Otras cosas

a 71 años de mi llegada a Argentina

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“¡Adelante hijos de la patria: el día de gloria ha llegado!”

Un 14 de julio como hoy, pero de 1947, hace 71 años llegué a la Argentina y unos días después cumplí mis 2 años.

Cuando nuestro barco tocó el puerto de Buenos Aires no sabíamos que era el día de Francia. Para nosotros, venidos de la Europa devastada de la posguerra llegar acá fue efectivamente un día de gloria como el de la toma de la Bastilla. 
Argentina era entonces el granero del mundo. Lo que se veía en los tachos de basura habría sido la delicia de los europeos hambreados. País de promesas, de futuros, de libertad. Habiendo sobrevivido al nazismo y al comunismo, mis padres creían estar tocando el cielo con las manos porque acá todo parecía posible. 
No todo fue rosa. Fue preciso mentir sobre nuestra identidad y, como casi todos los judíos inmigrantes, debimos declararnos católicos. Sin embargo mi mamá no lo podía creer, “con solo decirlo ¿nos creen?” y a poco de conocer cómo eran las cosas agregaba “¡qué país! hasta el antisemitismo acá no es en serio”. No era así en Polonia y en la “docta” Europa. Allí, ser judío era un peso, una lacra, una marca que cerraba muchos caminos. Por eso en los primeros años, mis padres se cuidaron mucho de declararse judíos temiendo que fuera acá también una sentencia de exclusión o de muerte. 
Papá puso una humilde carpintería con 3 obreros genoveses también recién llegados que venían a hacer la América para traer a sus familias. Mis primeros idiomas fueron el polaco natal, el idish de las canciones, el castellano de la calle y la escuela y el italiano en aquel taller perfumado de aserrín y laca de lustre. Mi hermano y yo estudiamos, trabajamos, crecimos, fuimos felices. Ser judíos no fue nunca para mí un lastre, por el contrario, es una fuente de riqueza e identidad.
Y hoy que se me dió por himnos, agrego tres más. 
Como dice el de Italia, “unámonos y amémonos porque la unión y el amor siempre nos indican el buen camino”. 
Intervengo el polaco que habla de la persistencia de Polonia y lo parafraseo a mi gusto: “el pueblo judío no se extingue mientras nosotros vivamos”. 
Y del argentino, digo al viento, con orgullo y agradecimiento: “¡oíd mortales el grito sagrado, libertad, libertad, libertad!”

Fuera de toda lógica: la vida te da sorpresas

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Horacio, como tanta gente, siempre creyó que había un orden natural de las cosas, una cierta lógica que regía los acontecimientos y las vidas de todos. Nació en la década del 30 del siglo pasado en Mar del Plata, donde sigue viviendo hasta el día de hoy. Se casó con Matilde, su amor de la adolescencia, que lo acompañó hasta su muerte, hace doce años. No habían tenido hijos, y en su larga enfermedad Horacio estuvo siempre a su lado, dispuesto a cuanto hiciera falta.

Ya viudo y cursando sus setenta, los días y las noches se le fueron haciendo más y más pesados. Mucho más las noches, cuando en su casa lo esperaban solo tristeza y añoranza.

Su única distracción era la mesa de truco de los jueves y la comida con sus amigos en el bar del club. Unos tres años después de perder a Matilde, cambió la concesión y la tomó Agustina, una tucumana de treinta años, con la cara picada de viruela, grandes ojos marrones y una eterna sonrisa en sus labios. Atendía a los socios del club con simpatía y calidez, se la veía a gusto, atenta y sonriente.

Horacio no se animaba a invitarla a salir. Temía que la diferencia de edad la espantara, que pensara que era un viejo verde y se burlara de él. Pero cuando se animó, la respuesta de Agustina fue no solo de aceptación, sino de cariño, como si lo estuviera esperando.

Sola y con una triste historia de vida, recibió con emoción y alegría a este viudo tan necesitado de compañía y conversación. A poco de salir y viendo que el dinero apenas si le alcanzaba para pagar el alquiler, Horacio la invitó a compartir su casa, que, con su presencia, recuperó la luz. Nuevas cortinas, la cena lista a su regreso, música y, fundamentalmente, alguien con quien hablar, alguien que lo hacía sentir bien otra vez. "Matilde estaría contenta", pensaba Horacio.

Empezaron sus achaques, médicos, remedios y Agustina lo acompañaba, le recordaba las horas en que debía tomar cada cosa, fue mucho más que un apoyo y una compañía. Agradecido por sus atenciones y no teniendo parientes cercanos, decidió poner la casa, su única posesión, a su nombre y compartir la cuenta de banco para que cuando él se fuera ella tuviera un techo y un colchoncito financiero. Cuarenta años mayor, le pareció que era un gesto lógico.

Pero "la vida te da sorpresas", como dice Rubén Blades. Y vaya si la vida sorprendió a Horacio. Agustina, a los 34 años, falleció repentinamente, víctima de un ACV. Y, tras cartón, apareció una hermana, su única heredera legal, y comenzó la sucesión.

La pena de Horacio se transformó en desesperación porque ahora se quedó sin dinero y sin casa. Vive desde entonces alojado en lo de uno de sus compañeros de truco, sostenido por una vaquita que hacen, mensual y amorosamente, todos los compañeros del club. Estos amigos de siempre no permitieron que la sorpresa venciera a Horacio. Son ellos quienes barajan el mazo gastado de donde hacen salir los anchos ganadores que a Horacio le dan aliento y apoyo para seguir de pie en la vida.

Publicado en el suplemento Sábado de La Nación. 7 de julio 2018

Las madres judías. Georges Moustaki

Hijo mío, te ves mal

Tenés que cuidarte más

No olvides nunca tus vitaminas

Tapate bien cuando hace frío.

Yo sé que ya no tenés nueve años

Pero todavía sos mi hijito.

Ellas siempre están en alerta

Las madres judías

 

Creo que hacés demasiado deporte

Dicen que no es muy saludable

Es peligroso hacer tantos esfuerzos

¿Realmente lo necesitás?

Yo sé que ya no tenés quince años

Pero todavía sos mi hijito

Siempre están preocupadas y emocionadas

Las madres judías

 

Te compré dos corbatas

Te pusiste la azul con lunares

Cuando viniste en shabat

¿Por qué? ¿la otra no te gustó?

Yo sé que ya no tenés veinte años

Pero todavía sos mi hijito

A veces son muy excesivas

Las madres judías

 

Con este abrigo que te hice

Ibas a ser abogado, doctor,

Te gusta más hacer de cantor

Y abandonarme por meses

Yo sé que ya no tenés treinta años

Pero todavía sos mi hijito

Son amables y atentas

Las madres judías

 

Tu esposa es casi una nena

¿Cómo puede cuidarte?

Ni siquiera sabe cómo cocinar

Afortunadamente estoy aquí

Ya sé que ya no tenés cuarenta años

Pero todavía sos mi hijito

Pueden ser posesivas

Las madres judías

 

Es que yo te conozco bien

Te hago los platos que preferís

Te tejo los echarpes

Pares de guantes, suéteres

Ya sé que ya no tenés cincuenta años

Pero todavía sos mi hijito

Son realmente muy activas

Las madres judías

 

Vamos cariño, vamos mi chiquito,

No tengas miedo, no lloro

Incluso aunque nunca me llames

Hago todo sola y a nadie le importa

Lo sé, ya no tenés sesenta años

Pero todavía sos mi hijito

Son muy tiernas e ingenuas

Las madres judías

 

Cuando mamá, ya chiquita, me habló así

Me resultó insoportable

Abrumado desde su ausencia

Sueño con escucharla todas las noches

Lo sé, ya no tenés setenta años

Pero todavía sos mi hijito

Era pura como el agua blanca

Mi madre judía

Otra forma de vencer el maltrato en la oficina

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Inés, dedicada a su trabajo y al cuidado de su madre incapacitada, tenía el empleo ideal. Dominaba varios idiomas, especialmente inglés y francés, elegante, refinada y de una inteligencia aguda. En su cargo de secretaria de una importantísima multinacional estaba como pez en el agua.

Luego de veinte años de desempeño, su prestigio no paró de crecer y fue designada para asistir de manera personal al CEO de la empresa. Creyó tocar el cielo con las manos, era el lugar soñado de cualquier secretaria ejecutiva y además su nuevo sueldo la liberaba de preocupaciones respecto del cuidado de su madre.

Pero pronto el sueño se convirtió en pesadilla.

Su jefe, católicamente casado y con cinco hijos, era un misógino machista, dueño y señor en las alturas de la torre vidriada en Puerto Madero. Disfrutaba maltratando a Inés. Primero, miradas despectivas; luego, comentarios sarcásticos, ironías burlonas, y ya al cabo de un mes, agresiones directas. Inés bajaba la mirada, contenía el aliento y corría a desahogarse al baño.

Pero estalló el día en que la echó del despacho con gritos destemplados y mirada feroz: ese fue su límite. ¿Cómo terminar con esa tortura si necesitaba el dinero y no podía renunciar ni protestar? "Tiene que haber algún modo", pensó.

Conocedora del mundo corporativo y sus personajes masculinos y basándose en las características del jefe, diseñó y estructuró un plan que puso en acción el viernes siguiente a última hora.

Era el comienzo de la primavera, momento en que el atardecer tiñe de rosas y púrpuras el cielo porteño sobre el perfil de los edificios. Con el abrigo y la cartera en la mano fue al despacho del jefe. "Adelante", dijo este al oír el suave toc-toc. Abrió la puerta, pero no entró, apoyada en el vano, esperó a que la mirara y entonces, casi susurrando, pero con firmeza, dijo: "Señor, me retiro. Nos vemos el lunes. Pero antes de irme quiero decirle algo que ya no me puedo guardar, algo que usted debe saber. Su conducta hacia mí, sus ironías, gritos e insultos tienen un poderoso efecto en mí: me encienden sexualmente. Muchas veces debo correr al baño a desahogarme porque no me puedo aguantar y su recuerdo me quema en las entrañas. Es mi deber decírselo para agradecerle y que sepa cuánto bien me hace y cómo promueve mi placer más íntimo. Creo que me hace acordar a mi papá. Gracias y hasta el lunes". Cerró la puerta y se fue.

Y ganó. El maltrato no pudo continuar. Como una eximia maestra de aikido, Inés volvió la fuerza del jefe contra él mismo. A partir de sus palabras insólitas, el macho sometedor que inferiorizaba y sometía a su presa vio atadas sus manos. El "excitante" maltrato cotidiano que generaba ese escenario de erotismo y desenfreno no podía continuar. "¡Vade retro Satanás!", gritaba la conciencia de este devoto feligrés de misa, hostia y confesión que contuvo a partir de entonces sus impulsos hostiles para así no contaminarse con semejante pecado y desenfreno sexual y mantener vigente su visa de ingreso al paraíso.

 

Cómo dejar de ser una madre culposa

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Graciela culpaba a su mamá por haber sido demasiado estricta y poco cariñosa durante su infancia. Cuando sus tres hijos, Juan, Ramiro y Aldana, llegaron a la adolescencia, se descubrió repitiendo las conductas que tanto había reprobado en su madre, su severidad y poca expresión afectiva. Fue muy doloroso porque se había jurado cuando niña que, en caso de tener hijos, no sería con ellos como había sido su madre.

Pasaron unos años. Sus hijos se hicieron adultos. Juan, el mayor, doctor en bioquímica, era investigador en un importante laboratorio en Francia.

Una noche, hace pocos meses, Graciela despertó angustiada presa de una pesadilla. Veía a Juan como cuando era adolescente debatiéndose en medio de un mar embravecido, las olas lo cubrían, pedía auxilio, su cuerpo subía y bajaba mientras hacía señales desesperadas con sus brazos. Enloquecida ella corría hacia él y cuanto más corría más se alejaba sumida en la impotencia de salvarlo. La despertó su propio alarido. No podía quitar las imágenes de su cabeza.

Eran las 4 de la mañana, ya las 9 en Francia, y corrió a buscar el celular como tabla de salvación. Había sido tan vívida la pesadilla que debía cerciorarse de que Juan estaba bien. Atendió enseguida, calmo y amable porque sí, todo estaba bien, "ninguna novedad mami, te dejo porque estoy llegando al trabajo". Había sido solo un mal sueño, nada que temer.

Pero Graciela no lo dejó ahí. Ese sueño fue para ella la representación de todo lo que creía que había hecho mal y necesitaba terminar con el peso que sentía por no haber sido lo buena madre que debía haber sido. Había soñado con Juan, de modo que empezaría con él. Tomó un papel y comenzó a hacer una lista de todas las cosas de las que se acusaba, hechos, circunstancias, palabras, conductas. Cubrió cuatro páginas, con fechas y descripciones de las cosas que estaba segura que había hecho mal con Juan y de las que debía ser expiada y perdonada. Se sentó ante la computadora y le escribió un correo con el pedido de que viera la lista y le respondiera por favor cómo había sido vivido por él y si consideraba que habían tenido consecuencias en su vida.

Esa noche Juan la llamó alarmado: "¿Qué te pasa mamá? No entiendo nada, ¿estás psicótica?" "¿Por qué?" "Porque no sé de qué me estás hablando. Miré todas las cosas que decís y no me acuerdo de ninguna, nada". Graciela escuchó enmudecida. "Pero si querés, si eso alivia tu alma, te puedo escribir de lo que sí te acusé en su momento para que lo veas y me digas por qué o para qué lo hiciste. Pero dame unos días".

Y así fue. Una semana después entró un correo de Juan. Graciela dejó pasar unas horas. Al fin la curiosidad pudo más. Se dijo "¡ahora o nunca!" y abrió el mail. Estalló en una carcajada que le dibujó estrellitas de colores en el alma. Rió, sollozó, moqueó, siguió riendo y sonándose la nariz mientras leía la insólita respuesta de su hijo. La lista de Juan, tan larga como la suya, mostraba que se había tomado en serio el trabajo de rememorar momentos penosos, pero enumeraba cosas, situaciones y dichos de los que Graciela no tenía el menor recuerdo. Imprimió las dos listas, las enmarcó y las dejó a la vista. No le hizo falta hacer listas con sus otros hijos. Había entendido. No solo se alivió luego de tantos años de autoacusaciones, sino que también fue al cementerio y le pidió perdón a su mamá.

https://www.lanacion.com.ar/2141830-como-dejar-de-ser-una-madre-culposa?utm_source=n_pe_nota&utm_medium=personalizado&utm_campaign=NLPers

La máquina del tiempo. Un regalo de Clara

Mi nieta Clara, llenando una solicitud para ingresar a la universidad,  debió responder a la pregunta “si tuvieras una máquina del tiempo, ¿a qué momento del pasado irías y por qué?”. Esto es lo que escribió (primero está el original en inglés y después mi traducción)

En inglés:

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All families have mysteries. But I would venture to say that my family’s mystery exceeds the ordinary, melding rich history and the disappearance of a baby. That baby was my great uncle, Zenus. My Jewish great-grandparents resided in a small town in Poland during the Nazi invasion. They hid in a two foot tall attic for years to avoid horrific concentration camps. They had a baby boy, Zenus, but could not risk the child crying and giving away their location to Nazis. They gave the boy to a catholic family since his Polish appearance suspended any doubt he was Jewish. After Hitler was defeated, my great-grandparents went to retrieve Zenus from the family; however, they were told that the boy had perished. This brought about many suspicions within my great-grandparents. It was probable that the family had fallen in the love with the boy and were not willing to give him up.

This mystery has plagued my family for decades now, especially my grandmother, the younger sister of Zenus. She even created a website (https://dianawang.net/looking-for-my-brother/) looking for him, calling out to anyone for information about his whereabouts.

My time machine zaps out of the living room, leaving a rainbow dust that instigates little sneezes from my four chickens, and suddenly I appear at that family’s front doorstep. It is 1944, and I learn the fate of my great uncle. If he is alive, I learn his new name, and I come straight back, catch the next flight to Buenos Aires, and finally give my grandmother, who I adore, that closure she has desired her entire life. Simply imagining her reaction, the glitter of hope in her eyes, makes it all worth it. Hey, I might even make this a regular gig and become a family detective!

En castellano:

Todas las familias tienen misterios. Pero podría aventurar que el misterio de mi familia supera lo común, uniendo Historia con la desaparición de un bebé. El bebé era mi tío abuelo, Zenus. Mis bisabuelos judíos vivían en una pequeña ciudad en Polonia durante la invasión nazi. Se escondieron en un ático de menos de un metro de altura para evitar ser enviados a los terroríficos campos de concentración. Tenían un bebé, Zenus, pero no podían arriesgar a que llorara y así los denunciara a todos. Lo entregaron a una familia católica gracias a que su aspecto no levantaba la sospecha de que fuera judío. Después de la derrota de Hitler mis bisabuelos fueron a recuperarlo pero la familia les dijo que el niño había muerto. Mis bisabuelos desconfiaron. Era probable que la familia se hubiera enamorado del chiquito y no lo querían perder.

Este misterio ha acosado a mi familia durante décadas, especialmente a mi abuela, la hermana menor de Zenus. Creó incluso una página web (https://dianawang.net/looking-for-my-brother/) para buscarlos pidiendo a quien la viera cualquier información sobre su paradero.

Mi máquina del tiempo me arranca del living dejando una estela de polvo irisado que provoca pequeños estornudos en mis cuatro gallinas, y aparezco de pronto en el umbral de la puerta familiar. Es 1944 y puedo averiguar el destino de mi tío abuelo. Está vivo, conozco su nuevo nombre, y me vuelvo inmediatamente  y tomo el primer vuelo a Buenos Aires para darle a mi abuela, a quien adoro, el cierre que tanto deseó su vida entera. Imaginando tan solo su reacción, el destello de esperanza en sus ojos, hace que todo haya valido la pena. ¡Uau! ¡esto hasta podría ser mi trabajo y sería una detective familiar!

El peso que puede tener una lapicera

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Cuando era chica había que llevar el tintero a la escuela. Los reyes le trajeron una lapicera fuente ¡venía con la tinta adentro! No veía la hora de que empezaran las clases para mostrársela a las chicas. Y fue tal cual lo había soñado. Con "¡uuuus!" y "¡aaaas!" y "¿me la prestás un cachito?", hacían una rueda a su alrededor. Hasta la señorita se la pidió prestada para ver cómo andaba. Fue el centro del grado ese día.

Cuando llegó a su casa, después de almorzar, se dispuso a hacer los deberes. Trajo el portafolios, sacó el cuaderno de clase y la cartuchera y cuando la abrió no la vio. Volcó todo sobre la mesa y ahí estaban los lápices, la goma de lápiz y la de tinta, el transportador, el compás y la reglita, un caramelo y dos figuritas con brillantina, pero la lapicera fuente no. Abrió el portafolios, sacó el manual, el libro de lectura, las hojas canson de dibujo, el cuaderno borrador, los secantes... y nada, no estaba. Dio vueltas el portafolios esperando que hubiera quedado trabada en algún rincón pero no, nada, no estaba. La lapicera fuente había desaparecido.

No entendía nada porque estaba segura de que la había guardado en la cartuchera antes del último recreo. Se dijo: "Mi papá me va a matar", porque le había recomendado expresamente que la cuidara mucho porque era muy valiosa. Y le había fallado. Fue corriendo y le contó a su mamá, llorando, desconsolada. Por suerte ella le tuvo lástima y no la retó. La abrazó y le dijo que lo iba a convencer al papá para que no la castigara esa noche. Y así fue.

Lo esperó en la puerta antes de que entrara, le dijo lo que había pasado y le pidió que no fuera severo con la nena. A los nueve años uno no tiene claras las dimensiones de lo que pasa, y la chiquita estaba aterrada temiendo un reto y un castigo ejemplares. El papá la miró fijamente y le preguntó qué había pasado. Conteniendo el aire, le contó paso a paso todo, pero no supo explicar por qué la lapicera fuente no estaba en la cartuchera, donde la había guardado. "¿Seguro?", le preguntó el padre. "Sí", le dijo, "y todavía me acuerdo de que la enrollé en un papel glacé de color celeste para que no se rayara y de que Nilda, mi compañera de banco, se rió de mí por eso".

Hace unos días fue con su nieta Sol al shopping. Le había pedido que la acompañara a elegirse zapatos con el dinero que le habían regalado en su cumpleaños. Consiguieron unos preciosos y, cuando salieron al pasillo central, escuchó una voz que le decía tímidamente: "¿Martínez?", y vio delante de ella a una mujer que no alcanzó a reconocer. "Soy Blasco, la que se sentaba en la fila de atrás en la escuela", y ahí sí, se dio cuenta de quién era. Se cruzaron saludos y trayectorias respondiendo a "qué hicimos, si nos casamos, hijos, nietos, la vida". Y eso fue todo, no había más, era un eco del pasado, ya no eran más las que habían sido entonces. Se saludaron cariñosamente y cada una siguió su camino. No alcanzó a dar cuatro pasos cuando oyó: "Martínez.". Se volvió y antes de seguir caminando con rapidez en dirección contraria, Blasco, bajando los ojos, le dijo: "Fui yo. La lapicera me la llevé yo".

Su nieta tenía los mismos nueve años que tenían ellas entonces, nueve años que de pronto volvieron con la fuerza de un chaparrón sorpresivo. Sesenta años después, había olvidado su lapicera fuente desaparecida. Blasco no. Blasco se la había llevado y la había tenido encima todo el tiempo hasta que por fin se la pudo devolver.

Publicado 26 de mayo 2018. La Nación, suplemento Sábado, Psicología, Hacelo Simple.

https://www.lanacion.com.ar/2137668-el-peso-que-puede-tener-una-lapicera

La aldea no arderá. Cuja

Jerusalén de Oro

Jerusalén de Oro

Mi mamá y mi papá eran sionistas. Iban a conferencias, se instruían y entrenaban en lo que sería su vida de pioneros cuando hicieran aliá. Los veo jóvenes en esas fotos en sepia o blanco y negro, rodeados de chicos y chicas, miradas esperanzadas, vestidos con ropa ligera en el verano polaco, haciendo picnics, aprendiendo a arar la tierra con una azada, nadando en el río, riendo. Pasaron meses esperando el ansiado turno para volver a la tierra prometida. Se casaron, nació su primer hijo, Zenus, y sobrevino la hecatombe menos pensada, la Shoá que los hundió en Polonia sin posibilidad de huir.

La Shoá no se llamaba así todavía. Al principio no se llamaba de ninguna manera, ni siquiera imaginaban que lo que estaba empezando era la Segunda Guerra Mundial. Igual que tantos otros, no recibieron a la invasión alemana como peligrosa. Recordaban que en la Primera Guerra Mundial la conducta de los soldados alemanes había sido digna y el pueblo alemán era visto como culto, educado, refinado, sensible. El antisemitismo en Polonia era parte de lo polaco, algo natural con lo que se contaba, no llamaba la atención ni preocupaba particularmente. De hecho la vida judía en la década del treinta floreció y el iluminismo parecía haber llegado por fin a esas tierras atrasadas. Los judíos participaban de la cultura local, estaban representados en el Sejm -el parlamento-, nada anunciaba lo que iba a pasar. Por todo ello, al principio, no tuvieron conciencia del peligro. La persecución de la alemanidad asesina, fue una sorpresa para la que no estaban preparados. Unos años después llamaron a esos años LA GUERRA, pronunciado así, con negrita, con gravedad y peso y con mayúsculas.

La leche y la miel de Palestina habían quedado muy lejos. El día a día era sobrevivir un día más, esconderse, evitar ser descubiertos, conseguir alimentos. Y en el verano de 1944 el Ejército Rojo entró en Stryj y encontró a mis padres vivos aunque desgarrados por la pérdida de su hijo. Fui concebida unos meses después y al nacer en 1945 integré, sin saberlo aún, la llamada generación de las Velas del Iurtsait, los que nacimos inmediatamente después del desastre y resumimos el dolor y la muerte por lo perdido y la esperanza de la promesa de la vida y la continuidad.

No habían abandonado la idea de hacer aliá, pero no era fácil hacerlo. La inmigración era clandestina, el viaje azaroso y arriesgado, no había garantía de poder ingresar a Palestina y estaban conmigo, una bebita que debían proteger por ella misma y en recuerdo del primer hijo que no había logrado sobrevivir. Fue así que llegamos a la Argentina en julio de 1947.

Mis padres viajaron a Israel varias veces. La tierra prometida que les había estado prohibida ya no lo estaba más, pero se habían arraigado en Argentina, había nacido mi hermano menor, las cosas estaban bien, ellos eran grandes… lo pensaron muchas veces pero ya no, ya se quedarían acá. Se juntaban con otros sobrevivientes y la pushke azul y blanca con el mapa del amado Israel pasaba de mano en mano y cada uno ponía lo que podía para que aquel sueño de Herzl, la nación judía, siguiera siendo una realidad.

Hay quien cree que Israel es una consecuencia de la Shoá. No es así. Israel es un deseo vivo en nuestra hagadá milenaria cuando decimos, año tras año, “le shaná habá b’Ierushalaim”, estuvo antes de la Shoá en el sueño de los ideólogos, pioneros y acariciadores de utopías y en la gozosa jutzpá de quienes asumieron el poder de su propio destino. No se lo debemos a la Shoá. Israel fue una utopía de siglos, tal vez la única hecha realidad. Es cierto que después de mucho bregar y de los obstáculos impuestos por la geopolítica, la Shoá fue el argumento definitivo, el último y el más brutal y ya no pudo ser refutado: la patria judía era un derecho y un acto de justicia y así fue honrado y establecido por las Naciones Unidas.

Si mis padres visitaran Israel hoy se caerían de espaldas. Lo que se ve, lo que se vive, lo que allí sucede está mucho más allá de sus sueños más febriles. Tengo solo dos años más que el Estado de Israel, casi nacimos juntos. Camino por Tel Aviv, levanto los ojos y veo esas torres espejadas orgullosas y mi mirada se humedece pensando en cómo sería si lo vieran mis padres. ¡Qué orgullo habrían sentido! Los imagino mirándose uno al otro en mudas exclamaciones de asombro y emoción lamentándose probablemente el no haberse animado allá y entonces, ¿quién sabe?.

Papá adoraba a su colega carpintero Mordje Gebirtig, cantaba todas sus canciones pero la que más conmovía e interpelaba a su alma judía era Es Brent compuesta en 1938 luego de un pogrom en Przytyk. Veo a papá en la dorada Jerusalém, en los jardines de Galilea, en las playas de Ashdot, en el Carmel en Haifa, en las plazas de Beer Sheba, los atardeceres de Iafo y los cientos de bosques plantados a mano, en la mágica Ein Guedi, el Golán y Eilat, en el Kotel y en Mamilla, caminando lado a lado con su autor favorito. Ya no tiene sentido cantar el amargo y triste estribillo, aquél “y ustedes están parados con sus brazos cruzados mientras la aldea arde”, porque en Israel corren vientos de fuerza y arrojo, los brazos finalmente se des cruzaron, es un coloso de creatividad y maravillas donde nadie se queda parado mirando porque aquella aldea ya no es una pobre aldea y ya no arde ni arderá nunca más. En su jóvenes 70 años hoy exclama de pie, orgullosa y floreciente, “¡Hineni!”, acá estoy y acá me quedo.

Publicado en CUJA http://cuja.org.ar/la-aldea-no-ardera/

Oskar Schindler, el criadero de nutrias.

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Lo que más me gustaba eran las nutrias.

Recostada en el borde las miraba nadar en el barro. Nadaban incansablemente en esa acequia sin fin que, como un mandala endiablado, persistía en desembocar en sí misma. Las nutrias no sabían que no había salida.

-¿Por qué nadan las nutrias? - le pregunté a mamá que, siempre que no sabía qué decirme decía lo mismo: - Es la naturaleza, nena, la naturaleza.

-Pero si no van a ningún lado... ¿por qué nadan todo el tiempo? - insistía.

-... es lo único que saben hacer.

Me pasaba horas viéndolas pasar una y otra vez. Creo que más que ese nadar incesante y desesperado, como de ahogado, eran los ojos los que me atraían, eran ojos asustados, huidizos, que evitaban mirarme, ojos paranoicos, atentos, nerviosos, extraviados, bolitas de vidrio marrón que giraban con increíble velocidad hacia uno y otro lado; como un fascinum[i] que me tenía atrapada.

Recostada al borde de la acequia me pasé horas intentando contarlas, pero no pude. No se diferenciaban unas de otras, en todas la misma mugre, la misma desesperación, los mismos ojos desarticulados. Pensé marcarlas de alguna manera, por lo menos a una, para empezar por ella y ver cuántas había, como hacían con las vacas o los caballos.

Pero no sabía cómo se hacía una cosa así, nunca había visto una yerra ni sabía que se podía tomar un hierro al rojo y dejar una marca indeleble sobre la piel.  Tomé entonces  una maderita y la puse sobre la cabeza de la primera que pasó y empecé a contar. Iba por doscientos cuando me di cuenta que se le había caído. Me pasé la tarde obsesionada con la idea de contarlas, de saber cuántas eran. Podría haberle preguntado a Frau Emilie o al señor con el que hablaban los grandes debajo de la galería, pero por alguna razón que no comprendí en aquel momento, debía descubrirlo sola. No pude. Nunca las pude contar. Ni la primera, ni ninguna de las otras veces que estuve.

La vez siguiente, pretendí reconocerlas por su tamaño, descubrir cuáles eran adultas y cuáles no, si se juntaban algunas con algunas otras, si había machos y hembras, si había familias. Tampoco pude llegar a ninguna conclusión. No tenía el método ni la constancia necesaria.

Mi última visita fue la más concreta. Ya había hecho mis averiguaciones. Sabía que lo único cierto era que estaban encerradas y que las iban a matar. Me propuse esa tarde encontrar la manera de que pudieran escapar.

La quinta quedaba en San Vicente, en el medio del campo. Íbamos por una ruta y después tomábamos un camino secundario. Cuando nos tocaba estar en el auto de atrás teníamos que cerrar todas las ventanillas porque si no nos llenábamos de tierra.

Era toda gente grande. Menos yo. La única otra hija del grupo era Halina, pero ya era mayor, como de dieciocho y nunca quería venir. A mí, como era chica, no me preguntaban.

Ni bien se veían los cipreses que bordeaban la quinta gritaba:

-Voy yo! - lanzándome del auto, levantaba el gancho de fierro y empujaba la tranquera con todas mis fuerzas.

Nos recibía la mirada ajada de una mujer flaca y alta. Andaba siempre con un batón descolorido, de esos que se venden en las tiendas de pueblo, triste y llovido.

-Guten Tag Frau Emilie - la saludaban.

-Está allí - decía en castellano y  señalaba el alero al costado de la casa. La primera vez bajó los ojos y, cuando todos hubieron pasado, se me quedó mirando mientras yo cerraba la tranquera. No sabía si era la esposa o la cocinera.

-Ella tampoco sabe - pensó  más que dijo esa noche mamá. Papá replicó:

-No le hagas caso, está embrujada, como todas las otras.

-¿Quién está embrujada? - pregunté.

-Tu mamá, ¿quién va a ser? - dijo en medio de una carcajada - No sé qué tiene ese hombre, las tiene locas...

El hecho es que los grandes entraron y nadie se ocupó de nosotras que no teníamos nada que hacer juntas.

-Hay nutrias allá -  señaló vagamente.

Pasé cerca de la casa. Vi a los grandes sentados bajo el alero alrededor de ese hombre. En casa se hablaba de él con veneración. Ceremoniosos, duritos, formales, inusualmente respetuosos, le hacían preguntas, escuchaban con atención sus respuestas, alzándolo en el altar de sus miradas. Cada una de sus palabras sería recordada, analizada y comentada minuciosamente en los días subsiguientes.

-Ayer estuvimos en la quinta de Schindler - le dije el lunes a Olguita, mi compañera de banco.

Pero no me prestó atención. En esos días no era conocido ni famoso. No era como Pascualito Pérez o Fangio o Perón o Gina Lollobrígida o Nicola Paone. Nadie fuera de nosotros, los que íbamos a la quinta de San Vicente, parecía saber de su existencia. Sólo para nosotros era importante. Para el resto del mundo no era nadie.

Le empecé a hablar a Olguita sobre las nutrias, le conté de mi plan de liberarlas y ahí sí me escuchó con atención.

-Me recorrí toda la acequia. Es chica. Da una vuelta alrededor como de una islita y nada más. Mirá, así - y le hice un croquis - Encontré un arroyito por donde le entra el agua; no sé de dónde viene ese arroyito, de afuera me parece, pero tiene como una tranquera, así, ¿ves?, las nutrias no pueden pasar por ahí, ¿m'entendés? nadan y nadan pero dan vueltas, no pueden salir.

-¿Por qué querés que se escapen? - me preguntó Olguita - ¿no decís que son feas como ratas?, ¿para qué las querés?

-No sé - le dije. No podía explicarle lo que en ese momento y en ese contexto para mí todavía no tenía explicación - ... para jugar, para hacer algo... no sé.

Pero era más que eso; era algo ligado al poder, la fascinante sensación de dominar sus vidas, como estar sobre un escenario, o salir en Radiolandia, como ser un hipnotizador o ganar la Grande. No importaba que fueran sólo ratas; la idea de planear su liberación igual me hacía sentir importante. "¿Cuál sería el papá?", "¿Tendrán una familia igual que nosotros? ¿Habrá mamás, papás, hijitos, tíos, primos, hermanos...?", "Esa chiquita nunca se despega de la que tiene una mancha negra sobre el ojo derecho... ¿Serán madre e hija?", si conseguía dejar salir a alguna, mejor que fuera un grupo, algunas que fueran amigas o familiares para que no se sintieran solas, para que no extrañaran a nadie... Yo decidía quién viviría y quién no. Me sentía como una heroína de película dispuesta a rebelarme, a hacer algo que podía ser castigado y soñaba con glorias y laureles.

Pero fue sólo un juego. Nunca me animé a dejar escapar alguna. Y siempre tuve remordimientos: ¿Y si la nutria con la mancha negra sobre el ojo derecho era de verdad  la mamá de esa chiquita que no se le despegaba? Nunca lo supe. Tal vez la chiquita tenía miedo, no quería que la separaran de su mamá. Tal vez las mataron juntas, las desollaron, clavaron sus pieles en maderas y después las cosieron en algún sacón suave y lujoso.

Ya sé que estos pensamientos suenan ridículos.

(Las nutrias no piensan.)

(Aunque pensar que las nutrias no piensan no justifica nada.)

(Tampoco con las nutrias.)

Lástima no haberme atrevido

Lástima, además, no haber prestado más atención a otras cosas.

Lástima no haber guardado en mi memoria la cara de Schindler, alguna anécdota, una pequeña frase, algo que me permitiera salir al mundo y gritar: "¡Eh! ¡Mírenme! ¡Yo también lo conocí... entrevístenme a mí!" Sólo una imagen borrosa de un hombrón rubicundo y bonachón con un vaso de whisky a continuación de la mano y las voces de las mujeres chismorreando acerca de sus amantes. 

A veces veo a Halina, la hija adolescente del grupo, la que nunca quería venir. Ella había estado en Cracovia con su mamá y su papá. Tuvieron la suerte de que no fuera yo quien miraba la escena de su debatirse inútil, que en lugar de "jugar" con ideas, hubo alguien, que aunque en un principio también jugando, se jugara por ellos.

-¿Viste la película de Spielberg? - le pregunté. Todo Buenos Aires hablaba de ella; el mundo entero aplaudía los premios de la academia de Hollywood.

-No. No puedo verla. Tengo miedo de que sea demasiado. O demasiado poco. 

-¿No sabés si estás allí?

-Sí,  yo soy la nena que le trae la torta de cumpleaños.

-¿Cuál? ¿La adolescente a la que besa delante de todos los nazis?

-¡No! ¡Esa no! La chiquita, la que le trae la torta.

No me atreví a interrumpir su silencio.

-Nunca quisiste venir a la quinta.

-No. ¿Vos?

-Sí, me llevaban, yo no entendía nada, no me 

daba cuenta de nada, ni siquiera me acuerdo bien de él.

-¿De verdad no te acordás?, me preguntó incrédula.

-De verdad. Es extraña la memoria. Lástima, ¿no?, sólo recuerdo las nutrias.

 

[i] Fascinum (latín): amuleto, objeto que atrae la mirada para impedir el  "mal de ojo".

 

Capítulo 14 de "Con una piedra en el zapato".

Ahora resulta que QUERÍAMOS ir al gueto.

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El padre del Primer Ministro de Polonia, Kornel Morawiecki, dijo que los judíos eligieron ir a los guetos para evitar estar junto a “esos desagradables” polacos.

En una escalada de declaraciones que pretenden enarbolar bien alto la bandera del heroísmo, la dignidad y la inocencia de los polacos, tan ensombrecida por la conducta de muchos durante la Shoá, estas construcciones tergiversadas que falsean la verdad parecen no tener fin.

Mateusz Morawiecki, el Primer Ministro, dijo hace unas semanas que los judíos también habían colaborado con los nazis. Ahora su padre lo refrenda y levanta la apuesta, no solo colaboramos sino que entramos felices y contentos a los guetos, ya no como ovejas según la vieja acusación, sino como completos idiotas.

¿De dónde saca semejante idea? Morawiecki padre, ex legislador, alude a dos grupos de colaboracionistas e informantes judíos, el Grupo Trece y los Zagiew, y a los policías judíos de los guetos encargados del mantenimiento del orden interno, de los castigos y en parte de las deportaciones. Aunque la infame conducta de estos grupos es un hecho, fueron una minimísima expresión de la población judía acorralada, solo un puñado estuvo allí, los de más baja estofa, ex presidiarios, delincuentes, proxenetas; creyeron que aliándose con el enemigo aseguraban su salvación y la de sus familias. No sucedió así, fueron asesinados por los nazis, junto con sus familias, igual que todos solo que un poco más tarde.

Ningún grupo humano es homogéneo. Tampoco los judíos. La pureza, de cualquier orden que sea, existe solo como una abstracción teórica. Hay buenos y malos, leales y traidores, solidarios y ladrones, cuidadores y asesinos en todos los grupos humanos. Generalizar a todo un grupo la conducta de unos pocos es falsear la verdad, cosa a la que estamos siendo acostumbrados en este mundo en el que quiere reinar la conveniente, apaciguadora y maquillada pos verdad.

La buena noticia es que el gobierno polaco toma distancia. Según Haaretz, Bartosz Cichocki, Ministro de RREE de Polonia, afirma que los comentarios de Morawiecki “no reflejan la posición de su gobierno”.