derecho de ser llamado sobreviviente,
- tal derecho parece estar vinculado con la cantidad de sufrimiento vivida,
- no es infrecuente que la misma persona que es desvalorizada por unos en su condición de sobreviviente, desvalorice a su vez a otros a quienes considera con menos derecho.
Me parece que, lejos de juzgar a quienes entran en este tipo de competencias, deberíamos comprender qué mecanismos humanos están en juego, cuántas veces nosotros mismos hemos hecho este tipo de categorizaciones sea en éste o en otro tema. La reacción espontánea frente al dolor que produce cuando se les niega el derecho a ser llamados sobrevivientes puede ser una profunda ofensa personal que lleva al aislamiento o a la parálisis o, en el otro extremo, la viva confrontación que puede llevar a la pelea en una escalada violenta. Ninguna de las dos conductas son defensas adecuadas. Ninguna de las dos conductas colabora con que el otro comprenda y modifique su posición. Son ésos nuestros desafíos.
Las preguntas que me ponen triste.
Permítaseme extraer de lo esencial de esta situación algunas preguntas que no sé cómo responder.
¿Qué pasa todavía con el tema de los sobrevivientes de la shoá tanto en la comunidad judía como en la sociedad en general? ¿Siguen vigentes las sospechas que cayeron sobre ellos cuando recién aparecieron? ¿Cuál es el lugar que tienen los sobrevivientes hoy? ¿Son escuchados? ¿Se les abren las puertas para que cuenten, para que digan lo que pasaron, para que alivien su corazón?¿Qué pasa con algunas personas en el interior de la comunidad con este tema?
¿Esta recepción algo torva será lo que determina este tipo de reacciones de los sobrevivientes que tienen que discutir por un derecho, tienen que demostrar que merecen ser escuchados siempre y cuando hubieran estado en Auschwitz
o tuvieran historias truculentas para contar?
El Imra de mi relato es una víctima múltiple: víctima de la shoá, víctima de la sociedad en el pasado que no le permitió hablar, víctima de la comunidad de hoy que lo fuerza a tener que hacerse un lugar a los codazos en el espacio de los sobrevivientes para ser escuchado, víctima de su victimización que lo lleva a lastimar sin querer a otros iguales que él, víctima del tiempo que se le viene encima.
A veces pienso que el regreso a la vida de los sobrevivientes de la shoá será siempre parcial, que guardarán esa pregunta de ¿por qué a mí? como matriz de identidad que permanecerá siempre sin respuesta.
¿Por qué a mí ser judío?
¿Por qué a mí haber estado en Europa en aquel momento?
¿Por qué a mí haber perdido a mi mamá, a mi papá, a mis hermanos, a mi marido, a mi esposa, a mis hijos, a mis abuelos, a mis amigos..?
¿Por qué a mí haber perdido mi infancia, mi juventud?
¿Por qué a mí haber perdido mi casa, mi lugar, mi idioma?
¿Por qué a mí haber estado en campos, escondido, con otra identidad, asustado, muriendo tantas veces esa muerte atroz de seguir vivo?
¿Por qué a mí haber sobrevivido y encontrarme a solas con mis recuerdos?
¿Por qué a mí haber sido recibido con falsas bienvenidas y con sospechas encubiertas?
¿Por qué a mí seguir en un lugar que siempre parece un no-lugar, estar de pie sin estar seguro de estarlo, hablar sabiendo que nunca podré decir?
Son preguntas, y perdón por la reiteración, que me ponen muy triste.
Nota: Aunque la esencia de la situación que he relatado se atiene estrictamente a algo de lo que fui testigo, tanto los personajes como las circunstancias son ficticias.