Lo que más me gustaba eran las nutrias.
Recostada en el borde las miraba nadar en el barro. Nadaban incansablemente en esa acequia sin fin que, como un mandala endiablado, persistía en desembocar en sí misma. Las nutrias no sabían que no había salida.
-¿Por qué nadan las nutrias? - le pregunté a mamá que, siempre que no sabía qué decirme decía lo mismo: - Es la naturaleza, nena, la naturaleza.
-Pero si no van a ningún lado... ¿por qué nadan todo el tiempo? - insistía.
-... es lo único que saben hacer.
Me pasaba horas viéndolas pasar una y otra vez. Creo que más que ese nadar incesante y desesperado, como de ahogado, eran los ojos los que me atraían, eran ojos asustados, huidizos, que evitaban mirarme, ojos paranoicos, atentos, nerviosos, extraviados, bolitas de vidrio marrón que giraban con increíble velocidad hacia uno y otro lado; como un fascinum[i] que me tenía atrapada.
Recostada al borde de la acequia me pasé horas intentando contarlas, pero no pude. No se diferenciaban unas de otras, en todas la misma mugre, la misma desesperación, los mismos ojos desarticulados. Pensé marcarlas de alguna manera, por lo menos a una, para empezar por ella y ver cuántas había, como hacían con las vacas o los caballos.
Pero no sabía cómo se hacía una cosa así, nunca había visto una yerra ni sabía que se podía tomar un hierro al rojo y dejar una marca indeleble sobre la piel. Tomé entonces una maderita y la puse sobre la cabeza de la primera que pasó y empecé a contar. Iba por doscientos cuando me di cuenta que se le había caído. Me pasé la tarde obsesionada con la idea de contarlas, de saber cuántas eran. Podría haberle preguntado a Frau Emilie o al señor con el que hablaban los grandes debajo de la galería, pero por alguna razón que no comprendí en aquel momento, debía descubrirlo sola. No pude. Nunca las pude contar. Ni la primera, ni ninguna de las otras veces que estuve.
La vez siguiente, pretendí reconocerlas por su tamaño, descubrir cuáles eran adultas y cuáles no, si se juntaban algunas con algunas otras, si había machos y hembras, si había familias. Tampoco pude llegar a ninguna conclusión. No tenía el método ni la constancia necesaria.
Mi última visita fue la más concreta. Ya había hecho mis averiguaciones. Sabía que lo único cierto era que estaban encerradas y que las iban a matar. Me propuse esa tarde encontrar la manera de que pudieran escapar.
La quinta quedaba en San Vicente, en el medio del campo. Íbamos por una ruta y después tomábamos un camino secundario. Cuando nos tocaba estar en el auto de atrás teníamos que cerrar todas las ventanillas porque si no nos llenábamos de tierra.
Era toda gente grande. Menos yo. La única otra hija del grupo era Halina, pero ya era mayor, como de dieciocho y nunca quería venir. A mí, como era chica, no me preguntaban.
Ni bien se veían los cipreses que bordeaban la quinta gritaba:
-Voy yo! - lanzándome del auto, levantaba el gancho de fierro y empujaba la tranquera con todas mis fuerzas.
Nos recibía la mirada ajada de una mujer flaca y alta. Andaba siempre con un batón descolorido, de esos que se venden en las tiendas de pueblo, triste y llovido.
-Guten Tag Frau Emilie - la saludaban.
-Está allí - decía en castellano y señalaba el alero al costado de la casa. La primera vez bajó los ojos y, cuando todos hubieron pasado, se me quedó mirando mientras yo cerraba la tranquera. No sabía si era la esposa o la cocinera.
-Ella tampoco sabe - pensó más que dijo esa noche mamá. Papá replicó:
-No le hagas caso, está embrujada, como todas las otras.
-¿Quién está embrujada? - pregunté.
-Tu mamá, ¿quién va a ser? - dijo en medio de una carcajada - No sé qué tiene ese hombre, las tiene locas...
El hecho es que los grandes entraron y nadie se ocupó de nosotras que no teníamos nada que hacer juntas.
-Hay nutrias allá - señaló vagamente.
Pasé cerca de la casa. Vi a los grandes sentados bajo el alero alrededor de ese hombre. En casa se hablaba de él con veneración. Ceremoniosos, duritos, formales, inusualmente respetuosos, le hacían preguntas, escuchaban con atención sus respuestas, alzándolo en el altar de sus miradas. Cada una de sus palabras sería recordada, analizada y comentada minuciosamente en los días subsiguientes.
-Ayer estuvimos en la quinta de Schindler - le dije el lunes a Olguita, mi compañera de banco.
Pero no me prestó atención. En esos días no era conocido ni famoso. No era como Pascualito Pérez o Fangio o Perón o Gina Lollobrígida o Nicola Paone. Nadie fuera de nosotros, los que íbamos a la quinta de San Vicente, parecía saber de su existencia. Sólo para nosotros era importante. Para el resto del mundo no era nadie.
Le empecé a hablar a Olguita sobre las nutrias, le conté de mi plan de liberarlas y ahí sí me escuchó con atención.
-Me recorrí toda la acequia. Es chica. Da una vuelta alrededor como de una islita y nada más. Mirá, así - y le hice un croquis - Encontré un arroyito por donde le entra el agua; no sé de dónde viene ese arroyito, de afuera me parece, pero tiene como una tranquera, así, ¿ves?, las nutrias no pueden pasar por ahí, ¿m'entendés? nadan y nadan pero dan vueltas, no pueden salir.
-¿Por qué querés que se escapen? - me preguntó Olguita - ¿no decís que son feas como ratas?, ¿para qué las querés?
-No sé - le dije. No podía explicarle lo que en ese momento y en ese contexto para mí todavía no tenía explicación - ... para jugar, para hacer algo... no sé.
Pero era más que eso; era algo ligado al poder, la fascinante sensación de dominar sus vidas, como estar sobre un escenario, o salir en Radiolandia, como ser un hipnotizador o ganar la Grande. No importaba que fueran sólo ratas; la idea de planear su liberación igual me hacía sentir importante. "¿Cuál sería el papá?", "¿Tendrán una familia igual que nosotros? ¿Habrá mamás, papás, hijitos, tíos, primos, hermanos...?", "Esa chiquita nunca se despega de la que tiene una mancha negra sobre el ojo derecho... ¿Serán madre e hija?", si conseguía dejar salir a alguna, mejor que fuera un grupo, algunas que fueran amigas o familiares para que no se sintieran solas, para que no extrañaran a nadie... Yo decidía quién viviría y quién no. Me sentía como una heroína de película dispuesta a rebelarme, a hacer algo que podía ser castigado y soñaba con glorias y laureles.
Pero fue sólo un juego. Nunca me animé a dejar escapar alguna. Y siempre tuve remordimientos: ¿Y si la nutria con la mancha negra sobre el ojo derecho era de verdad la mamá de esa chiquita que no se le despegaba? Nunca lo supe. Tal vez la chiquita tenía miedo, no quería que la separaran de su mamá. Tal vez las mataron juntas, las desollaron, clavaron sus pieles en maderas y después las cosieron en algún sacón suave y lujoso.
Ya sé que estos pensamientos suenan ridículos.
(Las nutrias no piensan.)
(Aunque pensar que las nutrias no piensan no justifica nada.)
(Tampoco con las nutrias.)
Lástima no haberme atrevido
Lástima, además, no haber prestado más atención a otras cosas.
Lástima no haber guardado en mi memoria la cara de Schindler, alguna anécdota, una pequeña frase, algo que me permitiera salir al mundo y gritar: "¡Eh! ¡Mírenme! ¡Yo también lo conocí... entrevístenme a mí!" Sólo una imagen borrosa de un hombrón rubicundo y bonachón con un vaso de whisky a continuación de la mano y las voces de las mujeres chismorreando acerca de sus amantes.
A veces veo a Halina, la hija adolescente del grupo, la que nunca quería venir. Ella había estado en Cracovia con su mamá y su papá. Tuvieron la suerte de que no fuera yo quien miraba la escena de su debatirse inútil, que en lugar de "jugar" con ideas, hubo alguien, que aunque en un principio también jugando, se jugara por ellos.
-¿Viste la película de Spielberg? - le pregunté. Todo Buenos Aires hablaba de ella; el mundo entero aplaudía los premios de la academia de Hollywood.
-No. No puedo verla. Tengo miedo de que sea demasiado. O demasiado poco.
-¿No sabés si estás allí?
-Sí, yo soy la nena que le trae la torta de cumpleaños.
-¿Cuál? ¿La adolescente a la que besa delante de todos los nazis?
-¡No! ¡Esa no! La chiquita, la que le trae la torta.
No me atreví a interrumpir su silencio.
-Nunca quisiste venir a la quinta.
-No. ¿Vos?
-Sí, me llevaban, yo no entendía nada, no me
daba cuenta de nada, ni siquiera me acuerdo bien de él.
-¿De verdad no te acordás?, me preguntó incrédula.
-De verdad. Es extraña la memoria. Lástima, ¿no?, sólo recuerdo las nutrias.
[i] Fascinum (latín): amuleto, objeto que atrae la mirada para impedir el "mal de ojo".
Capítulo 14 de "Con una piedra en el zapato".